Por María Luisa Maqueda Abreu.
En los últimos días se ha profundizado en nuestro país el debate acerca de la conveniencia de aplicar penas más severas en casos de violencia de género, impulsándose la incorporación a nuestro código penal de la figura del "femicidio". A continuación publicamos un artículo de la Profesora María Luisa Maqueda Abreu, Catedrática de Derecho Penal de la Universidad de Granada, seguidora de nuestro blog, y una autoridad en el tema a nivel internacional. El texto ha sido bajado del espacio "Pensamiento Crítico" (www.pensamientocritico.org/marmaq0208.html) I. “Lo personal es político” en el pensamientofeminista contemporáneo Fue el feminismo radical de los años setenta del siglo pasado el que, por primera vez, denunció la violencia contra las mujeres como un problema social que hundía sus raíces en las ilegítimas relaciones de dominación impuestas por el patriarcado 1. Más allá de un asunto particular, históricamente explicado por consideraciones neutras de carácter individual y patologizante, esa violencia –conocida desde entonces como violencia de género- se identifica como una estrategia de poder y de control de los hombres sobre las mujeres 2. La relación entre los sexos se concibe como política –en tanto que relación de poder- y esferas de la vida antes relegadas a la privacidad como la sexualidad o la familia pasan a ser descritas como centros de dominación proclives al abuso y la coerción 3. “Lo personal es político” es el lema de combate que caracterizará buena parte del pensamiento feminista contemporáneo 4. La inicial toma de conciencia acerca de la necesidad de desnaturalizar el ámbito de lo privado, politizándolo, abriéndolo al debate público, desmitificándolo como algo presuntamente biológico y específico de las mujeres para poner fin a la reproducción del sistema (patriarcal) y construir una identidad femenina autónoma 5, deriva con el tiempo y los sucesivos desarrollos del movimiento feminista en una intensa alianza con los poderes del estado. Poco a poco, la superación de esa dicotomía entre lo público y lo privado –la ideología de las “esferas separadas” 6- deja de ser un proyecto interno del mejor feminismo para convertirse en una estrategia política convencional de un sector del movimiento de mujeres que busca el apoyo institucional a partir, sobre todo, de uno de los instrumentos privilegiados de control social: el derecho penal 7. La apuesta es, dicen Amorós y de Miguel, “el decidido abandono de la apuesta por situarse fuera del sistema”. Nos encontramos ante lo que se conocen como “feminismos de la igualdad” cuya aspiración declarada es “introducir las reivindicaciones y la agenda del género en el proyecto común de la sociedad” 8. Son sus estrategias –autoritarias y fuertemente desintegradoras- las que se cuestionan desde un discurso feminista alternativo, no institucional 9. Resulta ingenua la ignorancia que, durante tanto tiempo, ha mostrado la ciencia penal española a la hora de explicar las interminables reformas legales que, desde esas fechas, ha ido experimentando nuestro código punitivo en temas relacionados con la violencia contra las mujeres. Es verdad, desde luego, que los inevitables –y deseables- cambios en la moral colectiva y en los valores y modelos culturales de nuestra sociedad han legitimado por sí mismos, muchas veces, unas propuestas de reforma que eran fruto de, a veces invisibles, reinvindicaciones feministas. La primera, seguramente, fue la modificación parcial del código penal de 1989 en materia de delitos sexuales y relativos a las relaciones familiares que se vió completada, y en la mayoría de los casos ampliada, por la reforma general de ese texto legal en el año 1995 10. II. Feminismos y reformas penales: la ausencia deconsenso en la teoría legal feminista En esos años había un amplio consenso en el pensamiento feminista acerca de la insatisfactoria protección que el código penal otorgaba a las mujeres 11. No es de extrañar, si se tienen en cuenta las palabras de Gimbernat a principios de la década de los setenta: es “el hombre, decía el penalista, el que ha fijado el alcance y la intensidad” de esa protección. “Nuestra ley penal quiere seguir protegiendo sin restricciones el supuesto honor masculino y dejando en la más triste indefensión a la mujer” 12. Parece, en efecto, insólito y da idea del retraso cultural de nuestro país el dato de que a finales de la década de los ochenta fuera todavía la honestidad de la mujer–y no su libertad- el motivo de preocupación del estado frente a infracciones tan graves como las agresiones y los abusos sexuales (la violación, los abusos deshonestos o el estupro de entonces), discriminando a amplios colectivos de mujeres que, o no se consideraban honestas (no sólo prostitutas) o se entendía que no era la honestidad el valor a proteger en su caso (mujeres casadas, por ejemplo) 13, de modo que quedaban fuera de su ámbito de tutela. Las acusaciones de sexismo provenientes del feminismo eran generalizadas y alcanzaban entonces no sólo a las normas sino a su aplicación por los tribunales. Numerosos estudios ponían de manifiesto la resistencia judicial al reconocimiento del sujeto mujer como merecedor de una protección autónoma y no dependiente de valores familiares o morales 14. Seguramente, la decisión político criminal menos contestada de las que adoptó el legislador de 1989 fue la de imponer la libertad sexual como bien jurídico de tutela, por más que en su círculo quedaran todavía infracciones que pedían ser interpretadas por la doctrina científica desde la óptica tradicional de la moral sexual colectiva, como el exhibicionismo o la prostitución 15. Sin embargo, parecía indudable que gran parte de las innovaciones importantes de esa reforma, desde el referido cambio en el objeto de protección –de la honestidad a la libertad sexual- hasta la inclusión del “acceso carnal por vía bucal”, fueron iniciativas feministas que buscaban visibilizar de ese modo la violencia sexista. Bodelón entiende que el recurso del feminismo español a la legislación penal por esos años fue, sobre todo, una estrategia de denuncia y rechazo del problema más que de búsqueda de soluciones 16. Es significativo con todo, que, desde la comunidad científica, se tildara esa reforma de simbólica, por no responder a “auténticas necesidades sociales unánimemente sentidas” o que se considerara “expresión palmaria de los denodados esfuerzos, de ese plus ultra constante, a que obliga la militancia en algunos círculos “progresistas”” 17. El divorcio entre el feminismo y la doctrina penal se iniciaría, pues, muy pronto. Lo cierto es que algunas decisiones legislativas de ese año resultaron conflictivas también en el seno del feminismo y tuvieron contestación en ciertos sectores críticos, poniéndose de manifiesto igualmente, desde muy temprano, la falta de unidad de la teoría legal feminista. Una de las cuestiones más problemáticas fue, por ejemplo, la exclusión del perdón en los delitos sexuales, supuestamente para proteger a la víctima de presiones y chantajes. “Sólo quien no tiene ninguna duda en que el Estado sabe siempre y en todo momento que es lo mejor para la mujer, decía Larrauri, valorará esta reforma como enteramente positiva. Yo, que carezco de esta confianza en el Estado, observo cómo la pretendida mayor protección que se concede a la mujer se logra a costa de anular su capacidad de decisión” 18. Parecidos argumentos fueron defendidos por el feminismo de la diferencia italiano en el intenso debate producido en su país en contra del carácter público de la persecución de los delitos sexuales 19. Una posición que se refuerza con el dato cierto de que estos delitos son cometidos, en su gran mayoría, por personas próximas al entorno de la mujer en los que ella “puede y debe tener la posibilidad de jugar un rol activo, sin que … sea reducida a mera espectadora de su caso” 20. Contra todo pronóstico y un gran número de voces críticas, conseguiría asimismo cierto apoyo argumental desde un feminismo minoritario, la discutida generalización de los sujetos de protección de la violación –la nueva regulación habla de “personas”, no de mujeres- pese a suponer el abandono de un componente de género en un sector de regulación tan significativo como el sexual 21. La interpretación de género iba a estar presente sin embargo, aunque no explícitamente, en distintas innovaciones legales de esos años. Así, por ejemplo, en la prioridad que el código vigente de 1995 otorgó en los delitos sexuales a la lesión de la libertad de la víctima por encima del concreto acto sexual realizado 22. La ausencia de consentimiento pasó a ser el criterio de identificación de la violencia sexual, conforme a la aspiración feminista más generalizada. Lo que en sede parlamentaria se juzgó como un criterio sistemático de “mayor simplicidad” 23, era una vieja reivindicación del feminismo que veía en las agresiones y los abusos sexuales meras expresiones de poder y de violencia masculinas, no de sexo. Lo esencial de la violación –cuyo nombre desaparecería, por cierto 24-, es que se trata de “un acto básicamente violento y coercitivo que desencadena una acción de hostilidad hacia “la Mujer” entendida como genérico” 25, lo que va a permitir entenderla, como señala Molina, “en términos exclusivamente políticos y a temerla como humillación máxima y no como sexo forzado” 26 . La mayoría de las legislaciones penales del área occidental recogerían esa tendencia a la “desexualización” de estos delitos 27 que, sin embargo, encuentra cierta resistencia a imponerse en determinados sectores del pensamiento feminista. La misma autora más arriba citada propone revisar esa interpretación excesivamente construccionista cuando afirma que “la violación no solo es violencia, violencia machista; también es una manera de obtener sexo y de satisfacer deseos ( si bien en forma perversa)” y se lamenta de la sobrevaloración de ese “omnipotente poder patriarcal”: “aún en el caso en que el violador busque ante todo la humillación y el poder sobre la víctima ¿no sería más efectivo, propone, el desmontar este círculo, no reconociendo ese poder sino tomando la violación, en su primer y más inmediato sentido, como sexo obligado, que puede o debe recibirse con asco, con miedo o con horror, sin más dramatismo añadido?” 28. También Pitch se pregunta acerca de la idoneidad de esa identificación de cualquier tipo de violencia caracterizada por la diferencia de género con la violencia sexual. “Se corre el riesgo, dice, de eliminar toda la especificidad a esa violencia que se consuma explícitamente mediante actos de significado sexual” 29. En todo caso, cabría plantearse si con nuestro derecho vigente hay posibilidad de plantear esa perspectiva de género, aún cuando lo sexual aparezca como rasgo definitorio de la agresión o el abuso. Asúa cree que sí. Es posible, afirma, “acoger hoy la perspectiva valorativa que incida en el desvalor propio de la conducta delictiva, desde el prisma de la vejación humillante para la víctima y desde el daño social que provoca la constatación de la pervivencia de esquemas de género de sometimiento-subordinación” 30. De esta polémica participan, desde luego, el acoso sexual y la pornografía. Ambos fueron sacados a la luz, visibilizados, por iniciativa feminista, como prácticas de discriminación ligadas al sexo de la víctima. Por tanto, como infracciones de género. Hasta entonces, afirma la americana MacKinnon, “carecían de “existencia” social, no tenían forma, coherencia cognitiva,.. no podían constituir la base de una reinvindicación legal” 31. A partir de los años setenta comienzan una larga andadura con la vocación de constituirse en problema social y, más allá de ello, con obtener un reconocimiento legislativo, preferentemente penal. Con historias parecidas en el seno del feminismo, su realidad legal ha corrido una suerte distinta, más favorable al acoso que a la pornografía que, por ejemplo en nuestro país, no se castiga más que si aparecen involucrados menores de edad o incapaces 32. En la investigación realizada por Pernas en 1998 sobre el acoso sexual, la autora destaca su carácter de “indicador patriarcal” que no aparece conformado por episodios laborales aislados “sino que es fruto de un imaginario y unas prácticas … que legitiman ciertas exigencias de los varones sobre el trabajo o el cuerpo de las mujeres”. Rechaza que el acoso quede ceñido al carácter sexual de la ofensa: “Cuando una serie de universitarias norteamericanas