LAS IMPUTACIONES POR ABUSO SEXUAL LIBRADAS A LA VOLUNTAD DEL DENUNCIANTE.
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Por el Prof. Dr. Dr. h. c. Marcelo A. Sancinetti (nota extraída de www.pensamientopenal.com.ar)
El caso del que da noticia la revista “Pensamiento Penal” (01/06/2012 | EDICION N.º 144: “Pasó 18 meses en prisión porque su hijastra-sobrina dijo que la violaba, pero era mentira”), motiva a nuevas reflexiones sobre la expansión sin límites de la posibilidad de dictar órdenes de detención y condenas a largos años de prisión sobre la base de supuestos abusos sexuales, de cuya “realidad” en el mundo del pasado sólo se tiene como dato la “información” dada por la persona que se presenta como “víctima”, y nada más. Si en 1964 el autor alemán Karl Peters pudo decir: “Tengo la impresión... de que hoy –especial-mente en delitos contra la honestidad– se acusa y condena en casos en los cuales anteriormente –pienso en los tiempos anteriores a 1933– de ningún modo se habría llegado a una acusación" (Karl Peters, Freie Be-weiswürdigung und Justizirrtum [“Libre valoración de la prueba y error judicial”], publ. en Festschrif für Olivecrona, Estocolmo, 1964, pp. 532/ 551, esp. p. 538 s.), casi cincuenta años después se puede asegurar que la situación se ha agravado mucho más aun para el acusado potencialmente inocente.
He tomado una posición definida en contra de esta situación, que pone al acusado en un estado inverso a la de la “presunción de ino-cencia”, en mi trabajo Acusaciones por abuso sexual, principio de igual-dad y principio de inocencia. Hacia la recuperación de las máximas "Testimonium unius non valet" y "Nemo testis in propria causa" (publ. en "Revista de Derecho Penal y Procesal Penal", dirig. por Bertolino / Ziffer, Buenos Aires, 6/2010, pp. 955 ss.).
En el caso que motiva esta nota sólo se contaba –por lo que pa-rece– con los dichos de la persona que se presenta a sí misma como víc-tima, la que muchos códigos procesales denominan ya ab initio “parti-cular damnificado”, cuando habría que decir simplemente “querellante”, porque el darle el trato de aquél (“... que pase el particular damnifica-do...”; “¿tiene algo que preguntar el letrado del particular damnifica-do?”) recuerda el vicio lógico que puso de manifiesto Bertrand Russel a comienzos del siglo XX, cuando hizo notar las falacias implicadas en darle al sujeto de una oración una denominación que, en verdad, implica una predicación, como si, por ej., se dijese: “El Rey de Francia está enfermo”. Pues, haya alguien enfermo o no, seguramente “no es Rey de Francia”. Entonces, antes de instalar oficinas de recepción de denuncias de “víctimas”, sea de abusos sexuales, violencia doméstica, etc., que sólo implican propagandas políticas para los funcionarios que impulsan y detraen fondos públicos para la financiación de esos organismos que debieran ser simplemente partes del Ministerio Público, mientras que no
se sabe si esas personas son efectivamente “víctimas” de algo, debiera verse el problema en su real alcance.
El acusado dice que él “yo no he hecho nada”, “la imputación es falsa”; pero se le cree a la “víctima” (al Rey de Francia); el valor de la palabra de aquél queda disminuido, sólo porque es “el acusado”. Con esto, se le atribuye a una de las partes del proceso la posibilidad de crear su propio derecho por fuerza de su palabra, y de invertir así la carga de la prueba que a partir de allí pesará sobre el acusado. Pero, ¿cómo hace el acusado para demostrar que la declaración de su acusador es falsa? El libro más moderno que se conoce en el mundo anglosajón sobre detec-ción de mentiras y engaño, que pasa revista a todos los mecanismos aplicados en Europa y América del Norte sobre procedimientos de investigación (políticos o judiciales), de Aldert Vrij (Detecting Lies and Deceit - Pitfalls and Opportunities ["Detección de mentiras y engaños – Trampas y oportunidades"], 2.ª ed., Chichester, West Sussex, 2008, reedición 2009, pp. 204 ss., 207 ss.), señala en el Epílogo de la obra (p. 419):
“En este libro he relatado cómo numerosos investigadores sostienen que han logrado desarrollar técnicas que permiten distinguir declaraciones veraces y mendaces con un nivel muy elevado de precisión. Mi consejo a ellos es que mantengan los pies firmemente en la tierra. En mi opinión, no existe ninguna herramienta infalible, y todas las herramientas que se han desarrollado tienen problemas y limitaciones considerables”.
