(VIEJAS Y NUEVAS RAZONES DE LA EMANCIPACIÓN SOLIDARIA)
Los atentados del 11 de
septiembre de 2001 aceleraron
la disputa o los acuerdos
entre las potencias que
quieren formar parte de
la nueva gestión del
«sistema-mundo». En este
escenario global, con el fin
de la sociedad fragmentada
como modelo social al
servicio de la desarticulación
de toda resistencia, una
«sociedad de castas»
en el seno de la sociedad
mundial será la base social
del nuevo orden.
septiembre de 2001 aceleraron
la disputa o los acuerdos
entre las potencias que
quieren formar parte de
la nueva gestión del
«sistema-mundo». En este
escenario global, con el fin
de la sociedad fragmentada
como modelo social al
servicio de la desarticulación
de toda resistencia, una
«sociedad de castas»
en el seno de la sociedad
mundial será la base social
del nuevo orden.
Reflexionar con amplitud sobre hechos tan recientes solo se puede hacer
con prudencia –y entonces el lector se aburrirá– o con audacia, asumiendo
el riesgo mayúsculo de la equivocación inocultable. Por otra parte, es conveniente
dejar claro que nada de lo que nos acontece tiene su causa en los atentados
a las torres gemelas, aunque este hecho brutal aparezca como el desencadenante
de un nuevo mundo.
Pese a todos los análisis de «fin de época», en unos pocos minutos renació el
Estado moderno con nuevos bríos y viejas mañas. La sorprendente vulnerabilidad
de las superpotencias y el miedo de sus poblaciones, aceleraron lo que
apenas se vislumbraba: el proceso de globalización, como un factum provocado
por la nueva revolución tecnológica, transcurría por carriles que no eran los
más convenientes para las potencias con capacidad de gestionar el mundo.
Sociedad global no es lo mismo que orden global. Y lo que ahora discutimos
con claridad es el nuevo orden que reclama el «hecho» de la sociedad mundial.
Lo que aceleró el 11 de septiembre de 2001 es la disputa o los acuerdos entre
aquellas potencias que quieren formar parte de la nueva gestión del «sistemamundo
». El «mundo musulmán» –sin tener claro lo que ello sea– será solo campo
de batalla, ya que no está en condiciones de formar parte del nuevo polo
gestor de la humanidad. Más bien se trata de una civilización que, a su manera,
desde hace siglos plantea resistencia a ser gestionada desde una «totalidad»
construida desde el centro occidental del poder. Hoy por hoy –y todavía– constituye
el último sector significativo de la sociedad global que se resiste a aceptar
las reglas impuestas por las potencias de Occidente y sus nuevos socios
asiáticos (China y Rusia), todos agrupados en el Consejo de Seguridad. Africa
y Latinoamérica solo serán espectadores u obtendrán algún beneficio según el
grado de lealtad o de obsecuencia, dado que han
perdido toda capacidad de resistencia –y la que
oponen diversos grupos y movimientos sociales
no es por ahora significativa. Suena extraña la afirmación de que los nuevos
gestores del mundo debían poner fin a la globalización.
Sin embargo, a su aceleración y diversidad,
a la tecnología barata y disponible, la apertura de los mercados, la enorme
acumulación de riquezas, la sociedad televisada y otros fenómenos similares
les faltaba un «orden». Para lograrlo, nada mejor que un viejo instrumento, el
Estado moderno: artificio político con una enorme capacidad de construir y manejar
realidades. Cuando Occidente descubrió el «nuevo mundo» necesitó adaptarse
para administrarlo (monarquías absolutas, primera fase del Estado moderno);
cuando la Revolución Industrial y el ascenso de la burguesía generaron
la posibilidad de «explotarlo» como nunca antes, produjo una nueva adaptación
(el Estado bonapartista y el régimen colonial, segunda fase del Estado moderno);
y, finalmente, cuando ya no se puede explotar el mundo sin graves consecuencias
planetarias y la riqueza acumulada alcanza para que toda la humanidad
pueda vivir adecuadamente (es decir, en el momento en que el capitalismo está
en condiciones de cumplir su promesa –ilusión– básica, pero también acabaría
con su motor esencial, que es generar desigualdad y privilegio) se produce una
nueva adaptación y nace el Estado supranacional (tercera fase del Estado moderno).
