“La
misión de garantizar con penas y medidas de seguridad precisamente bienes
jurídicos constituye el cometido básico de todo Derecho Penal, y al establecer
qué bienes y valores son merecedores de un tal aseguramiento legislativo, la
función primordial de la Política criminal (…) Frente al arbitrio punitivo de tipos legales que no contienen una
garantía de bienes jurídicos, y que responden, a veces, sólo a una técnica de
manipulación legislativa, la Ciencia penal debe tomar conciencia y adoptar una
consecuente actitud crítica”[1].
Cualquier
interpretación que se intente hacer respecto de la sociedad de la modernidad
tardía y sobre las particularidades del Derecho penal internacional actual -a
partir de octubre de 2009- debe incluir una necesaria referencia a la crisis
más profunda que registra el capitalismo global desde 1929.
Es de
reconocer que el impacto ha sido de tal magnitud que ha logrado transformar las
predicciones y certezas habituales de los analistas económicos, en incógnitas
diversas, hasta ahora sin respuestas.
Las
preguntas de los economistas y las distintas agencias estatales mundiales se
reparten entre las irresueltas incógnitas que
intentan diagnosticar el alcance, la duración y la profundidad de estas
drásticas transformaciones, y las que se plantean “qué
hacer” frente a las mismas.
Hasta
ahora, el sistema ha intentado recomponerse con rápidos reflejos y pragmáticas
recetas, adoptadas a partir de la crisis estadounidense y luego mundial,
mediante un paquete de medidas duramente ortodoxas que se direccionan a
auxiliar financieramente a la banca, a costa de brutales ajustes y recortes del
gasto público de los Estados, que impactan, como siempre ocurre, en el bolsillo
y la economía de los sectores populares.
Pero las
verdaderas y últimas razones de la crisis, su
naturaleza y sus consecuencias sociales, constituyen cuestiones no
dilucidadas por parte de los operadores financieros, las corporaciones
multinacionales y los medios de comunicación occidentales. La magnitud del
quebranto ha provocado también disidencias al interior de los intelectuales
progresistas de todo el mundo.
Algunos piensan al respecto lo siguiente: “Esta crisis financiera
no es el fruto del azar. No era imposible de prever, como pretenden hoy altos
responsables del mundo de las finanzas y de la política. La voz de alarma ya
había sido dada hace varios años, por personalidades de reconocido prestigio.
La crisis supone de facto el fracaso de los mercados poco o mal regulados, y
nos muestra una vez más que éstos no son capaces de autorregularse. También nos
recuerda que las enormes desigualdades de rentas no dejan de crecer en nuestras
sociedades y generan importantes dudas sobre nuestra capacidad de implicarnos
en un diálogo creíble con las naciones en desarrollo en lo que concierne a los
grandes desafíos mundiales”[2].
Otros, por
el contrario, exigen desde el centro del poder financiero que “el sistema
financiero debe ser recapitalizado, en este momento, probablemente con ayuda
pública. En la base de esta crisis se encuentra el hecho de que el sistema
financiero, como un todo, dispone de poco capital. Aun cuando el sistema se
está encogiendo y los malos activos están siendo eliminados, muchas
instituciones seguirán careciendo de capital suficiente para proveer de manera
segura crédito fresco a la economía. Es posible para el Estado proveer capital
a bancos en formas que no impliquen la nacionalización de éstos. Por ejemplo,
muchos miembros del FMI en una situación similar en el pasado han combinado
inyecciones de capital privado con acciones preferenciales y estructuras de
capital que dejan el control de la propiedad en manos privadas”[3].
Los menos,
prefieren la cautela y admiten la falta de insumos conceptuales para
diagnosticar con alguna precisión las consecuencias futuras: “Cuando intentamos comprender un fenómeno tan complejo como
la crisis financiera actual, la primera palabra que surge es modestia. Modestia
respecto del alcance de los conocimientos que tenemos los economistas para
entender lo que está sucediendo; no digamos para aventurar lo que pueda
acontecer”[4].
Lo que no
resulta materia de disputa, hasta ahora, es que la realidad social planetaria,
a partir de la crisis, será mucho más “riesgosa” todavía, producto del descalabro de las grandes variables
económicas y financieras y las nuevas dinámicas sociales que han transformado
al riesgo en la categoría conceptual
que sintetiza y torna inteligible la realidad global; a la incertidumbre como
un dato objetivo de las nuevas sociedades, al miedo (al delito y al “otro”) en un articulador de la vida
cotidiana y al Derecho penal en un fabuloso instrumento de control y dominación
de esas tensiones sociales cada vez más profundas.
