Por División Las Heras
"Ninguna sociedad
podría vivir durante un período cualquiera sin poseer una economía de cierta
clase. Pero antes de nuestra época no ha existido ninguna economía que
estuviese controlada por los mercados."
"El Hombre no actúa para salvaguardar sus intereses individuales en
la posesión de bienes materiales, sino para salvaguardar su condición social,
su posición social, sus derechos sociales, sus activos sociales. El Hombre
valoriza los bienes materiales en la medida que sirvan a este fin." (Karl Polanyi)
El affaire de los Panamá Papers acaba de reposicionar
a la cuestión de la corrupción en el centro de los debates y en las portadas de los
periódicos de todo el mundo, con excepción de los de mayor tirada en nuestro
país.
En los últimos años, debe
reconocérselo, el tema de la corrupción pública y privada ha resonado
fuertemente en países tales como Estados Unidos, Rusia, Francia, España,
Italia, Alemania, China, Inglaterra y Suiza, por mencionar solamente algunos. Y
nunca ha dejado de ser un ordenador de la política –interna y externa- en
regiones tales como Asia, África y América Latina, con las honrosas excepciones
que confirman la regla.
El consorcio periodístico
internacional convocado a completar y administrar con pudoroso esmero y evidente
selectividad los miles y miles de datos
colectados, han logrado un efecto quizás no deseado.
Que implica poner en cuestión la
definitiva gravitación de la corrupción como forma de hacer política, pero
también de convertirse en un fabuloso instrumento revelador de las verdaderas formas que asume el poder en un capitalismo predatorio financiero
y postindustrial, e, incluso, de debilitar gobiernos díscolos invocando el
mismo recurso mundializado de la falta de transparencia. Tres aspectos que es
menester analizar.
Respecto del primero de los
puntos enunciados, pareciera a esta altura que corrupción y construcción
política van de la mano, de manera indivisible, en las democracias delegativas
occidentales, pertenezcan éstas al
selecto club del primer mundo o a los estados nacionales piadosamente
denominados “en vías de desarrollo”.
Es bueno, a esta altura,
preguntarse por qué. Las respuestas no son sencillas. La ortodoxia marxista
optaría por asimilar la corrupción al sistema capitalista. Pero este
razonamiento dejaría afuera del análisis los múltiples casos de corrupción
detectados en los socialismos reales, a lo largo de décadas.
Prescindiendo de una mirada
kantiana, de la que abreva la moral burguesa
coloquial y dominante, en términos de un deber ser hipotético, hay algunas reflexiones que hacer en torno a
este tema.
La primera de ellas, es que es
perfectamente posible construir políticas populares, progresistas y
profundamente transformadoras, sin apelar a las consabidas prácticas que
embarran las conquistas emancipatorias logradas a costa de duras experiencias
autonómicas. Parece claro, a esta altura de la historia, que la corrupción
precipita las derrotas morales que el imperio busca asestar a todo tipo de
proyecto político alternativo, inmediatamente a continuación de haber logrado desbaratar el entramado de
derechos sociales, civiles y políticos alcanzados por los populismos. A la derrota
política, le suceden retrocesos económicas, geopolíticas, culturales y
“morales”. En ese tramo se encuentran muchos países de América Latina. Las
grandes cadenas comunicacionales buscaron
homologar en la conciencia colectiva a la política con hechos policiales
o judiciales. Y lo lograron, finalmente.
Consiguieron asociar, además, en
una percepción que permea la conciencia de las sociedades de estos países, que la corrupción es una pandemia sistémica,
fatalmente asociada a las experiencias populistas. No existiría, de tal suerte,
diferencia sino pura analogía entre las corruptelas estatales y la “fiesta” de
la profunda e inédita profundización de la inversión social. Todo es parte de
una orgía de derroche de fondos públicos que las almas esbeltas y racionales de
la derecha brutal deben ahora corregir. Lo que se ha popularizado, en la jerga
conservadora, como la “pesada herencia”.
Menuda tarea para las
experiencias emancipatorias que se intenten en el futuro, en términos de
remontar esta derrota cultural (y moral). Muy difícil, aunque no imposible.
Para eso es necesario completar
las tareas inconclusas, que son tareas revolucionarias.
Sólo un programa revolucionario, que transforme
al campo popular en la vanguardia de una definitiva liberación nacional
y social, pondrá a los pueblos a cubierto de este nuevo caballo de Troya. Si
esto no ocurriera, sobrevendrían fatalmente infinidad de reiteradas frustraciones
colectivas. Poder (concebido en clave
burguesa) y dinero son las claves
para entender el fango de la corrupción política, aunque no necesariamente
pública. Dicho en otros términos, el dinero como factor asegurativo del
mantenimiento y la reproducción y ampliación del poder.
Luego, el escándalo de Panamá da
cuenta de las lógicas y prácticas del capitalismo financiero global. Un sistema
predatorio de control social y dominación del que participan, transgrediendo
descontroladamente las propias reglas impuestas por el sistema jurídico
(capitalista) mundial, instituciones y personajes públicos y privados. La corrupción,
vista en este contexto, no es una anomalía, ni un hecho policial, sino una nueva forma de acumulación de capital.
Sin límites ni reglas. Eso diferencia a Jaime de Macri, y a un empresario inescrupuloso de un gobierno neoliberal. No da todo lo mismo y hay diferencias
conceptuales profundas entre esas conductas, por más que la prensa afín al
gobierno quiera asimilarlas a toda costa. El neoliberalismo es un sistema
completo. Un imperio destinado a reproducir las relaciones de explotación de la
humanidad. Va de suyo que eso incluye a lúmpenes.
Lúmpenes burgueses. Muchos de los cuales ocupan importantes cargos en el
gobierno argentino. Y también recluta marginales que no participan de un
sistema de control global. Entendamos esto. Para sacarlo del contexto actual y
evitar las posturas binarias e irreductibles, pongamos un ejemplo elocuente de
nuestra historia reciente. El contrabando de armas a Croacia, durante el
gobierno de Menem, fue un hecho de corrupción indudable. Pero además, esas 6500
toneladas de armamento influyeron decisivamente para garantizar el resultado de
la guerra. Por supuesto, inclinándola para el lado que EEUU y la OTAN lo
demandaban, porque era imposible soportar una experiencia socialista
autogestionaria en medio de Europa. Y así estalló en pedazos la experiencia titista. Algo difícil de lograr por el
dueño de una cueva financiera porteña.
Pero esa guerra –la de los
Balcanes, decimos- marcó la asunción de un nuevo rol de la mayor alianza
militar de la historia. No fue un hecho menor, sino que fue la instancia
histórica de reconfiguración estratégica del sistema de control global punitivo
del capitalismo mundial.
Por supuesto que, también en ese
caso, el objetivo fue debilitar un gobierno díscolo (aunque también errático)
invocando, como ocurre ha venido ocurriendo hasta la fecha en cada un de las
intervenciones imperiales, valores tales como la transparencia, la democracia y
la libertad. En todos los casos es necesario contar con una prensa hegemónica complaciente
que, ni en aquel momento mencionó a Otpor como mascarón de proa de la caída de
Milosevic, ni menciona ahora las múltiples estrategias de golpes blandos
utilizadas por el imperio, entre las cuales la corrupción integra el menú
predilecto de los prejuicios pequeño burgueses.