Las sucesivas «crisis de globalización» siempre han provocado «saltos
cualitativos» de la modernidad. Ahora queda más claro que la Guerra Fría fue
solo un orden transitorio y la posmodernidad una mera ilusión óptica.
En su Etica de la liberación, Enrique Dussel nos enseña que la modernidad es el
«fruto» de la gestión de la «centralidad» del primer «sistema-mundo», y para
hacerlo debe recurrir a la «razón simplificadora» que reduzca la complejidad
del mundo a fin de permitir una gestión eficaz. «Los efectos de esa racionalización
simplificadora para tornar manejable el sistema-mundo son quizás más
profundos y negativos que lo que Habermas o los posmodernos se imaginan».
Del mismo modo, el nuevo orden mundial deberá simplificar la inocultable
diversidad que ha producido la nueva globalización. Como el contradictorio
«mundo musulmán» con su riqueza, radicalidad, carácter expansivo, historia,
pobreza y desigualdad hiriente; con sus contrastes, virtudes, mensajes para la
humanidad, violaciones a la dignidad del hombre, monumentos culturales, contribuciones
filosóficas, literarias y científicas, Estados sin legitimidad, y su violencia;
en fin, una civilización que lucha para no ser simplificada y por eso no
es funcional para la nueva etapa de la razón gestiva.
Antes que un choque de civilizaciones lo que está en juego es un nuevo combate
entre la diversidad y la nueva simplificación que reclaman las nuevas tareas
de la razón gestiva, para ponerle bases firmes al nuevo Estado moderno. Es el
fenómeno inverso al de la «cristiandad», que siempre se plegó a las necesidades
de la razón gestiva occidental. Pero además de la «nueva simplificación»,
al centro gestor le era imprescindible resolver un problema económico (el ocaso
del patrón deuda) y reafirmar un proyecto social global (la sociedad mundial
como sociedad de castas). Para ello, echará manos, sin duda, al Estado
tecnopolicial.
La primera necesidad se relaciona con una nueva etapa de expansión del capitalismo.
Discutiendo sobre el concepto de capital ficticio en Marx, uno de los personajes de
Manuel Scorza en La danza inmóvil proclama que la última etapa del capitalismo no es el imperialismo,
sino la esquizofrenia.
Esto vale para el capitalismo de tipo especulativo que atrapó al mundo en las dos últimas décadas. Pero el problema
es más grave aún. Como nunca, la humanidad cuenta con recursos suficientes para lograr el bienestar de todos, pero ha quedado definitivamente claro (¡por fin!) que el capitalismo no reparte riquezas sino desigualdad, de allí su esquizofrenia: ¿cómo administrar tantas riquezas, manteniendo la desigualdad? Ese es uno de sus principales problemas y lo resuelve con las reglas del capitalismo especulativo, es decir, generando una actividad «ficticia» o «virtual» que produce riquezas que no pueden volcarse sobre lo verdaderamente productivo. Entonces
los especuladores deben poder «retirarse» y salir del juego cuando les parezca conveniente. Para ello debe existir un mecanismo que brinde la posibilidad de cambiar la «riqueza artificial» por algo más concreto. Esa función la cumplen los bonos e instrumentos de deuda externa, que le permiten al jugador contar con un papel que nuevamente ingresa al mundo «subvirtual» del capitalismo financiero o productivo. Por eso la deuda externa de los países pobres cumple una función estructural: ella es la «banca» con la que cada tanto el capitalista virtual puede salirse del juego. La deuda externa es la contracara de la segunda dimensión del capitalismo y cumple una función de respaldo. Pero así como el patrón oro tuvo su ocaso, rápidamente se llegó al ocaso del «patrón deuda». Ya los países pobres han perdido toda capacidad de endeudamiento y las relaciones entre la primera dimensión del capitalismo y la segunda (capitalismo virtual, como lo denomina Alexander Schubert) han dejado de ser armónicas.
