Por Carolina Prado.*
¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?Bertold Brecht
1. Elocuencia de la ironía
La naturaleza del capitalismo, como orden social y económico propio de las sociedades modernas industrializadas, ha sido objeto de un amplio análisis por parte del marxismo. No obstante, no es posible hallar en los escritos de sus fundadores, Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), una teoría elaborada del Derecho en general, ni del Derecho penal y sus instituciones en particular. Abocados al estudio de los problemas de economía política y, específicamente, al de la relación existente entre capital y trabajo, la penalidad resulta una preocupación lateral en sus obras, circunstancia que no obsta la posibilidad de hallar aportes significativos en tomo a este tema.[1]
Básicamente, Engels encuentra en el delito una manifestación de la desmoralización y decadencia de la sociedad provocadas por el capitalismo y, así, refiere en La situación de la clase obrera en Inglaterra (1844-1845) que…
«Cuando las causas que desmoralizan al obrero ejercen una acción más intensa, más concentrada que la normal, el obrero se convierte en el delincuente, con la misma seguridad con que el agua, a los 100 grados C, bajo presión normal, pasa del estado líquido al estado gaseoso. Y el trato brutal y brutalizador que recibe de la burguesía hace de él un objeto tan pasivo como el agua, sometido a las leyes naturales con la misma imperiosa necesidad que ésta: al llegar a cierto punto, deja de actuar en él toda libertad [1982, 391]. »
1. Elocuencia de la ironía
La naturaleza del capitalismo, como orden social y económico propio de las sociedades modernas industrializadas, ha sido objeto de un amplio análisis por parte del marxismo. No obstante, no es posible hallar en los escritos de sus fundadores, Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), una teoría elaborada del Derecho en general, ni del Derecho penal y sus instituciones en particular. Abocados al estudio de los problemas de economía política y, específicamente, al de la relación existente entre capital y trabajo, la penalidad resulta una preocupación lateral en sus obras, circunstancia que no obsta la posibilidad de hallar aportes significativos en tomo a este tema.[1]
Básicamente, Engels encuentra en el delito una manifestación de la desmoralización y decadencia de la sociedad provocadas por el capitalismo y, así, refiere en La situación de la clase obrera en Inglaterra (1844-1845) que…
«Cuando las causas que desmoralizan al obrero ejercen una acción más intensa, más concentrada que la normal, el obrero se convierte en el delincuente, con la misma seguridad con que el agua, a los 100 grados C, bajo presión normal, pasa del estado líquido al estado gaseoso. Y el trato brutal y brutalizador que recibe de la burguesía hace de él un objeto tan pasivo como el agua, sometido a las leyes naturales con la misma imperiosa necesidad que ésta: al llegar a cierto punto, deja de actuar en él toda libertad [1982, 391]. »
Por su parte, Marx alude a esta misma cuestión desde un registro que no parece excesivo calificar de francamente irónico. Efectivamente, en el capítulo titulado «Concepción apologética de la productividad de todos los oficios» de su obra Teorías sobre la plusvalía (t. IV de El capital) plantea:
«El delincuente rompe la monotonía y el aplomo cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y provoca esa tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se embotaría. Impulsa con ello las fuerzas productivas. El crimen descarga al mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la baja del salario y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia absorbe a otra parte de la misma población [1980, 360].»
En esa misma tónica, subraya también que el delincuente estimula las fuerzas productivas del mundo capitalista en el sentido de que, mediante sus infracciones, genera legislación en materia penal, jueces, policías, guardianes, jurados, profesores, etc. Aunque algunos autores interpretan estos pasajes en forma restringida y literal, otros como Taylor, Walton y Young aclaran que Marx de ningún modo propugna la idea de funcionalidad del delito ya que, a diferencia de utilitaristas y positivistas, aquél entiende que una sociedad sin delitos es plenamente posible. Por el contrario, enfatizan que su propósito consiste en ridiculizar y desnudar la concepción burguesa de una sociedad dividida moralmente entre buenos y malos, justos y depravados e, incluso, en subrayar la naturaleza delictiva del capitalismo (Taylor, Walton, Young, 1990).
Para Marx el delincuente no constituye un ser libre, ni el delito el resultado de la libre voluntad. En el mundo capitalista el delito no es sino la manifestación aislada del individuo en pugna con las condiciones de opresión y, en consecuencia, la imposición de una pena convierte al delincuente, irremediablemente, en un esclavo de la justicia, una justicia de clase. Su concepción desplaza la delincuencia al ámbito integrado por los trabajadores improductivos, no organizados, al que designa como lumpen-proletariado. La actividad delictiva es, en definitiva, la expresión de la falsa conciencia individualista. (Por otra parte, considerando el interés de Marx por la organización de la clase obrera para la revolución, se explica su menosprecio por aquel sector social.)
La persistente y firme denuncia del capitalismo como sistema criminal efectuada por Marx desde los campos de la ciencia y de la política permite entender su menor interés teórico respecto de este tema que, sin embargo, le merece esa mirada sesgada pero aguda de la ironía (análoga al concepto de Brecht que se cita en el epígrafe de este texto).
Debido a la circunstancia de que ni Marx ni Engels efectúan un aporte sustantivo en materia de penalidad, no existe ortodoxia alguna —según bien señala Garland (1990)— y, por ende, ninguna posibilidad de su superación. A pesar de ello, es obvio que, desde el planteamiento inicial de la doctrina marxista, diversidad de autores ha venido abordando el estudio del castigo a través de esa óptica y desde diferentes disciplinas. Ante la carencia de textos originales, básicos y específicos como punto de partida, tales investigaciones han optado por acudir al marco general y esencial de la tradición marxista y ofrecer, desde ese basamento común, sus propios argumentos y aportes. De entre las diversas corrientes que se enrolan en esta línea de pensamiento y, desde luego, sin pretensión de exhaustividad, interesa —a los alcances de este estudio— exponer únicamente los rasgos esenciales de aquellas que están informadas por un interés específico en la relación entre el castigo y el mercado laboral, unas, y en la función ideológico-represiva del Derecho penal, las otras.
Previamente, resulta útil una revisión sucinta del marco teórico general de Marx-Engels, no sin antes volver a remarcar que, de la lectura —casi entre líneas— de sus escritos, puede prefigurarse una verdadera posición y valoración, y cabe entonces la conjetura de que, implicados en el arduo diagnóstico de los males fundamentales del capitalismo, estos pensadores se hayan empeñado en apuntar sistemáticamente todo su bagaje conceptual hacia las causas de fondo de la realidad social más que a sus consecuencias emergentes (como puede serlo el delito), o —si vale la metáfora— hacia la descomunal masa de fondo que flota bajo la superficie, más que a las puntas visibles del iceberg.
2. Sociedad, Estado y Derecho en Marx-Engels
Si se considera a Marx y a Engels como los máximos exponentes del paradigma sociológico del conflicto, puede verse que sus lineamientos y supuestos principales consisten, básicamente, en la concepción de la realidad social como esencialmente conflictiva y caracterizada por la existencia de desigualdad social.
«[...] una sociedad dividida en clases contrapuestas y lacerada por conflictos profundos en que el triunfo de una clase lleva a la subordinación y la opresión de la otra clase [Treves, 1978, 100].»
Si bien no se niega la existencia de fenómenos sociales tales como la estabilidad, el consenso, la integración o el equilibrio, se entiende que el orden social se asienta sobre una plataforma en permanentes tensiones entre sus distintos componentes. Particularmente, Marx y Engels entienden que el conflicto tiene lugar entre clases sociales y que la lucha entre ellas decide los procesos de cambio estructural de un modo de producción hacia otro.
Al partir del supuesto de que la realidad, aunque socialmente constituida, es objetiva, ambos autores interpretan que la sociedad es supraindividual, externa y coactiva, e importa individuos que interactúan en una esfera de producción material, es decir, en un escenario de trabajo humano. Por su parte, su concepción del hombre es anti-individualista. Éste es concebido desde sus raíces y condicionamientos históricos y sociales, inmerso en relaciones de producción concretas y preexistentes, y de ningún modo como un ser aislado o una abstracción filosófica al estilo del pensamiento de los siglos xvii y xviii. En su relación con la sociedad, postulan que el individuo la crea y que, al hacerlo, se autocrea, en una dinámica que se enmarca en el proceso de producción material. Ahora bien, esta noción dista de ser voluntarista, ya que insisten en que la acción humana es acción condicionada por la estructura de clase y las relaciones de producción particulares. Las formas sociales que resultan de la participación humana en estas relaciones de producción adquieren relevancia objetiva y se imponen al hombre modelando su comportamiento y su conciencia.
