“Llegamos a la conclusión de que vivimos dos verdades, una ficticia, que percibimos, y otra real que apenas alcanzamos a vivir. La dimensión irreal de aquella y la dimensión demasiado real de ésta crean el conflicto” (1)
La noción postmoderna de “sociedad de riesgo” debe ser resignificada en clave decolonial para que pueda ser introyectada colectivamente en nuestro margen, de acuerdo con las singularidades propias de la región.
Como toda categoría epistemológica que intenta explicar los fenómenos que acontecen después del ocaso de las sociedades industriales, la idea misma de postmodernidad implica solamente una crítica interna de Europa hecha por los propios europeos. Que a veces nos concierne, y otras veces, no.
En América Latina, tal vez deberíamos atender más a la idea de transmodernidad, como enseña Dussel, y convenir que los nuevos riesgos deben ser abordados desde una perspectiva diferente, que poco o nada tienen que ver – por ejemplo- con los vaticinios heideggerianos sobre las consecuencias de la técnica o los bagajes teóricos del funcionalismo sistémico extremo alemán.
Por el contrario, el incremento de los riesgos en las sociedades de Nuestra América parece mucho más vinculado a la desigualdad, la pobreza, la injusticia social, la exclusión, el racismo, el patriarcalismo y otras consecuencias derivadas del neoliberalismo colonial entendido como nueva forma de acumulación de capital y expoliación de los pueblos subalternos. Por ejemplo, la alienación que provoca el capitalismo en su fase neoliberal, la colonización profunda de las subjetividades, el deterioro de los conceptos de alteridad, solidaridad y amor y el desprecio manifiesto por el otro, por la otredad y por el goce del otro.
En ese marco de acentuación y consolidación de los riesgos propios, puede entenderse esta nueva forma de genocidio por goteo que conocemos como la inseguridad o la siniestralidad en el tránsito.
Es imposible abarcar y comprender semejante problemática realizando un análisis meramente jurídico de la cuestión, y peor aún, si ese análisis recurre centralmente al torpe guante del derecho penal. El derecho (y el sistema) penal no tienen absolutamente ninguna posibilidad de incidir –siquiera mínimamente- en la reversión de una situación en la que intervienen factores filosóficos, ideológicos, psicológicos, culturales, históricos, económicos y hasta, desde luego, mecánicos, físicos y técnicos.
Lo cierto es que –como lo hemos adelantado hace casi 20 años- cada diez años muere en La Pampa una cantidad de personas equivalente a la población de una localidad pequeña de la Provincia, mientras los homicidios dolosos se han mantenido en ese mismo lapso con tasas análogas a la mitad del promedio de homicidios cada 100.000 habitantes que se perpetran en el país. Vale decir, indicadores prácticamente europeos occidentales en materia de homicidios dolosos y baremos del tercer mundo profundo en lo que atañe a muertes y lesiones en siniestros viales. Entre esas dos claves debería pensarse una parte sustantiva de nuestra política criminal regional. Estos son, en definitiva, los riesgos que debemos prevenir pacífica y colectivamente en materia de tránsito vehicular.
Para que esa prevención sea pacífica hay que prescindir respetuosamente de todo devaneo punitivista, esa utopía aporética y oportunista del nuevo buen salvaje de nuestra época. Un mero rito comparable en su consistencia con las ceremonias sacrificiales del pensamiento mágico de las sociedades primitivas. La prevención, según Tamar Pitch, “refiere a toda una serie de comportamientos y prácticas, tanto individuales como sociales dirigidas a disminuir la probabilidad de que ciertos eventos dañosos sucedan” (2).
La gestualidad desmesurada de la demagogia punitiva no solamente no ha influido de ninguna manera en la reducción de las consecuencias dañosas y de los riesgos ilegalmente asumidos en el tránsito (ni lo hará), sino que ha generado una confusión elemental sobre el rol del sistema y del derecho penal, de las penas y de su ejecución. Un verdadero rito sacrificial apenas susceptible de ser caracterizado por su violencia irracional, por su inconsistencia preventiva y por el irrespeto rotundo a las propias víctimas. Cosa que, por supuesto, todos los operadores institucionales y organizacionales conocemos perfectamente.