Las crisis de globalización han sido crisis internas del capitalismo. El sistema-mundo necesita otro tipo de orden económico y ha comenzado a gestarse.
Pero recordemos que todo orden económico necesita un proyecto social.
Si la «sociedad fragmentada» fue el modelo social «preparatorio», al servicio de la desarticulación de toda resistencia, la sociedad mundial como «sociedad de castas» será la base social del nuevo orden. La fragmentación no es suficiente porque tarde o temprano las condiciones adversas de vida (a través de la
política, la cultura o la religión) vuelven a generar lazos grupales, pactos y comunidad.
Es decir, la fragmentación no alcanza como proyecto social permanente.
Una sociedad global, aun fragmentada, abre las puertas de alianzas impredecibles,
de cortes transversales casi imposibles de manejar. Para superar
ese modelo es necesario generar barreras más estables, círculos de realidades
sin intercambio. La «fortaleza Europa», el nuevo «inside» norteamericano y otros
fenómenos similares son el inicio de un proyecto social de castas. Por ahora
estará: 1) el Norte y sus sociedades cerradas; 2) las elites de los países «administrados
» y sus sirvientes especializados; y 3) los excluidos. Ya no son categorías
territoriales, en parte, pero sí serán claras divisiones del orden social. Cada una
con sus reglas, su cultura, su violencia y su acceso a la riqueza y el bienestar.
Las viejas categorías del eurocentrismo necesitaban ser actualizadas frente a
las nuevas tecnologías de comunicación. Es decir, la sociedad de castas es una
nueva y más sofisticada forma de gestionar la diversidad, que también tendrá 103 NUEVA SOCIEDAD 177
Viejas y nuevas razones de la razón gestiva
su reflejo en nuevas formas de sistemas políticos
falsamente democráticos.
Por último, no debemos olvidar que el Estado
moderno nació como un Estado policial.
Nuevas funciones para los ejércitos
profesionales, nuevas burocracias y un sistema
judicial al servicio del poder concentrado
(inquisición). El Estado bonapartista perfeccionó el modelo en los tres
planos (modernización de los ejércitos, grandes burocracias estatales y judiciales
y la policía urbana moderna). El Estado supranacional recurre a los tres
mismos pilares, solo que con un potencial tecnológico inimaginable. El «panóptico
» –aquella metáfora de la nueva sociedad de la vigilancia que imaginaba
Foucault–, es más eficaz de lo esperado. La vigilancia estatal sin controles,
una frontera difusa entre la guerra y lo policial y entre la represalia y el juzgamiento.
Un discurso que construye con facilidad «enemigos» y una visión expiacionista
que sustenta un nuevo Estado moralizador y por lo tanto sin límites.
Viejas mañas del Estado moderno, potenciadas por la tecnología del control,
que también se sustenta en un «mercado» ya de proporciones mundiales.
No quisiera finalizar sin una advertencia: a lo largo de los siglos nada ha sido
tan lineal ni tan sencillo. El poder absoluto no existe ni existirá jamás, porque se
destruye como poder (que es siempre una relación que necesita resistencia).
Viejas y nuevas luchas se avecinan: la defensa de las libertades públicas (frente
al Estado tecnopolicial), la recuperación de lo productivo y la distribución de
riqueza (frente a la esquizofrenia del capitalismo virtual), y la destrucción de
las sociedades de castas, no son más que nuevos nombres para «libertad, igualdad
y fraternidad»; el viejo contradiscurso de la modernidad que desde el humanismo
renacentista, pasando por la Revolución Francesa, hoy se instala en
las nuevas filosofías de la liberación. Estas nuevas luchas por la emancipación
solidaria deben buscar fortalecer el poder local (frente al Estado supranacional,
ya que el Estado nacional ni es refugio ni se opone ya a la nueva realidad delEstado moderno) y deben buscar su lugar en los nuevos espacios políticos
globales (democratizar la ONU, procurar que el sistema judicial internacional
sea imparcial y no esté al servicio de las potencias estatales y «privadas», y
desarrollar todas las redes posibles de fortalecimiento de nuevo «ciudadano
mundial» en un renovado internacionalismo), para que las categorías de excluido,
migrante, enfermo, consumidor, refugiado –y una rápida estigmatización de
todos los luchadores como terroristas– no se conviertan, pura y simplemente,
en los nuevos nombres de la humanidad postergada y explotada.
