Por Eduardo Luis Aguirre
Este artículo no es reciente. Fue publicado originalmente a principios del año 2002 por la Revista Transdisciplinar de Ciencias Penitenciarias de la Universidad Católica de Pelotas. No obstante eso, y a la luz de la conmemoración del 20° aniversario de la “caída del muro de Berlín”, volvemos a presentar el trabajo como un modesto aporte para analizar el contexto histórico previo a tamaña celebración, y destacar cómo el derribamiento de un muro deparó paradójicamente el levantamiento de muchos otros, conjuntamente con el colapso del paradigma neoliberal de los años 90´.
LOS NUEVOS MUROS
Eduardo Luis Aguirre*
El reciente reclamo efectuado públicamente por un Fiscal General de la ciudad de Trenque Lauquen, tendiente a que los presos sean recluidos en campos de concentración, aquilata el dudoso privilegio de explicitar sin pudor el costado más irracional y regresivo de las nuevas teorías legitimantes del neodarwinismo social, actualmente en boga en la Argentina.
Ciertamente, la idea no es original. Se monta en un plexo ideológico que contempla al “miedo al otro” como un sinónimo forzado de la “inseguridad”, y en nombre de ésta habilita un nutrido menú que por cierto no se agota en recetas acotadas en el marco de la política criminal. Es más amplio todavía, con todo lo (mucho) que ello implica. Se vincula con la aporía inicial de la década pasada, cuando el discurso hegemónico del “fin de la historia” y la doctrina ecuménica del “pensamiento único” proclamaban que el derrumbe de un muro depararía por igual felicidad, “libertad” e ideología uniforme en todo el mundo y para todos los tiempos, en lo que constituyó –paradójicamente- el paradigma más efímero de la historia de la humanidad.
A poco más de una década de entrada en vigor forzosa del discutiblemente nuevo arsenal ideológico del neoliberalismo a escala planetaria , la realidad lo ha puesto duramente en crisis y los millones de nuevos excluidos advierten por fin claramente que ya no viven en un “mundo justo” y que las metas a futuro no son realizables dentro del actual orden, tal como lo señalaba el paradigma decimonónico del positivismo sociológico que
* Professor da Universidad Nacional de La Pampa – Argentina; Mestre em Ciência Penais (Universidad Católica de La Plata – Argentina); Doutorando em Ciência Jurídicas e Sociais (Universidad Nacional del Litoral), em Direito Penal e Processual Penal (Universidad de Sevilha – Espanha) e em Sociedade da Informação e Conhecimento (Universitat Oberta de Catalunya – Espanha). Advogado.
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disciplinó durante más de dos siglos a las sociedades occidentales.
Entonces, sorpresivamente para algunos, y ante el nuevo mapa de la exclusión social sin límites, aparecen fatalmente los otros muros.
El primer ejemplo de los mismos lo constituye la ghettización de ciudades enteras, ante los revulsivos sociales que no son sino el producto de modelos económicos sociales de inédita asimetría e incomparable injusticia y que se expresan fuertemente en la criminalización selectiva y la segregación de los grupos sociales más vulnerables.
Otro caso testigo lo constituye el reciente amurallamiento de Jerusalén.
Por último, el vallado a la inmigración que establecieran los países poderosos de Europa ponen de relieve una nueva ingeniería tendiente a lograr sociedades amuralladas.
La peregrina idea del señor Fiscal –al igual que la propuesta de policías argentinos de rodear o aislar las gigantescas “villas miserias”- no importan en definitiva sino una extrapolación mecánica y simplista de una concepción brutal y hegemónica hace tiempo instalada en el nuevo escenario mundial, tal como se observa.
El dato relevante de este clamor de importación es, además de la impúdica osadía del reclamo, el especial marco social en que se lo motoriza.
En efecto, por estos mismos días otras dos iniciativas no menos escalofriantes tomaron estado público en la Argentina.
Una de ellas, impulsada por una veintena de empresarios empobrecidos enancados en la evidencia objetiva del crecimiento de los indicadores cuantitativos y cualitativos de criminalidad, habría sugerido formalmente al poder político de la Provincia de Buenos Aires la reconversión de los viejos galpones fabriles en ámbitos de secuestro institucional de personas.
