La guerra
ha sido el medio, tan eficaz como brutal, mediante el cual el sistema capitalista mundial ha superado
sus crisis cíclicas, reconvertido su economía de paz, disputado mercados
coloniales y atravesado las grandes depresiones y las dificultades que se
plantearon a los procesos de acumulación y expansión del capital.
Se ha
afirmado: “En la etapa imperialista todos los territorios coloniales ya se han
repartido, lo mismo que las zonas de influencia. Más necesitado aun de
territorios económicos que en su afable ciclo anterior, el imperialismo procede
a una redistribución periódica del mundo colonial. La penetrante observación de
Clausewitz cobra aquí pleno valor:
“la guerra es la continuación de la política, pero por otros medios. El apetito
de materias primas, combustibles y mano de obra barata, una irrefrenable
necesidad de nuevas zonas para la inversión de capitales, el control de las
comunicaciones y la disputa feroz por los mercados mundiales, son otros tantos
signos distintivos del imperialismo contemporáneo. (…) Las guerras devastadoras
entre las potencias imperialistas rivales o el “talón de Aquiles” fascista
contra el proletariado llegan a ser las armas primordiales en la lucha moderna
por la plusvalía mundial”[1].
A través
de la historia, el capitalismo ha
superado sus crisis mediante la apelación recurrente a la guerra. Los períodos
de pacificación han permitido, en cada
caso, una reconversión de su economía y posibilitado nuevas etapas cíclicas de
recomposición del sistema a escala planetaria.
La guerra
ha implicado además, desde siempre (en la psicología, las representaciones y
las intuiciones de las multitudes), un elemento de galvanización social que,
como denominador común de los Estados soberanos durante la modernidad temprana,
ha desatado enormes reacciones de patriotismo y una necesaria coalición entre
los partidos liberales y las burguesías de los países centrales, que apelaron a
las conflagraciones como forma de hacer frente a las crisis sistémicas del
capitalismo financiero[2].
Sin embargo, la guerra ha experimentado también importantes
transformaciones conceptuales y simbólicas. Desde los albores de la Modernidad,
y hasta comienzos del siglo pasado, la guerra era una cuestión que incumbía
únicamente a los Estados y se dirimía exclusivamente entre ellos.
Los enemigos, integrantes de los ejércitos regulares de
potencias extranjeras, eran reconocidos “como
iustus hostis (esto
es, como enemigo justo en el sentido,
no de ‘bueno’, sino de igual y, en tanto que igual,
apropiado) y distinguido tajantemente del rebelde, el criminal y el pirata.
Además, la guerra carecía de carácter penal y punitivo, y se limitaba a una
cuestión militar dilucidada entre los ejércitos estatalmente organizados de los
contendientes, en escenarios de guerra concretos que finalizaba mediante la
concertación de tratados de paz que incluían el intercambio de prisioneros y cláusulas
de amnistía”[3].
Ya en la Primera Guerra imperialista, se advirtió una
modificación cualitativa y cuantitativa en las formas de concebir y llevar a
cabo los enfrentamientos armados. Los cambios en la táctica y la estrategia
bélica acompañaban la evolución tecnológica y los progresos científicos, que
eran a su vez los emergentes de nuevas formas de articulación y ordenamiento
del poder mundial, el derecho internacional, la soberanía y los Estados.
Si bien la contienda quedaba ahora limitada a los ejércitos,
las nuevas tecnologías de la muerte y las formas masivas de eliminación del
enemigo, constituyeron el prólogo de la masacre que durante la Segunda Guerra
enlutó al planeta, con la devastación sin precedentes de la población civil,
ciudades arrasadas, la utilización de armas atómicas, y el juzgamiento final de
los vencidos por parte de los primeros tribunales competentes para entender
respecto de la comisión de crímenes contra la Humanidad. Esa fue la última gran
confrontación entre naciones, entendido el concepto con arreglo a las pautas
tradicionales mediante las que hemos incorporado culturalmente el concepto de
guerra.
Las guerras actuales, en cambio, ya no son cruzadas
expansionistas tendientes a anexar territorios, ni a imponer una determinada voluntad
o ganar espacios en la disputa por mercados internacionales.
Por el contrario,
representan hoy en día una disputa cultural, se llevan a cabo con la
pretensión de imponer valores, formas de gobierno y estilos de vida, que
coinciden con un sistema económico y político determinado: la democracia
capitalista impulsada por el Imperio, una novedosa figura supranacional de
poder político[4]
.