con prudencia –y entonces el lector se aburrirá– o con audacia, asumiendo
el riesgo mayúsculo de la equivocación inocultable. Por otra parte, es conveniente
dejar claro que nada de lo que nos acontece tiene su causa en los atentados
a las torres gemelas, aunque este hecho brutal aparezca como el desencadenante
de un nuevo mundo.
Pese a todos los análisis de «fin de época», en unos pocos minutos renació el
Estado moderno con nuevos bríos y viejas mañas. La sorprendente vulnerabilidad
de las superpotencias y el miedo de sus poblaciones, aceleraron lo que
apenas se vislumbraba: el proceso de globalización, como un factum provocado
por la nueva revolución tecnológica, transcurría por carriles que no eran los
más convenientes para las potencias con capacidad de gestionar el mundo.
Sociedad global no es lo mismo que orden global. Y lo que ahora discutimos
con claridad es el nuevo orden que reclama el «hecho» de la sociedad mundial.
Lo que aceleró el 11 de septiembre de 2001 es la disputa o los acuerdos entre
aquellas potencias que quieren formar parte de la nueva gestión del «sistemamundo
». El «mundo musulmán» –sin tener claro lo que ello sea– será solo campo
de batalla, ya que no está en condiciones de formar parte del nuevo polo
gestor de la humanidad. Más bien se trata de una civilización que, a su manera,
desde hace siglos plantea resistencia a ser gestionada desde una «totalidad»
construida desde el centro occidental del poder. Hoy por hoy –y todavía– constituye
el último sector significativo de la sociedad global que se resiste a aceptar
las reglas impuestas por las potencias de Occidente y sus nuevos socios
asiáticos (China y Rusia), todos agrupados en el Consejo de Seguridad. Africa
y Latinoamérica solo serán espectadores u obtendrán algún beneficio según el
grado de lealtad o de obsecuencia, dado que han
perdido toda capacidad de resistencia –y la que
oponen diversos grupos y movimientos sociales
no es por ahora significativa. Suena extraña la afirmación de que los nuevos
gestores del mundo debían poner fin a la globalización.
Sin embargo, a su aceleración y diversidad,
a la tecnología barata y disponible, la apertura de los mercados, la enorme
acumulación de riquezas, la sociedad televisada y otros fenómenos similares
les faltaba un «orden». Para lograrlo, nada mejor que un viejo instrumento, el
Estado moderno: artificio político con una enorme capacidad de construir y manejar
realidades. Cuando Occidente descubrió el «nuevo mundo» necesitó adaptarse
para administrarlo (monarquías absolutas, primera fase del Estado moderno);
cuando la Revolución Industrial y el ascenso de la burguesía generaron
la posibilidad de «explotarlo» como nunca antes, produjo una nueva adaptación
(el Estado bonapartista y el régimen colonial, segunda fase del Estado moderno);
y, finalmente, cuando ya no se puede explotar el mundo sin graves consecuencias
planetarias y la riqueza acumulada alcanza para que toda la humanidad
pueda vivir adecuadamente (es decir, en el momento en que el capitalismo está
en condiciones de cumplir su promesa –ilusión– básica, pero también acabaría
con su motor esencial, que es generar desigualdad y privilegio) se produce una
nueva adaptación y nace el Estado supranacional (tercera fase del Estado moderno).
Las sucesivas «crisis de globalización» siempre han provocado «saltos
cualitativos» de la modernidad. Ahora queda más claro que la Guerra Fría fue
solo un orden transitorio y la posmodernidad una mera ilusión óptica.