Así, el secreto para comprender los distintos aspectos sociales se halla en la estructura social, constituida por las relaciones de producción (base de la organización de producción económica) y las fuerzas de producción (medios de producción —materiales, maquinarias, etc.—, energías de trabajo y condiciones de producción). Sobre esta base de índole económica se asienta una superestructura, determinada en última instancia por aquélla, compuesta por todas las instituciones políticas, sociales, culturales, jurídicas, etc., y las ideológicas. En resumen, en este esquema…
«[...] el desarrollo de las fuerzas productivas determina las relaciones de producción propias de una sociedad en su devenir histórico; las instituciones jurídicas y políticas se crean para proteger esas relaciones y las condiciones sociales que garantizan su continuidad; en correspondencia se desarrollan formas de conciencia que permiten a las relaciones de producción aparecer como naturales y obvias, hasta el punto de hacer inconcebible cualquier otra forma de organización social. El conjunto de las relaciones de producción y las instituciones y prácticas sociales que las soportan, es llamado por Marx el modo de producción [Cotterrell, 1991, 99-100].»
Frente a este planteo, el Derecho reviste el carácter de medio a través del cual la clase social que ha impuesto al conjunto de la sociedad su modo de producción económica se asegura el papel histórico preponderante.
Dado que el Derecho no existe más que para mantener esta situación, ¿cómo se podría ver en él otra cosa que la voluntad de la clase dominante y explotadora? Considerarlo como la emanación de la voluntad general sería verdaderamente absurdo: ¿cómo un grupo social subyugado y explotado, a menudo más allá de todo lo que se puede imaginar, podría aceptar su condición si no fuera bajo coacción? Ahora bien, quien dice coacción, dice voluntad de una sola parte [Stoyanovitch, 1977, 50].
Si se tiene presente que la teoría de Marx surge en un ambiente intelectual dominado por los debates entre hegelianos de derecha y hegelianos de izquierda, al adoptar esta posición y desarrollar desde la misma el método dialéctico y materialista, se comprende bien su rechazo a las ideas de causación lineal y de explicaciones idealistas. En su obra subyace el optimismo progresista propio del siglo xix, que lo lleva a formular una prognosis utópica: la idea de una humanidad en marcha hacia un mundo mejor —el comunista—, caracterizado por la superación final de la contradicción esencial de la desigualdad y la dominación sociales.
3. Dos enfoques del castigo
Miradas a través del prisma de la doctrina marxista, las diferentes aproximaciones marxianas al estudio de la penalidad, lejos de ser incompatibles o antagónicas, resultan naturalmente convergentes en su enfoque del castigo.
Según se expresa más arriba, el presente análisis se circunscribe a dos tipos de perspectivas: una, que entiende el castigo como fenómeno histórico-social supeditado a los dictados del mercado, y que remite a la lectura insoslayable de autores como Rusche y Kirchheimer, o Melossi y Pavarini; la otra, que, con matices, considera al Derecho penal y al castigo como instituciones que cumplen una función política de aparato represor e ideológico del Estado, y que conduce a los textos obligados de Pashukanis, Hay, Ignatieff y Rothman, entre otros.
Castigo y relaciones económicas
Desde el Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt, Georg Rusche y Otto Kirchheimer se convierten en los primeros teóricos que emplean los conceptos de Marx-Engels para el estudio del castigo al presentar, en colaboración, Pena y estructura social, en 1939. En este libro, desde una revisión histórica de los diferentes métodos penales existentes entre la Edad Media y mitad del siglo xx, definen una verdadera economía política del castigo que, al marcar un antagonismo con los penalistas y sus teorías de las penas asentadas en los principios del «deber ser», representa una verdadera revolución epistemológica en la materia (Baratta, 2000).
De acuerdo a estos autores, el castigo, antes que reacción frente al delito (según la interpretación jurídica), constituye un fenómeno histórico que adopta formas particulares y se enmarca en sistemas punitivos específicos. Cuando dicen:
«La pena no es ni una simple consecuencia del delito, ni su cara opuesta, ni un simple medio determinado para los fines que han de llevarse a cabo; por el contrario, debe ser entendida como fenómeno social independiente de los conceptos jurídicos y los fines [Rusche, Kirchheimer, 1984, 3],»
definen que…
«[...] la pena como tal no existe, existen solamente los sistemas punitivos concretos y prácticas determinadas para el tratamiento de los criminales [ibídem],»
línea de pensamiento que los conduce a la lógica conclusión de que…
«[...] cada sistema de producción tiende al descubrimiento de métodos punitivos que corresponden a sus relaciones productivas [ibídem].»
Como notas características y en virtud de su naturaleza social, afirman entonces que, en su concreción, juegan una serie de determinantes independientes de su conceptualización legal y de sus supuestas funciones jurídicas (control y sanción del delito). Lejos de emerger como respuesta social a la criminalidad, la pena consiste, según ellos, en un mecanismo que actúa directamente en la lucha de clases. Debido a que en las sociedades capitalistas la percepción de la realidad se encuentra distorsionada por la ideología, es común ver en el castigo un medio de defensa social y protección de todos. A partir de allí, establecen cómo su poder se despliega en forma implacable en apoyo a los intereses de una clase (propietarios de los medios de producción) y en detrimento de los pertenecientes a la otra (la de los proletarios).
Sin desconocer ni negar la importancia de otros factores (fiscales, religiosos, políticos, ideológicos, etc.), estos autores plantean que el mercado laboral constituye el determinante básico de la pena. La trascendencia del trabajo puede constatarse, entienden, en dos cuestiones particulares. Primeramente, cuando actúa fijando el valor social de la vida de los débiles. Al respecto ilustran que, durante la Edad Media, en períodos de abundancia de mano de obra, la política criminal reviste formas inflexibles e impiadosas, en tanto que posteriormente, durante tiempos de crecimiento de la demanda de mano de obra, tal política se ocupa de preservar la vida y fuerza de trabajo de los infractores. En segundo lugar, indican que el mercado de trabajo actúa en la aplicación de las penas a través de lo que denominan «ley de menor elegibilidad». En virtud de ella, las condiciones de vida carcelarias y las formas del trabajo en el interior de las prisiones deben ser siempre inferiores a las peores prácticas y circunstancias que marcan la vida en la sociedad libre. La importancia de esta «línea de demarcación» (según es definida) estriba en que su inobservancia conlleva la pérdida del sentido de la finalidad de la pena.
De acuerdo con ello, los vaivenes y mandatos del mundo del trabajo, presentes en las distintas épocas y lugares, juegan un rol vital en la conformación de los distintos regímenes coercitivos y en la disposición de las modalidades de las penas. Sin embargo, resulta interesante el modo en que Rusche y Kirchheimer ahondan en la relación que liga estos fenómenos —mercado laboral y pena—, al decir que las instituciones penales resultan serviles al trabajo, no sólo supeditadas en términos de población carcelaria y condiciones de vida de los reclusos, sino también en el sentido de que es el trabajo el que dicta los cánones de la disciplina que deben imperar intramuros. Así concluyen que el castigo cumple una función positiva, aunque menor, en la constitución de la fuerza de trabajo, puesto que la idea de fondo allí presente es la de crear en los presos actitudes y comportamientos propicios al trabajo e introducirlos en la disciplina fabril.[2]
Luego de varias décadas de permanecer oculta, la reimpresión de esta obra en 1968 alienta su divulgación y la posibilidad de una serie de estudios e investigaciones en torno al tema, cuya característica en común ha sido la ruptura con una perspectiva humanista prevaleciente. En esta línea se enrola también la obra Cárcel y fábrica (1987) de Darío Melossi y Massimo Pavarini que, centrada en preocupaciones análogas a las de los anteriores autores, indaga en las influencias —modos y alcances— del mercado laboral en el régimen interno de las prisiones, y postula que las funciones de las primeras cárceles de Europa y Estados Unidos se vinculan al disciplinamiento de los proletarios a través de la inculcación de valores en el orden de la sumisión, la obediencia y el esfuerzo.[3]
Castigo, ideología y fuerzas sociales
En el marxismo, a la carencia de una teoría del Derecho, le ha correspondido, como contrapartida, la presentación de enfáticas tesis centradas en la relación entre derecho y clase y naturaleza de la ideología.[4] Queda claro que, desde esta perspectiva, el Derecho se interpreta como expresión de las relaciones de poder, y como crucial mecanismo de formalización y regulación de tales relaciones. Así, una segunda línea de abordajes marxianos del castigo se caracteriza precisamente por trabajar desde la concepción general del Derecho expuesta por Marx y Engels.