No
solamente el terrorismo (especialmente a partir del trágico 11-S y sus réplicas
ulteriores ocurridas en distintas naciones), sino asimismo los desastres
medioambientales, el multiculturalismo, el crimen organizado, la diversidad y
la violencia de subsistencia o de calle, serán las consecuencias más inmediatas
del estatus de quiebra.
También
habrá que ocuparse de las grandes crisis por la que atraviesan las sociedades
contemporáneas, las demandas de soberanía de los países emergentes, la protesta
social y la debilidad de los liderazgos, asentados en consensos precarios y
fugaces, articulados éstos por la desconfianza como valor fundante de una
sociedad nihilista en la que los ciudadanos
se vinculan con sus pares (“los otros”) a través de un escrutinio permanente y cotidiano[5]
y hasta ahora sin vocación de coaligarse detrás de proyectos colectivos.
Esa
desconfianza alcanza también, y muy especialmente, a los que encarnan el rol de
gobernar la penalidad, sus instituciones, sus narrativas y prácticas
colectivas, e influye decididamente en la construcción de las nuevas relaciones
sociales, explicando, entre otras cosas, el peligro, el riesgo y el auge de
nuevas formas de control punitivo.
Por su parte, para el sofista del Anónimo de Jámblico “sólo la sumisión
a la ley, o sea, el estado de legalidad, hace posible la vida en común.
Para este sofista anónimo, el estado de legalidad es uno de los bienes supremos,
pues “una legalidad debidamente establecida origina la confianza
que produce grandes beneficios a toda la colectividad”. El estado de ilegalidad, por el contrario, es uno
en que reinan la desconfianza y el riesgo permanente, lo cual da
lugar a una falta la seguridad cognitiva de los comportamientos personales,
y por ello, a que los hombres experimenten el temor y el miedo. Por
esto, y puesto que “los hombres no son capaces de
vivir sin leyes ni justicia”, a quienes no se someten
a la ley les sobreviene la guerra que conduce a la sumisión y a
la esclavitud con más frecuencia que a quienes se rigen por una recta
legalidad”[6].
Las sociedades de riesgo son, precisamente, aquellas donde
la producción de riqueza va acompañada
de una creciente producción social de riesgos[7].
El aumento de los riesgos está produciendo consecuencias
trascendentales en el ámbito de la política, el biopoder y la gubernamentalidad
de los agregados sociales actuales.
El primer efecto lo constituye la necesariedad de la
implementación de políticas públicas tendientes a gestionar, esto es, a
controlar los riesgos, cada vez más visibilizados por la opinión pública, e
internalizados por la multitud como los nuevos miedos derivados de la
modernidad tardía.
El “riesgo” termina
completando, entonces, un nuevo metarrelato cuya densidad sería capaz de
sustituir y recomponer los paradigmas totalizantes en aparente retirada,
cohesionar los discursos y los sistemas de creencias e imponer políticas
públicas defensistas.
Estas
características se observan, particularmente, en lo que atañe a las respuestas
institucionales que se adoptan en materia de conflictividad social en todo el
mundo, ya sea adelantando la punición, inocuizando a los especialmente
peligrosos y propiciando estrategias de control que recurrentemente menoscaban
las libertades públicas y las garantías individuales decimonónicas, adoptadas
siempre en aras de una mayor “seguridad”, una suerte de “concepto estrella” del Derecho penal actual[8], al que todo le está permitido, sencillamente porque “todos estamos en peligro”.
Y todos lo estamos, porque el riesgo está identificado como riesgo de daño o de
peligro.
Se trata
de un riesgo “negativo”, que el Estado debe gestionar como fin primordial que dota de sentido su razón de ser
postmoderna, dejando de lado las expectativas asegurativas que caracterizaron
al Estado de Bienestar; por ejemplo, la justicia distributiva y la igualdad, la
seguridad social, la estabilidad en el empleo, los miedos a los malestares de clase,
etcétera[9].
El riesgo,
de tal suerte, opera como una forma de gobierno de los (nuevos) problemas “a través de la predicción y la previsión. Se trata de una
tecnología que es común y familiar en el campo de la salud pública”, pero que se extiende especialmente a la justicia penal, “un campo en el que el riesgo se ha vuelto cada vez más
importante como una técnica para ocuparse de aquellos condenados por delitos,
pero también para la prevención del delito”.
