Por Eduardo Luis Aguirre.
El cambio de relación de fuerzas políticas en América Latina, con la asunción y consolidación de gobiernos populares, que, con sus matices, se diferencian marcadamente de las gestiones tributarias del Consenso de Washington y el neoliberalismo de la década pasada, obliga a repensar el derecho, sus narrativas y sus prácticas, a partir de una permanente e inusitada discusión acerca de lo que es “legítimo” y lo que no lo es.
Las nuevas formas de impartir justicia, en gran medida explicables por las cosmovisiones de una justicia en pleno, aunque lento e impredecible, proceso de renovación, condiciona en buena medida las agendas de los poderes políticos acerca de temas cruciales que hacen a los intereses del conjunto.
Los pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia en la Argentina sobre aspectos tan cruciales como Derechos Humanos y problemas ambientales, por dar dos ejemplos emblemáticos, y un indudable prestigio, constituyen un hecho sin precedentes en el país.
Decisiones institucionales inéditas y la resignificación de una democracia que se manifiesta, con idéntica pretensión de legitimidad, en calles y rutas, en escarches y marchas, en blogs y sitios virtuales donde coexisten tendencias a una profundización de las formas democráticas con proclamas destituyentes, y una cultura de la enemistad que exigen una reinterpretación continua de las categorías jurídicas, ameritan una nueva mirada acerca de las formas novedosas que asume la democracia en la Argentina.
Desde 2003, a partir de la gestión del Presidente Néstor Kirchner, el Gobierno adoptó dos resoluciones trascendentes: a pocos años de los cacerolazos de 2001, anunció que no iba a reprimir las protestas sociales, por una parte, y por la otra prohibió que los servicios estatales de inteligencia realizaran tareas de vigilancia y control sobre dirigentes políticos y sociales, y sobre colectivos democráticos vinculados a derechos humanos, derechos de las víctimas, consumidores, sindicatos, etcétera.
La emergencia de nuevos sujetos políticos, invisibilizados durante la etapa de hegemonía neoliberal, y una democracia de baja intensidad expresada únicamente a través del periódico sufragio, trasladan las disputas cotidianas al espacio público, en demanda de tierra, trabajo, vivienda, seguridad, justicia.
Los piquetes, los cortes de calles y de rutas se han convertido en sucesos regulares del paisaje social contemporáneo, naturalizados por el resto de la multitud.
La protesta social, en sus más distintas formas, y el derecho a la misma, han ocupado a constitucionalistas, antropólogos, penalistas y sociólogos.
A principio de 2002 escribía: “En medio de la efervescencia de un país sacudido en sus históricas seguridades portuarias, en plena disputa irresuelta por la capitalización política e ideológica de la protesta social, algunas formas inéditas de los colectivos insurreccionales comienzan a preocupar a diestra y siniestra. Es natural que así ocurra.Los piquetes, las movilizaciones, los escraches de lógica transitiva, los cacerolazos, saqueos y tantas otras formas novedosas de expresión popular comienzan a despertar reacciones a medida que se ensanchan y multiplican sobre el territorio nacional.Muchas de esas reacciones tienden previsiblemente a intentos infructuosos de (re) encontrar formas de restitución o recomposición del antiguo stato quo.Traspasadas por la ingenuidad esperanzada de un retorno (aquí sí) imposible, o ganadas lisa y llanamente por una ideología funcional a la reproducción de las formas históricas de explotación social (esta vez más violentas y regresivas), la ola reactiva clama por el "orden" perdido de la sociedad añorada. La sociedad heredera del pensamiento oligárquico hegemónico que se retroalimentaba de los mitos fundacionales de que "se vive un mundo justo" y que (solamente) el esfuerzo propio garantizaba las metas de ascenso social.La influencia positivista de este razonamiento "pseudocontractualista de adhesión" señala como principio y fin de todos los males a lo distinto, lo inorgánico y disfuncional, a lo que intuye en definitiva como disparador puntual del "des-orden" incurrido.La protesta en las calles, a través de sus distintas formas, es un blanco fijo para encontrar una explicación necesariamente simple a lo que ocurre y lo que está por venir.La apelación maniquea se completa con un reclamo de mayor rigor punitivo en contra de los manifestantes y para hacer frente al nuevo caos que presagia un nuevo orden.Detrás de esta consigna se encolumnan dirigentes de distinta extracción, periodistas de diferente pelaje aunque análoga filiación conservadora, opinólogos internacionales de potencias "democráticas" escandalizados por el "default" y preocupados por el futuro de sus empresas asentadas en este marasmo, etcétera.La criminalización de la protesta social, como escribe Juan Fernández Bussi, configura en última instancia la nueva y redoblada apuesta del establishment para re-disciplinar al conjunto en derredor de voces que advierten sobre las consecuencias de una hipotética y nunca bien explicada "anarquía", por oposición al orden perdido” [1].
