Permítasenos reiterar que el Derecho penal contemporáneo presenta, en todo el mundo, algunas características distintivas que es necesario poner de manifiesto, por su gravedad intrínseca y sus potenciales consecuencias genocidas.
Existe una hipertrofia irracional del Derecho penal, que supone una opción clara, por un derecho penal máximo, opuesto a un sistema democrático (ver sobre el particular,Rivera Beiras, Iñaki, en http://www.eldiario.es/catalunya/Inaki-Rivera-penal-opuesto-democratico_0_201929823.html) sostenido en la convicción  mítica (y errática) que la coerción punitiva podrá prevenir, disuadir o conjurar conductas que se consideran lesivas de bienes jurídicos o verdaderas amenazas para esos mismos bienes, personas o agregados de tales. O, al menos, que servirá para eliminar del paisaje social a los  “otros”, considerados indeseables, peligrosos e irrecuparables, en términos de la supuesta necesidad de reorganizar las sociedades con arreglo a la escala de valores y las pautas de vida hegemónicas. Los condimentos imprescindibles que permitieron sentar las bases de todos los genocidios, incluido, desde luego, el argentino.
En ese marco de creencias fatuas, la forma más usual de resolución de los conflictos es la judicialización y la condena a una pena de prisión. En casi todo el mundo, las tasas de encarcelamiento han subido exponencialmente en la modernidad tardía.

Los discursos progresistas de los expertos, que fueron una referencia hasta bien entrada la década de los 70’, cayeron en los años 80’ en una crisis sin precedentes. 

Así como las consignas de la socialdemocracia de posguerra habían sido “control económico y liberación social”, el reverdecer conservador dio un giro de ciento ochenta grados y proclamó “libertad económica y control social”[1].
Lo que sobreviene, entonces, es una acentuación de la prisionización como respuesta institucional excluyente, perpetrada contra jóvenes, pobres, extranjeros, foráneos, insumisos y disidentes, con su consecuente explosión demográfica de las cárceles y demás establecimientos coactivos de secuestro oficial[2]
El crecimiento de la criminalización de situaciones sociales problemáticas configura una consolidación del estado de policía -por oposición al Estado constitucional de Derecho- y una legitimación de un derecho penal de excepción.
El aumento sostenido de la población reclusa es un dato objetivo difícilmente contrastable, que en líneas generales no se ha revertido en los últimos años, ya que las tasas de encarcelamiento siguen aumentando en forma sostenida en la mayoría de los países del mundo.
Pero más allá de esta circunstancia cualitativa, debe anotarse que el “prestigio” de la cárcel ha alcanzado niveles impensados. Se proclama ahora, a diferencia de lo que ocurría durante el auge del correccionalismo criminológico, es que la prisión “funciona”, y se reactualiza en clave postmoderna el concepto de “pena merecida”[3].
Existe en todo el mundo, en síntesis, la suposición de que no deben tolerarse las violaciones a los derechos, cualquiera sea el lugar donde ocurran, y que la reacción frente a esas afectaciones ha de efectuarse mediante una intervención y una pena, respecto de os extraños irrecuperables.
En esos procesos asimétricos de construcción de las normas penales del tardocapitalismo, la potestad para decidir qué conductas serán penalizadas, es patrimonio exclusivo y excluyente de unas pocas personas, generalmente representantes de intereses de clase o corporativos.
Por eso, normalmente, la violencia reglada institucional recaerá más severamente sobre los sectores vulnerables de las sociedades, previamente estigmatizados en base al prejuicio, supuesto éste que se reproduce, insistimos, tanto a nivel interno como internacional.
La particularidad que exhibe el nuevo sistema globalizado radica no solamente en la reproducción de la nueva relación de fuerzas, sino también en la capacidad de presentar dicha fuerza como un bien al servicio de la justicia y de la paz en un contexto de expansión de la ideología securitaria[4].
Como consecuencia de lo expuesto, sobreviene una desformalización y funcionalización del Derecho criminal, con inexorable flexibilización de las garantías penales, procesales y ejecutivas de la pena[5], de las que las cárceles de Guantánamo dan debida cuenta.