acuñaron el término no se referían a comportamientos sexuales, afirma, sino a actitudes y prácticas que infantilizaban a las mujeres en el trabajo, obstaculizaban su integración o negaban su valor como profesionales”. “La raiz del problema está en el sexismo”, concluye 33. La percepción es similar en cuanto a la pornografía. Afirman Davis y Faith que las teóricas feministas en sus campañas antipornografía “argumentaban que el qué de la pornografía no era el sexo sino el poder y la violencia … un modo de reafirmación del control masculino” 34. Hay en ella un perjuicio social que se expresa en “la erotización de la degradación y la sumisión de la mujer por la dominación del hombre. Es un agente socializante que favorece la servidumbre de las mujeres creando un obstáculo, a la vez psicológico e institucional, a la igualdad de sexos” 35. Así describe críticamente Lacombe el punto de vista del feminismo oficial en la campaña que se libró en Canadá en los años ochenta a favor de la criminalización de la pornografía. Frente a él, otros sectores feministas críticos preocupados por las consecuencias políticas de esa campaña –la temida censura- defendieron su carácter inocuo de práctica social ejerciendo un poder crítico frente a esa relación, supuestamente “científica”, entre pornografía y opresión de las mujeres: ellas también son consumidoras y productoras de pornografía y serían, por tanto, “cómplices de la mirada masculina” 36. Osborne nos da cuenta de un proceso similar en los Estados Unidos donde la Comisión Meese- nombrada por Reagan llegó a declarar oficialmente a la pornografía como causa de la violencia contra las mujeres. Los problemas de definición de esta práctica y la fuerte presión política de los grupos anti-censura consigueron detener el proceso 37. El movimiento feminista quedó gravemente dividido pero se puso de manifiesto algo muy importante: su heterogeneidad y su diversidad. Un dato que hemos tenido ocasión de comprobarlo en este país con motivo del crispado debate feminista recientemente producido en torno al futuro legal de la prostitución voluntaria entre adultos. Una vez más, la indignidad y la degradación asociadas a esta práctica sexual – que “reifica e instrumentaliza la finalidad de la sexualidad (y) transforma a las mujeres en objeto”, en palabras de Barry38, ha sido el argumento clave del feminismo institucional a favor de la criminalización de su entorno y en contra de cualquier posible modelo regulador como el de Holanda, Alemania o Australia 39. Esta vez han tenido éxito pero no sin oposición 40. Un amplio sector del feminismo ha seguido manteniendo su apuesta por el modelo laboral y, por tanto, por la consideración del trabajo del sexo como una opción libre y digna. Años antes las reuniones preparatorias a la Conferencia de Viena de octubre de 2000 habían reproducido este enfrentamiento entre las diversas posiciones feministas con motivo de un debate parecido 41. El feminismo, pues, no es un movimiento monolítico ni homogéneamente punitivista. Son significativas, por ejemplo, las reservas que muchas feministas oponen a la intervención penal en el caso del acoso sexual. Incluso desde los sectores más ideologizados se proponen soluciones alternativas a la vía punitiva, aún a conciencia de perder con ello importantes efectos pedagógicos. Autoras como Schnock , tras investigaciones realizadas en Alemania en los años noventa, se limitan a proponer la necesidad y la urgencia de una concienciación y de su visibilización como problema social en que debe contar el punto de vista de las mujeres 42. Otras, como Rey Avilés o Pernas en nuestro país, sitúan las primeras vías de solución en el entorno más próximo al conflicto. “Los instrumentos de protección frente al acoso deben encontrarse, en primer lugar, dice Rey, en su ámbito natural que es el de la relación laboral y la jurisdicción social” 43. También Pernas considera que deben ser “las más cercanas a las trabajadoras”, y, sobre todo, preventivas, tales como promover “fuentes de respeto” en el mundo laboral 44. Hay, desde luego, serias dudas sobre la eficacia que el derecho penal pueda aportar en ese proceso de transformación social 45. Y también, conciencia de la dificultad de consensuar una definición de acoso, en tanto que indicador de comportamientos discriminatorios, que satisfaga las exigencias mínimas de seguridad jurídica con las que debe operar el ordenamiento penal. “No se puede prohibir o ilegalizar algo sin que la transgresión sea clara”, afirma esa última autora 46. En parecidos términos se pronuncia Roiphe que entiende, refiriéndose sobre todo al acoso ambiental, que “las definiciones sobre acoso deberían ser menos vagas y menos globalizadoras” 47. Buen ejemplo de esa ambigüedad es la definición propuesta en 1991 por la Comisión de las Comunidades Europeas en materia de tutela de mujeres y de varones en el ambiente de trabajo, conforme a la cual, sería acoso sexual “todo comportamiento no deseado con implicaciones sexuales o cualquier otro tipo de comportamiento que se base en el sexo y que ofenda la dignidad de varones y mujeres en el ambiente de trabajo, incluídas las actitudes no gratas de tipo físico, verbal o no” 48. Pero no hay que perder de vista que “el acoso sexual puede ser un problema real y preocupante, como cualquier otra forma de abuso de poder” 49. Que hay casos graves de intimidación, chantaje o vejación que merecen el reproche penal. Como afirma Pitch, basándose en fuentes de investigación reconocidas, “el acoso en el ambiente de trabajo puede provocar estrés, auténticas enfermedades psico-físicas, colapsos” 50. La dificultad reside en concretar el nivel de dañosidad social exigible para optar por la criminalización 51. Son problemas comunes a otras incriminaciones relacionadas con la violencia contra las mujeres. No es suficiente con que se les haga cumplir una función simbólica de desaprobación social. Necesitan ajustarse a los principios elementales de legalidad y de lesividad que operan como fuente de legitimación de las normas penales 52. Tiene razón, por ejemplo, Laurenzo cuando se plantea la eficacia y la oportunidad de usar la estrategia penal para prevenir conductas discriminadoras genéricas que en demasiadas ocasiones no supondrán un grave riesgo de lesión de los derechos básicos de las personas 53. Con motivo de la agravante de discriminación por razón del sexo, introducida en el código por obra de la reforma penal de1995, entiende esta última autora que puede resultar “una buena coartada” de los poderes públicos para no emprender “acciones positivas destinadas a remover los obstáculos que impiden a la mujer ocupar una posición autónoma en la sociedad de nuestros días” 54. Además, detecta un riesgo adicional, muy grave, de inaplicación judicial. “No debería desdeñarse, dice, el recelo que puede originar en los jueces y las juezas un uso abusivo de la vía represiva, actitud que, en última instancia no haría más que repercutir negativamente sobre los intereses esenciales de las propias mujeres” 55. De hecho,hay una escasísima aplicación judicial de esa agravante debido al celo por demostrar objetivamente el móvil del autor56. Laurenzo propone el ejemplo del impago de pensiones, a partir de un trabajo de campo realizado en colaboración con Sillero en los años noventa, donde podía comprobarse,a su juicio, la incidencia que la regulación penal existente en torno a ese delito, demasiado ambiciosa 57, estaba teniendo en los aplicadores del Derecho. “La interpretación restrictiva que se ha impuesto, señalaba a finales de esa década, no parece ajena a la extensión desmedida del delito de impago de pensiones –donde caben igual los incumplimientos originadores de auténticas situaciones de necesidad y aquéllos que en nada perturban las condiciones de subsistencia digna de la familia- … Si la legislación hubiera sido más cauta a la hora de configurar la responsabilidad penal en este terreno, limitándose a penalizar los incumplimientos que producen un efecto grave sobre la situación personal de las personas beneficiarias, tal vez los jueces y las juezas no sintieran tanto recelo a la hora de aplicar las sanciones con severidad y conforme a las normas generales del Derecho penal” 58. Lo que se está propugnando, en definitiva, para conjurar los efectos negativos de una criminalización indiscriminada, es la exigencia de un daño social relevante que no pueda ser adecuadamente valorado –y reparado- desde otras instancias jurídicas (en especial, civiles), o aún sociales como, por ejemplo, en este caso, la creación estatal de un Fondo de Garantía de Pensiones, a imitación de otros países 59. Incluso desde posiciones feministas más radicales, en las que se propone la toma en consideración de otros intereses específicos de la mujer comprometidos en los casos de impago, se acaba reconociendo la importancia de una determinada gravedad en la situación de quienes se ven perjudicados por este delito. Como sucede con Pérez Manzano. Tras destacar esta autora la incidencia que la conducta de quien incumple ese deber familiar tiene sobre la dignidad personal, la libertad personal y la autoestima de la mujer -”el impago es demostración del poder del cónyuge sobre la cónyuge y recuerdo continuo de la situación de inferioridad de ésta”-, termina por exigir un determinado nivel de deterioro del bienestar personal de ella y de sus hijos al que condiciona la legitimidad de la intervención punitiva. “Sería necesaria, afirma, la constatación en el caso concreto de la peligrosidad de la conducta (que) se daría siempre que hay hijos e hijas menores, pues la infracción de los deberes de asistencia económica incide claramente en la calidad de vida y subsistencia de ellos. Y siempre que el o la cónyuge carezca de medios económicos para subsistir y mantener dignamente a los hijos e hijas que están bajo su custodia” 60. Otra cuestión distinta es que, existiendo un daño social relevante, deba optarse por una protección personalizada de la mujer. En este país, el debate penal quedó abierto con la creación por la ley 11/2003 de un tipo específico de mutilación genital que, pese a la indeterminación de los sujetos, se sabía pensado para reprimir los casos de mutilación sexual femenina, como detallaba explícitamente su exposición de motivos. Desde el feminismo, las razones que avalaban ese proceder legislativo eran básicamente simbólicas, como sostiene Acale 61. Se trataba de visibilizar una agresión de género y enviar a la sociedad (y a los jueces) el mensaje de que estaba penalmente prohibida 62. Un año más tarde, la Ley 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la violencia de género, ha avivado la polémica, hasta límites insospechados, al crear una agravante de género que pretende reforzar la tutela de la mujer mediante una cualificación penal destinada al hombre que ejerza violencia contra ella en una relación de pareja. Varias cuestiones de inconstitucionalidad todavía pendientes en contra de esa medida, a la que se tacha de desigual y discriminatoria, dan idea de la situación de conflicto existente 63. Sobre ello volveremos más adelante. Por ahora, valga una llamada de cautela sobre los riesgos de estigmatizar a la mujer en su condición de “sujeto vulnerable”, confirmando así los peores estereotipos de género. Sirvan, como ejemplo, las consideraciones de Larrauri en relación a la eventual propuesta de crear, en su día, una eximente cultural en el ámbito penal 64. Es el eterno desafío para cualquier política criminal alternativa que se proponga mejorar la posición de las mujeres frente a situaciones de dominación o discriminación: “repensarse” el recurso abusivo al aparato punitivo del estado. Desde la doctrina penal, Diez Ripollés, ha calificado la posición del feminismo tradicional de “bienestarismo autoritario”, considerando que ha “generalizado la imagen social de que la violencia es el vector explicativo de la desigualdad entre los sexos (y) así ha conseguido que la desigualdad se perciba como un problema de orden público” 65. Lo cierto es que las corrientes feministas críticas han hecho causa frente a ese avance expansionista en la convicción de que la lógica propia del sistema penal – que es la de un sistemático incremento de la represión 66- tiene efectos sociales contraproducentes y perversos. Uno de ellos, y muy importante, es el de contribuir a la expansión del control estatal. No se está pensando sólo en la contaminación de determinadas esferas propicias, como la