Por Eduardo Luis Aguirre

El ser humano, contrariamente a lo que a veces se intuye, siempre fue Comunidad.
Por el contrario, la individualidad es una creación del Medioevo europeo que se consolidó con la posibilidad de acceder por primera vez a la lectura de libros en voz baja. Es interior, dramática y profunda. Es espléndidamente rica, reflexiva, inspiradora.

Pero, para las subjetividades colonizadas por el neoliberalismo, se vuelve incontenible y rapaz.
Porque los sitúa, como en un espejo implacable, frente a ellos mismos. Una práctica – la de pensarnos a nosotros mismos- que un sistema alienante se ha encargado de suprimir cuidadosamente a lo largo de la historia. Y ese sujeto transformado en consumidor insaciable, en profeta del odio, en empresario de sí mismo, en comprador compulsivo, hace agua frente a su propia presencia. Y de esa manera refuerza su creencia de que puede incumplir las normas colectivas en una desprolija huida de sí mismo.
Pero, en esta encrucijada, es necesario reivindicar que la esencia humana es colectiva. Si hay un estatuto común que nos ordena, hay también una ontología ética del cuidado común, del buen vivir conjunto. Y hay un derecho humano, básico, a exigir ese deber de cuidado.
Como contrapartida, no hay licencias permitidas para perpetrar conductas agresivas desde el individualismo más brutal, que es el que engrosa colas en las autopistas, gana los espacios públicos en medio del desafío histórico más importante de la sociedad que él mismo, aunque no se lo represente, integra, intenta saquear las mercancías comunes, renuncia a deslindar lo esencial de lo accesorio, hasta transformarse en un arma potencial de destrucción masiva.
No hay individuo, no hay ser, no hay libertad ni derecho a aniquilar justificado en nuestras faltas, en la hoquedad estéril de nuestras soledades, en la indiferencia hostil, en la alienación capaz de prescindir del Otro, hasta exterminarlo.














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