Dentro de este marco, pueden diferenciarse dos tendencias: una, más próxima a la doctrina marxista, conduce al jurista ruso Evgeni Pashukanis, quien ahonda en las funciones represivas e ideológicas del Derecho penal; la otra, con más distancia de esa fuente, lleva a autores británicos y estadounidenses como Michael Ignatieff y David Rothman, centrados en los efectos del poder respecto del castigo.
Pues bien, en el segundo capítulo de El capital (1867), Marx se ocupa del fetichismo de las mercancías que, como rasgo patente del capitalismo, importa un proceso de inversión del sujeto por el objeto a través del cual, en este modo de producción, el trabajador es tratado como una mercancía más, como una cosa, mientras que el capital se convierte en el verdadero sujeto social (Marx, 1976).[5]
Es desde esta idea que Pashukanis remonta sus exploraciones acerca de la esencia distintiva del Derecho en la sociedad capitalista, y halla que el fetichismo impregna todo el mundo jurídico. La ley se presenta como un fenómeno fundamentalmente comercial que, al alcanzar su apogeo en este tipo de sociedad, se basa en principios de individualidad abstracta, igualdad y equivalencia entre las partes (Bottomore, Hanis, Kiernan, Miliband, 1984). Desde la inevitable noción de mercancía, la ley asume una visión de los hombres como propietarios, y de sus relaciones jurídicas como transacciones o meros intercambios de productos. La ley, entonces, se erige en un catálogo de derechos y deberes acordes a tales composiciones mercantiles.
Este autor entiende que…
«La idea de sociedad en su conjunto no existe más que en la imaginación de los juristas: no existen de hecho más que clases con intereses contradictorios. Todo sistema histórico determinado de política penal lleva la marca de los intereses de la clase que lo ha realizado [Pashukanis, 1976, 149].»
Sobre el cuadro de conflictos, expresa que atañe al Derecho conferir legalidad a relaciones económicas desiguales, dotándolas de legitimidad y haciéndolas más expeditas. Las formas del Derecho en el capitalismo son, entonces, el correlato de determinados mandatos económicos, la expresión legal de valores e intereses parciales.
Sin embargo, no conforme con una visión pasiva y meramente especular del Derecho, Pashukanis va más lejos aún y sostiene que las formas legales cumplen un papel de importancia en el mantenimiento y conservación del sistema. Por una parte, esto se verifica en el reparo de que el Derecho, mediante una clara y firme estructura de normas e instituciones, se ocupa de preservar, asegurar y reforzar las relaciones capitalistas. Luego, y ahora a través de un discurso legal que esconde especulaciones sectoriales bajo la apariencia de intereses generales y universales, el Derecho se torna relevante en la elaboración de una ideología que, al desdibujar egoísmos y perversidad, legitima tales relaciones.
Esta función de naturaleza ideológica tiene lugar, señala el autor, a través de la noción de sujeto jurídico universal, artilugio que, cuando asevera la igualdad de todos los individuos ante la ley, decide ignorar y ocultar las diferencias reales entre los mismos. Al contemplar a todos los hombres como iguales y proteger sin distinción su derecho de propiedad, el ordenamiento jurídico silencia las reales desigualdades que separan al rico del pobre. Dice Pashukanis:
«[...] la capacidad de ser sujeto de derecho se separa definitivamente de la personalidad concreta y viviente, deja de ser función de su voluntad consciente y efectiva, convirtiéndose en una pura cualidad social [ibídem, 108].»
Y, al respecto, Remigio Conde Salgado comenta:
«Para la mayoría de los juristas, el sujeto de derecho es una categoría eterna, independiente de condiciones históricas concretas, identificándolo con la personalidad en general. Dicen que el hombre es sujeto de derecho en cuanto ser animado y provisto de voluntad racional. Tal posición nada tiene que ver con la realidad, según Pashukanis [Conde Salgado, 1989, 82].»
Desde una doctrina e ideología jurídicas semejantes, la correspondiente aplicación de las leyes deviene siempre discriminatoria, ya que actúa con mecánica ceguera a las diferencias substanciales que provienen de la estructura económica. La lupa del Derecho confiere a los jueces la visión de individuos, ya no sólo propietarios de mercancías, sino libres e iguales.
Dentro del amplio espectro jurídico, Pashukanis expresa que el Derecho penal —como instrumento político-ideológico del Estado burgués— tampoco escapa del fetichismo de las mercancías, esto es, como acontece en el ámbito privado del Derecho, las relaciones de cambio dotan de contenido y moldean las leyes, instituciones y sanciones penales, y la forma jurídica de los sujetos se plasma, una vez más, en la figura de propietarios de mercancías, abstractos e iguales. No obstante, entiende que el Derecho penal tiene connotaciones especiales en cuanto a sus influencias y funciones, y concretamente en el capítulo titulado «Derecho y violación de derecho» de su obra Teoría general del Derecho y marxismo refiere que…
«[...] desde un punto de vista sociológico, la burguesía asegura y mantiene su dominación de clase con su sistema de Derecho penal, oprimiendo a las clases explotadas. Bajo este ángulo, sus jueces y organizaciones privadas “voluntarias” de esquiroles persiguen un único y mismo fin [Pashukanis, 1976, 148-149].»
Entiende que, en el mundo capitalista, la función del Derecho penal adquiere dos formas diferenciables: la represión y la ideología. La primera actúa mediante el recurso de la pena,[6] que reviste también forma mercantil. La pena consiste, en definitiva, en una transacción que, a partir de la comisión de la infracción, se celebra entre el Estado y el delincuente para el pago de la «deuda» contraída. Este acuerdo, a través de las estrictas formas y modalidades de los procedimientos penales y de los derechos y garantías procesales que atañen al acusado, es, como cualquier otro contrato desplegado en el mundo de los negocios, producto de la buena fe y el libre acuerdo de voluntades. Señala el autor:
«La justicia burguesa vigila cuidadosamente que el contrato con el delincuente sea concluido con todas las reglas del arte, es decir, que cada uno pueda convencerse y creer que el pago ha sido equitativamente determinado (publicidad del procedimiento penal o judicial), que el delincuente ha podido libremente negociar (proceso en forma de debate) y que ha podido utilizar los servicios de un experto (derecho a la defensa), etc. En una palabra, el Estado plantea su relación con el delincuente como un cambio comercial de buena fe: en esto consiste precisamente el significado de las garantías del procedimiento penal [ibídem, 156].»
La función ideológica, por otro lado, emerge con claridad al advertirse la enorme distancia existente entre los preceptos legales y las realidades del delito y el castigo, y su apariencia (ideológica) se sustenta no sólo en las mismas normas, sino también en el despliegue que efectúan los aplicadores del derecho. En los hechos, el Derecho penal y la pena constituyen un instrumento de dominación que protege el derecho de propiedad de las clases dominantes, en contra de quienes carecen de una posición en la sociedad o constituyen una amenaza a sus intereses.
Ambas funciones —represiva e ideológica— del Derecho penal operan, según el autor, de modo diferente. La función ideológica, fundamentalmente posible, según se ha visto, a través de las reglas de igualdad y libertad y de la instauración de rígidas formas procedimentales, tiene lugar de manera constante e ininterrumpida. Al modo de cualidad de la norma, acompaña a ésta a lo largo de su vigencia. Por el contrario, la función represiva, aunque igualmente trascendente, resulta supletoria, y sólo tiene cabida ante el fracaso de la anterior función. Así, resulta claro que, en casos de desobediencia,
«[...] las formas culturales y legales que rodean al sistema penal darán paso a un despliegue más directo de violencia penal. La penalidad es, en última instancia, un instrumento político de represión, a pesar de que regularmente se ve limitada por intereses ideológicos y procedimientos legales [Garland, 1999,140].»
No puede cerrarse esta síntesis del pensamiento de Pashukanis sin referir el dato biográfico esencial de que, a pesar (o a causa) de sus profundas convicciones marxistas y a despecho del notable prestigio alcanzado en la primera faz revolucionaria de la Rusia soviética, acabara convirtiéndose en una víctima más del totalitarismo estalinista.