moralidad, las relaciones entre los sexos o los valores familiares- sino en la del conjunto del cuerpo social 67. III. La obsesión punitivista del feminismo institucional:efectos perversos. Los ejemplos de la trata y el maltratohacia las mujeres Hay dos ejemplos representativos de las nefastas consecuencias de este avance criminalizador del estado, tan característico de la postmodernidad. Ambos afectan a la causa de las mujeres porque son expresión de dos de las manifestaciones más denunciadas –y temidas- de la violencia de género: el maltrato habitual en la pareja y la trata. En nuestro país, han sufrido un proceso paralelo. Aunque no accedieron a la vía penal al mismo tiempo, obtuvieron el mejor tratamiento legal en momentos idénticos– la reforma de 1999- y sufrieron una desnaturalización, que parece querer intensificarse, en fechas parecidas –a partir de las modificaciones parciales de 2003-. Era difícil dudar en un primer momento de la idoneidad del aparato penal para reprimir esas prácticas que tenían como destinatarias preferentes a las mujeres. Estaban comprometidos sus bienes más esenciales – la libertad, la integridad personal, la vida …- y la ausencia de una respuesta penal no sólo hacía invisible el daño sino que dejaba indefensas a sus víctimas. Más allá de cualquier efecto simbólico, lo que se demandaba entonces era la efectividad de una protección penal que parecía necesaria: para corregir los efectos indeseables de una normativa improvisada en el maltrato (las de 1989 y 1995 68) y para habilitar una respuesta específica a la existencia creciente de casos de trata. La reforma penal española de 1999 supo ofrecer en estas materias la respuesta que se esperaba de ella. Aunque por poco tiempo. Cuando en esas fechas el legislador penal español se decidió a abordar el fenómeno de la trata –más modernamente, el tráfico sexual de mujeres-, lo hizo respetando los ingredientes característicos de esa practica social. Tradicionalmente concebida como sinónimo de trato o de transacción, esto es, de utilización de personas como mercancías que se compran y se venden, era necesario el acompañamiento de unas determinadas formas comisivas que garantizaran la cosificación de sus víctimas. Con la exigencia legal de violencia, intimidación o abuso, la nueva normativa permitía reservar la reacción penal para los solos casos en que se veían seriamente comprometidos la dignidad de esas personas y sus derechos más inalienables. El precepto penal (art. 188,1) fue aplicado con éxito por los tribunales reprimiendo los casos clásicos en que mujeres de otros países poco desarrollados eran captadas con engaño y conducidas al nuestro para desempeñar, bajo coacción o amenazas, tareas relacionadas con el sexo 69. ¿Qué razones podía haber para que, en pocos años, avanzara la línea de intervención penal en un intento de alcanzar no sólo a los casos de trata sino también a cualquier favorecimiento de un traslado ilegal de personas?. El nuevo precepto penal, al que dio vida la ley de reforma 11/ 2003, castiga a todo “el que, directa o indirectamente, promueva, favorezca o facilite el tráfico ilegal o la inmigración clandestina de personas”. El pretexto para que aún se siga hablando de trata es la exigencia legal de que con esa conducta se persigan fines de “explotación sexual”, un término que puede sugerir cualquier cosa: desde un genérico afán de enriquecimiento hasta la idea de abuso en las condiciones de contratación o de prestación del trabajo sexual que es, desde luego, la interpretación preferible 70. Sin embargo, se va imponiendo la primera. La más moderna jurisprudencia penal, todavía escasa, va incorporando como argumentos de su doctrina sobre el tráfico sexual la innecesariedad de que falte el consentimiento de la víctima o, a veces, la presunción de esa ausencia al dar por probada la vulnerabilidad de quienes se encuentran en la situación de “inmigrantes sin papeles” 71. De este modo, van ganando terreno las tesis funcionalistas que defienden la legitimidad de argumentos tales como el control de los flujos migratorios o la política económica del estado, para fundamentar la intervención penal 72. Por supuesto que, desde este contexto indudablemente represivo, se alientan políticas de control de la inmigración claramente restrictivas de los derechos de las mujeres que se manifiestan, por ejemplo, en un insidioso acoso policial, frecuentes detenciones o una generalizada aplicación de medidas de expulsión 73. Como afirman Casal y Mestre, apoyándose en una percepción cotidiana de la realidad social que muchas compartimos, “están expuestas a mayor presión y control policial, de hecho, éste es uno de sus mayores temores, en sus lugares de trabajo, en la calle, en los medios de transporte que utilizan … para ejercer su trabajo. Supuestamente los controles en los clubes están encaminados a la desarticulación de redes dedicadas a la explotación sexual, y así nos lo venden mediáticamente” 74. Cualquiera que quisiera, pudo ver hace unos meses en este país, imágenes de redadas policiales, supuestamente de control de locales sospechosos de explotación sexual, en las que, sorprendentemente, eran las mujeres –“víctimas”- las que salían esposadas con las manos a la espalda. Se trataba, claro está, de inmigrantes ilegales. Son, parece, males menores para el feminismo más radical. En su obsesión por erradicar la violencia de género que se asocia al sexo por dinero –léase prostitución y todo lo que tenga que ver con ella 75- olvidan la premura de una ciudadanía laboral para las mujeres en nuestro mundo globalizado. La vieja idea de salvación, de rehabilitación -para borrar el signo de la degradación- 76 sustituye al necesario empoderamiento de las trabajadoras sexuales para decidir el rumbo de sus vidas. En definitiva, por defender a la Mujer (en mayúscula) sacrifican a las mujeres concretas en atinada expresión de Molina 77, negándoles el reconocimiento de su libertad para prostituirse y, desde luego, para emigrar con ese fin. Y prefieren apoyar la visión trafiquista “oficial”, que simplifica la realidad en una suerte de dicotomía entre malos y buenos: de una parte, las mafias criminales que engañan y explotan (aunque no sean mafias ni engañen ni exploten); de otra, las inocentes víctimas, presas del engaño y la explotación (aunque no hayan sido engañadas ni explotadas) 78. No se admite prueba en contrario, ni de lo uno ni de lo otro porque se trata de una estrategia interesada. Bajo ella se silencian las raíces económicas, legales, sociales y políticas de una inmigración legítima que buscan ser ocultadas a toda costa, como afirma Osborne 79. Las verdaderas perdedoras son las mujeres que quedan a merced de mitos populares –como “esclavas sexuales” –y de la falta de reconocimiento de su autonomía y capacidad de decisión 80. “Equiparadas a los niños”, como denuncia Doezema en referencia a los acuerdos alcanzados en el Protocolo de Viena del 2000 81. En los dos años que duraron los debates, grupos de presión feministas debatieron ferozmente acerca del valor del consentimiento en la definición del tráfico sexual. La Coalición contra el tráfico de mujeres –frente a las activistas anti-tráfico 82- mantenían la victimización de las mujeres, al margen de la existencia de engaño o presión y demandaban para ellas –junto a los menores- una mayor protección. No existía -“no podía existir”-, consentimiento para trasladarse a otro país en la idea de dedicarse a la industria del sexo. Cualquiera que les facilitare el desplazamiento debía ser considerado traficante. Ganaron, una vez más, la batalla y el texto se tituló “Protocolo para prevenir, suprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños”. Entre sus conclusiones, afirmaba Doezema, “considero especialmente inquietante que fueran feministas las que defendieran la inclusión de esa frase”. Se trata de una peligrosa infantilización de las mujeres a las que se considera “incapaces –más aún si provienen del Tercer Mundo- de tomar decisiones sobre su propia vida” 83. Agustín habla de “mitos sobre las migraciones” 84. Es una percepción felizmente compartida por un amplio sector del feminismo crítico 85. En nuestro país, se ha impuesto, pese a todo, la tesis oficialista. La actitud persuasiva de los medios de comunicación y muchos informes “bienintencionados” desde el feminismo institucional 86, han contribuído a esa “mirada colonial” que pone en marcha, con su complicidad, todo un dispositivo tutelar que perjudica a esas mujeres y a todos, porque su efecto es el control y la opresión estatal 87. No son mejores las consecuencias a que conduce esta expansión creciente del poder de legislar del estado cuando se propone incidir en las complejas relaciones entre los sexos. Un buen ejemplo lo constituyen las sucesivas regulaciones sobre el maltrato en el ámbito de la pareja. Iniciadas en 1989 con la creación de una sola figura delictiva –la del maltrato habitual, cuyos márgenes se evidenciaron pronto claramente insuficientes-, hubo que esperar diez largos años para que el legislador tomara conciencia del grave problema social que tenía entre manos y se propusiera ofrecer un modelo regulador ajustado a las necesidades de sus víctimas. Las imprescindibles reformas que había dejado atrás el código penal de 1995, asimismo obsoleto en este terreno, fueron acometidas, creo que con éxito, por las modificaciones abordadas en 1999 que ampliaron, sin improvisaciones 88,los contornos del delito intentando favorecer su persecución y su correcto enjuiciamiento pero, sobre todo, procurando ofrecer una mayor y mejor protección a sus víctimas. Desde el movimiento feminista, que fue el gran impulsor de las primeras propuestas de reforma 89, se habían analizado en profundidad las graves carencias que las anteriores regulaciones habían presentado en el tratamiento del problema de la todavía llamada violencia doméstica. Sus conclusiones críticas, referidas a la reforma de 1989, eran perfectamente trasladables a la insatisfactoria realidad legal previa a 1999 y aparecieron recogidas en el texto “Contra la violencia machista” elaborado por la Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas del Estado Español 90. Es verdad que la nueva reforma penal ignoraba –por lo menos, formalmente- cualquier perspectiva de género, pero supo reaccionar frente a las insuficiencias denunciadas y mostró una importante sensibilidad hacia los problemas que aquejaban a las mujeres en sus relaciones de pareja: por ejemplo, su indefensión frente a la violencia psíquica o frente a situaciones de especial conflicto que hacían más vulnerable su posición, como los de separación conyugal o de hecho, o la necesidad de contar, de forma inmediata, con medidas de protección que garantizaran su distanciamiento físico y, por tanto, su seguridad frente al agresor, cumpliendo con la idea, apoyada por la criminología 91, de que muchas mujeres maltratadas no buscan su castigo sino sólo verse libres y protegidas frente a él. Las medidas específicas de alejamiento y de prohibición de acercamiento y comunicación con la víctima desempeñaban, sin duda, esa misión 92. Fueron múltiples las circunstancias que impidieron conocer los probables efectos beneficiosos de esta reforma. Desde luego hay que contar con los inicios de un periodo de expansión punitiva, fuertemente simbólica, que se concretó muy pronto en un precipitado afán por reprimir cualesquiera infracciones que representaran un motivo de alarma social 93. La violencia en la pareja era ya entonces, en este país, un asunto que estaba en la calle y resultaba ser un buen pretexto para el fuerte intervencionismo penal que se avecinaba 94. Además, creo que fue decisivo el impulso de una torpe (o intencionada ¿) actuación de las instituciones. Es opinión extendida que el rápido y radical abandono de la línea punitiva iniciada en 1999 se vió muy favorecida por un desafortunado informe del Consejo General del Poder Judicial, realizado en ese año que evaluaba negativamente –y con razón- la realidad existente sobre los malos tratos, pero que se acabaría publicando dos años más tarde, en 2001, creando la impresión de un nuevo fracaso legal, esta vez indemostrado,de la normativa que acababa de entrar en vigor 95. Sus propuestas de solución para corregir la deficiente persecución y enjuiciamiento de los delitos de violencia habitual no fueron mejores. Se limitaron a sugerir la oportunidad de orientar la represión hacia cualquier acto de maltrato, por aislado que fuera, en tanto que posible origen de la violencia grave y continuada que se pretendía prevenir. Sobre bases criminológicas que se desconocen, sus predicciones apuntaban a que “esas primeras agresiones, sólo en apariencia desprovistas de gravedad, llevan en sí el germen de la violencia, de una violencia moral que algunas veces tiene un reflejo físico evidente pero que, incluso en aquellas otras en que no se materializa en forma de golpes o lesiones, comporta una gravedad intrínseca apreciable, cuyas nefasas consecuencias se acaban manifestando con el tiempo....”