Bajo esta “anatematización” caen los más modernos sistemas de “Análisis de Validez de una Declaración Basado en Criterios”, conocido por sus siglas en inglés (CBCA), como parte del SVA (“Análisis de la Validez de la Declaración”), así como otros sistemas, que de suyo están muy por encima –respecto de las condiciones de probabilidad de acierto en el análisis de una declaración– que los magros, calcados y acientífi-cos dictámenes que se leen en las causas penales de la República Argen-tina, en los que existe una identidad monocorde: “... el niño (o adoles-cente, etc.) no fabula ni tiende a la mitomanía, su relato es verosímil, es creíble; sus palabras están acordes a lo ideo-afectivo”, etc.; “se le ha hecho los tests tales y cuales”, etc., sin que se especifique qué con-clusión deriva de cuál test. Estas escuetas referencias ni siquiera cum-plen los estándares que la Corte Suprema de los Estados Unidos ha fijado para reconocer a algo como “dictamen pericial científico”. Lo que hace un perito psicólogo en casos de esa naturaleza no se diferencia de lo que podría decir “la tía Clarita” (y acaso ésta con mayores posibili-dades de acierto), acerca de si su sobrina está mintiendo. En la vida cotidiana todos hemos experimentado la sensación de que alguien nos ha dicho con seguridad toda la verdad o bien una gran mentira; pero estas apreciaciones se basan en prejuicios y en sensaciones de auto-seguridad que carecen de todo fundamento, y que los investigadores en detección de mentiras indican como acertadas con una probabilidad que apenas
pasa del 50% (cuando creemos que nos dicen la verdad), y que ni siquiera alcanza el 50%, cuando nos engañan (al parecer, por una ten-dencia a la credulidad que es necesaria para vivir en sociedad con un mí-nimo de confianza). En cambio, el sistema SVA (“Análisis de Validez de la Declaración”), entre cuyos componente está el “CBCA”, parece lograr un aumento de la probabilidad de acierto que rondaría en el 70%, aunque estas constataciones sólo han podido llevarse a cabo en “experi-mentos de laboratorio”, cuya posibilidad de traslado a casos reales es difícil de medir, pues en éstos se carece del conocimiento de cuál es “la verdad” objetiva en el caso concreto.
Según la tradición humanista, que se remonta a la llamada máxima de Trajano (satius enim esse impunitum relinqui facinus nocentis), siem-pre es preferible dejar impune a un culpable que condenar a un inocente. Tal máxima reconoce un origen mucho más antiguo en la tradición judeo-cristiana, en particular, en la llamada “Intercesión de Abraham”, cuando Dios está a punto de destruir a Sodoma: “¿De verdad vas a ani-quilar al justo con el malvado?” (Gn, 18, 23-33).
En esa tradición que ya se halla en la Biblia y que se recoge en el pensamiento libertario de la Ilustración (Montesquieu, Beccaria, Filan-gieri) la palabra de un solo testigo jamás puede ser razón suficiente para la condena de una persona. ¿Cómo hemos podido perder ese “valor de protección” de la presunción de inocencia, en tan sólo 30 años (pues hasta 1980 a nadie se le hubiera ocurrido dar encierro a una persona a cuya palabra se enfrenta sólo la palabra de su acusador)?
Es sumamente difícil responder esa pregunta. Influyen construc-ciones sociales sobre temores generales y la creencia de la comunidad de que puede “controlar un fenómeno” que la perturba mediante la conde-nación de ciertas personas, sobre cuya culpabilidad no se tiene la menor seguridad, ni siquiera aproximativa. Así fueron quemadas miles de brujas (y brujos) durante muchos siglos y también era ejecutado quien era sospechado de haber originado la “peste negra” y “la peste bubóni-ca”, cuando no se sabía que las ratas eran la causa de la epidemia (el lla-mado fenómeno de “la perorata del untador o apestado”); el fenómeno parecía así “controlado socialmente”. En nuestro caso se trata del “tabú del incesto”, en un contexto social en el que, por otra parte, se daña la integridad de los niños por los medios de comunicación de las formas más variadas, haciendo accesibles a ellos imágenes e información sobre la vida sexual que están mucho más allá de lo que el niño puede procesar sin dañarse psíquicamente. Pero la fuerza de esos medios no puede ser contrarrestada con sermones de “lo que no debería ocurrir”. A cambio de eso, la sociedad recurre a condenar a cualquiera que sea acusado por un niño, de modo similar a la época de los juicios por brujería.
Existe toda una serie de “intereses creados” en torno a esta cues-tión, cuya importancia no puede ser soslayada. Innumerables profe-sionales tienen trabajo si, y sólo si, convalidan que las acusaciones de
los niños son verídicas (muchos psicólogos transmiten en privado que tienen problemas laborales si ponen en duda la palabra del niño acusador).
En el caso que se comenta –según se informa en la noticia re-ferida– la niña acusadora ya había revelado durante el proceso ins-tructorio que ella había mentido, pero los órganos de persecución siguie-ron adelante con la “elevación a juicio”. También aquí hay “intereses creados”; las fiscalías llevan estadísticas de causas “elevadas a juicio” y mantienen su “prestigio” a costa de la condena de personas muy proba-blemente inocentes. No puedo asegurar que ese haya sido el caso en el proceso informado en la revista; pero diversos defensores –oficiales o particulares– dan cuenta de esta extraña situación en numerosos casos.