El camino de la función ideológica del Derecho penal conduce, por otra parte, a autores que desarrollan este tema, con particularidades propias. Así, cabe la referencia al historiador Douglas Hay, quien investiga el Derecho penal inglés del siglo xviii con el objeto de comprender el origen de las estructuras y símbolos de naturaleza ideológica que caracterizan al mismo y su papel en el soporte del sistema imperante. Entiende Hay que el Derecho penal, a través de sus formas de persuasión física y simbólica, cumple un papel crucial de apoyo a la estructura económica de la época. Al internarse en las funciones no declaradas del Derecho penal, manifiesta que…
«El Derecho penal fue especialmente importante para el mantenimiento de vínculos de obediencia y sumisión, la legitimación del statu quo, y en la perpetuación de la estructura de autoridad [Hay, 1977, 25].»
Plantea que su dinámica se manifiesta de tres formas: majestad, justicia y clemencia, las que, dotando al Derecho de aparente universalidad social, preserva intereses profundamente clasistas y sectarios. La «majestad», presente en el simbolismo de los juicios criminales, consiste en la celebración de ceremonias magistrales colmadas de ritos, que tienen por objeto dotar de fuerza a la ley. La «justicia», al hacer primar el concepto de legalidad, busca que los intereses de clase, protegidos por el Derecho y sus instituciones, queden solapados tras la apariencia de un fuerte compromiso de los jueces con las normas. Finalmente, la «clemencia» constituye la llave hacia la discrecionalidad en las decisiones judiciales puesto que, mediante la idea de magnanimidad, se abre el juego a una amplia red de favores y concesiones hacia determinados sectores sociales.
Por su parte, la segunda línea de abordajes marxianos abarca estudios que relativizan la determinación de las estructuras económicas respecto de las sociales, para analizar la pena desde influencias y condicionantes de naturaleza distinta, pero marcadamente vinculadas al plano de la superestructura concebida por Marx. Se alude aquí, básicamente, a Michael Ignatieff y su obra A just measure of pain, y a David Rothman y su trabajo Discovery o fthe asylum.[7]
Como nota común, une a estas investigaciones el entendimiento de que la penalidad es el resultado de un amplio conjunto de fuerzas que sobrepasan las relaciones de producción y las condiciones del mercado de trabajo. Ignatieff, al indagar en el surgimiento de las cárceles en la Gran Bretaña de la Revolución Industrial, y Rothman, al hacerlo respecto del origen de las prisiones en los Estados Unidos, encuentran que, antes de ser las estructuras y los intereses económicos los que levantan sus muros, las responsables son las estrategias políticas, religiosas o ideológicas, que buscan dar respuesta a los nuevos problemas que signan la época (Rothman, 1995; Garland, 1999).
Aunque la relativización de los condicionamientos económicos en la configuración de la penalidad aleje, en parte, a estos autores de los estrictos principios del marxismo, corresponde su inclusión en el marco de esta doctrina, debido a que en sus análisis parten del concepto de una sociedad escindida en clases sociales, de una base económica condicionante, y de un aparato estatal custodio de un orden social desigual.
4. Vigencia de Marx, a propósito del discurso neoliberal hegemónico
Al sentar las bases de su nueva teoría de la historia —el materialismo histórico—, Marx y Engels analizan, en las transformaciones macro-sociales, cómo las sociedades avanzan necesariamente a lo largo de distintas fases, partiendo de la idea básica de que el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas (estructura) determina el conjunto de relaciones sociales de producción (superestructura). Aunque la referencia parezca superflua, el actual predominio de facto del discurso neoliberal hegemónico obliga a reafirmar la vigencia y trascendencia del pensamiento de Marx y Engels, figuras insoslayables en el ámbito de las ciencias sociales (historia, economía, sociología, etc.).[8] Solamente slogans —mediatizados y masificantes— que surgen desde el poder (como el tan recurrido de «el fin de la historia») pueden intentar burdamente confinar este pensamiento al arcón de los anacronismos, a través de capciosas asociaciones como la de la supuesta obsolescencia del marxismo en función del fracaso del llamado «socialismo real».[9]
Cierto es que, a más de un siglo vista, el aggiornamento de diagnósticos y pronósticos resulta inevitable, toda vez que el propio neoliberalismo ha «corregido y aumentado» —como en una nueva edición de la catástrofe social— los males históricos del sistema, y ha hecho ahora urgente la necesidad de repensar soluciones a problemas contemporáneos como el desarrollo no sustentable y la consecuente degradación del medio ambiente, los flujos migratorios masivos que fuerzan las fronteras de países privilegiados, el dócil repliegue del Estado —excepto precisamente en áreas de políticas policiales y carcelarias en crecimiento (Christie, 1993; Wacquant, 2000; Young, 2001)— que allana las estrategias de los grupos de poder, el endeudamiento inviable de los países subdesarrollados, la explosión de movimientos marginales y contestatarios forzados por el imperialismo cultural, etc. Si aspectos como el materialismo histórico y, en particular, el reduccionismo económico resultan para algunos inaceptables, ya porque una explicación de los fenómenos sociales a partir de la estructura económica convertiría a los mismos en una suerte de epifenómenos carentes de vida propia, ya porque en el mundo contemporáneo resulte cada vez más difícil —e incluso discutible su intento— distinguir, respecto de un fenómeno, sus dimensiones económicas, sociales, culturales, etc. (Santos, 1998), ello de ningún modo implica la obsolescencia del pensamiento marxista. Junto a las obras que se reseñan en este trabajo, dan cuenta de su vitalidad otras de obligatoria referencia como las de la criminología crítica que hacen uso del marxismo como una forma particular de investigación (junto a otras formas críticas del pensamiento social como la fenomenología) para ocuparse de la comprensión del delito y del control social (Larrauri, 2000); el movimiento estadounidense Critical Legal Studies que, desde diversas disciplinas y recurriendo a distintas tradiciones del pensamiento (jurídico, político, social y filosófico) como el realismo jurídico, el neomarxismo, el post-estructuralismo, etc., pretende la crítica de la doctrina jurídica neoliberal (Pérez Lledó, 1996); o el movimiento del uso alternativo del Derecho que, con génesis en Italia, tiene por base fundacional el neomarxismo (Althusser, Gramsci, Poulantzas) (Souza, 2001).
En todo caso, y para el tema tratado aquí, resulta suficiente preguntarse acerca de la vigencia de las perspectivas marxianas[10] a la hora de interrogar asuntos como la relación entre la penalidad y el mercado de trabajo, o las formas en que opera la ideología jurídica, en la era del post-fordismo y la globalización. La mera confrontación de datos estadísticos incuestionables —como el hecho de que la cuarta «ciudad» de los Estados Unidos sea actualmente (gracias a la política de «tolerancia cero») su población carcelaria, o que ese mismo país albergue otro «país» de 46 millones de personas, el de los confinados bajo el umbral de la pobreza (Wacquant, 2000)—, nos conduce en forma ineludible a las actuales investigaciones del delito y del castigo que, incuestionablemente, remiten a la fuente crítica inagotable de Karl Marx y Friedrich Engels.
BIBLIOGRAFIA
BARATTA, Alessandro (2000): Criminología crítica y crítica del Derecho penal. Introducción a la Sociología jurídico-penal, México, Siglo XXI, 6.ª ed.
BOTTOMORE, Tom, L. HARRIS, V.G. KIERNAN y R. MILIBAND (1984): Diccionario del pensamiento marxista, Madrid, Tecnos.
— y Robert NISBET (1988): Historia del análisis sociológico, Buenos Aires, Amorrortu.
CERRONI, Umberto, Ralph MILIBAND, Nicos POULANTZAS y Ljubomir TADIC (1969): Marx – El Derecho y el Estado (trad. J.R. Capella), Barcelona, Libros Tau, 1.ª ed.
CHRISTIE, Nils (1993): La industria del control del delito. ¿Una nueva forma de holocausto? (trad. S. Costa), Buenos Aires, Ediciones del Puerto.
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NOTAS
[1] Al respecto, puede mencionare que La ideología alemana (1845-1846), escrita en forma conjunta, dedica una significativa sección al derecho, al crimen y al castigo.
[2] Al respecto, postulan concretamente al sistema moderno de prisión como medio de «adiestramiento de la fuerza de trabajo de reserva» (Rusche y Kirchheimer, 1984,73).
