Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

Las democracias actuales no han logrado hasta ahora deslindar sus postulados decimonónicos de los límites inexorables que les impone el modelo de acumulación neoliberal. Más allá de acontecimientos de incidencia planetaria indudable como la desigualdad, la violencia, la pandemia y las guerras, pareciera que en todos los países con democracias formales herederas de la tradición iluminista comienzan a vislumbrarse algunas situaciones novedosas y, a la vez, preocupantes.

Es allí donde habría que ensayar un ejercicio político de auscultación, reconociendo que esta fase del capitalismo extrema ha modificado la conciencia, el humor, las expectativas e intuiciones de los ciudadanos en gran parte del mundo, en especial de ese constructo eurocéntrico que denominamos occidente.

Esas transformaciones comienzan a expresarse en cambios políticos a esta altura indiscutibles y, además, reiterados. La abstención de los electores, la volatilidad de los liderazgos y los consensos, la aparición de inconstantes coaliciones, la modificación de los sistemas bipartidistas en los países donde formaban parte de las más arraigadas tradiciones, la adhesión a discursos prietos, huecos, plagados de promesas altisonantes y extremos, el rol desusado que comienzan a jugar en la vida política y electoral las burocracias judiciales, los servicios de inteligencia, las corporaciones mediáticas, las organizaciones e instituciones regionales, los poderes financieros y las mafias.

Todo eso forma parte de un ensamblado en pleno proceso de áspero reacomodamiento que se mantiene siempre distante de la rebelde decisión de las multitudes que se muestran naturalmente renuentes a participar de esos entramados que les son ofrecidos periódicamente en formato comicial. La distancia entre los pueblos, la política y lo político no sólo forma parte de la construcción deliberada de un sujeto individualista, consumista y descreído de la posibilidad superadora de toda empresa común, sino que además constituye una evidencia de la deriva del propio capitalismo. Es un fenómeno capaz de mostrar dos realidades a la vez y tal vez  también de explicar la larga lista de novedades que debilita a las democracias y que en parte, sólo en parte, intentamos enunciar en párrafos anteriores. Esa partición no es relevante por lo que pudiéramos pronunciar en tanto revelación especulativa, sino por la excepcional condición que asume este país del Sur, donde el pueblo asediado por riesgos de pesadilla activa lo más íntimo de su potencia democrática y la exhibe pacífica y constantemente en el ágora del que proviene, que no es otro que el espacio público, la calle, el epicentro visceral de las injusticias a las que se opone con organizada determinación y espontánea aparición. Esta democracia directa, callejera y plebeya sacude la paz palaciega y controvierte los discursos brutales del odio que habitan esos sitios de preferencia y se convierte en un nuevo grito colectivo que clama por la vigencia republicana en carne viva. Aquí la democracia reaparece, se extiende y se agigante, permanece en una intemperie que se vuelve abrazo, sonrisa y canto, que intenta poner límite a la desvergüenza de un sistema agotado y, también aquí, deslegitimado por su quiebre ético. Escuchan las señoras recoletas pero también las grandes cadenas informativas, los aparatos de coerción pública que intentan vallar ese vínculo y los servicios de inteligencia, también la burocracia judicial absorta que recuerda de manera directa que este sujeto contingente se ha congregado, definitivamente, a lo largo y a lo ancho de una geografía gigantesca y generosa. Y produce esa multitud un nuevo consenso y una nueva legitimidad democrática, partisana y ejemplar. Sin quererlo, acaso sin tener este dato en cuenta, se yergue invicta frente a la escasa capacidad de respuesta de las democracias del viejo mundo y de la propia región en su conjunto. Yace aquí, sobrevive y se levanta a la faz de la tierra un actor anónimo, convencido y silenciado, desoído y ultrajado, explotado y expropiado que no calla y se expresa de manera unánime. Que enarbola las banderas de la democracia y el estado de derecho, de la emancipación, de la resistencia. Una resistencia que emerge de lo más íntimo de una conciencia colectiva profundamente politizada. Esa resistencia totalizante no tiende a buscar una salida individual, egoísta, pusilánime, sino que reitera la evidencia de que el ser humano siempre fue comunidad. Una comunidad articulada por una infinidad de intimidades coincidentes. Basta que una provocación errática active esos cientos de miles de intimidades para que éstas se reencuentren en un horizonte de clamor único, emotivo, denodadamente digno.

Foto: FM La Patriada.