Por Ignacio Castro Rey
*Al principio una especie de insomne hablar entrecortado. ¿Para iniciados? Tal vez, pero los iniciados a la oscura raíz común. Ya en medio de esa inicial lentitud, a veces la maravilla del mundo en un puño, en un suspiro de ojo. Arando se ora, decía Pound. Reaparece el dios de los surcos, el clinamen de cada criatura.*Un lenguaje a veces encriptado, como lo es la misma naturaleza, ese enorme territorio donde todo "ama esconderse" (Heráclito). Con tal lenguaje Y todos estábamos vivos esboza una y otra vez la nervadura de los seres, un denuedo común para que el que apenas hay nombres. Parece buscar más bien el nombre secreto, el sustantivo y la sustancia del mundo. Aunque precisamente en la constante acción sin títulos, persiguiendo la definición secreta a la que la criatura no podría no responder, pues es su latir discontinuo.
*Pronto se goza en este libro una buena relación con lo minúsculo, una levedad de ceniza e insectos. Al ritmo entrecortado de la lectura, un vaivén continuo de seres, como si hombres, madres sordas y cosas mudas estuviera bajo el techo del viento. Una dura dulzura que no cesa, envolviendo lo trágico de vivir. Una inocencia que protege a las criaturas en su estar desamparadas: Manto de nieve en el cuenco del valle.
*Amarillo sobrenatural en agosto. Toda la naturaleza es así de sobrenatural. También la más sencilla lluvia de octubre sobre cualquier bar de las afueras. También nuestro ignorar el rumor constante del piano viejo que es el mundo, nuestro acercarnos a él con cierto temor de disolvernos en su belleza. Aunque parezcamos sordos, por debajo escuchamos cualquier pregunta, por si duele vivir.
*Anciana de dulces rasgos, árboles bronquiales. Que los nervios del gran árbol que nos envuelve sean sentidos como la red de un cielo, o de un cerebro, alude al armazón secreto de los seres. A una respiración común que, sin necesitar saber de ello, conspira. La constitución orgánica de las cosas, del alma escondida de cosas y animales.
*Libre dj del instrumento sonoro que es el suelo que pisamos, Olvido García Valdés maneja bien un don de mezclas, un donaire antiguo de vínculos sueltos, implícitos, que no necesitan una gramática que los suelde por fuera. La soldadura está solamente en la intensidad de cada punto. De ahí esa corriente de versos sueltos, que podría reconstruir el mundo desde su anciana juventud perpetua. Las cosas parecen solas, pero pronto se advierte que entre ellas pasa un mismo aliento, un solo tiempo. ¿Una inocencia armada?
*Este suave bajo afelpado, vinculando sin hilos, recuerda otra vez un adorable momento del John Cage anciano. En una entrevista tardía dice, como si nada, que la música es escuchar el sonido del mundo antes de que cuaje en signos articulados, en un código pactado. ¿Puede darse una comunidad que no exija identificación ni pertenencia? Sí puede. De los conciertos inolvidables al aburrimiento común e inconfesable, la vida diaria muestra sin códigos esa comunidad sin nombre. Sin otra sustancia que cierto no saber compartido, caminado.
*Retengo el coche en paralelo. Indiferencia o naturaleza, color de la sangre. Todo el libro está lleno de saltos, pero logra que entendamos que la vida misma es un salto y que el vínculo está en los latidos, a golpe de un minutero sin Historia. Es como si en este libro el umbral fuera lo que une, una potencia de metamorfosis que acoje lo indefinido. Una potencia que nunca será acto, aunque impulsa todos los actos. Síntesis imposible, idiotismo: diría algún académico. Pero ellos no siempre entienden que la continuidad la pone la viveza, la sombra luminosa que proyecta cada ser. Al vivir se deja esa memoria óptica, casi táctil, que une un fotograma de la vida a los otros. Es el texto de la puntuación sin texto, del umbral que no cesa. La densidad de cada punto, con el solo texto del nombre indescifrable que llena su cuerpo, crea una textura que se convierte en un clima donde vivir.
*¿Qué lugares vivimos ni siquiera tangentes? No importa que a veces parezca rozarse el anacoluto. Como tanta poesía, este libro da por supuesta la información, la obviedad de un sentido contextual y literal, su redundancia coactiva. Pero la poesía que nos cambia, el lenguaje de Y todos estábamos vivos, no es una huida de lo ordinario, sino un rodeo para retomar lo ordinario de otro modo.
*En la vida todo duele, hago deporte. La poesía sería otra forma de retiro, incluso de especialización, pero intentando curar el dolor común siguiendo su musculatura, su nervadura. Siempre hay que curarse y el arte no se entiende más que como medicina. Pero ahora no alejándonos del dolor sino dándole forma. El pensamiento como un humilde y extremadamente ambicioso esfuerzo por aceptar la existencia. Se dijo que, a diferencia de una industria que conserva añadiendo una sustancia que altera el original, el arte conserva abrazando la caducidad, dejando ser la irremediable perdición de las cosas. Buscando una caducidad por así decirlo incorruptible.
