Por Eduardo Aguirre
Escribir sobre un amigo que no está es una de esas tareas difíciles, abismales, que nos permiten conocer nuestros propios límites, impuestos taxativamente por el dolor de la tragedia y lo irreversible de la pérdida.
En la última década, José María participó decisivamente en la epopeya que significó la creación de la Carrera de Abogacía en la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la UNLPam. Creo que estos largos diez años sintetizan lo mejor de los aportes que a esta sociedad ofrendó José María, sin perjuicio de su labor como funcionario y magistrado judicial, que también supo honrar.
Concibió desde su inicio a la Carrera como un espacio impresionante de pensamiento crítico, democrático, horizontal, que permitiría transitar hacia una mayor calidad de las instituciones jurídicas y políticas de la Provincia, y un compromiso consecuente de los operadores del sistema con el paradigma de un Estado Constitucional de Derecho.
Desde un principio decidió dar su pelea desde las instituciones del derecho procesal (ese que sí “le toca un pelo al delincuente”), convencido que el rol de la academia iba a producir una transformación fundamental en las agencias locales. El tiempo demostraría que no se equivocó. La Carrera, los seminarios, la Maestría en Ciencias Penales, los permanentes colectivos de los que participaron reconocidos académicos argentinos y extranjeros, y una numerosa cantidad de alumnos que lo acompañaron, fueron el inicio de cambios trascendentes en la cultura de la jurisdicción, que todavía no terminaron de advertirse en su total dimensión. Con un tesón titánico empezó y terminó la redacción de ese monumental edificio conceptual, ese catálogo de derechos y garantías, original y hermoso, como decía el poeta, que se concretó en un Código Procesal Penal acusatorio para la Provincia. Me resulta grato recordar aquellos horarios insólitos en los que nos juntábamos a discutir las instituciones del código. Tanto como la pasión y el énfasis que ponía en la defensa de todos y cada uno de los artículos.
No conozco una expresión de extensión y compromiso con la sociedad de esas características, surgido de una Universidad Pública, y en condiciones tan difíciles si se toma en cuenta el discurso hegemónico y las prácticas conservadoras a las que debió sobreponerse. Tampoco recuerdo que se lo haya reconocido en su justa dimensión, aunque por cierto, esto me sorprende mucho menos.
La implicación entre su función judicial y su participación académica se sintetizaron en su inquebrantable convicción de respeto por el programa de la Constitución, los Derechos Humanos y el catálogo de garantías.
Un día, hace tanto y tan poco tiempo, nos dejó. Se fue tan vertiginosamente como vivió. Una multitud de alumnos, docentes y amigos lo recordó hace pocos días, en un encuentro tan inusual como emotivo llevado a cabo en la Facultad, su casa. La obra inconclusa de su militancia constituye, ahora, un patrimonio socializado. Y una responsabilidad que no podremos eludir.
En la última década, José María participó decisivamente en la epopeya que significó la creación de la Carrera de Abogacía en la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la UNLPam. Creo que estos largos diez años sintetizan lo mejor de los aportes que a esta sociedad ofrendó José María, sin perjuicio de su labor como funcionario y magistrado judicial, que también supo honrar.
Concibió desde su inicio a la Carrera como un espacio impresionante de pensamiento crítico, democrático, horizontal, que permitiría transitar hacia una mayor calidad de las instituciones jurídicas y políticas de la Provincia, y un compromiso consecuente de los operadores del sistema con el paradigma de un Estado Constitucional de Derecho.
Desde un principio decidió dar su pelea desde las instituciones del derecho procesal (ese que sí “le toca un pelo al delincuente”), convencido que el rol de la academia iba a producir una transformación fundamental en las agencias locales. El tiempo demostraría que no se equivocó. La Carrera, los seminarios, la Maestría en Ciencias Penales, los permanentes colectivos de los que participaron reconocidos académicos argentinos y extranjeros, y una numerosa cantidad de alumnos que lo acompañaron, fueron el inicio de cambios trascendentes en la cultura de la jurisdicción, que todavía no terminaron de advertirse en su total dimensión. Con un tesón titánico empezó y terminó la redacción de ese monumental edificio conceptual, ese catálogo de derechos y garantías, original y hermoso, como decía el poeta, que se concretó en un Código Procesal Penal acusatorio para la Provincia. Me resulta grato recordar aquellos horarios insólitos en los que nos juntábamos a discutir las instituciones del código. Tanto como la pasión y el énfasis que ponía en la defensa de todos y cada uno de los artículos.
No conozco una expresión de extensión y compromiso con la sociedad de esas características, surgido de una Universidad Pública, y en condiciones tan difíciles si se toma en cuenta el discurso hegemónico y las prácticas conservadoras a las que debió sobreponerse. Tampoco recuerdo que se lo haya reconocido en su justa dimensión, aunque por cierto, esto me sorprende mucho menos.
La implicación entre su función judicial y su participación académica se sintetizaron en su inquebrantable convicción de respeto por el programa de la Constitución, los Derechos Humanos y el catálogo de garantías.
Un día, hace tanto y tan poco tiempo, nos dejó. Se fue tan vertiginosamente como vivió. Una multitud de alumnos, docentes y amigos lo recordó hace pocos días, en un encuentro tan inusual como emotivo llevado a cabo en la Facultad, su casa. La obra inconclusa de su militancia constituye, ahora, un patrimonio socializado. Y una responsabilidad que no podremos eludir.