(¡) 96. Lo que más bien parecía “una pura corazonada”, en expresión de Carmena 97, iba a marcar el inicio de un largo proceso de expansionismo punitivo que parece no tener fin. Es difícil ignorar que la solución era otra bien distinta. Que no había que cambiar las leyes sino su interpretación y su aplicación. Pitch se refiere a ello, apelando a la llamada “práctica de los procesos”, esto es, a la estrategia de “privilegiar la producción del derecho por vía jurisprudencial y no por vía legislativa” 98. Era lo que hacía falta en este país: corregir una práctica judicial desviada que, durante años, llevaba cualquier denuncia por la falta, sin indagar el posible carácter crónico de la violencia y eludiendo, por tanto, la aplicación del delito de maltrato habitual. Las consecuencias eran inevitables: penas demasiado leves sin medidas tutelares, que acrecentaban la sensación de impunidad del agresor y de desprotección de las víctimas 99. A ello se unían, desde luego, esos complejos problemas de carácter estructural a que se refería en su documento la Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas antes citada, esto es, “las desigualdades sobre las que están estructuradas las familias patriarcales…, la dependencia económica, las diferentes funciones que cumplen los miembros de la familia dentro de ella, los distintos papeles sociales de unos y otros, los estereotipos sexuales …”. Y, desde luego, la deficiente concienciación de los operadores jurídicos 100 No se en qué medida han cambiado en estos años los roles de género en el ámbito doméstico y social 101 , pero es evidente que la práctica judicial se encuentra hoy con un marco de referencia legal bien distinto. El punto de mira no es ya, ni siquiera preferentemente, el delito de violencia habitual –donde está, precisamente, el componente de género más relevante, como afirma Larrauri 102- sino otros delitos de maltrato o lesiones leves103o de coacciones y amenazas también leves104con sus consiguientes agravaciones 105 y numerosas imposiciones legales (medidas de alejamiento obligatorias, condenas a prisión por quebantamiento en casos de desobediencia …), que fueron fruto de dos reformas sucesivas, la 11/2003 y 1/2004, respectivamente. El signo represivo de ambas es innegable por más que existan importantes diferencias cualitativas entre ellas. Sólo la segunda incorpora, de forma decisiva, una determinada perspectiva de género. Por eso nos interesa especialmente. IV. Disfunciones en el proceso de valoración y aplicaciónde la Ley Integral contra la violencia de género: una revisiónes necesaria La Ley 1/2004 de “Medidas de protección integral contra la violencia de género (en adelante, ley integral) inicia en nuestro país una línea político criminal específicamente dirigida a la protección de las mujeres. Pero lo hace desde la visión del feminismo institucional. Las propuestas iniciales de movimiento feminista, también en el ámbito de los malos tratos, de “hacer visible socialmente el problema de la violencia sexista”, expresando un mensaje de negatividad social a través de su represión penal pero “sin dejar de atender las necesidades sociales de las mujeres” 106, se han visto pervertidas por una vocación punitivista indiscriminada que, a menudo, se impone a costa de la voluntad de la mujer. Bajo el peligroso lema de “tolerancia cero” contra la violencia de género, tan popular, se ha acabado por criminalizar todo el entorno de la pareja haciendo creer a la ciudadanía que esa violencia estructural –tan compleja de definir y de erradicar- es un asunto del estado y del derecho penal. “Ser mujer en una relación de pareja” pasa a convertirse en un factor de riesgo que demanda un refuerzo de tutela desde la ley 107. Hay un plus de vulnerabilidad que se mide en un plus de penalidad para el maltrato. Es lo que se conoce como “agravante de género”y lo que permite dar especificidad a la violencia contra la mujer dentro de esa genérica noción de “violencia doméstica”, más vinculada a la defensa de valores familiares 108. Lo que al principio parecía una fórmula convincente para encontrar explicación al intento “sobreprotector” de la nueva ley hacia las mujeres, hoy plantea dudas razonables. ¿Por qué esa tutela reforzada no se ha dirigido hacia los casos más graves de violencia continuada donde la posición de desventaja y sometimiento de la mujer parece evidente?, ¿por qué una “ley de género” no se ocupa de las “otras mujeres” del contexto familiar 109?, ¿por qué presumir que todas las mujeres carecen de recursos distintos del derecho penal, jurídicos o no, para hacer frente a un acto de violencia episódico?, ¿es que hay que creerse, de verdad, esa infundada predicción del Consejo General del Poder Judicial de que cualquier amenaza leve o maltrato leve marca el origen de una vida de pareja con violencia? Y, si así fuere, ¿por qué presumir de cualquier mujer la vulnerabilidad y no la autonomía para decidir conforme a sus intereses, aún bajo esas circunstancias?,¿por qué ese empeño de la ley por infantilizar a la mujer sometiéndola a restricciones más propias de menores e incapaces? … El reciente informe del Observatorio Estatal de Violencia contra la Mujer de julio de 2007 nos ofrece algunas respuestas interesantes. Por ejemplo, reconoce cierto empoderamiento, por lo menos en las jóvenes, al afirmar su “determinación para salir de una relación que reconocen como destructiva” 110, aun cuando no especifica el grado de violencia contra la que reaccionan autónomamente. Yo entiendo que se refiere a los casos de maltrato continuado, porque cuando este estudio desciende a caracterizar la violencia de género no incluye las agresiones o las amenazas o coacciones aisladas sino las habituales o más que eso: se trata, afirma, “de “un injusto de largo recorrido” que, como los datos estadísticos apuntan, va más allá de lo que técnicamente pudiera denominarse “habitual”, en el sentido de que la violencia (física, psicológica y sexual) no se expresa en meros actos episódicos –de diferente alcance o intensidad-por más que sucesivos en un determinado espacio temporal, sino que generalmente, toman vida a lo largo de un prolongado periodo de tiempo …”. De ahí, sus expresas referencias a un “delincuente permanente”, “por convicción” y a una “víctima permanente” a la que se califica de “verdadera esclava”. O la asimilación que hace de esa violencia a “una moderna esclavitud desarrollada tras los muros de silencio levantados por las relaciones íntimas” 111. Una definición, pues, a la que habrá que reconducir las numerosas referencias que se hacen en el informe al maltrato técnico o al declarado, dependiendo de la conciencia subjetiva de quien lo sufre y que, a la postre, dejan sin aclarar si acogen o no actos esporádicos de violencia. Pero, si no es así, adónde queda la valoración de ese maltrato ocasional, que es el motivo central de la ley integral. ¿No es, pues, a él al que se refieren tantos datos sobre denuncias o retractaciones o sobre el perfil de agresores y víctimas? 112. Esta indefinición del fenómeno que se somete a estudio es muy frecuente y lleva a una confusión insoportable que conduce a conclusiones teóricas inválidas. Se habla de “violencia” y de “maltrato”, de “violencia directa” e “indirecta” (o maltrato técnico), de “percepciones subjetivas de malos tratos”, de “violencia ambiental” …, pero queda sin definir la naturaleza de la violencia a que hacen referencia: si se trata de un brote agresivo en un conflicto puntual de pareja o es una manifestación duradera de una situación de opresión y dominio 113. Como afirmaba recientemente Larrauri de acuerdo con una idea de Johnson, “ya no es científica ni éticamente aceptable hablar de violencia doméstica (si se prefiere, de género) sin especificar en voz alta y clara a qué tipo de violencia nos referimos”. Y creo que hay que apoyar desde el feminismo la idea, que sostiene esta autora, de priorizar los casos de maltrato en que es manifiesta esa fuerte ideología de género tan destructiva para la mujer. Es decir, aquéllos en que “se dé un uso sistemático de la violencia, amenaza de violencia u otros comportamientos y tácticas coactivas, destinadas a ejercer el poder, inducir miedo o controlar …”114. En definitiva, los casos tradicionales de violencia habitual que la nueva regulación ha relegado a un segundo plano de interés y que, sin embargo, hacen explicable –y útil- ese cúmulo de medidas de protección o de cautela que contempla la ley: desde las medidas de alejamiento e incomunicación con la víctima hasta el obligado tratamiento del agresor en caso de suspensión o sustitución de la prisión o en su cumplimiento O aún, cualificaciones de la pena que buscan reforzar una posición de seguridad para quien se encuentra, por la acción del maltrato continuado, en una situación de riesgo o también para sus hijos. La misma agravante de género recobra en estos casos esa legitimidad que tan difícil está resultando defender para las agresiones ocasionales, donde los jueces –o algunos jueces- se empeñan por demostrar la ausencia de un contexto de dominio y por tanto, de una actitud hostil de género con el fin de eludir una aplicación que consideran discriminatoria para los hombres 115. Lo cierto es que la práctica viene confirmando las peores predicciones de quienes temíamos que, con la ley integral, se reprodujera la tradicional inhibición de los jueces por investigar y detectar esas situaciones graves de violencia –continuada- gracias a la facilidad que se les ofrece de acudir, con la primera denuncia, a la aplicación de un delito de malos tratos físicos o psíquicos (ocasionales) 116 Lo plantea Sáez desde su experiencia en uno de los juzgados de Madrid: parece “como si ese fenómeno más grave, el de mayor impacto y capacidad de destrucción de la personalidad de la mujer … hubiera desaparecido. Posiblemente sea una consecuencia de la estrategia de criminalizar todo el conflicto familiar, hasta la coacción leve, lo que haya generado que se desatienda a la violencia permanente, como ocurriera hace tiempo cuando todo se trataba como mera falta –porque los actores del sistema percibían los casos como conflictos particulares- pero a la inversa” 117. También Laurenzo, desde la doctrina penal, denuncia ese efecto perverso de la nueva normativa, cuando dirige sus reproches hacia “una política criminal desenfocada que, a fuerza de extremar la intervención punitiva, ha acabado por llevar ante los tribunales muchas disputas familiares … (dejando) en la penumbra los casos auténticamente graves de violencia de género –aquéllos que sumen a la mujer en un clima constante de hostilidad y agresividad- y (favoreciendo) el falso discurso de la discriminación masculina” 118. Pero éste es sólo uno de los graves problemas que ha permitido detectar el proceso de aplicación de la ley. Otro, no menos importante, es su desigual incidencia en el contexto social. La gran mayoría de acusados y víctimas, dice Sáez en las conclusiones de su análisis empírico, “pertenecen a la clase trabajadora inmigrada y a sectores marginales”. No es verdad, pues, ese “tópico” que emplea “el discurso oficial”, de que “el fenómeno de la violencia contra la mujer atraviesa todas las clases …” o, cuando menos, son siempre los mismos los que visibilizan sus conflictos ante la justicia penal 119. La experiencia americana nos hubiera debido servir para conocer que los costes de las criminalización nunca se distribuyen de modo igualitario, como afirma Larrauri. Que, en su entorno, los detenidos son personas pobres, pertenecientes sobre todo a minorías étnicas … y, en el nuestro, mayoritariamente también 120 . No es, pues, el género la única variable social discriminatoria, también lo son la clase o la etnia que se comportan, al paso por la ley penal, como fuentes de estigma y exclusión social 121. Esta no es una idea nueva en el seno del feminismo crítico. Frente al esencialismo del género como una