En su Etica de la liberación, Enrique Dussel nos enseña que la modernidad es el
«fruto» de la gestión de la «centralidad» del primer «sistema-mundo», y para
hacerlo debe recurrir a la «razón simplificadora» que reduzca la complejidad
del mundo a fin de permitir una gestión eficaz. «Los efectos de esa racionalización
simplificadora para tornar manejable el sistema-mundo son quizás más
profundos y negativos que lo que Habermas o los posmodernos se imaginan».
Del mismo modo, el nuevo orden mundial deberá simplificar la inocultable
diversidad que ha producido la nueva globalización. Como el contradictorio
«mundo musulmán» con su riqueza, radicalidad, carácter expansivo, historia,
pobreza y desigualdad hiriente; con sus contrastes, virtudes, mensajes para la
humanidad, violaciones a la dignidad del hombre, monumentos culturales, contribuciones
filosóficas, literarias y científicas, Estados sin legitimidad, y su violencia;
en fin, una civilización que lucha para no ser simplificada y por eso no
es funcional para la nueva etapa de la razón gestiva.
Antes que un choque de civilizaciones lo que está en juego es un nuevo combate
entre la diversidad y la nueva simplificación que reclaman las nuevas tareas
de la razón gestiva, para ponerle bases firmes al nuevo Estado moderno. Es el
fenómeno inverso al de la «cristiandad», que siempre se plegó a las necesidades
de la razón gestiva occidental. Pero además de la «nueva simplificación»,
al centro gestor le era imprescindible resolver un problema económico (el ocaso
del patrón deuda) y reafirmar un proyecto social global (la sociedad mundial
como sociedad de castas). Para ello, echará manos, sin duda, al Estado
tecnopolicial.
La primera necesidad se relaciona con una nueva etapa de expansión del capitalismo.
Discutiendo sobre el concepto de capital ficticio en Marx, uno de los personajes de
Manuel Scorza en La danza inmóvil proclama que la última etapa del capitalismo no es el imperialismo,
sino la esquizofrenia.
Esto vale para el capitalismo de tipo especulativo que atrapó al mundo en las dos últimas décadas. Pero el problema
es más grave aún. Como nunca, la humanidad cuenta con recursos suficientes para lograr el bienestar de todos, pero ha quedado definitivamente claro (¡por fin!) que el capitalismo no reparte riquezas sino desigualdad, de allí su esquizofrenia: ¿cómo administrar tantas riquezas, manteniendo la desigualdad? Ese es uno de sus principales problemas y lo resuelve con las reglas del capitalismo especulativo, es decir, generando una actividad «ficticia» o «virtual» que produce riquezas que no pueden volcarse sobre lo verdaderamente productivo. Entonces
los especuladores deben poder «retirarse» y salir del juego cuando les parezca conveniente. Para ello debe existir un mecanismo que brinde la posibilidad de cambiar la «riqueza artificial» por algo más concreto. Esa función la cumplen los bonos e instrumentos de deuda externa, que le permiten al jugador contar con un papel que nuevamente ingresa al mundo «subvirtual» del capitalismo financiero o productivo. Por eso la deuda externa de los países pobres cumple una función estructural: ella es la «banca» con la que cada tanto el capitalista virtual puede salirse del juego. La deuda externa es la contracara de la segunda dimensión del capitalismo y cumple una función de respaldo. Pero así como el patrón oro tuvo su ocaso, rápidamente se llegó al ocaso del «patrón deuda». Ya los países pobres han perdido toda capacidad de endeudamiento y las relaciones entre la primera dimensión del capitalismo y la segunda (capitalismo virtual, como lo denomina Alexander Schubert) han dejado de ser armónicas.
Las crisis de globalización han sido crisis internas del capitalismo. El sistema-mundo necesita otro tipo de orden económico y ha comenzado a gestarse.
Pero recordemos que todo orden económico necesita un proyecto social.