En todo el planeta, las tendencias modernas a “luchar contra la criminalidad” y la “inseguridad”, suponen reprimir rápida y ejemplarmente los problemas y conjurar las amenazas que impactan más fuertemente en la opinión pública.
Esas iniciativas recurren en la mayoría de las situaciones a un aumento de los montos de las penas, con finalidades preventivo-generales e  intimidatorias.
En materia procesal, las reformas tienden a acelerar, acortar, abaratar y desformalizar los procesos, allanando todos los “obstáculos” que lo perturben.
Las reformas que tienden a abogar por el derecho de las víctimas se hacen a costa de los derechos de los inculpados y las víctimas, contradiciendo las especulaciones históricas de los procesalistas, ingresan al proceso a reclamar la más grave punición, antes que a restablecer el equilibrio afectado por la ofensa.
Estas -y otras- claves funcionalistas, en síntesis, resumen el rumbo de las reformas político criminales de la tardomodernidad[6].
Esta es una tendencia que ya no se limita a criminalizar a sujetos individuales, sino que ese control se expresa de manera “glocal” y grupal y su objeto de control es la rebelión de los excluidos[7] y de los que se alzan –muchas veces inorgánicamente-contra un estado de cosas que intuyen injusto.
La rebelión de los diversos, los excluidos, los distintos, los rebeldes, en definitiva, los “otros”, son la nueva excusa que se pretende con frecuencia asimilar al “terrorismo”, para habilitar la violencia legitimada únicamente por su eficacia. “Se difumina la distinción entre el “enemigo”, tradicionalmente concebido como exterior, y las “clases peligrosas”, tradicionalmente interiores, en tanto que objetivos del esfuerzo bélico”[8].
Parece comprensible, con estas claves, que en cualquier sociedad exista una dosis de temor o desconfianza hacia aquellos que son asumidos diferentes.
No obstante, estas tendencias reactivas se han magnificado al punto de incorporarse a los regímenes sociales y políticos del mundo contemporáneo.
La desconfianza hacia los otros, concluye articulándose con la indiferencia respecto de la posibilidad de que se los prive de la plena condición de ciudadanos.
Lo que les pase a aquéllos, en términos de destitución de ciudadanía -pérdida de derechos civiles, económicos, soberanos, medioambientales y políticos-, no importa demasiado al resto, y en todo caso esos procesos “descivilizatorios” se perciben como un costo no demasiado oneroso a pagar para conservar un determinado orden social[9], al que se asimila con la “seguridad jurídica”, a la sazón una nueva forma de interpretar las nuevas formas de explotación y expoliación.

Esa “desconfianza” en los otros, alcanza también, y muy especialmente, a los que encarnan el rol de gobernar la penalidad, sus instituciones, sus narrativas y prácticas colectivas, e influye decididamente en la construcción de las nuevas relaciones sociales, explicando, entre otras cosas, el peligro, el riesgo y el auge de nuevas formas de control punitivo.
Por su parte, para el sofista del Anónimo de Jámblico “sólo la sumisión a la ley, o sea, el estado de legalidad, hace posible la vida en común. Para este sofista anónimo, el estado de legalidad es uno de los bienes supremos, pues “una legalidad debidamente establecida origina la confianza que produce grandes beneficios a toda la colectividad”. El estado de ilegalidad, por el contrario, es uno en que reinan la desconfianza y el riesgo permanente, lo cual da lugar a una falta la seguridad cognitiva de los comportamientos personales, y por ello, a que los hombres experimenten el temor y el miedo. Por esto, y puesto que “los hombres no son capaces de vivir sin leyes ni justicia”, a quienes no se someten a la ley les sobreviene la guerra que conduce a la sumisión y a la esclavitud con más frecuencia que a quienes se rigen por una recta legalidad”[10].
Las sociedades de riesgo son, precisamente, aquellas donde la producción de riqueza va acompañada  de una creciente producción social de riesgos[11].
El aumento de los riesgos está produciendo consecuencias trascendentales en el ámbito de la política, el biopoder y la gubernamentalidad de los agregados sociales actuales.