Por lo tanto, a partir del desmembramiento de la ex Unión
Soviética y la caída del Muro de Berlín, el Imperio fue el encargado de
administrar el aniquilamiento de los enemigos, en una confrontación que debe
acabar necesariamente con la colonización cultural, territorial y económica de
los “distintos” -generalmente estigmatizados como “terroristas”- en un mundo
unipolar.
Estas características se exacerbaron, indudablemente, a
partir del 11-S y el incremento del riesgo que surge del primer ataque sufrido
por los Estados Unidos en su propio territorio, aunque habían formado también
parte del arsenal ideológico y cultural de los genocidios reorganizadores
perpetrados luego de la segunda guerra mundial.
La inmediata decisión de enfrentar al terrorismo apelando a
cualquier tipo de medios, adquirió una renovada significación de “guerra justa”, en la que no era
valorada positivamente la condición pacífica de la neutralidad que caracterizó
al derecho de gentes hasta el siglo
XIX.
En cambio, la participación en este tipo de conflictos pasa
a ser exhibida como una obligación
moral, asumida para contrarrestar o neutralizar
los riesgos que supone la supervivencia de los enemigos. Cualquier
medio, entonces, es válido para eliminar a los enemigos, incluso antes de que
éstos hayan llevado a cabo conducta de agresión u ofensa alguna[5].
Todo es legítimo si lo que quiere preservarse es un determinado
orden global, liderado de manera unilateral. Precisamente, para que ese poder
único alcance los fines proclamados de la paz y la democracia, “se le concede la fuerza indispensable a los efectos de
librar -cuando sea necesario- guerras
justas en las fronteras, contra los bárbaros y, en el interior, contra los
rebeldes”[6].
La censurable noción de “guerra
justa” -vale señalarlo- estuvo vinculada a las representaciones
políticas de los antiguos órdenes imperiales, y había intentado ser erradicada,
al parecer infructuosamente, de la tradición medieval por el secularismo
moderno.
Entonces -y también ahora-
supuso una banalización de la guerra y una banalización y absolutización del
enemigo en cuanto sujeto político. A este último se le banaliza como objeto de
represión, y se lo absolutiza como una amenaza al orden ético que intenta
restaurar o reproducir la guerra, a través de la legitimidad del aparato
militar y la efectividad de las operaciones bélicas para lograr los objetivos
explícitos de la paz, el orden y la democracia[7].
El caso testigo de esta nueva impronta de la guerra lo
configura la política exterior de los Estados Unidos, que pese al cambio de su
administración y el padecimiento de una fenomenal crisis financiera y política
interna, podría igualmente emprender en el futuro una nueva cruzada ética
contra Irán o Corea del Norte, cuando no ha logrado todavía saldar
decorosamente sus cruentas intervenciones policiales en Irak y Afganistán.
Al respecto, se ha entenido que el 11 de septiembre ha cambiado
nuestra subjetividad de ciudadanos de occidente, ha puesto al descubierto la
falsa conciencia de nuestra invulnerabilidad, la ilusión inconsistente de
nuestra seguridad eterna, el miedo a que “nosotros” engrosemos la lista de
víctimas que, durante otras catástrofes terribles de la segunda mitad del siglo
XX, afectaban a un mundo que considerábamos exterior, habitado por otros, de cuya existencia y padecimientos el primer mundo tomaba
conocimiento a través de las plácidas lecturas de los periódicos o mirando en
la televisión programas informativos que relataban guerras sin muertos, heridos
ni destrucción masiva[8].
La principal perplejidad que plantea el mundo globalizado
es que ya no existe ese mundo exterior y
que esas certidumbres ficticias son capaces
de desmoronarse como un maso de naipes[9].
La crisis inédita de la noción de soberanía pone al
descubierto la distinta relación de fuerzas de los Estados y la potencia
fenomenal de las corporaciones para prevalecer frente a éstos y confundir
amañadamente sus intereses con los de aquellos.
Concluida la división del mundo en bloques, la política
-condicionada por el interés supremo del capital financiero, que no reconoce
fronteras aunque sí, desde luego, intereses- no pasa a ser exterior sino que,
por el contrario, nos encontramos frente al desafío inédito de una política interior del mundo[10].
Por el contrario, en vez de percibirse los atentados como
delitos contra la humanidad, se los ha concebido como una suerte de “nuevos
Pearl Harbour” contra los que es preciso
reaccionar de la manera más irracional que se recuerde desde la Segunda Guerra,
basándose en la idea anacrónica de una guerra
justa, sustentada en un derecho de excepción, que contraría la idea misma
del derecho como forma pacífica de resolución de las diferencias[11].