identidad común a todas las mujeres, como si todas tuvieran el mismo riesgo de opresión, se abren paso muchas corrientes deconstruccionistas que reconocen el mismo peso cultural a otros factores como la raza o la clase social 122, por más que no sean políticamente correctas. Lo plantea Butler en una de sus notas: afirmar que “el género no es ni más fundamental que la raza, ni más fundamental que la posición colonial o de clase –(punto de vista común) a todos los movimientos del feminismo socialista, del feminismo postcolonialista y del feminismo del tercer mundo- ya no son parte del enfoque principal o apropiado del feminismo” 123. Se refiere, desde luego, a ese feminismo que aquí llamamos institucional y que aparece empeñado en universalizar el género para contextualizar la violencia en una relación unívoca de poder y sometimiento de todas las mujeres, sobredimensionando la situación de conflicto en las relaciones entre los sexos 124. Esta es una crítica que comparte un sector relevante del feminismo español que se lamenta, en un escrito reciente, de que la ley integral sitúe “el factor género como única y exclusiva causa del maltrato“, desconociendo la influencia de otros factores de riesgo relevantes como la estructura familiar, el peso de la religión, o el concepto del amor, entre tantos otros 125. Pero los conflictos que la ley integral ha planteado en la práctica alcanzan, de modo muy particular, a las mujeres. La idea de que la violencia contra ellas es un asunto público se ha llevado a sus últimas consecuencias hasta llegar a privarles del control de sus necesidades y de la autonomía de sus decisiones vitales. Manifestaciones de esa colonización legal son la persecución de oficio de estos delitos, la imposibilidad de retractarse de una denuncia previa o la obligación de acatar órdenes de alejamiento e incomunicación no deseadas, pudiendo llegar a verse incriminadas en un procedimiento penal por complicidad en un delito, como el de quebrantamiento de condena 126. Pese a todo, un alto porcentaje de mujeres no denuncian 127o si lo hacen, no declaran después en contra de su agresor (amparándose en la excepción procesal del art. 416 LECr, que les exime de ese deber ) o aún se retractan en juicio, motivando muchas veces una sentencia absolutoria. No deja de ser común, también, la complicidad de las mujeres en la desobediencia a las órdenes de alejamiento decretadas judicialmente contra sus agresores. El informe del Observatorio se refiere a un 62,86% de denuncias frustradas por la renuncia de la mujer durante el juicio 128. Un porcentaje similar ofrece Sáez en las conclusiones de su estudio de campo: En “el 64,6 de la muestra, las mujeres no colaboraban. Demandaban ayuda en un primer momento, comprobaron cómo funciona la justicia penal … y desconfiaron del sistema de manera radical, lo que expresaban acogiéndose a la excepción del secreto familiar o, para tratar de remediar las consecuencias del proceso, se retractaban de lo antes dicho, incluso arriesgándose a ser perseguidas penalmente, o emitían una declaración hostil a las pretensiones del acusador oficial” 129. En definitiva, razones que tienen que ver con “la tradicional desconsideración hacia la víctima que ha mostrado siempre el sistema penal” o el característico “acoso procesal”, a los que se refiere Larrauri. En su artículo “¿Por qué retiran las mujeres maltratadas las denuncias?, esta autora incorpora nuevos motivos, igualmente relevantes, como la falta de apoyo económico o el temor a represalias 130. Aunque no dispongo de cifras, es también reconocida la elevada proporción de mujeres que consienten o aún propician la aproximación de su agresor. En un reciente seminario de fiscales delegados en violencia contra la mujer (noviembre de 2006), se denunciaba con preocupación este hecho: “Viene sucediendo con frecuencia en la práctica diaria que, llegado el momento de la ejecución de tales penas, los implicados –víctima y condenado- han reanudado su convivencia , y los órganos judiciales no pueden modificar, anular ni dejar sin efecto, las penas accesorias impuestas”. No hay una propuesta unívoca de solución entre los operadores jurídicos pero sí cierta unanimidad en exculpar, en todo caso, a la mujer y ahora también al agresor. Al principio fueron argumentaciones relacionadas con un ficticio error de prohibición excluyente de la culpabilidad, más adelante se propuso por la Fiscalía General del Estado la petición de indulto parcial con suspensión del resto de la pena, hasta que una última sentencia del Tribunal Supremo ha resuelto momentáneamente la cuestión al acordar que “la reanudación de la convivencia acredita la desaparición de la circunstancias que justificaron la medida de alejamiento, por lo que ésta debe desaparecer y quedar extinguida” 131 Con todo, dos cuestiones de inconstitucionalidad penden todavía ante el Tribunal Constitucional español en relación al desafortunado artículo 57 del código penal y a la obligatoria imposición de esas medidas de protección de la víctima al margen de su voluntad y de circunstancias tales como la gravedad del hecho o el peligro que represente el agresor 132. Si alguna conclusión es posible, a partir de una toma de conciencia de las conflictivas situaciones a que conduce el desconocimiento de la voluntad de la víctima, es la de reflexionar acerca de una línea de actuación distinta, desde el estado, que no potencie la intervención penal ni, por tanto, el deber de denunciar de las mujeres. En definitiva, romper con el signo represivo de la ley integral -que, por ejemplo, prohíbe siempre la mediación 133 o condiciona sus recursos asistenciales a la denuncia penal 134 - y de las campañas institucionales que lo refuerzan, sobre la base de no ofrecer más soluciones al maltrato que las que pasan por el proceso, sumiendo muchas veces a las mujeres en situaciones críticas de confusión y desorientación 135. Parece olvidarse, demasiado a menudo, que como advierte Pitch, “las relaciones entre los sexos no se caracterizan precisamente por su transparencia inmediata, por su interpretación a partir del paradigma de la racionalidad … sino que, al contrario, están impregnadas de emociones, sentimientos contradictorios, ambivalencia y conflicto” 136. Resulta, por lo demás, verdaderamente significativo ese afán por ignorar los recursos con que cualquier mujer cuenta para resolver un conflicto puntual, aunque sea violento, en su relación de pareja. La vía penal no puede ser más que uno de ellos –nunca impuesto- y debiera ser una respuesta proporcional a la gravedad de la ofensa, sin incluir ningún plus de protección específico por el hecho de ser mujer 137. No creo, pues, que fueran acertadas las razones de eficacia que el Tribunal Constitucional español utilizó en su día para justificar la conversión de las faltas de malos tratos y lesiones leves en delito. El aparato penal no es el llamado a modificar las percepciones sociales acerca de la gravedad de los problemas 138. Tampoco, desde luego, los que afectan a la mujer. Bajo el pretexto de una seguridad que se resiste a hacerse precisa en casos de violencia ocasional, acaba imponiéndose, desde el estado, un fuerte control sobre sus decisiones vitales. Comparto la posición de las feministas que denunciaban en un manifiesto reciente los peligros “de una excesiva tutela de las leyes sobre la vida de las mujeres” 139. La realidad a contemplar es muy distinta cuando existe un clima de violencia sistemática y persistente que sitúa a la mujer en una posición de riesgo de lesión de sus intereses más esenciales . Es decir, cuando la humillación y el menosprecio se suman a un daño físico y psicológico relevantes que alertan sobre la peligrosidad de la situación para la integridad personal de la mujer. Aún en esos casos se entiende, sin embargo, que puede resultar contraproducente la imposición del recurso penal. En un exhaustivo estudio acerca de las barreras que impiden a las mujeres salir de esas situaciones de conflicto, Villavicencio destaca la ausencia de una información que pueda resultarles útil o de un apoyo no condicionado que les permita recuperar el control de sus vidas. “Las estrategias de intervención con víctimas de violencia deben fundamentarse, dice la psicóloga, en un modelo de empoderamiento que apoye activamente el derecho de las víctimas a tomar sus propias decisiones… y no poner(les) condiciones para recibir ayuda, como por ejemplo instarles a presentar una denuncia … o a abandonar a su pareja y mantenerse…” 140. Frente a la simplicidad de una llamada indiscriminada al aparato penal, la autora propone “tener en cuenta las variables culturales, raciales, étnicas, de género, de orientación sexual, de edad, de situación laboral, de afiliación religiosa, de política, de clase, de grado de educación, de estado civil, de capacidad o discapacidad física y otros factores que estén relacionados con la vida de las víctimas y que afectan a su proceso de toma de decisiones” 141. Desde un feminismo también crítico con la línea oficialista, se han destacado, por ejemplo, las estrategias desarrolladas por las inmigrantes –consideradas como un colectivo especialmente vulnerable al maltrato 142- para obtener sus papeles y su independencia. “Paradójicamente, afirma Mestre, mantener (temporalmente) esta situación de subordinación y de negación personal en lo privado es lo que les permite combatir el sistema de exclusión y de negación personal en lo público que impone la LOE” (Ley de Extranjería) 143. Lo más lamentable es que, mientras con pesimismo se intenta evaluar el dudoso acierto de las decisiones politico-criminales adoptadas por la ley integral para afrontar la violencia contra las mujeres, crecen a nuestro alrededor propuestas maximalistas en favor de la idea de incrementar todavía la vía punitiva. Van Swaaningen intenta justificar esas incesantes demandas de criminalización en una falta de conocimiento de esos grupos acerca del funcionamiento del sistema penal –“de lo extremadamente violento que es en todas sus fases” 144- Lo cierto es que en un comunicado de prensa en defensa de esta ley, de septiembre del año pasado, numerosas asociaciones feministas proponían reforzar las actuales medidas represivas con otras como “el cumplimiento efectivo de las medidas de protección de las víctimas y el cumplimiento íntegro de las penas”, “la tipificación del delito de terrorismo sexista para todos los actos de violencia ejercitados por los hombres contra las mujeres, sus hijos e hijas o sus familiares más allegados”, “la supresión judicial sistemática de todo comunicación del causante para con sus hijos” o “la introducción de un delito de apología del terrorismo sexista para perseguir todas aquellas actitudes, comentarios y sarcasmos que obedezcan al propósito de minimizar o desalentar a las víctimas en su decisión de denunciar ante los tribunales” (¡!)145. Las posibilidades de prosperar de estas peticiones dirigidas a los poderes del estado son inciertas por el momento. Mucho más que los últimos intentos de impedir la retirada de las denuncias por parte de las mujeres maltratadas. La propuesta proviene, otra vez, del feminismo institucional y persigue retirar la exención legal de declarar contra la pareja, a las que se acogen un 37% de la mujeres, después de una denuncia previa (art. 416 LECr). Se defiende que, con el reconocimiento de ese derecho a la mujer, “se está dando entrada, en presencia de delitos perseguibles de oficio, al perdón del ofendido cuya única finalidad es la de conseguir la impunidad de los presuntos autores de tan execrables conductas, deviniendo, por tanto, absolutamente ineficaz la protección legal a la víctima” 146. Una vez más, no nos sirve de ejemplo la experiencia norteamericana. Larrauri nos cuenta con detalle los perniciosos efectos de esta lógica del castigo para la suerte de las mujeres victimizadas, haciendo especial énfasis en cómo esta obsesión persecutoria incide en su exclusión de los servicios sociales de apoyo y en su propia criminalización (por no cooperar en el castigo, por no garantizar la protección de sus hijos …) 147. El informe del Observatorio Estatal de violencia contra la mujer previene contra esa perversa consecuencia, al reconocer que quienes declaran en falso o no declaran para proteger a su agresor podrían llegar a ser incriminadas “bien por delito de desobediencia, bien por falso testimonio” 148. Con ese inmenso poder de definición que se apropia el feminismo institucional, se crea