[3] Una proyección de esta obra puede encontrarse en trabajos ulteriores de Melossi como «El derecho como vocabulario de motivos: índices de carcelación y ciclo político-económico» (1987).
[4] Puede rastrearse, vg., en las siguientes obras de Marx-Engels: Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel; En toro a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel; La Ideología alemana (Parte I); La guerra civil en Francia; El 18 Brumario de Luis Bonaparte; Manifiesto comunista, entre otras. De Marx, La crítica del programa de Ghota, entre otras. De Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana (Stoyanovich, 1977).
[5] Este concepto, referido a la alienación o enajenación del hombre, deriva posteriormente en el término «reificación» o «cosificación», acuñado en 1923 por el filósofo marxista Georg Luckacs (Giner, 2001).
[6] Cabe añadir que el autor describe la jurisdicción penal del Estado burgués como «terrorismo de clase organizado» y se interroga acerca de si, en un contexto de inexistencia de clases antagónicas, será necesario un sistema penal general (ibídem, 149-150).
[7] Puede citarse también a Pieter Spierenburg y su obra The spectacle of suffering Executions and the evolution of repression from a preindustrial metropolis to the european experience (1984), centrada en el estudio de la historia del castigo y la disciplina en la Europa pre-industrial.
[8] Para la observación de los avatares del pensamiento marxista, en consonancia con los sucesos histórico-políticos mundiales, véase Bottomore, Harris, Kiernan, Miliband (1984) y Santos (1998).
[9] Es interesante resaltar también, en tiempos en que el papel del «intelectual» se halla notoriamente devaluado, el vigor de personalidades como las de Marx y Engels que, desde su papel de pensadores, fueron capaces de inspirar en su momento una praxis política de tanta envergadura.
[10] Véase Taylor (2001), en cuanto señala que actualmente el estudio de la criminalidad desde el marxismo debe paitir de las transformaciones acaecidas en el escenario mundial —las sociedades de mercado—, puesto que en el mismo se hace más difícil la identificación de estructuras y superestructuras.
«El delincuente rompe la monotonía y el aplomo cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y provoca esa tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se embotaría. Impulsa con ello las fuerzas productivas. El crimen descarga al mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la baja del salario y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia absorbe a otra parte de la misma población [1980, 360].»
En esa misma tónica, subraya también que el delincuente estimula las fuerzas productivas del mundo capitalista en el sentido de que, mediante sus infracciones, genera legislación en materia penal, jueces, policías, guardianes, jurados, profesores, etc. Aunque algunos autores interpretan estos pasajes en forma restringida y literal, otros como Taylor, Walton y Young aclaran que Marx de ningún modo propugna la idea de funcionalidad del delito ya que, a diferencia de utilitaristas y positivistas, aquél entiende que una sociedad sin delitos es plenamente posible. Por el contrario, enfatizan que su propósito consiste en ridiculizar y desnudar la concepción burguesa de una sociedad dividida moralmente entre buenos y malos, justos y depravados e, incluso, en subrayar la naturaleza delictiva del capitalismo (Taylor, Walton, Young, 1990).
Para Marx el delincuente no constituye un ser libre, ni el delito el resultado de la libre voluntad. En el mundo capitalista el delito no es sino la manifestación aislada del individuo en pugna con las condiciones de opresión y, en consecuencia, la imposición de una pena convierte al delincuente, irremediablemente, en un esclavo de la justicia, una justicia de clase. Su concepción desplaza la delincuencia al ámbito integrado por los trabajadores improductivos, no organizados, al que designa como lumpen-proletariado. La actividad delictiva es, en definitiva, la expresión de la falsa conciencia individualista. (Por otra parte, considerando el interés de Marx por la organización de la clase obrera para la revolución, se explica su menosprecio por aquel sector social.)
La persistente y firme denuncia del capitalismo como sistema criminal efectuada por Marx desde los campos de la ciencia y de la política permite entender su menor interés teórico respecto de este tema que, sin embargo, le merece esa mirada sesgada pero aguda de la ironía (análoga al concepto de Brecht que se cita en el epígrafe de este texto).
Debido a la circunstancia de que ni Marx ni Engels efectúan un aporte sustantivo en materia de penalidad, no existe ortodoxia alguna —según bien señala Garland (1990)— y, por ende, ninguna posibilidad de su superación. A pesar de ello, es obvio que, desde el planteamiento inicial de la doctrina marxista, diversidad de autores ha venido abordando el estudio del castigo a través de esa óptica y desde diferentes disciplinas. Ante la carencia de textos originales, básicos y específicos como punto de partida, tales investigaciones han optado por acudir al marco general y esencial de la tradición marxista y ofrecer, desde ese basamento común, sus propios argumentos y aportes. De entre las diversas corrientes que se enrolan en esta línea de pensamiento y, desde luego, sin pretensión de exhaustividad, interesa —a los alcances de este estudio— exponer únicamente los rasgos esenciales de aquellas que están informadas por un interés específico en la relación entre el castigo y el mercado laboral, unas, y en la función ideológico-represiva del Derecho penal, las otras.
Previamente, resulta útil una revisión sucinta del marco teórico general de Marx-Engels, no sin antes volver a remarcar que, de la lectura —casi entre líneas— de sus escritos, puede prefigurarse una verdadera posición y valoración, y cabe entonces la conjetura de que, implicados en el arduo diagnóstico de los males fundamentales del capitalismo, estos pensadores se hayan empeñado en apuntar sistemáticamente todo su bagaje conceptual hacia las causas de fondo de la realidad social más que a sus consecuencias emergentes (como puede serlo el delito), o —si vale la metáfora— hacia la descomunal masa de fondo que flota bajo la superficie, más que a las puntas visibles del iceberg.
2. Sociedad, Estado y Derecho en Marx-Engels
Si se considera a Marx y a Engels como los máximos exponentes del paradigma sociológico del conflicto, puede verse que sus lineamientos y supuestos principales consisten, básicamente, en la concepción de la realidad social como esencialmente conflictiva y caracterizada por la existencia de desigualdad social.
«[...] una sociedad dividida en clases contrapuestas y lacerada por conflictos profundos en que el triunfo de una clase lleva a la subordinación y la opresión de la otra clase [Treves, 1978, 100].»
Si bien no se niega la existencia de fenómenos sociales tales como la estabilidad, el consenso, la integración o el equilibrio, se entiende que el orden social se asienta sobre una plataforma en permanentes tensiones entre sus distintos componentes. Particularmente, Marx y Engels entienden que el conflicto tiene lugar entre clases sociales y que la lucha entre ellas decide los procesos de cambio estructural de un modo de producción hacia otro.
Al partir del supuesto de que la realidad, aunque socialmente constituida, es objetiva, ambos autores interpretan que la sociedad es supraindividual, externa y coactiva, e importa individuos que interactúan en una esfera de producción material, es decir, en un escenario de trabajo humano. Por su parte, su concepción del hombre es anti-individualista. Éste es concebido desde sus raíces y condicionamientos históricos y sociales, inmerso en relaciones de producción concretas y preexistentes, y de ningún modo como un ser aislado o una abstracción filosófica al estilo del pensamiento de los siglos xvii y xviii. En su relación con la sociedad, postulan que el individuo la crea y que, al hacerlo, se autocrea, en una dinámica que se enmarca en el proceso de producción material. Ahora bien, esta noción dista de ser voluntarista, ya que insisten en que la acción humana es acción condicionada por la estructura de clase y las relaciones de producción particulares. Las formas sociales que resultan de la participación humana en estas relaciones de producción adquieren relevancia objetiva y se imponen al hombre modelando su comportamiento y su conciencia.
Así, el secreto para comprender los distintos aspectos sociales se halla en la estructura social, constituida por las relaciones de producción (base de la organización de producción económica) y las fuerzas de producción (medios de producción —materiales, maquinarias, etc.—, energías de trabajo y condiciones de producción). Sobre esta base de índole económica se asienta una superestructura, determinada en última instancia por aquélla, compuesta por todas las instituciones políticas, sociales, culturales, jurídicas, etc., y las ideológicas. En resumen, en este esquema…
«[...] el desarrollo de las fuerzas productivas determina las relaciones de producción propias de una sociedad en su devenir histórico; las instituciones jurídicas y políticas se crean para proteger esas relaciones y las condiciones sociales que garantizan su continuidad; en correspondencia se desarrollan formas de conciencia que permiten a las relaciones de producción aparecer como naturales y obvias, hasta el punto de hacer inconcebible cualquier otra forma de organización social. El conjunto de las relaciones de producción y las instituciones y prácticas sociales que las soportan, es llamado por Marx el modo de producción [Cotterrell, 1991, 99-100].»
