Hace algunos años (demasiados, ya), cuando José María Meana nos reunía a los pocos docentes que participábamos en la corrección del texto originario del proyecto de lo que a posteriori sería el nuevo Código Procesal de la Provincia, sobre el que él había trabajo de manera excluyente, comenzaron a surgir en esos encuentros un sinfín de interrogantes que cada uno de nosotros iba poniendo de manifiesto en la medida que avanzábamos en la lectura del texto, convertido en la primer experiencia de un sistema de persecución y enjuiciamiento penal surgido de una Universidad Pública.
Desde ese momento, hasta ahora, se han sucedido una serie de circunstancias históricas que es conveniente relevar para entender el por qué de mi planteo.
La primera de ellas, la más importante, la constituyó sin duda alguna la desaparición física de José María, siempre presente junto a todos sus amigos y colegas.
Luego, las sucesivas demoras, excusas, opiniones autorizadas (a veces, muy pocas) o no, generalmente opuestas estas últimas a la reforma, los inconducentes intentos de “capacitación” y la imposibilidad de determinar –desde el punto de vista jurídico, procesal y político criminal- la razón de ser de un cambio de semejante magnitud.
A una de esas cuestiones, todavía no saldada a mi modesto entender, quisiera referirme en este caso, ya que no he escuchado hasta ahora ni una sola referencia conceptual sobre ese tema.
Así, aunque pueda leerse como una redundancia, un Código Procesal no es nada más, ni nada menos, que un reglamento de la Constitución.
La Constitución argentina, sobre todo a partir de la reforma de 1994, acompañada por la modificación de la Carta Provincial en ese mismo año, han producido una evolución desde un Estado de Derecho a un Estado Constitucional de Derecho.
Esta transformación no es, como se piensa, una cuestión meramente retórica.
Podríamos decir que, como se la mire, produce un cambio dialéctico en el paradigma constitucional.
Los paradigmas, según Kuhn, son “realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica” . En términos jurídico políticos, el cambio de paradigma constitucional significa un cambio en el sistema de creencias, al cual deben adecuarse las normas que en su consecuencia se dicten.
Tan importante es ese cambio, que tal vez si éste no hubiera existido, no hubiera sido posible llevar a cabo iniciativas sin precedentes en materia de Derechos Humanos en la Argentina, empezando por los juicios a los responsables del terrorismo de Estado.

Ese nuevo sistema de creencias, ha consagrado a los procesos acusatorios como los únicos que se adecuan a un esquema republicano en materia de resolución de conflictos por parte del Estado.
Por ende, ha decretado la virtual inconstitucionalidad de la figura del Juez de Instrucción y de un sinfín de prácticas inquisitivas naturalizadas desde hace más de un siglo en la Argentina.
Por supuesto, removerlas no será tarea sencilla, y como todo cambio deberá saldar cuentas con el ritualismo y el burocratismo de los operadores del sistema. En suma, deberá provocar, antes que cambios edilicios o infraestructurales, transformaciones en la cultura de la agencia judicial y de los abogados.
Voy a dar un solo ejemplo de la falta de discusión profunda y consistente sobre las instituciones del nuevo código, lo que al fin de cuentas es el motivo de la presentación de este artículo.
Como (casi) todos saben, el nuevo sistema contempla el instituto del juicio directo (“directísimo”, según su antecedente italiano), que consiste en la articulación de un juicio extremadamente rápido para aquellos infractores flagrantes.
Es obvio que, muchos de estos ofensores, serán personas que “reinciden” (entrecomillo a propósito porque en mi modesta apreciación la figura de la reincidencia es también inconstitucional); es decir, aquellas que ya han cumplido condenas, generalmente por delitos de calle o de subsistencia, como lo marca la selectividad histórica del sistema penal.
Según datos policiales (no hace falta que me avisen de su escasa fiabildad técnica, pero no tenemos insumos estadísticos o estudios superadores en La Pampa), el número de delitos in fraganti “esclarecidos” ronda el 30% (de los otros restantes “esclarecidos”).
Si no hay un cambio cultural casi copernicano, que permita que los acusados esperen en todos los casos el proceso en libertad (salvo cuando operen las causales procesales que estableció la Corte: peligro de fuga o entorpecimiento del proceso), el funcionamiento del sistema podría colapsar por la cantidad de personas privadas de libertad que abarrotarían lugares de alojamiento, que se encuentran completos, según me avisan.
Y la cuestión, aquí tampoco, es menor: La Pampa viene incrementando su población presidiario desde principios de esta década sin solución de continuidad, pasando de 59 presos cada 100.000 habitantes en el año 2000, a más de 160 cada 100000 en el 2004. Y desde esa fecha el número de reclusos siguió incrementándose sin que se recolectaran datos objetivos que justificaran esta terrible evolución.
Como se ve –y lejos de los latiguillos interesados que anatomizan el código por “garantista”, o porque “los presos entrarán por una puerta y saldrán por la otra”- constituye una obligación impostergable del sistema judicial y los poderes políticos debatir este tipo de problemáticas, absolutamente previsibles y, por cierto, naturalmente relevantes.