(…) “El lugar central ocupado por el riesgo en el gobierno
contemporáneo es un reflejo de un cambio epocal en la modernidad. Este
desplazamiento epocal desde la “modernidad
industrial” hacia la “modernidad reflexiva” es vinculado con la
aparición de los “riesgos de la modernización”, tales como el calentamiento y el terrorismo globales.
Producto del despliegue de las contradicciones del modernismo industrial -especialmente del rápido y autodestructivo desarrollo del
cambio tecnológico conducido por el capitalismo- estos riesgos amenazan a la
existencia humana y crean una nueva “conciencia del
riesgo” que, a su vez, se torna el rasgo organizador central de la
emergente “sociedad del riesgo”.
(…).. En otras palabras, aunque las divisiones sociales tales como la clase y
el género no desaparecen, son reconstituidas en comunidades de seguridad y
protección, unidas más por los riesgos compartidos que por las necesidades
materiales en común. En esta era, las instituciones y concepciones centrales de
la modernidad son puestas en cuestión: hasta el progreso en sí mismo se vuelve
algo que es puesto en duda y sobre lo que se reflexiona críticamente”[10].
Esa
conciencia de los riesgos presentes, parte fundamental de una cultura postmoderna hegemónica unidimensional, se
vale de un retribucionismo y un prevencionismo extremos para confirmar la
vigencia de las normas sociales y anticiparse a “riesgos futuros” ocasionados
por los peligrosos, mediante un “derecho” (interno y supranacional) en estado de permanente excepción[11].
A estas
decisiones draconianas recurrentes, conduce el segundo efecto de la
gubernamentalidad de las sociedades de riesgo, que está dado por el fracaso de
las políticas públicas en la gestión de administración y control de los
peligros, y la necesidad de los gestores institucionales de apelar a un urgente
populismo punitivo como única forma de conservar sus precarios y efímeros
consensos.
El Derecho
penal establece, de esta manera, formas específicas de reacción punitiva no
sólo contra infractores incidentales de la ley, sino también contra quienes
frontalmente desafían el ordenamiento jurídico con el que se identifica la
Sociedad y a los que la dogmática funcionalista denomina enemigos, en cuanto
conculcan las normas de flanqueo que constitucionalmente configuran la
Sociedad, revelan singular peligrosidad y no pueden garantizar que van a
comportarse como personas en Derecho,
esto es, como titulares de derechos y deberes[12]. Con ellos el Estado no dialoga, sino que los amenaza y
conmina con una sanción en clave prospectiva, no retrospectiva, esto es, no
tanto por el delito ya cometido cuanto para que no se cometa un ulterior delito
de especial gravedad (v.gr., la
configuración típica de la tenencia de armas o explosivos o actos de
favorecimiento del terrorismo, como delitos autónomamente incriminados, para
evitar la comisión de un atentado terrorista de gran magnitud destructiva).
Se ha
afirmado al respecto que “… el Derecho penal del enemigo es, tal y como lo
concibe Jakobs, un ordenamiento de
combate excepcional contra manifestaciones exteriores de peligro, desvaloradas
por el legislador y que éste considera necesario reprimir de manera más
agravada que en el resto de supuestos (Derecho penal del ciudadano). La razón
de ser de este combate más agravado estriba en que dichos sujetos (“enemigos”)
comprometen la vigencia del ordenamiento jurídico y dificultan que los
ciudadanos fieles a la norma o que normalmente se guían por ella (“personas en
Derecho”) puedan vincular al ordenamiento jurídico su confianza en el
desarrollo de su personalidad. Esa explicación se basa en el reconocimiento
básico de que toda institución normativa requiere de un mínimo de corroboración
cognitiva para poder orientar la comunicació en el mundo real. De la misma se
deriva, no sólo un derecho a la seguridad
(Recht auf Sicherheit), sino un verdadero
derecho fundamental a la seguridad (Grundrecht auf Sicherheit)”[13].
Es
necesario, no obstante, establecer algún tipo de precisiones con respecto al
Derecho penal de enemigo, toda vez que la noción ha sido simplificada, muchas
veces descontextualizada y desinterpretada en lo que tiene que ver con su
filiación histórica, sociológica y política.
Se tiende a creer, en general, que la noción de “enemistad” en el Derecho penal
es el producto exclusivo de una construcción funcionalista sistémica,
anatemizada por conservadora según la particular visión de algunos penalistas,
que pretenden hallar la génesis de la misma en el pensamiento de Niklas Luhman (Foto), de Carl Schmitt, o más recientemente de Günther Jakobs, a los que generalmente remiten[14].