La segunda, masiva e igualmente irracional, propone con una firmeza sin precedentes y marchas públicas incluidas (que la hace aparecer –vale reconocerlo- como difícilmente reversible)
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bajar en lo inmediato la edad de la imputabilidad plena de los menores “en conflicto” con la ley penal, naturalmente en salvaguarda supuesta de aquel “orden perdido” a manos de la noción intencionadamente acotada de la “inseguridad” urbana .
Todos estos emprendimientos oscurantistas, en apariencia independientes y sin relaciones comprobables entre sí, están signados en realidad por una lógica unitiva: el proyecto inconfesable de la futura privatización de las prisiones en nuestro país.
En rigor de verdad, el primer atisbo de la escalada privatizadora anida en el propio texto de la Ley 24.660 de Ejecución Penal, cuya entrada en vigencia operara el 16 de julio de 1996 y cuyo artículo 199 prescribe: “Cuando medien fundadas razones que justifiquen la medida, el Estado podrá disponer la privatización de servicios de los establecimientos carcelarios y de ejecución de la pena, con excepción de las funciones directivas, el registro y documentación judicial del interno, el tratamiento y lo directamente referido a la custodia y la seguridad de los procesados o condenados”. La entrada en vigor de la ley fue saludada en general con beneplácito y este particular segmento de su articulado pasó entonces virtualmente inadvertido.
Tampoco se ha razonado seriamente sobre la cuestión de la criminalidad juvenil y la respuesta punitiva estatal.
Es ésta una curiosidad sobre la que vale la pena detenerse, porque si la intencionalidad verídica de la tentativa de disminuir la edad de la imputabilidad plena se explicara en razón de la necesidad social de una mayor punición respecto de niñas y niñas, debería imprescindiblemente analizarse cuál es ahora la verdadera situación de éstos frente al sistema penal (por aquello de que, para transformar una sociedad, primero hay que conocerla).
En ese caso, una apretada lectura de las normas implicadas permitiría concluir que, actualmente, la situación de los menores es de mucha mayor vulnerabilidad y exposición frente al poder punitivo estatal que la de los adultos (contrariamente a lo que la gente cree aunque casi con seguridad
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conocen los operadores que igualmente portan el discurso draconiano).
Así, mientras que para ser condenado un adulto debe fatalmente atravesar un proceso penal (que puede o no esperar en libertad) que culmina con una sentencia firme dictada por un tribunal de sentencia, la Ley 22.278/22803 permite que los jueces “dispongan” arbitrariamente de menores que se encuentran presuntamente en situación de “peligro o riesgo material o moral” incluso sin que se acredite de manera cierta su participación en un hecho delictivo y sin que se sustancie aún proceso penal alguno.
Esas “institucionalizaciones”, en muchísimos casos importan lisa y llanamente privaciones de libertad de dudosa legitimidad, al concretarse en ámbitos físicos manifiestamente incompatibles con pactos y tratados internacionales incorporados a nuestro derecho interno y que se expresan como tratos groseramente humillantes y degradantes de los menores en cuestión. Pero si esto no resultare suficiente, durante esos períodos (indefinidos) de encierro (que además en algunas Provincias son irrecurribles pues se entienden –irónicamente- ordenados “en favor de los niños”), los menores no cuentan con beneficios con los que sí cuentan los mayores cooptados por el mismo sistema penal (entiéndase por tales las modalidades de prisión diurna, nocturna, de fin de semana, regímenes progresivos, etc.).
En este contexto, entonces, y dado que el reclamo se agota en la posibilidad de criminalización, cabría preguntarse en qué cambiaría la situación de los menores que se pretende encerrar si ya es posible encerrarlos en condiciones incluso más rigurosas, tal como se lo ha intentado demostrar.
La respuesta puede buscarse en orden a la concreción de un gigantesco negociado que permita a través de la privatización de las prisiones profundizar la enajenación de uno de los últimos patrimonios que queda en manos de los argentinos: su propia libertad ambulatoria.
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En un país que ha malvendido y extranjerizado las palancas básicas de su economía y sus recursos estratégicos, el mercadeo de la privatización carcelaria asoma cada vez más nítidamente en el horizonte social interno.
