El más grande horror es aquel del que nadie se horroriza. Y es el que ha llegado a los “mass media” mundiales sobre la “kill list” de Obama. En el que la “kill list” no es una película de Quentin Tarantino que podría disfrutar cómodamente el presidente de los EE.UU. sentado en un sillón de la Sala Oval de la Casa Blanca. No la “kill list” es la lista de seres humanos que deben ser asesinados y que Obama administra personalmente todas las semanas. Algo que el New York Times define como “el más extraño ritual burocrático” “cada semana alrededor de 100 miembros del siempre elefantiásico aparato de seguridad nacional se reúnen en videoconferencia secreta, para analizar las biografías de sospechados terroristas y recomendarle al presidente cual deberá ser el próximo condenado a muerte”. Los burócratas se lo recomiendan pero la última palabra la tiene Obama que firma personalmente la condena a muerte de los “sospechosos terroristas” ya fueren ciudadanos usamericanos o extranjeros. Es de destacar que ninguno de ellos ha sido jamás condenado por ningún tribunal. El presidente de los EE.UU. se arroga literalmente el insindicable derecho de vida o muerte, sea cual fuere el ser humano de este planeta. Desde luego que una vez firmada esta “extraña” sentencia es inapelable y ni siquiera criticable (puesto que es secreta). En el fondo, por muchos menos fue arrasada la Bastilla: los monarcas absolutos del Antiguo Régimen se limitaban a firmar sentencias, arbitrarias órdenes de encarcelación, ciertamente pero no asesinatos. Al fin de cuentas el calumniado George Bush fue más fiel al espíritu de la constitución estadounidense puesto que se “limitaba” a ordenar la arbitraria detención de cualquier sospechoso del mundo: si debía ser asesinado, el acusado era por lo menos procesado por una corte marcial usamericana. Ahora en cambio tenemos paradojalmente un presidente que fue elegido prometiendo el cierre de la prisión de Guantánamo y a no permitir que los sospechosos fueran detenidos indefinidamente sin juicio, pero que concluye su primer mandato firmando personalmente la lista de los asesinatos de estado. Detenerlos sin proceso, no, pero matarlos sin proceso, sí. Hay que tener en cuenta que la lista incluye no solo terroristas reales sino también “colaboradores”. Para decirlo exactamente: mientras que por los decretos presidenciales de Bush podía ocurrir que un comando irrumpiese de repente en mi casa en Italia y me llevase a Egipto (o a la vituperada Siria) y me hiciese torturar por los mayores expertos y luego me transfiriese a una base militar de los EE.UU. de ultramar, como Diego García, para hacerme procesar por una corte militar estadounidense y eventualmente matarme, haciéndome desaparecer para siempre de la faz de la tierra sin que nadie se enterara, ahora con los poderes que Obama se ha arrogado, mientras estoy en Italia, cualquiera de la Casa Blanca, lee mi biografía, decide que soy un peligroso colaborador y firma mi condena a muerte: a este punto un empleado en mangas cortas (que imagino pachorrientamente obeso) de la base militar de Midwest se sienta ante su computadora y con el mando de los videojuegos dirige un drone a 9 mil km de distancia sobre la terraza de mi casa y me fulmina con un misil. Sin embargo el sosegado New York Times protesta débilmente diciendo que “es demasiado poder para un presidente” pero hipócritamente propone “establecer criterios certeros” para la inclusión de alguno en la “kill list”. Estamos ante el poder absoluto. Pero como decía anteriormente mucho más terrorífica es su acogida por parte de la opinión pública mundial. Estamos totalmente acostumbrados, nada nos asombra. No hay ningún indignado que se indigne por esto! ¿Qué más nos hace falta para despertarnos? Un primer ejemplo de “crueldad humanitaria”, de “bondadosa ferocidad” en el que resbalamos siempre cada vez más anestesiados y que proporcionó la imagen definitoria de la primera presidencia de Obama fue aquella reunión de notables y de amigos a los que invitó no a ver el final del Super Bowl sino al asesinato en directo de Osama Bin Laden y a festejar no un gol sino una bala. Pero todavía más emocionante es el chiste referido por el New York Times, después de que se firmara la condena a muerte de un ciudadano usamericano en el Yemen por incitar a yihad, y por la cual el premio Nobel de la paz comentó lo siguiente “Aquello resultó fácil. Original de www.diario-octubre.com