Frente a este planteo, el Derecho reviste el carácter de medio a través del cual la clase social que ha impuesto al conjunto de la sociedad su modo de producción económica se asegura el papel histórico preponderante.
Dado que el Derecho no existe más que para mantener esta situación, ¿cómo se podría ver en él otra cosa que la voluntad de la clase dominante y explotadora? Considerarlo como la emanación de la voluntad general sería verdaderamente absurdo: ¿cómo un grupo social subyugado y explotado, a menudo más allá de todo lo que se puede imaginar, podría aceptar su condición si no fuera bajo coacción? Ahora bien, quien dice coacción, dice voluntad de una sola parte [Stoyanovitch, 1977, 50].
Si se tiene presente que la teoría de Marx surge en un ambiente intelectual dominado por los debates entre hegelianos de derecha y hegelianos de izquierda, al adoptar esta posición y desarrollar desde la misma el método dialéctico y materialista, se comprende bien su rechazo a las ideas de causación lineal y de explicaciones idealistas. En su obra subyace el optimismo progresista propio del siglo xix, que lo lleva a formular una prognosis utópica: la idea de una humanidad en marcha hacia un mundo mejor —el comunista—, caracterizado por la superación final de la contradicción esencial de la desigualdad y la dominación sociales.
3. Dos enfoques del castigo
Miradas a través del prisma de la doctrina marxista, las diferentes aproximaciones marxianas al estudio de la penalidad, lejos de ser incompatibles o antagónicas, resultan naturalmente convergentes en su enfoque del castigo.
Según se expresa más arriba, el presente análisis se circunscribe a dos tipos de perspectivas: una, que entiende el castigo como fenómeno histórico-social supeditado a los dictados del mercado, y que remite a la lectura insoslayable de autores como Rusche y Kirchheimer, o Melossi y Pavarini; la otra, que, con matices, considera al Derecho penal y al castigo como instituciones que cumplen una función política de aparato represor e ideológico del Estado, y que conduce a los textos obligados de Pashukanis, Hay, Ignatieff y Rothman, entre otros.
Castigo y relaciones económicas
Desde el Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt, Georg Rusche y Otto Kirchheimer se convierten en los primeros teóricos que emplean los conceptos de Marx-Engels para el estudio del castigo al presentar, en colaboración, Pena y estructura social, en 1939. En este libro, desde una revisión histórica de los diferentes métodos penales existentes entre la Edad Media y mitad del siglo xx, definen una verdadera economía política del castigo que, al marcar un antagonismo con los penalistas y sus teorías de las penas asentadas en los principios del «deber ser», representa una verdadera revolución epistemológica en la materia (Baratta, 2000).
De acuerdo a estos autores, el castigo, antes que reacción frente al delito (según la interpretación jurídica), constituye un fenómeno histórico que adopta formas particulares y se enmarca en sistemas punitivos específicos. Cuando dicen:
«La pena no es ni una simple consecuencia del delito, ni su cara opuesta, ni un simple medio determinado para los fines que han de llevarse a cabo; por el contrario, debe ser entendida como fenómeno social independiente de los conceptos jurídicos y los fines [Rusche, Kirchheimer, 1984, 3],»
definen que…
«[...] la pena como tal no existe, existen solamente los sistemas punitivos concretos y prácticas determinadas para el tratamiento de los criminales [ibídem],»
línea de pensamiento que los conduce a la lógica conclusión de que…
«[...] cada sistema de producción tiende al descubrimiento de métodos punitivos que corresponden a sus relaciones productivas [ibídem].»
Como notas características y en virtud de su naturaleza social, afirman entonces que, en su concreción, juegan una serie de determinantes independientes de su conceptualización legal y de sus supuestas funciones jurídicas (control y sanción del delito). Lejos de emerger como respuesta social a la criminalidad, la pena consiste, según ellos, en un mecanismo que actúa directamente en la lucha de clases. Debido a que en las sociedades capitalistas la percepción de la realidad se encuentra distorsionada por la ideología, es común ver en el castigo un medio de defensa social y protección de todos. A partir de allí, establecen cómo su poder se despliega en forma implacable en apoyo a los intereses de una clase (propietarios de los medios de producción) y en detrimento de los pertenecientes a la otra (la de los proletarios).
Sin desconocer ni negar la importancia de otros factores (fiscales, religiosos, políticos, ideológicos, etc.), estos autores plantean que el mercado laboral constituye el determinante básico de la pena. La trascendencia del trabajo puede constatarse, entienden, en dos cuestiones particulares. Primeramente, cuando actúa fijando el valor social de la vida de los débiles. Al respecto ilustran que, durante la Edad Media, en períodos de abundancia de mano de obra, la política criminal reviste formas inflexibles e impiadosas, en tanto que posteriormente, durante tiempos de crecimiento de la demanda de mano de obra, tal política se ocupa de preservar la vida y fuerza de trabajo de los infractores. En segundo lugar, indican que el mercado de trabajo actúa en la aplicación de las penas a través de lo que denominan «ley de menor elegibilidad». En virtud de ella, las condiciones de vida carcelarias y las formas del trabajo en el interior de las prisiones deben ser siempre inferiores a las peores prácticas y circunstancias que marcan la vida en la sociedad libre. La importancia de esta «línea de demarcación» (según es definida) estriba en que su inobservancia conlleva la pérdida del sentido de la finalidad de la pena.
De acuerdo con ello, los vaivenes y mandatos del mundo del trabajo, presentes en las distintas épocas y lugares, juegan un rol vital en la conformación de los distintos regímenes coercitivos y en la disposición de las modalidades de las penas. Sin embargo, resulta interesante el modo en que Rusche y Kirchheimer ahondan en la relación que liga estos fenómenos —mercado laboral y pena—, al decir que las instituciones penales resultan serviles al trabajo, no sólo supeditadas en términos de población carcelaria y condiciones de vida de los reclusos, sino también en el sentido de que es el trabajo el que dicta los cánones de la disciplina que deben imperar intramuros. Así concluyen que el castigo cumple una función positiva, aunque menor, en la constitución de la fuerza de trabajo, puesto que la idea de fondo allí presente es la de crear en los presos actitudes y comportamientos propicios al trabajo e introducirlos en la disciplina fabril.[2]
Luego de varias décadas de permanecer oculta, la reimpresión de esta obra en 1968 alienta su divulgación y la posibilidad de una serie de estudios e investigaciones en torno al tema, cuya característica en común ha sido la ruptura con una perspectiva humanista prevaleciente. En esta línea se enrola también la obra Cárcel y fábrica (1987) de Darío Melossi y Massimo Pavarini que, centrada en preocupaciones análogas a las de los anteriores autores, indaga en las influencias —modos y alcances— del mercado laboral en el régimen interno de las prisiones, y postula que las funciones de las primeras cárceles de Europa y Estados Unidos se vinculan al disciplinamiento de los proletarios a través de la inculcación de valores en el orden de la sumisión, la obediencia y el esfuerzo.[3]
Castigo, ideología y fuerzas sociales
En el marxismo, a la carencia de una teoría del Derecho, le ha correspondido, como contrapartida, la presentación de enfáticas tesis centradas en la relación entre derecho y clase y naturaleza de la ideología.[4] Queda claro que, desde esta perspectiva, el Derecho se interpreta como expresión de las relaciones de poder, y como crucial mecanismo de formalización y regulación de tales relaciones. Así, una segunda línea de abordajes marxianos del castigo se caracteriza precisamente por trabajar desde la concepción general del Derecho expuesta por Marx y Engels.
Dentro de este marco, pueden diferenciarse dos tendencias: una, más próxima a la doctrina marxista, conduce al jurista ruso Evgeni Pashukanis, quien ahonda en las funciones represivas e ideológicas del Derecho penal; la otra, con más distancia de esa fuente, lleva a autores británicos y estadounidenses como Michael Ignatieff y David Rothman, centrados en los efectos del poder respecto del castigo.