Así se ha afirmado que “no creo que
me aleje demasiado de la realidad si digo que la expresión “Derecho penal del enemigo” suscita ya en cuanto se pronuncia determinados
prejuicios motivados por la indudable carga ideológica y emocional del término
“enemigo”. Este término, al menos bajo el prisma de determinadas concepciones
del mundo (democráticas y, sobre todo, progresistas), induce ya desde el
principio a un rechazo emocional de un pretendido Derecho penal del enemigo, y
no sin razón, cuando volvemos la mirada a la experiencia histórica y actual, y
desde ella contemplamos el uso que se ha hecho y que aún se hace actualmente
del Derecho penal en determinados lugares”[15].
La
historia resulta, como de ordinario acontece, bastante más compleja; y desde
una multiplicidad de matices y relatividades nos plantea demasiadas
perplejidades como para permitirnos incorporar subjetividades en este tipo de
análisis, por respetables que pudieran éstas resultar.
Inicialmente,
debemos reconocer que esta separación tajante entre Derecho penal de ciudadano
y Derecho penal de enemigo no siempre encuentra su correlato en la realidad
objetiva.
En todo
enjuiciamiento por un hecho cotidiano, por ejemplo, efectuado de acuerdo a las
reglas del Derecho penal de ciudadano, habrán de entremezclarse lógicas
tendientes a la defensa de riesgos futuros (Derecho penal de enemigo),
sencillamente porque todos los sistemas penales conservan rémoras de ambos
paradigmas[16].
Y las
conservan porque los sistemas jurídicos en la era del Imperio basan su
legitimidad en la capacidad para llevar adelante objetivos éticos mediante la
coacción. Pero aun así, en esta etapa transicional
de consolidación del Imperio, aunque
actúe en un estado de excepción y mediante técnicas policiales, el
derecho no tiene que ver con las dictaduras o el totalitarismo y el dominio de
la ley continúa desempeñando un rol paradigmático.
Así, se ha
señalado sobre el particular: “El derecho penal del enemigo es, aparte del
nombre (aparte del nombre, que a mí personalmente no termina de convencerme, aunque
se trata de una denominación estrictamente científica), una realidad en todos
los ordenamientos democráticos del mundo, pero una realidad que ha de ser
minimizada al grado mínimo de lo estrictamente necesario: esto es, a lo que el
autor citado ha llamado “ámbito nuclear del Derecho Penal del enemigo…”[17].
En otros
términos, coexisten en el Derecho contemporáneo, fragmentos de Derecho penal
liberal y de Derecho penal de enemigo. Y al parecer, eso ha ocurrido en todas
las etapas del capitalismo[18].
Por lo demás, aquellas perspectivas –como digo,
fragmentarias, planteadas en términos de polarización y con evidentes
desajustes históricos- impiden reconocer la verdadera matriz ideológica que
campeaba entre los clásicos del liberalismo durante el capitalismo temprano, a
partir de la construcción ideal del concepto fundacional del “contrato social”.
Justamente, la naturaleza cultural del contrato está
fuertemente anudada a las concepciones binarias de la enemistad, que reproducen la posibilidad de la “amenaza” del Estado con
relación a los infractores, tanto en el orden interno como internacional, y
exhiben concepciones muy similares a los postulados preventistas y
retribucionistas que se critican al derecho penal contemporáneo.
La visión reduccionista analizada concibe a la “modernidad”, en cambio, como un
todo homogéneo y armónico, como un paradigma unitario que viene a superar el
sistema de creencias del “Anciene
Régime” de la mano de un
programa de libertades sin fisuras, que el imaginario de los juristas percibe
generalmente como instituido para el conjunto social, sin exclusión alguna.
Debe recordarse, sin embargo, que el Derecho es también una
parte de la superestructura social, un sistema de control social destinado a
garantizar las nuevas relaciones de producción hegemónicas en cada período de
la historia política.
Por eso, los derechos que otorgó el Estado liberal no
pudieron trascender sus propios límites en términos de autonomía relativa.
Esa autonomía relativa, propia de los Estados capitalistas,
aunque se tradujera como una autoproclamación protectiva de los derechos de
todos los ciudadanos, en realidad resguardaba
los intereses de las nuevas clases dominantes.