Pero para que esto suceda, y fundamentalmente para que el negocio sea rentable para los empresarios de prisiones, es imperativo que haya más presos. Muchos más que los que hasta ahora habitan las cárceles y comisarías en la Argentina.
Ese aumento exponencial de la clientela carcelaria difícilmente podría producirse en lo inmediato si no se echara mano al segmento socialmente más dinámico y expuesto en su “conflicto con la ley penal” a fin de que esos sujetos puedan ser legalmente alojados en prisiones, que es lo único que no ocurre actualmente. Y el reclamo masivo, que completa la excusa perfecta que legitima la iniciativa, se exterioriza justamente en términos de perentoriedad.
Por lo tanto, la tríada “inseguridad urbana”, reclamo de mayor rigor punitivo para con los menores y necesidad (e imposibilidad) de que el Estado construya nuevas cárceles (adicionado a la aporía de la supuesta “ineficiencia” de los operadores judiciales), configura un contexto absolutamente propicio para que la petición concebida sin un mínimo de racionalidad prospere finalmente.
En nombre del crecimiento de la delincuencia juvenil, en última instancia, se legitimaría la privatización carcelaria.
Esto es particularmente sensible porque se efectúa – como ya lo he consignado - en un marco social de características inéditamente críticas, con un crecimiento de la marginalidad y de la exclusión sin precedentes en el país. La (única) respuesta del estado argentina ha sido, invariablemente, la violencia punitiva, y todo parece indicar que seguirá siéndola. Las cárceles de la Provincia de Buenos Aires tuvieron un descenso en el promedio de la edad de los reclusos de 31 a 21 años entre 1984 y 1994 y estudios recientes lo ubican en los 19 años. Lejos de contentarse con esta tendencia, las agencias de criminalización van por más, sin razón aparente.
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La Provincia de La Pampa, por ejemplo, lidera los indicadores oficiales de decrecimiento de la actividad delictiva (-7,2% durante el 2001 en comparación con el 2002); posee uno de los guarismos más bajos del país respecto de delitos graves y además su sistema judicial es el que más alto porcentaje exhibe en la relación entre delitos denunciados y sentencias condenatorias).
No obstante estas evidencias, el único establecimiento de internación de menores, construido hace menos de una década (supuestamente para afirmar en toda su dimensión las ideologías “re”, tal como se lo concibió y enunció) con una capacidad para 16 internos, tiene a la fecha más de treinta. Y el dato cualitativo que surge al desagregar los delitos por los cuales han sido internados termina poniendo la descubierto la lógica de la selectividad del sistema: en el mes de setiembre de 2001había un solo residente internado por homicidio, dos por tentativa de homicidio, una violación y el resto eran menores acusados de perpetrar delitos contra la propiedad. Había niños de tan sólo 13 años de edad y diez de ellos vivían en la calle antes de ser institucionalizados.
La Unidad 30 del Servicio Penitenciario Federal (sita también en la ciudad de Santa Rosa, Capital de la Pcia. de La Pampa), destinada a albergar menores de 18 a 21 años, con las excepciones de los artículos 197 y 198 de la Ley 24660 (que permite discrecionalmente que los internos “informados favorablemente” por la administración residan allí hasta los 25 años), poseía al 31 de octubre del 2001, 18 jóvenes alojados. De entre ellos, seis estaban condenados, en todos los casos por delitos contra la propiedad. Otros diez estaban procesados, también por delitos contra la propiedad. Otros dos, finalmente, estaban internados “a disposición” (esto es, ni condenados ni procesados) de los juzgados de menores, uno por delitos contra la propiedad y uno sólo por homicidio. El 90% provenía de familias de constitución irregular y un porcentaje análogo tenía estudios primarios incompletos.
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Este relevamiento apretado de la extracción social de los presos jóvenes no puede perderse de vista a la hora de imaginar a futuro las posibilidades que en razón de su vulnerabilidad le asisten para continuar siendo la clientela predilecta del control social formal, mucho más si la ejecución de la pena privativa de libertad se transforma en la Argentina en una nueva y macabra industria de control social.
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