Una de las lecturas más frecuentes de la protesta social parte de la caracterización de que se trata de sujetos que encuentran en los espacios comunes la única forma de ser visibilizados, luego de años de privatizaciones, incluso de los lugares comunes. De una multitud de “distintos” que quedaron afuera de un proceso brutal de marginación y exclusión social, que vuelven a hacerse presentes ante los ojos de los “ciudadanos”, con quienes comparten a través de la protesta los espacios públicos.
De pronto, los millones que “des-existían” como consumidores vuelven a la escena social reclamando su lugar en el mundo.
Un proceso dificultoso pero sostenido de inclusión social, y decisiones políticas consecuentes, a veces contradictorias y otras tantas insuficientes, los relegitiman.
El derecho a la protesta pasa a ser, de esta forma, “el primer derecho”, y comienza a asumirse que “no hay democracia sin protesta”.[2]
“En estas circunstancias, la manera de manifestar la demanda de ciudadanía, el modo de peticionar a las autoridades, de reclamar los derechos que formalmente alguna vez prometió el Estado, será a través de la constitución de foros. Se trata de tomar la palabra y ponerla en los lugares públicos, sea una plaza, un puente, la calle o la ruta, o un edificio público. En definitiva, la protesta social contemporánea, en todas las formas citadas arriba, constituye la posibilidad concreta que tienen los sectores desaventajados de expresar sus problemas. De allí que, como dice Gargarella, el derecho a la protesta sea el primer derecho, es el derecho a tener derechos, es el derecho que llama a los otros derechos, la oportunidad que tienen estos sectores de ser tenidos en cuenta otra vez, recuperar la voz para ser tomados como actores otra vez. El derecho a la protesta es la puesta en acción de la dignidad, la oportunidad de hacer valer la dignidad” [3].
Pareciera de toda lógica que en un Estado que se rige todavía por categorías tan inapelables e inconmovibles como la “autonomía relativa”, y que en general ha representado en muchos momentos de nuestra historia los intereses de clase de los sectores dominantes, la democracia permita el derecho a coaligarse mediante formas expresivas innovadoras a enormes colectivos de expropiados y destituidos.
Por ende, la “criminalización” o la judicialización de las protestas son la consecuencia esperable de una cultura institucional que observa al conflicto desde el código penal, por cierto que nunca de manera inocente, que también ha sido puesta en crisis.
Sobre esto no pareciera haber demasiadas dificultades interpretativas, incluso por la nueva impronta política antes apuntada.
La cuestión se torna más compleja, por cierto, cuando son otros los agregados sociales que se proclaman a sí mismo desaventajados, discriminados y empobrecidos, y ganan los espacios públicos con protestas cuyas modalidades arrojan algunas similitudes, pero muchas más diferencias cualitativas y conceptuales con las que protagonizan los segmentos a los que hace referencia Gargarella.
El “problema del campo” ha sido, sin dudas, el caso testigo por excelencia. Se cortaron rutas en todo el país durante varios días, se impulsaron cacerolazos y marchas en las ciudades, se impidió el tránsito de insumos y alimentos vinculados a la producción agropecuaria, todo en nombre, también, del “derecho a la protesta social”, con el aval explícito de las principales empresas periodísticas del país que claramente describieron el conflicto como si fuera una puja entre pares, antes que un lock out patronal respecto de las autoridades constituidas y la mayoría de la población a la que éstas expresaban.
Se construyeron de esta forma discursos, proclamas, marchas y consensos, paradójicamente invocando el interés del conjunto social, al que se suponía indisolublemente ligado a los intereses de los propietarios.
Dentro de esas narrativas, no pasó demasiado tiempo en que se invocara el derecho a la protesta social como un derecho que también debería abarcar los intereses de los patrones rurales y legitimarlos.
Consecuente con su política en este tema, el Gobierno decidió no conjurar los piquetes, ni los cortes de ruta generalizados a lo largo y a lo ancho del país. Pero la protesta se fue afianzando y asumió formas políticas explícitas, hasta conmover el delicado entramado de alianzas que caracterizó al gobierno de Cristina Fernández (el propio Vicepresidente de la Nación, definió con su voto “no positivo”, en contra del Gobierno que integrara, una votación decisiva en el Congreso, la de la “Resolución 125“).