Pues bien, en el segundo capítulo de El capital (1867), Marx se ocupa del fetichismo de las mercancías que, como rasgo patente del capitalismo, importa un proceso de inversión del sujeto por el objeto a través del cual, en este modo de producción, el trabajador es tratado como una mercancía más, como una cosa, mientras que el capital se convierte en el verdadero sujeto social (Marx, 1976).[5]
Es desde esta idea que Pashukanis remonta sus exploraciones acerca de la esencia distintiva del Derecho en la sociedad capitalista, y halla que el fetichismo impregna todo el mundo jurídico. La ley se presenta como un fenómeno fundamentalmente comercial que, al alcanzar su apogeo en este tipo de sociedad, se basa en principios de individualidad abstracta, igualdad y equivalencia entre las partes (Bottomore, Hanis, Kiernan, Miliband, 1984). Desde la inevitable noción de mercancía, la ley asume una visión de los hombres como propietarios, y de sus relaciones jurídicas como transacciones o meros intercambios de productos. La ley, entonces, se erige en un catálogo de derechos y deberes acordes a tales composiciones mercantiles.
Este autor entiende que…
«La idea de sociedad en su conjunto no existe más que en la imaginación de los juristas: no existen de hecho más que clases con intereses contradictorios. Todo sistema histórico determinado de política penal lleva la marca de los intereses de la clase que lo ha realizado [Pashukanis, 1976, 149].»
Sobre el cuadro de conflictos, expresa que atañe al Derecho conferir legalidad a relaciones económicas desiguales, dotándolas de legitimidad y haciéndolas más expeditas. Las formas del Derecho en el capitalismo son, entonces, el correlato de determinados mandatos económicos, la expresión legal de valores e intereses parciales.
Sin embargo, no conforme con una visión pasiva y meramente especular del Derecho, Pashukanis va más lejos aún y sostiene que las formas legales cumplen un papel de importancia en el mantenimiento y conservación del sistema. Por una parte, esto se verifica en el reparo de que el Derecho, mediante una clara y firme estructura de normas e instituciones, se ocupa de preservar, asegurar y reforzar las relaciones capitalistas. Luego, y ahora a través de un discurso legal que esconde especulaciones sectoriales bajo la apariencia de intereses generales y universales, el Derecho se torna relevante en la elaboración de una ideología que, al desdibujar egoísmos y perversidad, legitima tales relaciones.
Esta función de naturaleza ideológica tiene lugar, señala el autor, a través de la noción de sujeto jurídico universal, artilugio que, cuando asevera la igualdad de todos los individuos ante la ley, decide ignorar y ocultar las diferencias reales entre los mismos. Al contemplar a todos los hombres como iguales y proteger sin distinción su derecho de propiedad, el ordenamiento jurídico silencia las reales desigualdades que separan al rico del pobre. Dice Pashukanis:
«[...] la capacidad de ser sujeto de derecho se separa definitivamente de la personalidad concreta y viviente, deja de ser función de su voluntad consciente y efectiva, convirtiéndose en una pura cualidad social [ibídem, 108].»
Y, al respecto, Remigio Conde Salgado comenta:
«Para la mayoría de los juristas, el sujeto de derecho es una categoría eterna, independiente de condiciones históricas concretas, identificándolo con la personalidad en general. Dicen que el hombre es sujeto de derecho en cuanto ser animado y provisto de voluntad racional. Tal posición nada tiene que ver con la realidad, según Pashukanis [Conde Salgado, 1989, 82].»
Desde una doctrina e ideología jurídicas semejantes, la correspondiente aplicación de las leyes deviene siempre discriminatoria, ya que actúa con mecánica ceguera a las diferencias substanciales que provienen de la estructura económica. La lupa del Derecho confiere a los jueces la visión de individuos, ya no sólo propietarios de mercancías, sino libres e iguales.
Dentro del amplio espectro jurídico, Pashukanis expresa que el Derecho penal —como instrumento político-ideológico del Estado burgués— tampoco escapa del fetichismo de las mercancías, esto es, como acontece en el ámbito privado del Derecho, las relaciones de cambio dotan de contenido y moldean las leyes, instituciones y sanciones penales, y la forma jurídica de los sujetos se plasma, una vez más, en la figura de propietarios de mercancías, abstractos e iguales. No obstante, entiende que el Derecho penal tiene connotaciones especiales en cuanto a sus influencias y funciones, y concretamente en el capítulo titulado «Derecho y violación de derecho» de su obra Teoría general del Derecho y marxismo refiere que…
«[...] desde un punto de vista sociológico, la burguesía asegura y mantiene su dominación de clase con su sistema de Derecho penal, oprimiendo a las clases explotadas. Bajo este ángulo, sus jueces y organizaciones privadas “voluntarias” de esquiroles persiguen un único y mismo fin [Pashukanis, 1976, 148-149].»
Entiende que, en el mundo capitalista, la función del Derecho penal adquiere dos formas diferenciables: la represión y la ideología. La primera actúa mediante el recurso de la pena,[6] que reviste también forma mercantil. La pena consiste, en definitiva, en una transacción que, a partir de la comisión de la infracción, se celebra entre el Estado y el delincuente para el pago de la «deuda» contraída. Este acuerdo, a través de las estrictas formas y modalidades de los procedimientos penales y de los derechos y garantías procesales que atañen al acusado, es, como cualquier otro contrato desplegado en el mundo de los negocios, producto de la buena fe y el libre acuerdo de voluntades. Señala el autor:
«La justicia burguesa vigila cuidadosamente que el contrato con el delincuente sea concluido con todas las reglas del arte, es decir, que cada uno pueda convencerse y creer que el pago ha sido equitativamente determinado (publicidad del procedimiento penal o judicial), que el delincuente ha podido libremente negociar (proceso en forma de debate) y que ha podido utilizar los servicios de un experto (derecho a la defensa), etc. En una palabra, el Estado plantea su relación con el delincuente como un cambio comercial de buena fe: en esto consiste precisamente el significado de las garantías del procedimiento penal [ibídem, 156].»
La función ideológica, por otro lado, emerge con claridad al advertirse la enorme distancia existente entre los preceptos legales y las realidades del delito y el castigo, y su apariencia (ideológica) se sustenta no sólo en las mismas normas, sino también en el despliegue que efectúan los aplicadores del derecho. En los hechos, el Derecho penal y la pena constituyen un instrumento de dominación que protege el derecho de propiedad de las clases dominantes, en contra de quienes carecen de una posición en la sociedad o constituyen una amenaza a sus intereses.
Ambas funciones —represiva e ideológica— del Derecho penal operan, según el autor, de modo diferente. La función ideológica, fundamentalmente posible, según se ha visto, a través de las reglas de igualdad y libertad y de la instauración de rígidas formas procedimentales, tiene lugar de manera constante e ininterrumpida. Al modo de cualidad de la norma, acompaña a ésta a lo largo de su vigencia. Por el contrario, la función represiva, aunque igualmente trascendente, resulta supletoria, y sólo tiene cabida ante el fracaso de la anterior función. Así, resulta claro que, en casos de desobediencia,
«[...] las formas culturales y legales que rodean al sistema penal darán paso a un despliegue más directo de violencia penal. La penalidad es, en última instancia, un instrumento político de represión, a pesar de que regularmente se ve limitada por intereses ideológicos y procedimientos legales [Garland, 1999,140].»
No puede cerrarse esta síntesis del pensamiento de Pashukanis sin referir el dato biográfico esencial de que, a pesar (o a causa) de sus profundas convicciones marxistas y a despecho del notable prestigio alcanzado en la primera faz revolucionaria de la Rusia soviética, acabara convirtiéndose en una víctima más del totalitarismo estalinista.
El camino de la función ideológica del Derecho penal conduce, por otra parte, a autores que desarrollan este tema, con particularidades propias. Así, cabe la referencia al historiador Douglas Hay, quien investiga el Derecho penal inglés del siglo xviii con el objeto de comprender el origen de las estructuras y símbolos de naturaleza ideológica que caracterizan al mismo y su papel en el soporte del sistema imperante. Entiende Hay que el Derecho penal, a través de sus formas de persuasión física y simbólica, cumple un papel crucial de apoyo a la estructura económica de la época. Al internarse en las funciones no declaradas del Derecho penal, manifiesta que…
«El Derecho penal fue especialmente importante para el mantenimiento de vínculos de obediencia y sumisión, la legitimación del statu quo, y en la perpetuación de la estructura de autoridad [Hay, 1977, 25].»
