Por Eduardo Luis Aguirre
El millonario asumió su segundo gobierno con una exhibición impresionante de poder. En su discurso inaugural, ese reencuentro se produjo a partir de la reaparición del mito del destino manifiesto. Del imaginario de una nación que sus clases dominantes asumen como única porque se trataría del único país articulado en base a una idea y a un destino común. El “excepcionalismo estadounidense”, la idea de un pueblo superior a los demás elegido por Dios para liderar el destino de los otros. La invocación aludió específicamente a los futuros vuelos a Marte, pero está claro que esa frase despertó el histórico imaginario colectivo del país imperial y alcanza un horizonte de proyección universal. Vale para los viajes interplanetarios pero también para decidir entre el bien y el mal, entre los amigos y los enemigos -internos y externos- a los que es legítimo combatir o anexar. Esta concepción tiene un viejo arraigo en el sentido común de amplios sectores sociales estadounidenses y además es la forma en la que habitualmente se presentan a sí mismos los nacionalismos de los países opresores, que debe diferenciarse categóricamente de los nacionalismos de los pueblos oprimidos en busca de su liberación. Se crea desde el hegemón un imaginario heroico, generalmente sin parangón, que incluye un llamado providencial a cumplir un derrotero de grandeza incomparable. No importa que ese discurso sirva para aniquilar casi por completo a los pueblos originarios, legitimar la violencia, el armamentismo, la guerra, las invasiones y la desigualdad contra otros pueblos considerados inferiores o extraños (alienígenas, en la jerga de Trump). Esa muestra de insensibilidad absoluta es la que sostuvo siempre la idea de occidente. Eso que Enrique Dussel denominaba “el mito de la modernidad”. La idea de que existen pueblos y seres humanos a los que es lícito colonizar porque ese dominio, aunque contraríe la voluntad de los oprimidos se hace “para bien de todos” y porque deparará “una grandísima utilidad”. El filósofo argentino extraía las frases entrecomilladas de un texto de Ginés de Sepúlveda, el mismo que protagonizara el extraordinario debate de Valladolid con Bartolomé de Las Casas sobre la condición humana de los habitantes de América. El problema de la modernidad radica entonces en que la misma es asumida en términos de centralidad, donde los vaivenes geopolíticos crearon la utilización “justificada” de la violencia en la consolidación y la racialización del proyecto expansionista de Europa (cosiderada el centro) hacia occidente. Para ello, se hizo necesario desde siempre la consolidación de relatos legitimantes de la colonialidad y el imperio. Esos relatos, en no pocos casos, se expresaron en mitos. El mito, no es una fábula. Es una forma alternativa de producción y transmisión de conocimiento. El occidente como meta, su imagen paradisíaca aparece relatada en la mitología griega clásica. Para ello no hay más que remitirnos al “Jardín de las Hespérides”. Si bien no aparecen en los relatos homéricos, las Hespérides, también conocidas como Hijas del Atardecer o diosas del Ocaso, eran las ninfas encargadas de cuidar un jardín de maravillas en “el lejano Occidente”, como creían los griegos. El occidente siempre fue la expectativa mítica de algo superador. En este caso, de un paraíso que recrea Trump en su discurso. Ese punto geográfico, las Hespérides, era para los helenos un punto de llegada, un paraíso. La tradición ha situado siempre ese jardín helénico en algún punto cercano a la cordillera de Atlas, en el norte de África, tal como lo señalaba Plinio el Viejo, el escritor y militar romano que habría presenciado el fin de Pompeya. Esquivo como siempre, ese lejano punto helénico fue precisado con el correr de los siglos. Eran las Islas Canarias. El punto de partida de la primera expedición de Colón, que también marchó al occidente, en lo que fue la primera e irrepetible conquista del oeste.