Estas
formas novedosas de autoridad y poder imperial, se profundizaron a partir de la
caída del muro de Berlín y la debacle de la experiencia socialista de la ex
Unión Soviética y los países del Este. Se anunció entonces el “fin de la historia”, de los
grandes relatos y de las utopías igualitarias (lo que se conoció también como
el “fin de las ideologías”)
y dio comienzo la era del pensamiento
único, donde las gramáticas conservadoras ganaron rápidamente un consenso
inusitado a nivel mundial, respaldándose en la alianza reaganthatcherista y el
Consenso de Washington, durante las décadas de los años 1980 y 1990.
La
ideología de mercado ha contribuido singularmente, desde entonces, a la
degradación del medio ambiente, la expoliación irracional de los recursos, la
inequidad, la injusticia social, la
concentración brutal de la riqueza, un crecimiento nunca visto de la violencia, la exclusión y la pobreza.
Y ahora
asistimos a una situación global en la que no solamente las fuerzas productivas,
sino más propiamente los sistemas financieros, desbordaron las fronteras de los
Estados nacionales, con lo que la crisis y la decadencia no pueden observarse
nunca fuera del imperio, sino incorporadas a su parte más íntima[12]. “La crisis financiera desemboca, dos años después de la
quiebra del Banco Lehman Brothers, en el castigo a la población del Viejo
Continente, firmemente “invitada” al sacrificio para expiar faltas que no
cometió. Aunque desde la era Reagan-Thatcher se conoce bien la propensión de
los gobiernos neoliberales a agitar el espantajo de la deuda pública (mantenida
por los bajos impuestos consentidos a su clientela acomodada) para reducir los
gastos del Estado, privatizar las
empresas públicas, recortar los programas sociales y debilitar los sistemas de
protección social, no podía precedecirse que lo conseguirían otra vez, dada que
la habitual “estrategia de shock” parecía tener que deslizarse esta vez
por una puerta bastante estrecha”[13].
El
paradigma neoliberal resultó, finalmente, el que menos tiempo mantuvo su
hegemonía en toda la historia de la humanidad. En menos de dos décadas, se ha
visto sumido en una crisis de proporciones bíblicas.
No
obstante, ese corto período le alcanzó igualmente para profundizar las
estrategias globales de segregación y violencia, bajo el pretexto de un combate permanente contra el
terrorismo.
También,
ha ganado un generoso espacio en materia cultural, fascistizando las relaciones
internacionales y legitimando el derecho penal de emergencia a través de retóricas
vindicativas y utilitaristas, que se han insertado exitosamente en las lógicas
de los ciudadanos de la aldea global.
“En los quince años transcurridos desde entonces, el
mundo imperialista no aprendió nada ni olvidó nada. Sus contradicciones internas
se agudizaron. La crisis actual revela una terrible desintegración social de la
civilización capitalista, con señales evidentes de que la gangrena avanza”,
decía León Trotsky en 1932[14] , en un trabajo que describía las crisis cíclicas del
capitalismo y su imbricación con las guerras. La cita conserva una dramática
actualidad y se asemeja demasiado a una profecía autocumplida. En plena crisis del capitalismo mundial, Estados Unidos conserva 28.000 efectivos y 106 bases militares en Corea del Sur (según da cuenta la periodista Telma Luzzani en su libro "Territorios Vigilados", una investigación destinada a describir el modus operandi de las bases norteamericanas en Sudamérica), acaba de destinar dos bombarderos invisibles con capacidad nuclear de última generación, para realizar (nuevos) ejercicios militares conjuntos con el gobierno afín de Seúl (mientras se detalla públicamente un plan para destruir de manera sistemática y gradual todos y cada uno de los monumentos que norcorea dedica a sus héroes), en lo que se considera una de las provocaciones más explícitas en las que incurriera en los últimos tiempos, colocando nuevamente al mundo al borde de un holocausto.
Se trata, evidentemente, de un nuevo ejemplo absolutizante del poder imperial, tendiente a reeditar un estatus de guerra, fundado en una supuesta amenaza al orden ético que se intenta imponer a los insumisos con la única legitimidad que confieren la prepotencia militar, la capacidad de hacer efectivas sus prácticas de coerción, y la complicidad de los organismos internacionales que autorizan las agresiones bélicas, delegando en el gran gendarme la custodia de la paz, la democracia y el "orden" global.
Se trata, evidentemente, de un nuevo ejemplo absolutizante del poder imperial, tendiente a reeditar un estatus de guerra, fundado en una supuesta amenaza al orden ético que se intenta imponer a los insumisos con la única legitimidad que confieren la prepotencia militar, la capacidad de hacer efectivas sus prácticas de coerción, y la complicidad de los organismos internacionales que autorizan las agresiones bélicas, delegando en el gran gendarme la custodia de la paz, la democracia y el "orden" global.