Por supuesto que un niño que se “retracta” puede estar mintiendo en el acto de la retractación; sí, pero con la misma probabilidad con la que pudo mentir en el acto de la incriminación.
Por supuesto que ningún sistema procesal podría erradicar por completo que cada tanto sea penado un inocente, si es que uno no quiere a eliminar el Derecho Penal por completo. La pena tiene su función en la necesidad de estabilizar la vigencia de las normas, en comunicar a todos que el Derecho sigue rigiendo, que la sociedad está en lo correcto, el delincuente, en lo erróneo; pero este comunicado presupone, para no hacer un daño a la justicia, que el condenado sea culpable (no un mero “chivo expiatorio”). Ahora bien, ¿cuántos inocentes sería justo condenar para que no queden impunes todos los culpables?; o bien ¿hasta cuántos culpables deberían ser liberados como para no penar a un inocente? En la historia de la filosofía humanista se han ofrecido varias respuestas para esta última pregunta, que arrojan las siguientes proporciones: 5 culpables por cada inocente; 10 culpables; 20, etc. Se presupone que esas proporciones (llamadas “tipo de cambio” por el autor alemán An-dreas Hoyer) conllevan de por sí una mayor exigencia en el estándar de prueba, mayor probabilidad de culpabilidad: 83%, 90,9%, 95,2%, etc., dado que nunca se puede alcanzar una “seguridad absoluta” de la cul-pabilidad del acusado. De allí nace la expresión de la época de la Ilus-tración de “certeza moral”. Si uno se conformase con una probabilidad del 83%, tendría que asumir que de cada 10 condenados como si fueran culpables, prácticamente 2 serían inocentes.
Según todo esto, habría que reverdecer la máxima de que el testigo único no es suficiente para constituir una prueba, mucho menos si ese testigo “es parte del proceso”. La palabra “víctima”, que en los últimos 25 años ha tenido un notorio “prestigio” en el sistema del Derecho Penal es la trampa del “principio de inocencia”. Ella es la menos autorizada para crear por sí misma “la prueba” de un hecho punible. Contra eso no se puede argumentar sobre la base de la “libre valoración de la prueba”. En primer lugar, porque eso implica una petitio principii (un argumento circular), pues primeramente habría que demostrar que tal palabra
“es una prueba”. En segundo lugar, porque la libre valoración de la prueba –tal como ya lo dijo el jurista Savigny a mediados del siglo XIX, como ministro de justicia prusiano– no puede infringir las “leyes del pensamiento” ni “las máximas de la experiencia”. Pero, entonces, mien-tras la Psicología de la declaración no pueda aportarnos un sistema de “análisis de validez de la declaración” que esté muy por encima de un 70% de probabilidad de acierto, condenar sobre la base de la palabra de un solo testigo y adosarle a esto que uno logra “la convicción subjetiva” por esa vía, siempre infringirá “una máxima de experiencia”, a saber: que no se puede llegar a la seguridad, más allá de toda duda razonable, de que la declaración sea veraz. Así se llega a la conclusión de que la regla bíblica de los “dos o tres testigos” (in ore duorum oder trium stet omne verbum) tiene una honda racionalidad. Si partimos de la base de que un testigo, como máximo, puede dar una probabilidad de un 70%, entonces nos ofrece un margen de error del 30%. Pero para que dos testigos que provienen de “fuentes independientes” y que coinciden en su declaración den testimonios acumulativamente falsos, la probabilidad se reduce al 91% (0,3 x 0,3 = 0,09); en caso de tres testigos, se arribaría a una probabilidad del 99,97%, algo mucho más aceptable para el Estado de Derecho.
Lamentablemente, los métodos de análisis de los peritos psicólo-gos de la Argentina están muy lejos de arribar a una chance de consta-tación que arribe al 70% de seguridad de acierto; apenas si pudieran sobrepasar aquello a lo que podría llegar el lego, el juez o jurado: 54% de probabilidad de acierto.
Aquí sólo he querido hacer algunas reflexiones para motivar la reconsideración de la forma en que se está procediendo en las llamadas causas por “abuso sexual infantil”, en la que cientos de niños han sido, acaso, instrumentalizados. En un antiguo fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América (caso Coffin v. United States, de fines del siglo XIX) se narra la anécdota relatada por Ammianus Marcellinus, que ilustra la fuerza del principio de la duda en el Derecho romano (in dubia benigniorem interpretationem sequi non minus iustius est quam tutius). Cuando el acusador Delphidius previó el posible rechazo de la acusación, se dirigió a Juliano diciendo: “Oh, ilustre César, si es sufi-ciente con negar, ¿qué ocurriría con los culpables?”, a lo que Juliano ha-bría respondido: “Y si fuese suficiente con acusar, qué le sobrevendría a los inocentes?”