Plantea que su dinámica se manifiesta de tres formas: majestad, justicia y clemencia, las que, dotando al Derecho de aparente universalidad social, preserva intereses profundamente clasistas y sectarios. La «majestad», presente en el simbolismo de los juicios criminales, consiste en la celebración de ceremonias magistrales colmadas de ritos, que tienen por objeto dotar de fuerza a la ley. La «justicia», al hacer primar el concepto de legalidad, busca que los intereses de clase, protegidos por el Derecho y sus instituciones, queden solapados tras la apariencia de un fuerte compromiso de los jueces con las normas. Finalmente, la «clemencia» constituye la llave hacia la discrecionalidad en las decisiones judiciales puesto que, mediante la idea de magnanimidad, se abre el juego a una amplia red de favores y concesiones hacia determinados sectores sociales.
Por su parte, la segunda línea de abordajes marxianos abarca estudios que relativizan la determinación de las estructuras económicas respecto de las sociales, para analizar la pena desde influencias y condicionantes de naturaleza distinta, pero marcadamente vinculadas al plano de la superestructura concebida por Marx. Se alude aquí, básicamente, a Michael Ignatieff y su obra A just measure of pain, y a David Rothman y su trabajo Discovery o fthe asylum.[7]
Como nota común, une a estas investigaciones el entendimiento de que la penalidad es el resultado de un amplio conjunto de fuerzas que sobrepasan las relaciones de producción y las condiciones del mercado de trabajo. Ignatieff, al indagar en el surgimiento de las cárceles en la Gran Bretaña de la Revolución Industrial, y Rothman, al hacerlo respecto del origen de las prisiones en los Estados Unidos, encuentran que, antes de ser las estructuras y los intereses económicos los que levantan sus muros, las responsables son las estrategias políticas, religiosas o ideológicas, que buscan dar respuesta a los nuevos problemas que signan la época (Rothman, 1995; Garland, 1999).
Aunque la relativización de los condicionamientos económicos en la configuración de la penalidad aleje, en parte, a estos autores de los estrictos principios del marxismo, corresponde su inclusión en el marco de esta doctrina, debido a que en sus análisis parten del concepto de una sociedad escindida en clases sociales, de una base económica condicionante, y de un aparato estatal custodio de un orden social desigual.
4. Vigencia de Marx, a propósito del discurso neoliberal hegemónico
Al sentar las bases de su nueva teoría de la historia —el materialismo histórico—, Marx y Engels analizan, en las transformaciones macro-sociales, cómo las sociedades avanzan necesariamente a lo largo de distintas fases, partiendo de la idea básica de que el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas (estructura) determina el conjunto de relaciones sociales de producción (superestructura). Aunque la referencia parezca superflua, el actual predominio de facto del discurso neoliberal hegemónico obliga a reafirmar la vigencia y trascendencia del pensamiento de Marx y Engels, figuras insoslayables en el ámbito de las ciencias sociales (historia, economía, sociología, etc.).[8] Solamente slogans —mediatizados y masificantes— que surgen desde el poder (como el tan recurrido de «el fin de la historia») pueden intentar burdamente confinar este pensamiento al arcón de los anacronismos, a través de capciosas asociaciones como la de la supuesta obsolescencia del marxismo en función del fracaso del llamado «socialismo real».[9]
Cierto es que, a más de un siglo vista, el aggiornamento de diagnósticos y pronósticos resulta inevitable, toda vez que el propio neoliberalismo ha «corregido y aumentado» —como en una nueva edición de la catástrofe social— los males históricos del sistema, y ha hecho ahora urgente la necesidad de repensar soluciones a problemas contemporáneos como el desarrollo no sustentable y la consecuente degradación del medio ambiente, los flujos migratorios masivos que fuerzan las fronteras de países privilegiados, el dócil repliegue del Estado —excepto precisamente en áreas de políticas policiales y carcelarias en crecimiento (Christie, 1993; Wacquant, 2000; Young, 2001)— que allana las estrategias de los grupos de poder, el endeudamiento inviable de los países subdesarrollados, la explosión de movimientos marginales y contestatarios forzados por el imperialismo cultural, etc. Si aspectos como el materialismo histórico y, en particular, el reduccionismo económico resultan para algunos inaceptables, ya porque una explicación de los fenómenos sociales a partir de la estructura económica convertiría a los mismos en una suerte de epifenómenos carentes de vida propia, ya porque en el mundo contemporáneo resulte cada vez más difícil —e incluso discutible su intento— distinguir, respecto de un fenómeno, sus dimensiones económicas, sociales, culturales, etc. (Santos, 1998), ello de ningún modo implica la obsolescencia del pensamiento marxista. Junto a las obras que se reseñan en este trabajo, dan cuenta de su vitalidad otras de obligatoria referencia como las de la criminología crítica que hacen uso del marxismo como una forma particular de investigación (junto a otras formas críticas del pensamiento social como la fenomenología) para ocuparse de la comprensión del delito y del control social (Larrauri, 2000); el movimiento estadounidense Critical Legal Studies que, desde diversas disciplinas y recurriendo a distintas tradiciones del pensamiento (jurídico, político, social y filosófico) como el realismo jurídico, el neomarxismo, el post-estructuralismo, etc., pretende la crítica de la doctrina jurídica neoliberal (Pérez Lledó, 1996); o el movimiento del uso alternativo del Derecho que, con génesis en Italia, tiene por base fundacional el neomarxismo (Althusser, Gramsci, Poulantzas) (Souza, 2001).
En todo caso, y para el tema tratado aquí, resulta suficiente preguntarse acerca de la vigencia de las perspectivas marxianas[10] a la hora de interrogar asuntos como la relación entre la penalidad y el mercado de trabajo, o las formas en que opera la ideología jurídica, en la era del post-fordismo y la globalización. La mera confrontación de datos estadísticos incuestionables —como el hecho de que la cuarta «ciudad» de los Estados Unidos sea actualmente (gracias a la política de «tolerancia cero») su población carcelaria, o que ese mismo país albergue otro «país» de 46 millones de personas, el de los confinados bajo el umbral de la pobreza (Wacquant, 2000)—, nos conduce en forma ineludible a las actuales investigaciones del delito y del castigo que, incuestionablemente, remiten a la fuente crítica inagotable de Karl Marx y Friedrich Engels.
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NOTAS
[1] Al respecto, puede mencionare que La ideología alemana (1845-1846), escrita en forma conjunta, dedica una significativa sección al derecho, al crimen y al castigo.
[2] Al respecto, postulan concretamente al sistema moderno de prisión como medio de «adiestramiento de la fuerza de trabajo de reserva» (Rusche y Kirchheimer, 1984,73).
[3] Una proyección de esta obra puede encontrarse en trabajos ulteriores de Melossi como «El derecho como vocabulario de motivos: índices de carcelación y ciclo político-económico» (1987).
[4] Puede rastrearse, vg., en las siguientes obras de Marx-Engels: Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel; En toro a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel; La Ideología alemana (Parte I); La guerra civil en Francia; El 18 Brumario de Luis Bonaparte; Manifiesto comunista, entre otras. De Marx, La crítica del programa de Ghota, entre otras. De Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana (Stoyanovich, 1977).
[5] Este concepto, referido a la alienación o enajenación del hombre, deriva posteriormente en el término «reificación» o «cosificación», acuñado en 1923 por el filósofo marxista Georg Luckacs (Giner, 2001).
[6] Cabe añadir que el autor describe la jurisdicción penal del Estado burgués como «terrorismo de clase organizado» y se interroga acerca de si, en un contexto de inexistencia de clases antagónicas, será necesario un sistema penal general (ibídem, 149-150).
[7] Puede citarse también a Pieter Spierenburg y su obra The spectacle of suffering Executions and the evolution of repression from a preindustrial metropolis to the european experience (1984), centrada en el estudio de la historia del castigo y la disciplina en la Europa pre-industrial.
[8] Para la observación de los avatares del pensamiento marxista, en consonancia con los sucesos histórico-políticos mundiales, véase Bottomore, Harris, Kiernan, Miliband (1984) y Santos (1998).
[9] Es interesante resaltar también, en tiempos en que el papel del «intelectual» se halla notoriamente devaluado, el vigor de personalidades como las de Marx y Engels que, desde su papel de pensadores, fueron capaces de inspirar en su momento una praxis política de tanta envergadura.
[10] Véase Taylor (2001), en cuanto señala que actualmente el estudio de la criminalidad desde el marxismo debe paitir de las transformaciones acaecidas en el escenario mundial —las sociedades de mercado—, puesto que en el mismo se hace más difícil la identificación de estructuras y superestructuras.