[1] Ramos, Jorge Abelardo: “América Latina: un país”, Ediciones Octubre,
Buenos Aires, 1949, p. 16.
[2]
Aguirre, Eduardo Luis: “Inseguridades
globales y sociedades contrademocráticas. La desconfianza como articulador del
nuevo orden y como enmascaramiento de las contradicciones Fundamentales”, en “Elementos de Política Criminal. Un abordaje
de la Seguridad en clave democrática”, Universidad
de Sevilla, trabajo de investigación presentado para la obtención del DEA,
Programa de Doctorado “Derecho Penal y Procesal”, Universidad de Sevilla, 2010.
[3] Frade, Carlos: “La nueva naturaleza de la guerra en el
capitalismo global”, Le Monde Diplomatique en español, septiembre de 2002,
disponible en http://www.sindominio.net/afe/dos_guerra/naturaleza.pdf
[4] Hardt, Michael- Negri, Antonio: “Multitud.
Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p
41.
[5]
Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos
Aires, 2004, p 30.
[6] Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 27. En este caso, lo
ocurrido en Irak importa un ejemplo por demás elocuente. Los invasores (la denominada
“Autoridad Provisional de Coalición Iraquí”) fueron habilitados para “colaborar” en la
creación de un Consejo de Gobierno,
compuesto fundamentalmente por “notables” afines a los intereses
norteamericanos, durante cuya “administración” entraría en vigencia
originariamente, desde el 10 de diciembre de 2003, el Alto Tribunal Penal Iraquí, que debería
juzgar (ratione materiae) las graves
violaciones a los derechos humanos (crímenes de guerra, delitos de lesa
humanidad y demás delitos considerados en la legislación interna
iraquí),cometidas entre el 17 de julio de 1968 y el 1° de mayo de 2003 (ratione temporis, según artículos 1 y 10
del Estatuto), abarcando los crímenes cometidos en Irak, pero también en la
guerra contra Irán y la
Invasión de Kuwait (ratione
loci). El Tribunal de Irak, en cuyas conformación y decisiones tvieron
activa participación juristas estadounidenses e igleses, debió ser constituido
con la participación de la ONU,
por tratarse de la persecución de crímenes contra el derecho internacional, que
no hubieran sido juzgados libremente por las autoridades iraquíes (al menos de
esta manera) si no hubiera mediado la invasión; contó con jueces de “identidad
reservada”, con la excepción de su presidente, que dimitió a los 4 meses de
comenzada su gestión denunciando presiones del gobierno provisional; violó las
garantías básicas del debido proceso, y fue un ejemplo de conversión ex post
facto de la guerra en “derecho”.
[7] Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 29.
[8]
Ferrajoli, Luigi: “Las razones del pacifismo”, http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=174865.
El recuerdo de las sórdidas imágenes televisivas de la Guerra del Golfo y la
invasión ulterior de Irak remiten a esta nueva versión de guerras sin
consecuencias visibles, que reflejan contradicciones políticas de por sí difícilmente
inteligibles, de manera direccionada y tendenciosa.
[9] Ferrajoli, Luigi: “Las razones del
pacifismo”, http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=174865
[10]
Ferrajoli, Luigi: “Las razones del
pacifismo”, http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=174865.
Esto explica la inédita situación mediante la cual
los gobiernos no contemplan tanto los intereses de los pueblos cuanto de las
corporaciones financieras, que conspiran contra las grandes mayorías populares
en clave de ajustes permanentes de las economías mundiales.
[11] Ferrajoli,
Luigi: “Las razones del pacifismo”, http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=174865.
Ello así, a pesar de lo evidente de que
las agresiones terroristas, ocurridas por primera vez
en territorio de los Estados Unidos, no reprodujeron ninguna de las condiciones
que hubieran permitido hablar de guerra,
ya que no solamente no se había destado un conflicto entre Estados, sino que
tampoco existían enemigos ciertos y reconocibles, ni los criminales constituían
una fuerza pública estatal.
[12] Hardt,
Michael- Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p.
350.
[13] Cordonnier, Laurent: “Los
caminos equivocados del salvataje europeo. Un “rigor” que no servirá para
nada”, Le Monde Diplomatique (el Dipló), Buenos Aires, numero 135, septiembre
de 2010, p. 18.
[14]
“Declaración al Congreso contra la guerra de Ámsterdam”, que se halla disponible
en http://www.ceip.org.ar/escritos/Libro2/ContextHelp.htm,
2008.