Si, como también sabemos, la región no se caracteriza por la construcción duradera de estrategias holísticas en materia político criminal, nos queda todavía el recurso de la creatividad para intentar prevenir o disuadir, de manera previa, situacional, simbólica, cultural e incluso normativa las conductas desaprensivas que se subsumen en la infracción de deberes de cuidado o del principio de confianza que debe primar en toda conducta social interactiva. Todos estos términos remiten inexorablemente a elementos filosóficos, criminológicos, sociológicos y jurídico dogmáticos, que –desde luego- es imprescindible conocer previamente para luego intentar gravitar seriamente en semejantes cuestiones. Porque la elaboración de toda política en las sociedades modernas es inexorablemente compleja. Y a veces, esa complejidad es tal que impide reaccionar frente a una multiplicidad de conflictividades al mismo tiempo. Por eso, tampoco deben descartarse las tentativas de incidir inicialmente en algunos de los factores que se asocian a resultados estragosos.
Más aún: si se quisiera segmentar estas estrategias de prevención y disuasión, se podría tranquilamente abordar por separado algunas situaciones conflictivas. Voy a proporcionar un ejemplo cotidiano. El exceso de velocidad es un componente que está presente en un porcentaje altísimo de siniestros de tránsito. Más allá de que estas infracciones estén culturalmente naturalizadas, pareciera no haber dudas razonables de que si se lograra un consenso social (entendido justamente como la capacidad de generar tendencias que se arraiguen en el conjunto) para respetar las velocidades regladas, asumiéndose solamente los riesgo prohibidos en la conducción de vehículos, muchos de estos siniestros no ocurrirían o –al menos- no depararían las consecuencias lamentables a las que nos hemos (extrañamente) acostumbrado. ¿Es imposible alcanzar esos acuerdos colectivos? En absoluto. Por el contrario, mucho menos factible luce la aporía de la cárcel o la pena de encierro en términos de despertar un alerta de las conciencias o la inspiración futura en las normas por parte de los infractores. Los acertados controles de velocidad en la Avenida Perón de Santa Rosa tuvieron un inmediato acatamiento y fueron recibidos con beneplácito. Casi con alivio. La prevención situacional previa puede asumir formas simples, pero exige necesariamente una continuidad en el tiempo para continuar siendo exitosas. Las pautas culturales se modifican con convicciones duraderas. Pero ese era un excelente camino. Aunque, desde luego, no el único. Y aquí se abre un entramado complejo que exige determinadas herramientas y el dominio otros tantos recursos epistemológicos que podrían ponerse en práctica. Guerrero Agripino recuerda, por ejemplo, que el filósofo Herbert Marcuse refería que “el conflicto no resuelto entre los intereses vitales del hombre y las exigencias de la estructura social opresiva e irracional constituyen la neurosis básica de la sociedad moderna. La tecnología ha proporcionado una cierta felicidad, pero es una falsa justificación, representa un estado de anestesia en la que el hombre se engaña a sí mismo con el pensamiento de que está obteniendo satisfacción. Sin embargo, los bienes deseados nunca pueden proporcionar realmente la satisfacción completa, y des esta manera, el hombre se abandona a la frustración que conduce a la agresión” (3). Cuando escuchamos que se conduce como se vive, estamos bordeando las lógicas expresadas por el pensador francés. La alienación por los objetos materiales, como los vehículos, el deseo banal por las sensaciones fáciles de opaca fugacidad como la velocidad, la falsa conciencia de la felicidad (que es falsa conciencia sobre el sentido de la vida) no son aspectos menores y toda política debería, al menos, contemplar estas formas de embrutecimiento y desprecio manifiesto por el otro. Por ende, como vemos, la prevención se traslada desde el derecho a la sociología, la antropología, el psicoanálisis y la filosofía. El ejemplo puede parecer abrupto, pero sirve para poner en cuestión los reduccionismos y las simplificaciones en materia de prevención de conductas susceptibles de ser abordadas desde saberes diferentes. En eso, también, hay que educar a los conductores y, con mayor razón, a los infractores.
(1) Kusch, Rodolfo, Obras completas. Tomo I, p. 20.
(2) La sociedad de la prevención Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2009, p.39.
(3) Seguridad pública y prevención del delito en el estado social de derecho.
Apuntes situados sobre la siniestralidad en el tránsito
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