una nueva categoría de desviación femenina, pensada para todas esas mujeres que desafían el modelo impuesto y no satisfacen las expectativas creadas para ese otro sujeto estereotipado, que es la Mujer como género (en mayúscula) 149. Tienen razón quienes denuncian, desde Scheerer, el peligroso protagonismo de los nuevos empresarios morales a la hora de imponer “su ética absoluta”, sin reservas, en la solución de los problemas sociales 150. No hay dialéctica posible entre los dos campos - el del bien y el del mal- en que reorganizan el mundo: “los culpables deben ser “malos” y las “victimas” inocentes”. El derecho penal asume, para ellos, “el rol de organizador universal y simbólico” de su jerarquía de valores, reencontrando así “la dignidad casi metafísica que había perdido”. Lo importante, concluye ese autor, no es que sea objetivamente eficaz o contraproducente en la solución de conflictos, sino que es “su ley” 151 ¿Adónde ha quedado esa distancia crítica del estado y del derecho del mejor feminismo?. La alianza institucional ha procurado nuevos riesgos para la autonomía de las mujeres, asegurándoles una posición subordinada de obediencia y sometimiento a la voluntad estatal en aras de una supuesta protección que victimiza y criminaliza a la vez 152. A cambio, afirma Carmena, se ha cumplido un efecto básicamente simbólico y difuso: el de “conformar las categorías morales de la sociedad” 153. El citado informe del Observatorio Estatal de Violencia sobre la Mujer repara en ello cuando atribuye a la ley integral un aumento de la sensibilización social que habría permitido a los agresores percibir un fuerte rechazo de la sociedad. Podría ser, a su juicio, el factor explicativo de las reacciones de suicidio de los agresores tras el homicidio de la pareja. : “Se observa cómo la Ley ha posibilitado, dice el informe, un mayor posicionamiento crítico frente a la violencia que ha facilitado que los agresores perciban el rechazo de la sociedad y del entorno más cercano ante los crímenes cometidos, hecho que podría haber incidido en el aumento del número de suicidios ” 154. Es otra de las características que Scheerer predica de los empresarios morales: el desequilibrio entre los fines y los medios 155. Seguramente se ha conseguido en muy poco tiempo el objetivo propuesto de asignar negatividad social a los comportamientos relacionados con la violencia de género, pero los costes han sido enormes. La experiencia vivida en otros países había evidenciado ya, desde hacía años, los efectos indeseables de esta instrumentalización del derecho penal. Merece la pena conocer la forma en que se ha desenvuelto este discurso crítico en el seno de la teoría legal feminista. V. El mejor camino: un discurso feminista crítico Existe una conciencia bastante generalizada en amplios sectores del feminismo acerca de la incapacidad del sistema penal para ofrecer una respuesta satisfactoria a los atentados de género. En particular, porque se pierde su significado político y la complejidad del contexto en que éstos buscan ser planteados y resueltos. Esa percepción de un daño colectivo, propia del feminismo es incompatible con el reduccionismo penal, que tiende a individualizar el conflicto traduciéndolo en términos de violencia interpersonal. “De la “opresión”, dice Bodelón, se pasa a la “victimización” y, por tanto de una situación estructural que implica a todas se pasa a reducir el problema a un daño individual” 156. Insiste, sobre ello, Pitch cuando afirma que “la ubicación de los problemas (sociales) en el ámbito de la justicia penal, como delitos, consolida la individualización de la atribución de personalidad (porque) la responsabilidad penal es personal. El derecho penal … simplifica el problema mismo, definiéndolo como una acción voluntariamente –y puntualmente, es decir, en un preciso momento- llevada a cabo en perjuicio de alguna persona, poniendo entre paréntesis contexto, historia, complejidad social” 157. Feminismo y derecho penal operan, pues, con lógicas muy distintas. Por eso afirma Ortubay que “el derecho penal se apropia de los conflictos y los transforma” 158. Pero esta idea puede desarrollarse más allá de ese primer significado que se sugiere. Por ejemplo, reparando en la actitud de los diferentes operadores jurídicos y en los estereotipos y prejuicios que incorporan a su tarea de creación, interpretación o aplicación de las normas. Lo que se califica como “tecnología de género”: “el derecho redefine la experiencia de la mujer y fija unas categorías que crean género”, en el proceso penal, en la determinación de responsabilidades … 159, incrementando a menudo el proceso de criminalización secundaria de la mujer160 También reaparece ese pensamiento cuando se valoran las perniciosas consecuencias de la lógica –represiva- que la vía criminal es capaz de imponer, sin cautelas, en el ámbito de las relaciones entre los sexos: denuncias obligatorias, renuncia al perdón, encarcelación por desobediencia, o, más generalizadamente, todo un conjunto de dispositivos de control que condicionan y pervierten el ámbito de lo personal y de lo íntimo. Y no me refiero sólo al contexto de la pareja. Me parece fundamental la posición crítica de Osborne frente al feminismo cultural –que tanto ha propiciado esta escalada punitiva-, en el sentido de defender la necesidad de un espacio para el desarrollo legítimo de las necesidades individuales, sin acusaciones de “ser víctima de la falsa conciencia o (de que se) imita o se halla al servicio del patriarcado”. Refiriéndose, de modo particular, al terreno de la sexualidad, afirma, “es verdad que, en tanto pertenecientes a un sistema de género, hemos podido constituirnos en sujeto político para denunciar y erradicar en lo posible la dominación patriarcal. Pero eso no implica que en el camino debamos condenar, en aras de algún principio superior, por muy colectivo que sea, ciertos espacios privados y comportamientos que son necesarios a los individuos”. “Que lo personal sea político, concluye, no quiere decir que todo lo que afecte a nuestros comportamientos individuales deba ajustarse a una determinada política” 161. No es ajena a esa posición feminista crítica, la reivindicación para la mujer de un papel activo en el contexto de las relaciones sociales y de la justicia penal162 , evitando el obsesivo afán por ofrecer de ella una imagen homogénea, pasiva y victimaria, que limita su libertad y su subjetividad. Una estrategia “excluyente”, en términos de Smart, 163, que ha sido auspiciada por el feminismo institucional y que pervierte la conciencia que las mujeres tienen de sí mismas y de los recursos con que cuentan para enfrentar sus problemas y atender sus necesidades al margen del derecho y del estado. Pitch se lamenta, por ejemplo, de “la transformación de la política de las mujeres en política tradicional … al ignorar las diversidades entre las mujeres y, de hecho, reconstruir el universo femenino presentándolo compacto, animado por los mismos intereses y necesidades; peor aún, unificado en y por la condición de “víctima”” 164. Esa oposición al ´”cliché de la mujer-víctima” está también presente en el pensamiento de autoras como Snyder 165o Karstedt 166 que proponen repensar la idoneidad de otras fórmulas de resolución de conflictos, tales como el recurso a instancias no penales sino civiles, laborales o administrativas o también respuestas informales que, lejos de una protección jurídica, garantice a la mujer amplios espacios de decisión en su lucha por una identidad no deficitaria, no estereotipada. Por otra parte, esta sobrerepresentación de la violencia de género en el calendario penal está provocando en el seno de la comunidad científica y en la jurisprudencia de nuestros tribunales unas estrategias de resistencia que no son deseables y que están repercutiendo en la credibilidad –lamentablemente indiferenciada- del feminismo 167. A la general incomprensión de una ideología recientemente descubierta y básicamente desconocida en su complejidad –como la feminista- se suman, en este caso, profundas reticencias por el primado de la política sobre la ciencia y las reglas jurídicas. Pero, lo cierto es que, tras estos “juegos de poder” que pugnan por imponerse en la sociedad a través de sus correspondientes discursos críticos, a los que alude Lacombe 168, hay una disensión social relevante que no puede despreciarse. Larrauri propone en nuestro país un debate y una reflexión conjunta entre fuerzas progresistas 169 que, inevitablemente, llevaría a revisar los últimos avances criminalizadores, propiciados por las reformas de 2003 y de 2004, en busca de soluciones, menos maximalistas y más consensuadas, a las manifestaciones más graves de la violencia que se ejerce contra las mujeres. No hay ninguna duda de que, con ello, se radicalizarán las líneas de fractura, ya existentes, entre maneras diferentes de entender la política y el sentido y la naturaleza del feminismo 170. Pero merece la pena. Existe una conciencia colectiva, dentro del pensamiento feminista, de que este fuerte proteccionismo del entorno de la mujer tiene un valor simbólico problemático que favorece la dispersión del control social favoreciendo a su paso las prácticas represivas de la ley y el orden, características del capitalismo global de nuestros días. Snyder llega a hablar de “tácticas de diversión” utilizadas por los regímenes occidentales para distraer la atención de temas que pudieran poner en cuestión la legitimidad del sistema de dominación actual bajo el capitalismo. El “ciego crecimiento del control” ha demostrado, concluye la autora, que no conduce a una sociedad más justa, más humana ni más igualitaria” 171. Hay, pues, una “ética” feminista que se revela contra el estado de cosas existente 172. Pero la relación, siempre problemática, entre capitalismo y patriarcado, como estructuras de poder diferenciadas, permanece. Lo expresa muy bien Molina, cuando señala que “centrar el problema significa reconocer que la mujeres sufren una específica opresión como mujeres en sus relaciones con los hombres, como hombres … que no pueden ser explicadas en términos de capitalismo sino en los términos feministas de que existe un sistema específico de dominación masculina: el patriarcado”. “La situación de sujeción de la mujer”, no sería, según ello, “un caso más de la situación de nuestro mundo” definido por relaciones de desigualdad, subordinación, explotación y pobreza sino algo “específico, que padecen las mujeres en todas partes y por el hecho de ser mujeres” 173. Ello no significa predicar un falso universalismo. El feminismo postmoderno, aparecido en la década de los 90, es consciente como afirma Osborne, de que la identidad de género no puede mantenerse como único fundamento del movimiento feminista pues de esta forma quedaría “descontextualizado y separado analítica y políticamente de la constitución de la clase, la raza, la etnicidad y otros ejes de las relaciones de poder” que conformarían también esa “común identidad feminista” que muchas prefieren llamar “afinidad” y que debe constituirse a partir del reconocimiento de su diversidad y de coaliciones o alianzas de mujeres en su lucha contra la opresión 174. Queda plantearse si esa “politización” de luchas particulares favorece en alguna medida el desarrollo del capitalismo global en ese “universo despolitizado”, al que se refiere Zizeck, en el que la solidaridad en la lucha política común se ha transformado en una lucha cultural por el reconocimiento de identidades marginales y por la tolerancia de las diferencias. El autor cree que sí. Que en su pugna por reafirmar su propia subjetividad, el feminismo –cualquier feminismo- deja intacta la homogeneidad básica del sistema capitalista mundial al que presta, en cierta medida, un refuerzo ideológico al hacer invisible su presencia masiva 175. Es la crítica más devastadora que puede hacérsele al feminismo. Son los términos de un debate imprescindible que hay que promover. BIBLIOGRAFÍAAA.VV. (2006). Lo público y lo privado en el contexto de la globalización. Colección Clara Campoamor. Instituto Andaluz de la Mujer. Junta de Andalucía.ACALE SÁNCHEZ, María (2006). La discriminación hacia la mujer por razón de género en el Código Penal. Reus. Madrid.AGUSTÍN, Laura (2004) “Lo no hablado:deseos, sentimientos y la búsqueda de “pasárselo bien””, en Osborne (ed). Trabajador@as del sexo. Bellaterra. Barcelona.AGUSTÍN, Laura (2005). “Cruzafronteras atrevidas: otra visión de las mujeres migrantes” en Martín/Miranda/Vega (eds.). Delitos y fronteras. 