El primer efecto lo constituye la necesariedad de la implementación de políticas públicas tendientes a gestionar, esto es, a controlar los riesgos, cada vez más visibilizados por la opinión pública, e internalizados por la multitud como los nuevos miedos derivados de la modernidad tardía.
El “riesgo”, como el miedo, termina completando, entonces, un nuevo metarrelato cuya densidad sería capaz de sustituir y recomponer los paradigmas totalizantes en aparente retirada, cohesionar los discursos y los sistemas de creencias e imponer políticas públicas defensistas.
Estas características se observan, particularmente, en lo que atañe a las respuestas institucionales que se adoptan en materia de conflictividad social en todo el mundo, ya sea adelantando la punición, inocuizando a los especialmente peligrosos y propiciando estrategias de control que recurrentemente menoscaban las libertades públicas y las garantías individuales decimonónicas, adoptadas siempre en aras de una mayor “seguridad”, una suerte de “concepto estrella” del Derecho penal actual[12], al que todo le está permitido, sencillamente porque “todos estamos en peligro”. Y todos lo estamos, porque el riesgo está identificado como riesgo de daño o de peligro.
Se trata de un riesgo “negativo”, que el Estado debe gestionar como fin primordial que dota de sentido su razón de ser postmoderna, dejando de lado las expectativas asegurativas que caracterizaron al Estado de Bienestar; por ejemplo, la justicia distributiva y la igualdad, la seguridad social, la estabilidad en el empleo, los miedos a los malestares de clase, etcétera[13].
El riesgo, de tal suerte, opera como una forma de gobierno de los (nuevos) problemas “a través de la predicción y la previsión. Se trata de una tecnología que es común y familiar en el campo de la salud pública”, pero que se extiende especialmente a la justicia penal, “un campo en el que el riesgo se ha vuelto cada vez más importante como una técnica para ocuparse de aquellos condenados por delitos, pero también para la prevención del delito”. (…) “El lugar central ocupado por el riesgo en el gobierno contemporáneo es un reflejo de un cambio epocal en la modernidad. Este desplazamiento epocal desde la “modernidad industrial” hacia la “modernidad reflexiva” es vinculado  con la aparición de los “riesgos de la modernización”, tales como el calentamiento y el terrorismo globales. Producto del despliegue de las contradicciones del modernismo industrial -especialmente del rápido y autodestructivo desarrollo del cambio tecnológico conducido por el capitalismo- estos riesgos amenazan a la existencia humana y crean una nueva “conciencia del riesgo” que, a su vez, se torna el rasgo organizador central de la emergente “sociedad del riesgo”. (…).. En otras palabras, aunque las divisiones sociales tales como la clase y el género no desaparecen, son reconstituidas en comunidades de seguridad y protección, unidas más por los riesgos compartidos que por las necesidades materiales en común. En esta era, las instituciones y concepciones centrales de la modernidad son puestas en cuestión: hasta el progreso en sí mismo se vuelve algo que es puesto en duda y sobre lo que se reflexiona críticamente”[14].
Esa conciencia de los riesgos presentes, parte fundamental de una cultura  postmoderna hegemónica unidimensional, se vale de un retribucionismo y un prevencionismo extremos para confirmar la vigencia de las normas sociales y anticiparse a “riesgos futuros” ocasionados por los peligrosos, mediante un “derecho” (interno y supranacional) en estado de permanente excepción[15].
A estas decisiones draconianas recurrentes, conduce el segundo efecto de la gubernamentalidad de las sociedades de riesgo, que está dado por el fracaso de las políticas públicas en la gestión de administración y control de los peligros, y la necesidad de los gestores institucionales de apelar a un urgente populismo punitivo como única forma de conservar sus precarios y efímeros consensos.
