España, desde 2005, está en la vanguardia de la legislación que homologa a las parejas gays con las heterosexuales. Pero la ley sigue pendiente de un hilo: el dictamen del Tribunal Constitucional. El PP debería retirar el recurso De la edición del diario El País de Madrid del 3 de julio pasado.
Hoy hace cinco años que entró en vigor la reforma del Código Civil que permite a dos personas del mismo sexo contraer matrimonio en España. Ocho días después, Emilio Menéndez y Carlos Baturín, que llevaban 30 años juntos, se casaron, poniéndole rostro a una de las mayores conquistas de los derechos civiles en nuestro país. En aquel momento, solo Bélgica, Holanda y Canadá contemplaban en su legislación el matrimonio homosexual, lo que convertía a España, en contra de su tradición, en un país de vanguardia. Desde entonces, varios países más han sancionado leyes que homologan completamente a las parejas gays con las heterosexuales: Sudáfrica, Noruega, Suecia y, en los pasados días, Islandia, presidido en estos momentos por una lesbiana, que contrajo matrimonio el domingo pasado. En el mes de mayo, Portugal aprobó también el matrimonio, pero con una diferencia notable que rebaja la equiparación: la ley no contempla el derecho de adopción. Argentina, por último, puede convertirse en el décimo país del mundo en permitir las bodas gays si a mediados de este mes el Senado ratifica la ley ya aprobada por el Congreso.
Existen además seis territorios de Estados Unidos y el Distrito Federal de México que permiten el matrimonio homosexual. La posibilidad de que la aprobación se extienda en Estados Unidos al conjunto del país es remota, pues en este momento existe allí una verdadera esquizofrenia jurídica. Junto a los seis territorios que reconocen las bodas gays, hay 29 Estados que las prohíben constitucionalmente, e incluso algunos otros que prohíben cualquier tipo de unión civil entre personas del mismo sexo. El origen de todo esto está en la ofensiva neoconservadora que llevó a cabo Bush a partir de 2004, cuando intentó aprobar, sin éxito, una enmienda a la Constitución federal prohibiendo expresamente el matrimonio entre homosexuales. La enmienda fue nuevamente rechazada por el Senado en 2006. Pero en ese río revuelto, y en plena hegemonía republicana, hubo muchos Estados que aprobaron enmiendas a sus Constituciones prohibiendo el reconocimiento de derechos a las parejas del mismo sexo. El caso más complejo es el de California, donde el matrimonio homosexual fue legal durante varios meses en 2008 gracias a una resolución del Tribunal Supremo del Estado. Schwarzenegger promovió entonces una enmienda para restringir el matrimonio a la unión entre un hombre y una mujer. Los californianos aprobaron dicha proposición con un 52% de los votos, de modo que los matrimonios celebrados durante el periodo de vigencia quedaron en un limbo jurídico pendiente aún de resolver.
En casi todos los lugares en que se ha puesto el asunto sobre la mesa política se ha reproducido la polémica que tan encarnizadamente enfrentó en España a quienes creían que la verdadera igualdad solo se conseguiría englobando a todas las parejas en la misma figura jurídica y a quienes opinaban que el término matrimonio debería reservarse a la unión de un hombre y una mujer. No olvidemos que a principios de los 90, cuando arreció la lucha por los derechos civiles de los homosexuales, en todo el mundo parecía impensable que se alcanzaran los logros que se han alcanzado. Los movimientos gays reclamaban leyes que ampararan las uniones civiles, pero casi nadie se atrevía a hablar de matrimonio. En España, donde se pidió insistentemente una Ley de Parejas de Hecho que el PP bloqueó en el Parlamento durante las legislaturas de Aznar, solo se empezó a reivindicar el matrimonio pleno a partir de septiembre de 2001, cuando la izquierda presentó la primera propuesta formal para modificar el Código Civil.
Los países que llegaron demasiado pronto al reconocimiento de los derechos de los homosexuales, por lo tanto, lo hicieron mediante leyes específicas que establecían figuras jurídicas semejantes al matrimonio pero distintas de él. Esas leyes, además, acogían también a parejas heterosexuales, de modo que el rechazo de los sectores sociales ultraconservadores se atenuaba. Dinamarca, en 1989, fue el primer país en legislar a este respecto. Noruega o Suecia, dictaron en aquel momento leyes de Unión Civil y más tarde, en la segunda fase de reivindicación, aprobaron la igualdad matrimonial. La diversidad normativa de estas leyes es amplia, pero el derecho de adopción es la gran sima que las divide.