Podemos someter a prueba la consistencia de esta
especulación, apelando al propio Rousseau
y su visión respecto de los infractores del “pacto social”, acaso el soporte
jurídico más relevante del sistema capitalista: “Para que el pacto social no sea,
por lo tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, el único
que puede dar la fuerza a los demás: quien se niegue a acatar la voluntad
general será obligado por todo el cuerpo, (…) lo cual no significa otra cosa
sino que se le obligará a ser libre, puesto que tal es la condición que dándose
cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición
que forma el artificio del funcionamiento de la máquina política y única que
hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos,
tiránicos y sujetos a los más enormes abusos”[19]. “Todo malhechor, al atacar el derecho social, se convierte por sus
delitos en rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar
sus leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es
incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se da
muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Los
procedimientos, el juicio, son las pruebas y la declaración de que ha roto el
pacto social y, por consiguiente, de que ya no es miembro del Estado. Ahora bien,
como él se ha reconocido como tal, al menos por su residencia, debe ser
separado de aquél mediante el destierro, como infractor del pacto, o mediante
la muerte, como enemigo público; porque un enemigo así no es una persona moral,
es un hombre, y entonces el derecho de guerra consiste en matar al vencido”[20].
En definitiva, el
pacto social fue una manera de legitimar al legislador una vez que
entraron en crisis las tesis naturalísticas que explicaban dicha legitimación
con arreglo a un mandato sobrenatural del que se hallaba investido el monarca.
El legislador había pasado entonces de ser un simple
intérprete del derecho, a ser su creador. Y esto mereció una respuesta en
términos de legitimación: el contrato[21].
Dejar de lado estas circunstancias históricas, podría
comprometer seriamente una investigación que debe escrutar, entre otros
conceptos, las similitudes y diferencias entre los derechos internos y el
derecho penal internacional contemporáneo.
Por eso, precisamente, nos vemos determinados a advertir
que esas postulaciones importan un esfuerzo ocioso, innecesario, realizado
aparentemente para preservar a los clásicos del liberalismo de cualquier
acercamiento o “contaminación” entre sus discursos y las tesis que
legitiman la guerra contra los
terroristas internos, los enemigos con los cuales el estado no dialoga sino
que, por el contrario, amenaza o directamente combate[22].
El
concepto de enemistad, como podemos observar, es una formulación conceptual de
los clásicos, probablemente anterior a ellos, que se utilizaba -como sigue
ocurriendo en la actualidad- tanto en cuestiones de Derecho interno, como para
resolver las diferencias planteadas entre los Estados.
La
similitud entre el adelantamiento de la reacción punitiva, el deterioro de las
garantías penales y procesales y la violación del principio de proporcionalidad,
manifestaciones éstas características del Derecho penal de enemigo, con la
guerra preventiva moderna, no puede resultar más evidente.
En el
examen del Derecho penal del enemigo y de las cuestiones dogmáticas que el
mismo plantea en el actual sistema penal, se ha puesto de relieve desde una
óptica estrictamente funcionalista normativa que “no se quiere negar que en los
regímenes autoritarios se haga uso de normas de Derecho penal del enemigo. Al contrario.
El Derecho penal del enemigo, en tanto consunto de normas, existe tanto en las
dictaduras como en las democracias. Pero el problema en las dictaduras es de
raíz. Las normas de Derecho penal del enemigo no son ahí ilegítimas porque el
Derecho penal del enemigo lo sea per se,
sino por el déficit de democracia que caracteriza a esos países. En definitiva,
mientras en las dictaduras todas las normas (las del enemigo y las del
ciudadano) son ilegítimas per se, en
las democracias todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son legítimas per se, en las democracias
todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son legítimas per se, y tendrán esa presunción de legitimidad formal y
material hasta tanto no se declare, por el Tribunal imparcial legítimamente
establecido para ello, lo contrario. En última instancia, ahí, en la
posibilidad de un control de legalidad objetivo e impacial, reside la
diferencia entre una dictadura y una democracia”[23]
.
El Derecho
penal interno de los Estados, con estas categorías, tiende a parecerse cada vez
más, en sus lógicas, a la guerra. Veremos, a su vez, cómo la guerra condiciona
y resignifica al Derecho internacional. Y veremos también cómo esas guerras no
encarnan enfrentamientos entre naciones, a la usanza clásica, sino operaciones
de limpieza de los enemigos efectuadas directa o indirectamente por el Imperio.