Si la «sociedad fragmentada» fue el modelo social «preparatorio», al servicio de la desarticulación de toda resistencia, la sociedad mundial como «sociedad de castas» será la base social del nuevo orden. La fragmentación no es suficiente porque tarde o temprano las condiciones adversas de vida (a través de la
política, la cultura o la religión) vuelven a generar lazos grupales, pactos y comunidad.
Es decir, la fragmentación no alcanza como proyecto social permanente.
Una sociedad global, aun fragmentada, abre las puertas de alianzas impredecibles,
de cortes transversales casi imposibles de manejar. Para superar
ese modelo es necesario generar barreras más estables, círculos de realidades
sin intercambio. La «fortaleza Europa», el nuevo «inside» norteamericano y otros
fenómenos similares son el inicio de un proyecto social de castas. Por ahora
estará: 1) el Norte y sus sociedades cerradas; 2) las elites de los países «administrados
» y sus sirvientes especializados; y 3) los excluidos. Ya no son categorías
territoriales, en parte, pero sí serán claras divisiones del orden social. Cada una
con sus reglas, su cultura, su violencia y su acceso a la riqueza y el bienestar.
Las viejas categorías del eurocentrismo necesitaban ser actualizadas frente a
las nuevas tecnologías de comunicación. Es decir, la sociedad de castas es una
nueva y más sofisticada forma de gestionar la diversidad, que también tendrá 103 NUEVA SOCIEDAD 177
Viejas y nuevas razones de la razón gestiva
su reflejo en nuevas formas de sistemas políticos
falsamente democráticos.
Por último, no debemos olvidar que el Estado
moderno nació como un Estado policial.
Nuevas funciones para los ejércitos
profesionales, nuevas burocracias y un sistema
judicial al servicio del poder concentrado
(inquisición). El Estado bonapartista perfeccionó el modelo en los tres
planos (modernización de los ejércitos, grandes burocracias estatales y judiciales
y la policía urbana moderna). El Estado supranacional recurre a los tres
mismos pilares, solo que con un potencial tecnológico inimaginable. El «panóptico
» –aquella metáfora de la nueva sociedad de la vigilancia que imaginaba
Foucault–, es más eficaz de lo esperado. La vigilancia estatal sin controles,
una frontera difusa entre la guerra y lo policial y entre la represalia y el juzgamiento.
Un discurso que construye con facilidad «enemigos» y una visión expiacionista
que sustenta un nuevo Estado moralizador y por lo tanto sin límites.
Viejas mañas del Estado moderno, potenciadas por la tecnología del control,
que también se sustenta en un «mercado» ya de proporciones mundiales.
No quisiera finalizar sin una advertencia: a lo largo de los siglos nada ha sido
tan lineal ni tan sencillo. El poder absoluto no existe ni existirá jamás, porque se
destruye como poder (que es siempre una relación que necesita resistencia).
Viejas y nuevas luchas se avecinan: la defensa de las libertades públicas (frente
al Estado tecnopolicial), la recuperación de lo productivo y la distribución de
riqueza (frente a la esquizofrenia del capitalismo virtual), y la destrucción de
las sociedades de castas, no son más que nuevos nombres para «libertad, igualdad
y fraternidad»; el viejo contradiscurso de la modernidad que desde el humanismo
renacentista, pasando por la Revolución Francesa, hoy se instala en
las nuevas filosofías de la liberación. Estas nuevas luchas por la emancipación
solidaria deben buscar fortalecer el poder local (frente al Estado supranacional,
ya que el Estado nacional ni es refugio ni se opone ya a la nueva realidad delEstado moderno) y deben buscar su lugar en los nuevos espacios políticos
globales (democratizar la ONU, procurar que el sistema judicial internacional
sea imparcial y no esté al servicio de las potencias estatales y «privadas», y
desarrollar todas las redes posibles de fortalecimiento de nuevo «ciudadano
mundial» en un renovado internacionalismo), para que las categorías de excluido,
migrante, enfermo, consumidor, refugiado –y una rápida estigmatización de
todos los luchadores como terroristas– no se conviertan, pura y simplemente,
en los nuevos nombres de la humanidad postergada y explotada.