En Francia, el Gobierno socialista de Jospin creó en 1998 el Pacte Civil de Solidarité (PACS), que no permite a los contrayentes, heterosexuales u homosexuales, adoptar. La Civil Partnerships británica, estatuida por el Gobierno de Blair en 2004, recoge en cambio los mismos derechos que el matrimonio, incluida la adopción, usando otro nombre solo para evitar las connotaciones religiosas, según explicó Gordon Brown. La Eintragene Partnerschaft alemana data de 2001 y fue enmendada en 2004 para ampliar su contenido y permitir, entre otras cosas, la adopción por parte de un cónyuge del hijo biológico del otro, pero sigue sin reconocer la adopción conjunta, mantiene diferencias fiscales con el matrimonio e impide a las lesbianas acceder a la inseminación artificial.
Italia es el único país de Europa occidental donde los derechos civiles de los homosexuales ni siquiera están seriamente en la agenda política. En la última etapa de Prodi hubo una propuesta para legalizar las parejas de hecho, pero el ministro de Justicia, que pertenecía a un partido de raíz ultracatólica, la abortó. Actualmente existe otra propuesta de unos diputados del partido de Berlusconi, boicoteada desde sus propias filas, que plantea derechos descafeinados para casos de enfermedad, subrogación de alquileres y herencia. En Irlanda, el otro país europeo en el que la sombra vaticana es alargada, el matrimonio está prohibido constitucionalmente, pero hay un proyecto de ley en trámite parlamentario que reconoce, sin adopción y sin otros derechos matrimoniales, la unión civil.
Colombia, Ecuador, Uruguay y algunos Estados de Brasil cuentan también con leyes de unión civil que reconocen derechos a los homosexuales. En algunos casos, como en Colombia, el reconocimiento no vino de una voluntad política, sino de una decisión judicial que obligó a aplicar la ley sin discriminación. Resulta llamativo que Chile, uno de los países más avanzados del subcontinente, no tenga aún ninguna legislación al respecto. Un senador del partido de Piñera acaba de presentar en el Senado el proyecto de Acuerdo de Vida en Común para regular las parejas de hecho, pero poniendo el acento en los derechos patrimoniales. Tampoco han dictado leyes igualatorias los Gobiernos de la izquierda revolucionaria de Cuba, Bolivia, Venezuela o Nicaragua, país en el que hasta 2008 existía una ley que criminalizaba las relaciones entre personas del mismo sexo.
En el resto del mundo, la situación legal de los homosexuales es casi sin excepción calamitosa. En Asia y en África -salvo Sudáfrica- no hay ningún derecho reconocido, y en países tan avanzados como Singapur la sodomía continúa siendo delito. En uno y otro continente, los países islámicos siguen teniendo leyes represivas. Irán, Yemen, Arabia Saudí, Afganistán, Sudán, Somalia, Mauritania y Nigeria mantienen la pena de muerte, y Pakistán y Bangladesh la cadena perpetua. En el resto de los países de la región, los homosexuales están sobre arenas movedizas. A pesar de la tolerancia social y de la permisividad más o menos resignada de los Gobiernos, que hacen la vista gorda con los gays permitiendo que se reúnan e incluso que se organicen, no se vislumbra ningún avance legal. Más bien al contrario, las únicas reformas legislativas que se plantean son represoras, como la Ley Anti-Homosexualidad que se discute desde hace meses en Uganda o el censo de gays que se pretende establecer en Kenia con el pretexto de combatir el sida.
En este turbulento mapamundi, España es un lugar privilegiado. Cinco años después de la aprobación de la reforma, no se ha cumplido ninguna de las profecías apocalípticas de los que tanto porfiaron para evitarla. No se ha destruido la familia ni han caído meteoritos del cielo. La ley, sin embargo, sigue pendiente del dictamen del Tribunal Constitucional, que hasta el momento se ha demorado un año más que en el del Estatut, sin que al parecer nadie se escandalice tanto. Sería bueno que ese dictamen se produjera cuanto antes. Pero sería aún mejor que el PP, en un gesto de responsabilidad y de moderación, retirara el recurso.
Luisgé Martín es escritor; su última novela es Las manos cortadas (Alfaguara)