El Derecho penal establece, de esta manera, formas específicas de reacción punitiva no sólo contra infractores incidentales de la ley, sino también contra quienes frontalmente desafían el ordenamiento jurídico con el que se identifica la Sociedad y a los que la dogmática funcionalista denomina enemigos, en cuanto conculcan las normas de flanqueo que constitucionalmente configuran la Sociedad, revelan singular peligrosidad y no pueden garantizar que van a comportarse como personas en Derecho, esto es, como titulares de derechos y deberes[16]. Con ellos el Estado no dialoga, sino que los amenaza y conmina con una sanción en clave prospectiva, no retrospectiva, esto es, no tanto por el delito ya cometido cuanto para que no se cometa un ulterior delito de especial gravedad (v.gr., la configuración típica de la tenencia de armas o explosivos o actos de favorecimiento del terrorismo, como delitos autónomamente incriminados, para evitar la comisión de un atentado terrorista de gran magnitud destructiva).
Se ha afirmado al respecto que “… el Derecho penal del enemigo es, tal y como lo concibe Jakobs, un ordenamiento de combate excepcional contra manifestaciones exteriores de peligro, desvaloradas por el legislador y que éste considera necesario reprimir de manera más agravada que en el resto de supuestos (Derecho penal del ciudadano). La razón de ser de este combate más agravado estriba en que dichos sujetos (“enemigos”) comprometen la vigencia del ordenamiento jurídico y dificultan que los ciudadanos fieles a la norma o que normalmente se guían por ella (“personas en Derecho”) puedan vincular al ordenamiento jurídico su confianza en el desarrollo de su personalidad. Esa explicación se basa en el reconocimiento básico de que toda institución normativa requiere de un mínimo de corroboración cognitiva para poder orientar la comunicació en el mundo real. De la misma se deriva, no sólo un derecho a la seguridad (Recht auf Sicherheit), sino un verdadero derecho fundamental a la seguridad (Grundrecht auf Sicherheit)”[17].
Es necesario, no obstante, establecer algún tipo de precisiones con respecto al Derecho penal de enemigo, toda vez que la noción ha sido simplificada, muchas veces descontextualizada y desinterpretada en lo que tiene que ver con su filiación histórica, sociológica y política.
Se tiende a creer, en general, que la noción de “enemistad” en el Derecho penal es el producto exclusivo de una construcción funcionalista sistémica, anatemizada por conservadora según la particular visión de algunos penalistas, que pretenden hallar la génesis de la misma en el pensamiento de Niklas Luhman, de Carl Schmitt, o más recientemente de Günther Jakobs, a los que generalmente remiten[18].
Así se ha afirmado que “no creo que me aleje demasiado de la realidad si digo que la expresión “Derecho penal del enemigo” suscita ya en cuanto se pronuncia determinados prejuicios motivados por la indudable carga ideológica y emocional del término “enemigo”. Este término, al menos bajo el prisma de determinadas concepciones del mundo (democráticas y, sobre todo, progresistas), induce ya desde el principio a un rechazo emocional de un pretendido Derecho penal del enemigo, y no sin razón, cuando volvemos la mirada a la experiencia histórica y actual, y desde ella contemplamos el uso que se ha hecho y que aún se hace actualmente del Derecho penal en determinados lugares”[19].
La historia resulta, como de ordinario acontece, bastante más compleja; y desde una multiplicidad de matices y relatividades nos plantea demasiadas perplejidades como para permitirnos incorporar subjetividades en este tipo de análisis, por respetables que pudieran éstas resultar.
Inicialmente, debemos reconocer que esta separación tajante entre Derecho penal de ciudadano y Derecho penal de enemigo no siempre encuentra su correlato en la realidad objetiva.
En todo enjuiciamiento por un hecho cotidiano, por ejemplo, efectuado de acuerdo a las reglas del Derecho penal de ciudadano, habrán de entremezclarse lógicas tendientes a la defensa de riesgos futuros (Derecho penal de enemigo), sencillamente porque todos los sistemas penales conservan rémoras de ambos paradigmas[20].
Y las conservan porque los sistemas jurídicos en la era del Imperio basan su legitimidad en la capacidad para llevar adelante objetivos éticos mediante la coacción. Pero aun así, en esta etapa transicional de consolidación del Imperio, aunque  actúe en un estado de excepción y mediante técnicas policiales, el derecho no tiene que ver con las dictaduras o el totalitarismo y el dominio de la ley continúa desempeñando un rol paradigmático.