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La alienación y la falta de poder-, al tiempo que se profundizaba en el otro sentido de la idea –que lo político es personal- , es decir, que se puede cambiar la propia vida a través de la acción radical y encontrar el auténtico yo”, 122.05 Sobre el concepto de política como “conjunto de estrategias destinadas a mantener un sistema”, Puleo (2005), 50. Las ideas del texto en Amorós / De Miguel (2005), pp. 41,62,71. 06 A las que se refiere, por ejemplo, Amorós (2005), 76 ss. y que se atribuyen al patriarcado y a su poder de definición. Sobre los aspectos prácticos y simbólicos de ese “poder de asignar espacios” del patriarcado, véase Molina Petit (2003), 124 ss. 07 Un sector, afirma Bodelón (2003), que no se apoyó en la base del movimiento feminista sino “a sus espaldas”, 477. 08 Cfr. Amorós / De Miguel (2005), 75,85.09 Folguera (1988) sitúa en un Congreso de Granada de 1979 el enfrentamiento de este sector feminista con otros “feminismos de la diferencia” que le reprochaban, ya entonces, su carácter institucional y reformista, nada interesado en aunar puntos de vista, 123,128. 10 Merece la pena destacar la excepción de Diez Ripollés y de sus reflexiones acerca de que la reforma penal de 1995, desde una perspectiva de género (1999), 250 ss. Este autor llega a considerar los delitos sexuales como agresions de género. “Es de lamentar que el paso a primer plano de la libertad sexual individual convierta en un mero conflicto interpersonal lo que en realidad es un conflicto social basado en el género”, 25211 Afirma, por ejemplo, Larrauri (1994), que se trataba de “una protección deficiente e insuficiente”, 93.12 Gimbernat (1980), 49,5013 Así, Maqueda (2004), 41 ss. Ampliamente, Asúa (1998), 90 ss.14 Véase Bodelón (2003), 466 ss. 15 Muñoz Conde / Berdugo / García Arán (1989), 29.16 Bodelón (2003), 47217 Boix /Orts /Vives (1989), 14,16,135.18 Larrauri (1994), 94,95.19 Noticias en Pitch (2003), 186 ss.20 Otra vez, Larrauri (1994), 94.21 Nos da noticia de ello, Asúa (1998), 89. 22 Los tipos básicos de los delitos de agresión y abusos sexuales (artículos 178, 181 y 183 del código penal), se definen a partir de la idea genérica de “atentar contra la libertad sexual de otro”, sea con violencia o intimidación (“agresión”), sea sin consentimiento o con prevalimiento o engaño (“abusos”) 23 Véase López Garrido /García Arán (1996), 108.24 Por aparecer equiparado a la penetración vaginal, lo que supondría estar protegiendo “un concepto de sexualidad conectado con la función reproductora de la mujer, según referencia parlamentaria. Cfr. López Garrido /García Arán (1996), 109.25 Así Osborne (2001), 21. Alarcón (2001) da cuenta del resultado de un trabajo 25Realizado sobre delincuentes sexuales que cumplen condenas en diferentes centros penitenciarios,según el cual, dice la autora “no agraden buscando placer sexual sino que en la inmensa mayoría utilizan sus genitales para ejercer el poder, como arma para humillar, “para poner a la otra en su sitio” y canalizar así frustraciones personales”, 98. 26 Molina Petit (2008) En prensa. 27 Ampliamente, Pitch (2003), 218 ss.28 “¿Por qué concederle al pene la categoría de falo?”, por qué reconocerle el poder de humillar, herir o subyugar?”, concluye Molina (2008). En prensa.29 Finalmente concluye” “los límites son tan frágiles e inciertos, y esa fragilidad e incertidumbre representan una característica tan importante de la percepción intersubjetiva y de la construcción histórica y social de este tipo de violencia, que creo que el riesgo debería correrse”. Pitch (2003), 202 ss.30 “Lo importante, dice la autora, es que se trate de una utilización degradante de la víctima, que afecte a aspectos íntimos corporales independientemente de que el autor “se excite” sexualmente o sea un sádico que pretende humillar o vejar a la víctima”.Ello le permite excluir la lamentable exigencia jurisprudencial de la concurrencia de “ánimo libidinoso” o “ánimo lúbrico” en el agresor. Asúa (1998), 83,84. Críticamente, respecto del planteamiento de la autora y sus posibles repercusiones, Diez Ripollés (1999), 254 ss.31 Mackinnon (1992), 207.32 El artículo 186 del código penal castiga con penas de prisión de seis meses a un año o multa de doce a veinticuatro meses al que “por cualquier medio directo, vendiere, difundiere o exhibiere material pornográfico entre menores de edad o incapaces”. La reforma de 2003, de signo punitivista, sólo alcanzó a incorporar la pena de prisión alternativa a la multa, que era la pena prevista por el código de 1995 en una cuantía inferior, de tres a diez meses. 33 Pernas (2001), 56.34 Davis / Faith (1994), 118.35 Lo hace críticamente. Lacombe (1992), 247.36 Lacombe (1992), 252. 37 Ampliamente, Osborne (1989), 43 ss. También, Osborne (1993), 264 ss.38 Barry (1992), 7.39 Las claves del discurso institucional están todas en el último artículo de prensa de Valcárcel ( y otras firmas) publicado en el Diario “El País” el 21 de mayo de 2007, con el título “¿La prostitución es un modo de vida deseable?. Representando a los otros feminismos, Maqueda “Feminismo y prostitución”. Diario “El País”,1 abril 2006. 40 Véanse los debates publicados en el BOCG (2007), 25 ss.41 Para conocer en profundidad los términos del debate, Maqueda (en prensa). Véase también. Lean Lim (2004), 59 y 80 ss.42 Schnock (1993), 272 ss.43 Rey (1998, 106,107.44 Pernas (2001), 73. Véase también el completo análisis sociológico y jurisprudencial sobre el acoso realizado por Gil López de la Asociación de Mujeres Abogadas de Valladolid.45 Por el que apuesta Mackinnon (1992), 204 ss. En el sentido del texto, también, Pitch (2003), 227. Duda de que la penalización del acoso”ayude a su disminución, Larrauri (1997),182. 46 Pernas (2001), 55.47 La autora alerta de “los peligros de una “victimización” excesiva de las mujeres”. Roiphe (2000), 20, 22. 48 Se especifica, además, que “corresponde al individuo mismo establecer qué comportamiento puede tolerar y qué comportamiento considera ofensivo”. Reconoce con razón, Pitch, tras ofrecer este dato, que el acoso, entendido en términos de percepción subjetiva, desaconseja una postura criminalizante en favor de una prevención, concebida en términos de cambio cultural. Pitch (2003), 226,227. 49 Roiphe (2000), 22. 50 Pitch (2003), 226. 51 Lo que exige, de entrada, la idoneidad de un concepto de acoso sexual criminalizable. Véanse diversos intentos de definición doctrinal y jurisprudencial en Díaz Descalzo (2004), 183 ss. y Pérez del Río (2006), 186 ss. Tras la reforma de la ley 15/2003, nuestro código penal acoge el acoso horizontal, esto es, sin exigencias de estructuras de poder diferenciadas (“prevalimiento de una situación de superioridad laboral, docente o jerárquica …”) que funcionan como elementos de agravación. El artículo 184 castiga con prisión de tres a cinco meses o multa al “que solicitare favores de naturaleza sexual, para sí o para un tercero, en elámbito de una relación laboral, docente o de servicios, continuada o habitual, y con tal comportamiento provocare a la víctima una situación objetiva o gravemente intimidatorio, hostil o humillante” 52 Se refiere a ellos como elementos de racionalidad ética, Diez Ripollés (2003), 96 ss. Este punto de vista, también en Barrere en sus consideraciones acerca de la necesidad de conjugar feminismo y galantismo (1992), 79.53 Laurenzo ( 1998), 244,260. También, Ortubay (1998), 264.54 “resulta mucho más sencillo y cómodo para el Estado ampliar el catálogo de delitos …”, afirma Laurenzo ( 1998), 259. Esta agravante aparece recogida en el artículo 22,4 del código penal, desde su reforma en 1995.55 Laurenzo (1998), 257.56 Lo afirma Larrauri (2007), 130 y ss . Otra suerte corrió la agravante de desprecio de sexo, que fue su precedente hasta la reforma penal de 1983. Merece la pena conocer la historia jurisprudencial que nos cuenta Acale (2006 ), 26 ss. 57 El artículo 227 del código penal español castiga –hoy con prisión o multa- al que “dejare de pagar durante dos meses consecutivos o cuatro meses no consecutivos cualquier tipo de prestación económica a favor de su cónyuge o sus hijos, establecida en convenio judicialmente aprobado o resolución judicial en los supuestos de separación legal, divorcio, declaración de nulidad del matrimonio, proceso de filiación o proceso de alimentos a favor de sus hijos”58 Laurenzo (1998), 130 y ss . Véanse las conclusiones del estudio en Sillero / Laurenzo (1996), 157 ss. Otra suerte corrió la agravante de desprecio de sexo, que fue su precedente hasta la reforma penal de 1983. Merece la pena conocer la historia jurisprudencial que nos cuenta Acale (2006), 26 ss. 59 Una petición política que sigue en la agenda feminista. En un artículo publicado en el Diario El Pais de 18 de marzo de 2006, bajo el título “Un feminismo que también existe”, más de doscientas mujeres pedían al gobierno la creación, todavía pendiente, de ese Fondo.60 Pérez Manzano (1998), 228,22661 Acale (2006), 181. El nuevo precepto (artículo 149,2) castiga específicamente al que “causare a otro una mutilación genital en cualquiera de sus manifestaciones”, pero la exposición de motivos de la ley se refería expresamente a la protección de “mujeres y niñas”, lo que permite suponer que buscaba su tutela individualizada frente a prácticas difundidas en ciertas culturas, como la ablación del clítoris. 62 Véase Durán (2004), 8 en relación al caso sueco que incorpora una regulación similar pero con referencia explícita de la mujer en materia de maltrato. Creo que sus consideraciones son trasladables al debate acerca de si son convenientes o no las criminalizaciones que buscan ofrecer una protección individualizada a la mujer.63 La ley permite agravar la pena en tres meses (la pena mínima) “cuando la ofendida sea o haya sido esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aún sin convivencia” y prevé su aplicación al maltrato, lesiones leves y graves y coacciones y amenazas leves. Aunque nada tenga que ver con el género, esa tutela reforzada se extiende a cualquier otra “persona vulnerable que conviva con el autor”. Sobre esas cuestiones de inconstitucionalidad, Maqueda (2006b), 10 ss.64 Larrauri (1998), 41 ss. También, en relación a la ley integral, sus valiosas reflexiones en torno a esa agravante de género. Larrauri (2007). 132 a 139. 65 Diez Ripollés (2003), 79.66 Faugeron (1992), 238.67 Así, críticamente, Karstedt (1992), 240 ss. y Snyder (1992), 8 ss. 68 Sobre ellas, Maqueda (2001), 1515 ss. 69 Maqueda (2002), 439 ss.70 Maqueda (2006a), 1 ss. Esta interpretación cuenta, además, con el aval de la Comisión Europea que, en su Decisión Marco relativa a la lucha ante la trata de seres humanos de mayo de 2001, identificaba el fin de explotación “para la producción de bienes o prestación de servicios” con la “infracción de las normas laborales por las que se regulan los salarios, las condiciones de trabajo y de seguridad e higiene”(Doc. 500 PC 0854 (01).71 Véanse las SSAP de Palencia de 3 de noviembre de 2005 (que recoge el pronunciamiento de la de Barcelona de 5 de enero de 2004) y la más decisiva SAP de Navarra de 6 de junio de 2006. 72 Críticamente, Pérez Cepeda (2006), 160 ss.73 En el Informe a la Oficina por la No Discriminación, las asociaciones integradas en el Plataforma de trabajo sexual y convivencia (Genera y otras) denuncian la aplicación de la Ordenanza de Barcelona de medidas para fomentar y garantizar la convivencia ciudadana, entrada en vigor en enero de 2006, afirmando “que los cuerpos de seguridad están actuando de forma arbitraria y discriminatoria” a través el acoso, la coacción y la represión sistemáticas y describen numerosas prácticas en ese sentido. 74 Casal / Mestre (2002), 154. 75 Pateman (1995), 268, 274 ss. Para una mayor información, pueden consultarse los análisis de Mackinnon (1995), 349 ss. y, en el lado opuesto, de Osborne (1993), 13 ss. 76 Críticamente, Juliano (2004), 114. 77 Molina (2003), 139. 78 Así, Mestre ,Ruth (2003), 84- 85. Ampliamente, también, Azize (2004), 168 ss.79 Osborne (2004),14. También Brussa (2004), 194 ss.80 Véase Covre (2004), 238. Se refiere a esas migraciones como experiencia que refuerza el sentido de autonomía y el empoderamiento de las mujeres, Azize (2004), 174,175.81 Véase Doezema (2004), 156,157. 82 Y otros grupos de los que nos dan noticia Casal y Mestre, por ejemplo, el Lobby europeo de mujeres. Más ampliamente, (2002), 147 ss. 83 Doezema (2004), 151,152,161. 