No son estos los únicos colectivos que se coaligan detrás del derecho a la protesta social. Sucesivas protestas de víctimas de delitos, con proclamas de mayor rigor punitivo cuando no de reclamos regresivos francamente incompatibles con la Constitución, claman contra la “inseguridad”, que por supuesto atribuyen a la inacción o las políticas públicas erráticas del gobierno central. Su influencia en materia político criminal ha sido decisiva en la última década, en la que el código penal y las leyes procesales han sufrido la mayor cantidad de reformas conservadoras que se recuerden.
La proliferación del nuevo fenómeno de la comunicación virtual pone de relieve la heterogeneidad de la “multitud”, pero igualmente impacta, en muchos casos y de manera regresiva, respecto de la convivencia armónica del conjunto. El anonimato de los posteos es un factor coadyuvante a una nueva forma de control social. Estamos así, en medio de la sociedad “contra democrática” que describe Pierre Rosanvallon[4].
Una sociedad en la que en los últimos treinta se han disuelto los vínculos de solidaridad, y que en la última década acentuó sus decibeles de desconfianza e insolidaridad hasta límites insospechados.
“Efectivamente una operatoria maravillosa del neoliberalismo consistente en disolver los dos grandes procesos de intelección que constituyen la subjetividad. En lo tocante a la conciencia reflexiva (procesos secundarios) el neoliberalismo liquida definitivamente al sujeto crítico kantiano.Y en lo tocante al inconsciente (procesos primarios) liquida al sujeto neurótico atormentado por la culpa. En lugar de ese sujeto doblemente determinado, prefiere disponer de un sujeto acrítico y lo mas psicotizante posible
“La tesis principal de Rosanvallon que exploraremos en próximas editoriales es que, contrariamente al supuesto refugio en la vida privada (y las tesis de Dufour de algún modo nos llevan allí) los ciudadanos han descubierto la inanidad del lazo de confianza que pretenden instalar los procedimientos institucionales potenciando, en cambio, un continente de desafío activo.
Sometiendo a escrutinio las políticas públicas, impidiendo y juzgando la vida cotidiana de los ciudadanos se ha convertido en la contra-democracia. Mientras que por un lado la economía promueve los flujos irrestrictos la movilización negativa busca restringirlos”.
Todas las semanas, especialmente si vivimos en los trópicos y somos azuzados por la agenda de los grandes medios, los únicos que en Argentina, a excepción del gobierno nacional -y ahora el porteño- hacen política, nos encontramos con un gran proselitismo en contra de la concepción que los gobiernos en el poder tienen de la política”[5].
Se trata, en definitiva, de las nuevas reivindicaciones de representación, cada vez más numerosas en la región, llevadas adelante por diferentes intereses y corporaciones que se arrogan la representatividad política del conjunto. Aquella que, por supuesto, no han podido ganar ni siquiera en los procesos electorales, después de los cuales, “nada debería discutirse”, como también afirma Rosanvallon. Sólo que aquí no sólo se discute, sino que se afirma como tesis alternativa de representatividad social.
“Todavía menor legitimidad tienen muchas de las formas no electorales de representación a nivel local y nacional. Se podría decir, por ejemplo, que las grandes corporaciones, aunque no sean fruto de elecciones, representan los intereses nacionales: “Lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos”[6].Aquí, consignas tales como “”lo que es bueno para el campo es bueno para el país”, “todos somos el campo”, guardan una notable similitud con aquella proclama. Hasta ahora, la evidencia empírica nos ha mostrado solamente qué es lo que ocurrió con la Gener
[1] Aguirre, Eduardo Luis: “El eterno retorno”, disponible en www.derechopenalonline.com, 2002.
[2] Conf. Gargarella, Roberto: El derecho a la protesta. El primer derecho, Ad Hoc, Bs. As., 2005, p. 19
[3] Conf. Rodríguez, Esteban: “El derecho a la protesta, la criminalización y la violencia institucional en Neuquén “ disponible en http://www.ciaj.com.ar/images/pdf/Neuquen.%20Dreceho%20a%20la%20protesta%20y%20a%20la%20criminalizacion.pdf
[4] La contra-democracia. La politica en la era de la desconfianza Manantial, 2007.
[5] Piscitelli, Alejandro Gustavo: “Desconfianza, apatía, contrademocracia”, disponible en http://www.filosofitis.com.ar/2008/01/17/desconfianza-apatia-contrademocracia/
[6] Hardt, Michael; Negri, Antonio: “Multitud”, Debate, 2004, Buenos Aires, p. 334 y ss.