[1]
Polaino Navarrete,
Miguel: “El injusto típico en la teoría del delito”, Mario A. Viera Editor, Buenos Aires, 2000, pp.
672 y 673.
[2] Delors, Jacques y Santer, Jacquees, ex presidentes de la Comisión Europea;
Helmut Schmiidt, ex canciller
aleman; Máximo d'Alema, Lionel Jospin, Pavvo Lipponen, Goran Persson,
Poul Rasmussen, Michel Rocard, Daniel Daianu, Hans Eichel,
Par Nuder, Ruairi Quinn y Otto Graf Lambsdorf: “La crisis no es el fruto del azar”,
disponible en http://www.lainsignia.org/2008/junio/int_002.htm
[3] Strauss-Kahn, Dominique, edición
del día 23 de septiembre de 2008 del
diario “La Nación”, disponible en http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1052547
[4]
Torrero Mañas, Antonio: “La crisis financiera internacional”,
Instituto Universitario de Análisis Económico y Social”, Universidad de Alcalá,
texto que aparece como disponible en
http://www.iaes.es/publicaciones/DT_08_08_esp.pdf
[5] Rosanvallon, Pierre: “La
contrademocracia”, Editorial Manantial, Buenos Aires, 2007.
[6] Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre
el actualmente denominado “Derecho Penal de Enemigo”, Revista Electrónica de
Ciencia Penal y Criminología, número 7,
2005, que se halla disponible en
http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[7] Climent
San Juan, Víctor: “Sociedad del Riesgo: Producción y Sostenibilidad”,
Revista de Sociología, N°. 82, 2006, p. 121, disponible en
http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2263896.
[8] Polaino
Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en
las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las
sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p.76.
[9] O´Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”,
Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 168 y 169.
[10] O´ Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”,
Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 21 y 22.
[11] Agamben, Giorgio: “Estado de excepción”,
Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p. 6.
[12] Polaino
Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en
las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las
sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p. 76.
[13] Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y
mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales,
Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial
Dunken, Buenos Aires, 2011, pp. 426 s.
[14] Marteau, Juan Félix: “Una cuestión central en la relación
Derecho-Política. La enemistad en la política criminal contemporánea”, Revista
“Abogados”, edición noviembre de 2003.
[15] Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre el actualmente denominado “Derecho Penal
de Enemigo”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, número
7, 2005, que se halla disponible en
http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[16] Jakobs,
Günther: “Derecho Penal del Ciudadano y Derecho Penal del Enemigo”, en “El
Derecho Penal ante las sociedades modernas”, Editora Jurídica Grijley, Lima
2006, p. 23.
[17]
Polaino Navarrete,
Miguel: “¿Por dónde soplan actualmente los vientos del Derecho Penal?”, en Estudos em homenagem ao Prof. Doutor Jorge de Figueiredo
Dias / coord. por Manuel da Costa Andrade, Maria Joao Antunes, Susana Aires de Sousa, Coimbra Editora, Universidad
de Coimbra, Vol. 1, 2009 (Direito Penal), ISBN
978-972-32-1776-6, p. 483.
[18] Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial Paidós,
Buenos Aires, 2002, p. 40.
[19]
“El Contrato Social”, Primera Edición Cibernética, la
cual aparece como disponible en
http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/contrato/libro1.html.
[20] Sobre las posibilidades de una interpretación
de los textos roussonianos en ese sentido, véase Pérez del Valle, en CPC,
nº 75, 2001, pp. 597 ss.; y también Jakobs, en Jakobs/Cancio, (n. 1), pp. 26 s.
79 Véase Rousseau, Jean Jacques,
El contrato social o Principios de derecho político, Libro Segundo, V, citado
según la edición, con estudio preliminar, y traducción, de María José Villaverde, 4ª ed., Ed. Tecnos, Madrid, reimpresión de 2000, Lib. II,
cap. V, pp. 34 s.
[21]
Hassemer, Winfried: “Derecho
Penal y Filosofía del Derecho en la República Federal
de Alemania”, Portal DOXA de Filosofía del Derecho, Nº 8, p. 176, texto que se
puede encontrar como disponible en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01471734433736095354480/cuaderno8/Doxa8_09.pdf
[22] Aguirre,
Eduardo Luis: “Consideraciones criminológicas sobre el derecho penal de
enemigo”, disponible en
http://derecho-a-replica.blogspot.com/2010/05/consideraciones-criminologicas-sobre-el.html
[23] Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y
mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales,
Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial
Dunken, Buenos Aires, 2011, p. 453.