84 Agustín (2005), 92. 85 Son representativas, en ese sentido, las diferentes aportaciones que se recogen en el libro Trabajador@as del sexo (2004), citado (Osborne, coord).86 Véanse, por ejemplo, el informe de la UGT “La Prostitución. Una cuestión de género”, cit. o el de Médicos del Mundo en su comparecencia de 2006 en la Comisión del Congreso sobre la prostitución en nuestro país, que han influído, de modo determinante, en las conclusiones finales. BOCG (2007), 21. Lo sorprendente es que, en sus consideraciones finales, la Comisión parta de una definición de trata donde están presentes los viejos medios comisivos; “recurriendo, dice, a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad …” (¡!!). Debe haber olvidado la Comisión que ese no es el concepto de trata que recoge hoy el legislador español, gracias a su presión, entre otras razones. Sobre la influencia de los mass media, Agustín (2004), 272.87 Se refiere Doezema (2004) a ciertas disposiciones legales de restricción de la libertad de movimientos de las mujeres entre los gobiernos asiáticos o a las deportaciones en el Reino Unido o a la necesidad de identificación de las trabajadoras sexuales extranjeras en Holanda, 159 ss. Sobre la situación española a partir de la ley de extranjería, Mestre (2004), 258 ss.88 A pesar de que este texto provenía del Plan de Acción contra la Violencia Doméstica, aprobado por Acuerdo del Consejo de Ministros de 30 de abril de 1.998 (BOCG. Serie II, núm. 126 (f), de 30 de marzo de 1.999) y no había llegado a discutirse en el Congreso ni en el Senado, supuestamente por falta de tiempo. Véanse las razonables críticas a este proceder legislativo por parte, sobre todo, del Grupo Vasco y de Izquierda Unida. Cfr. Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, Sesión Plenaria núm. 221, de 15 de abril de 1.999, en particular, pp. 12.176, 12.178 ss., 12.183. 89 Como reconoce Asúa (2004), 202.90 Del que da amplia noticia Bodelón (2003), 475 ss (y al que haremos referencia a lo largo de este trabajo)91 Larrauri (2003), 302. Así se pone de manifiesto, recientemente, en un estudio de campo realizado por Morillas y otros (2006), 273. 92 Ampliamente, sobre todo ello, MAQUEDA ABREU,ML. La violencia habitual en el ámbito familiar: Razones de una reforma. Libro Colectivo "El nuevo Derecho Penal Español. Estudios Penales en memoria del Profesor José Manuel Valle Muñiz", Aranzadi, Pamplona 2001. Pág. 1515 ss. 93 Véase Maqueda (2004a), 1288 ss, 94 Boldova / Rueda (2006), 13,14.95 Como destaca Asúa (2004), 223. Sobre las importantes innovaciones de esa reforma, Maqueda (2001), 1515 ss.96 “De lo anterior cabe deducir, continúa el Consejo, que las conductas que en nuestra legislación y en la práctica forense habitual se vienen considerando como de escasa gravedad -las constitutivas de falta- carecen de un adecuado tratamiento legal, por no permitir éste enmuchos casos la adopción ... de las medidas precautorias adecuadas, por prever para aquéllas sólo una respuesta penal muy limitada, y por no servir para frenar la progresión cuantitativa y cualitativa de las acciones violentas en el seno familiar, ni coadyuvar a la erradicación de las causas que la originan ...”.97 Cuando denuncia la reiterada ausencia en este país de un proceso de evaluación de los efectos –negativos- de las normas que se someten a un proceso de modificación. Carmena (2005), 29. 98 Pitch(2003), 190.99 Veánse las consideraciones críticas de Rubio (2004), 21,29 que apuntaba ya entonces a la necesidad de introducir una perspectiva de género en la interpretación y aplicación del derecho.100 Bodelón (2003), 475,476. El estudio de Themis insiste sobre ello, como indica Jaime de Pablo (2001), 107 ss.101 En el informe del Observatorio Estatal de Violencia sobre la Mujer, correspondiente a este año, se afirma que existe “un avance considerable de la superación del sexismo en la juventud, lo que atribuye en buena medida a las campañas preventivas institucionales (2007), 92.102 Larrauri (2007), 47 103 El artículo 153 del código penal castiga con penas de prisión de hasta un año o de trabajos en beneficio de la comunidad a quien causare menoscabo psíquico u otra lesión no definidos como delito, o golpeare o maltratare de obra sin causar lesión.104 Los artículos 171,4 y 172,2 del código penal castigan con esas mismas penas a quienes, en el ámbito de una relación de pareja presente o anterior, amenacen levemente con armas u otros instrumentos peligrosos o coaccionen también de modo leve.105 “Cuando el delito se perpetre en presencia de menores, o utilizando armas o tenga lugar en el domicilio común o en el domicilio de la víctima, o se realice quebrantando una pena … o una medida cautelar o de seguridad”, dicen los preceptos correspondientes. 106 Véase Bodelón (2003), 476. 107 Lo he mantenido personalmente. Maqueda (2006c). Véase en especial la elaborada argumentación de Laurenzo (2006), 349. 108 Véanse diversas posiciones en Maqueda (2006c), 5 . También, Faraldo (2006), 80. Otra visión a considerar en Larrauri (2007), 45, 47. 109 Lo plantean, por ejemplo, Larrauri (2007), 101 o Boldova/Rueda (2006), 34.110 Informe (2007), 90.111 Informe (2007),75,77.112 Por ejemplo, cuando se afirma que han aumentado las denuncias de las mujeres en un 260% en los cinco últimos años o que los detenidos son hombres en un 95%. Informe (2007), 48,50.113 Véase, por ejemplo, el Informe de La Caixa a cargo de Alberdi (2005), 81 ss. También Morillas (2006), 266 ss. Lo plantea críticamente Cerezo, considerando que éste, junto a otros factores, inciden en una incierta fiabilidad de las encuestas de victimización , (2006), 316 ss.,319. Parece que en la conocida Macroencuesta del Instituto de la Mujer de 2000 se incluye la duración del maltrato como una de las variables que puede ser indicativa. Véase Vives (2001), 89.114 Larrauri (2007), 45,52,53. Apoya esta propuesta Laurenzo (en prensa).115 Laurenzo (2006). Véanse los criterios limitativos que propone la autora, 355 ss.116 También Laurenzo (2004), 840. 117 Sáez (2007), 16118 Laurenzo (en prensa).119 Sáez (2007), 14-15. Véase también Morillas y otros (2006), 266. 120 El Informe del Observatorio (2007) considera que esta es una apreciación inducida por la forma en que los medios de comunicación presentan sus noticias sobre los atentados de género, 106,108. 121 Larrauri (2007), 38 ss. También Van Swaaningen (1989), sobre el modelo holandés, 97.122 Véase, por ejemplo, Van Swaaningen (1989), 95. Hay que contar, sobre todo, con esos otros feminismos, hoy socialmente reivindicativos, que se centran en lo otro, en lo diverso o lo diferente …sea” ese otro” de signo sexual o racial o étnico. Véase Osborne (2005), 244 ss. Asimismo, la perspectiva de Femeninas (2005), 153 ss. 123 Butler (2006), 370.124 Bengoechea (2003) critica esa excesiva politización del concepto de género, 325. Más ampliamente, el libro coordinado por Tubert (2003) y sus propias reflexiones. 125 Pineda y otras (2006). También, el amplio estudio de Medina (2002), 146ss.126 Cid Moliné (2004), 227.127 Haimovich apunta alguna hipótesis cuando afirma, como resultado de su estudio, que “la mujer que denuncia es vista como sometida a una situación tensionante en la que no sólo pone en evidencia a su cónyuge sino que se pone en evidencia a ella misma, su debilidad, su humillación, su degradación, su fracaso o frustración en la consecución de su “ser mujer”…” (1990), 97.128 Informe (2007), 187.129 Sáez (2007), 14.130 Larrauri (2003), 277 ss.131 AP Sevilla de 15 de julio de 2004, hoy confirmada en su doctrina por la STS de 26 de septiembre de 2005.Sobre ella y otros pronunciamientos interesantes, Valeije (2006), 322 ss. Es de destacar otra línea jurisprudencial más reciente que, sobre la base de la indisponibilidad de los bienes jurídicos en juego (administración de justicia, pero tambien, vida e integridad) mantiene la condena por quebrantamiento pese al consentimiento de la mujer en el restablecimiento de la convivencia con su agresor. Así, las SSTS. De 19 de enero y 28 de septiembre de 2007. 132 Auto 167/2005, de 20 de mayo de la Sección 4 ª de la Audiencia Provincial de Valladolid y el 136/2005, de 29 de junio del Juzgado de lo Penal nº 20 de Madrid133 Esquinas hace referencia a los resultados de algunos estudios comparados de carácter empírico-criminológicos (2006), 92 ss.134 Se refiere a ambas cosas y las matiza Larrauri (2007), 66,104,105.135 Uit Beijerse/Kool (1994) hablan de “un callejón sin salida”, en relación a la experiencia holandesa, 161,162.136 Pitch (2006), 209,210. 137 No veo el fundamento de ese plus de protección, tratándose de agresiones ocasionales. En escritos anteriores no reparaba en esa necesaria distinción. Así, por ejemplo, Maqueda (2006c), 10. 138 Véanse las consideraciones de González Cussac (2007), 459 ss.139 Pineda y otras (2006).140 “ Las mujeres vuelven muchas veces, señala la autora, porque les es difícil encontrar vivienda y trabajo, por miedo al agresor, al sistema legal, a la pobreza, por amor, soledad, preocupación por sus hijos/as, etc… Esto no debe interpretarse como un fracaso. Si decide permanecer con el agresor, hay que ayudarle a desarrollar estrategias de afrontamiento que no la pongan en peligro ni a ella ni a sus hijas/os, evitando la bebida, el abuso de drogas, el aislamiento, la automedicación, la negación o la minimización”. “Su seguridad y la de sus hijas/os seguirá siendo el objetivo principal …“Cuando exista peligro inminente de suicido, homicidio o maltrato y/o abusos … tenemos la obligación de actuar. ..” Villavicencio (2001), 47,48). Por cierto que el informe del Observatorio (2007) reconoce que la denuncia puede ser un factor de riesgo para encontrar la muerte, 91.141 Villavicencio (2001), 48.142 Recientemente, el informe del Observatorio (2007), 114,118.143 Mestre (2005), 239. A la situación perversa de estas inmigrantes, por el riesgo permanente de expulsión en caso de denuncia se refiere Acale (2006), 400 ss.144 Sólo comparable con “la violencia sexual como sistema”, afirma la autora tomando la idea de Stuart. Van Swaaningen (1989), 94,95.145 Firmaban este comunicado de 5 de septiembre de 2006, entre otras, la Federación de Mujeres Progresistas y la de Mujeres Separadas y Divorciadas, la Unión de Asociaciones Familiares, la Asociación Vivir sin Violencia, Asociación de Mujeres Juristas (Themis) … 146 Informe del Observatorio (2007), 188. 147 Larrauri (2007), 77,78. 148 Informe (2007), 189. 149 Véase Smart (1994), 179. 150 Scheerer (1985), 268. Véase en la doctrina penal, las críticas de Silva (2001), 66 ss. y Diez Ripollés (2003), 31. También Larrauri (2007), 58. Y Van Swaaningen (1989), 100.151 Scheerer (1985),277,275. Karstedt (1992) los analiza como « grupos de víctimas”, de ahí su efectividad, 288.152 Snyder (1992), 8 ss. 153 Carmena (2005), 31. 154 Informe (2007), 83,84.155 Scheerer (1985), 269.156 Bodelón (1998), 196. También, Larrauri (2007), 75. 157 Pitch (2003), 220.158 Ortubay (1998), 269.159 Bodelón (1998), 194. Piensa Rubio (2004), sin embargo, que el sistema jurídico permite siempre interpretaciones alternativas que pueden beneficiar a la mujer . “La verdad jurídica, afirma, no es inamovible (y) si se altera el poder, se produce una alteración en la verdad y en los sistemas de indagación de la misma”, 36 y 37160 Así, van Swaaningen (1989), 96.161 Osborne (2002), 128,129.162 Karstedt (1992), 293.163 Smart (1994), 149.164 Pitch (2003), 186-187. También (1992), 267. 165 Snyder (1992), 6166 Karstedt (1992), 293,294. Sobre las propuestas preventivas, véase Van Swaaningen (1989), 101.167 Se refiere a ello, Larrauri (2007), 70 ss. Sobre esas estrategias de resistencia, Laurenzo (en prensa).168 Lacombe (1992), 255 ss.169 Larrauri (2007), 71. 170 Como en ocasiones anteriores a las que se refiere Pitch (2003), 184.171 Snyder (1992), 8. También, Lacombe (1992), 240,241. 172 Me refiero al concepto de ética de Molina (2003) aplicado al feminismo, 133.173 Son consideraciones referidas al feminismo socialista que nace en los EE.UU. a finales de la década de los sesenta. Molina (2005), 157 y 161. En la misma línea, pero particularmente reivindicativa de esa diferencia, Amorós (2005),316 ss. Merece la pena ver las distintas perspectivas que se ofrecen en un estudio reciente, en cuanto a “las nuevas formas de actuar en –y de pensar- el mundo”, desde el feminismo. Liminar de Castro / Herrera. AA.VV. (2006). 174 Osborne (2005), 244 ss.175 Zizek ( 2005), 11-237-241ss.