Por Eduardo Luis Aguirre
Aún en tiempos de luchas defensivas, de una injusticia social que nos sume en un dolor pesado, de frustraciones, pandemias, guerra, hambre y exclusión, de desorientación y debilitamiento de las identidades políticas históricas, de un avance brutal del conservadurismo más duro, existe todavía un insumo cultural que sobrevive únicamente en el campo popular. Una memoria colectiva incólume que es capaz de superar las diferencias propias y los errores cuya propiedad intelectual nadie nos discutiría. Habita en el pueblo argentino una cultura partisana que remite a los grandes antagonismos de su historia política. El desafío es reconstituir, unificar, recrear espacios dialógicos y ágoras doctrinarias flexibles con las variables de un presente complejo y frustrante. Hay, todavía, una memoria que remite a la identificación reflexiva del adversario y el abrazo con los propios. Una ética del común, de la calle, de identificación con lo popular, de demanda permanente de derechos, de verdad, de justicia y de ética que la derecha no podrá reclutar nunca. Hemos alcanzado la máxima cercanía posible en un gobierno de coalición, que aún conserva espacios institucionales intactos y está en plena capacidad de dar respuesta cuando deba hacerlo. A la debilidad irritante de un progresismo portuario la socorren y disimulan millones de los que viven en el país real y saben perfectamente delimitar las cosas importantes que están en juego. Especulemos con la idea de que la “globalización” sea un fetiche que incluye a un porcentaje mínimo de los seres humanos. Una nueva forma de maltrato en el marco de un sistema de creencias tecnológicamente perfecto que ha creado el neoliberalismo. Allí, en ese campo perimetrado, el proceso de alienación de los medios, los dispositivos y el consumo perfilan las distancias, profundizan las asimetrías y necesitan de un ruido y un vértigo capaz de desencontrarnos con nosotros mismos. Confiemos que hay un sujeto político mucho más numeroso que no ha sido capturado por ese credo regulado por el sufrimiento. Ese sujeto político es un brazo fundamental en la tarea de re-construcción de pueblo que es siempre una sumatoria incompleta y dinámica. Es, quizás, una de las herramientas de la que el viejo peronismo se valió para generar en los más amplios sectores populares la idea clara de una dirección política concreta capaz de gobernar con certidumbres. Y no es ésta la única fuerza que se añade en un frente. Los movimientos sociales constituyen espacios de una potencia comparable a la que otrora tuviera el obrerismo sindicalizado. Son un reflejo en tiempo real de la oposición masiva y manifiesta al neoliberalismo. Los movimientos de mujeres y disidencias también han alcanzado un volumen político de tal importancia que a nadie se le ocurriría dejarlas al margen de las grandes discusiones y decisiones, porque su experiencia política creciente va marcando el camino en la fragua de una acción política arcillosa e inacabada. Lo mismo podríamos decir de los pueblos originarios o afrodescendientes. De los trabajadores informales y los desocupados. De los dolientes y encarcelados. Solamente el campo popular podría tender un diálogo, seguramente imperfecto, con esa multitud librada a la intemperie. Pero eso implica llevar a cabo una urgente política de proximidades. Un “ir hacia la gente” casi etnográfico, exploratorio, intenso en su sociológica curiosidad. Todos y cada uno de esos sectores saben perfectamente que la vuelta de la derecha sería lapidaria para ellos. Pues bien, la tarea entonces parece ser recuperar el recorrido del cuerpo a cuerpo, pero en este caso portando una conceptualidad política añadida que permanece arrumbada. Porque una de las debilidades históricas de los espacios populares ha sido carecer de la templanza de ánimo necesaria para reconocer los grandes cambios sociales operados en los últimos años y debatirlos para comprenderlos. Esos cambios se han operado en la realidad objetiva, pero también en la subjetividad de millones de argentinos. La memoria no es recordar. Porque si se limitara a ese ejercicio está claro que miles y miles no esperan más nada porque hace demasiado que esperan infructuosamente y porque ya no refieren un pasado perfecto y en algunos casos no vivieron los mejores días. El “que se vayan todos” debió haber sido un mojón que permitiera advertir los cambios que sobrevenían. Pero no lo fue. La memoria es reconstruir. Rearmar una mística. Cultivar una ética. Exhumar una fraterna y solidaria unidad en medio de las diferencias agonísticas. Tal vez haya que volver a la cercanía, a compartir la tierra común, las miradas, el diálogo, a reservarnos un espacio para identificar los múltiples actores de los que se vale el capital, a expresar la vocación por transformar la realidad y tenderle a cada una y a cada uno de ellos una mano compañera. Como antes.
Pueblo: el amor y la igualdad
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