*Mantillo, manto, maternidad. Jugar con las palabras es jugar con fuego. Se juega con las palabras con la ligereza que tenemos con las cosas, como si fueran cosas. Usas así el material flexible del lenguaje al servicio del grito que es el mundo, una "puntuación sin texto" que descubre el texto en cada punto. El tejido del mundo es la empatía implícita de los seres mortales, una potencia de relación que, al tutear lo espectral, no necesita código. Es lo inconfesable, que nos separa, lo que genera comunidad.
*El invierno asedia a la doncella. Apenas hay situaciones: bajo ellas, todo es acontecimiento. El acontecimiento incesante que es el pensamiento, el sentir que se vive en la mente: Como murciélagos entramos en noviembre. Hay una confluencia de espacios, como si quedasen los individuos solos en su absoluto circunstancial, una haecceidad que vincula los cuerpos. De ahí la apariencia de saltos que enseguida no son tal.
*Un pasito de potro vuelve a recordar otra vez la grandeza de lo minúsculo. Tornasolada luz tangente: una y otra vez, la pueril doctrina de atender a lo humilde de la revelación. Si verde fueras, amor, muerte serías... Ver colores, comer y morir son variaciones de un mismo sobresalto remoto, vuelto una y otra vez dulzura. Como si la muerte fuera también un lugar, el sitio sumatorio de muchos otros lugares: vámonos hacia la muerte, amor, vámonos a la muerte. Incluso no saber bien si se vive o no. Hay una inocencia de la muerte, una omnipresencia de lo ausente que, sin culpa, teje un vínculo entre todas las edades. Amortajadita como nacida ahora.
*El alma es el afuera, lo material del tiempo, una medida formal que siempre tiene como tarea darle forma a la lejanía del adentro. Buena simbiosis de sabiduría rural y sofisticación urbana. Erudición que casi nunca rompe con un suelo de doctaignorantia, una fluidez -coagulada sin cesar- de la sombra común. La síntesis lingüística de este libro opera, en apariencia, a contrapelo de la espontaneidad popular. Pero mantiene una buena relación con la llaneza de la nada, de nadie: Un día, soleado, brumoso, claridad en sus cabellos, en sus ojos.
*No encapsularse, para que todo sea trayecto: lienzo verónica de lo casi invisible. Establecer un vínculo secreto de las edades, sometidas al raso. La variedad de lo que aparece no necesita nada más que su bendita inmanencia: avefría, avutarda, viñas abandonadas, flores añil. Me equivoqué de cruce, vengo llena de campo: canciones son hilvanadas sin letra, con un simple girar de ecos. Las situaciones son hiladas con la letra de un no saber que discurre: una indiferente tarde que atardece.
*Tono pueril de la revelación. Grumos de primavera dentro de la máquina. Las cosas se salvan por su fragilidad, mientras se intenta ir hasta aquella hermosura sin ahogarse. Quien tiene corazón necesita mantener una cordura doble, una flexible sobriedad en la corriente de la emoción. Todo lo profundo requiere medida, una máscara. Y solo por el afán que es cada hora, para ganarse un día en cada día. "Quién habla de victorias, sobrevivir es todo", cantaba Rilke.
*Tener descendencia en una adopción de los seres mortales. Descender sobre todo en la forma de cuidar lo que nunca será nuestro. ¿Madre? Adoptar ante todo el silencio del mundo, su vértigo, y adoptarlo como si eso fuese nada, con una maternal llaneza y una dulzura sin teatro. Amor de madre que brota siempre de los hijos partidos.
*Vamos siendo reales desde los treinta: algunas, madres; otras, sólo reales. Lo que canta en Y todos estábamos vivos es el mismo abandono del mundo, su secreta horfandad sin canciones. Son incesantes las revelaciones de esta partitura sin autor: Lenta, la luna vuelve mes a mes; Cicatrices de poda; Hubo vida mientras hubo hormigas; Desgracia, ven -¿eres tú? Imagen última en el gris de la llovizna; Gotas detenidas en la resina... Pronto girará el año. Todo ocurre como si el hilo lo pusiera la intensidad de cada pulsación, un tiempo que concluye en cada aliento.
*Cualquier cosa conspira y ocupa su lugar. El chiste sexual, la perspectiva hollada, cierto poder, risas, el mundo. El silencio, decía Ivo Andrić, facilita la oración y es en sí una oración. Preces para que todo siga, para mantener la fe en lo visible: envía primero la amapola a los caminos, que el chopo tome fuerza. Anuncia del trigo las espigas. Verde y azul, humedal de flores. Es como el universo de guijarros de Machado, pero con una épica que ha tenido que recogerse a una variedad apretada en su latido, sin esperar ninguna cobertura histórica. Como decía alguien, el silencio de Dios nos ayuda.