Así, se ha señalado sobre el particular: “El derecho penal del enemigo es, aparte del nombre (aparte del nombre, que a mí personalmente no termina de convencerme, aunque se trata de una denominación estrictamente científica), una realidad en todos los ordenamientos democráticos del mundo, pero una realidad que ha de ser minimizada al grado mínimo de lo estrictamente necesario: esto es, a lo que el autor citado ha llamado “ámbito nuclear del Derecho Penal del enemigo…”[21].
En otros términos, coexisten en el Derecho contemporáneo, fragmentos de Derecho penal liberal y de Derecho penal de enemigo. Y al parecer, eso ha ocurrido en todas las etapas del capitalismo[22].
Por lo demás, aquellas perspectivas –como digo, fragmentarias, planteadas en términos de polarización y con evidentes desajustes históricos- impiden reconocer la verdadera matriz ideológica que campeaba entre los clásicos del liberalismo durante el capitalismo temprano, a partir de la construcción ideal del concepto fundacional del “contrato social”.
Justamente, la naturaleza cultural del contrato está fuertemente anudada a las concepciones binarias de la enemistad, que reproducen la posibilidad de la “amenaza” del Estado con relación a los infractores, tanto en el orden interno como internacional, y exhiben concepciones muy similares a los postulados preventistas y retribucionistas que se critican al derecho penal contemporáneo.
La visión reduccionista analizada concibe a la “modernidad”, en cambio, como un todo homogéneo y armónico, como un paradigma unitario que viene a superar el sistema de creencias del “Anciene Régime”  de la mano de un programa de libertades sin fisuras, que el imaginario de los juristas percibe generalmente como instituido para el conjunto social, sin exclusión alguna.
Debe recordarse, sin embargo, que el Derecho es también una parte de la superestructura social, un sistema de control social destinado a garantizar las nuevas relaciones de producción hegemónicas en cada período de la historia política.
Por eso, los derechos que otorgó el Estado liberal no pudieron trascender sus propios límites en términos de  autonomía relativa.
Esa autonomía relativa, propia de los Estados capitalistas, aunque se tradujera como una autoproclamación protectiva de los derechos de todos los ciudadanos, en realidad resguardaba  los intereses de las nuevas clases dominantes.
Podemos someter a prueba la consistencia de esta especulación, apelando al propio Rousseau y su visión respecto de los infractores del “pacto social”, acaso el soporte jurídico más relevante del sistema capitalista: “Para que el pacto social no sea, por lo tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, el único que puede dar la fuerza a los demás: quien se niegue a acatar la voluntad general será obligado por todo el cuerpo, (…) lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, puesto que tal es la condición que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición que forma el artificio del funcionamiento de la máquina política y única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos, tiránicos y sujetos a los más enormes abusos”[23]. “Todo malhechor, al atacar el derecho social, se convierte por sus delitos en rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar sus leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se da muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Los procedimientos, el juicio, son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y, por consiguiente, de que ya no es miembro del Estado. Ahora bien, como él se ha reconocido como tal, al menos por su residencia, debe ser separado de aquél mediante el destierro, como infractor del pacto, o mediante la muerte, como enemigo público; porque un enemigo así no es una persona moral, es un hombre, y entonces el derecho de guerra consiste en matar al vencido”[24].
En definitiva, el  pacto social fue una manera de legitimar al legislador una vez que entraron en crisis las tesis naturalísticas que explicaban dicha legitimación con arreglo a un mandato sobrenatural del que se hallaba investido el monarca.
El legislador había pasado entonces de ser un simple intérprete del derecho, a ser su creador. Y esto mereció una respuesta en términos de legitimación: el contrato[25].
Dejar de lado estas circunstancias históricas, podría comprometer seriamente una investigación que debe escrutar, entre otros conceptos, las similitudes y diferencias entre los derechos internos y el derecho penal internacional contemporáneo.
Por eso, precisamente, nos vemos determinados a advertir que esas postulaciones importan un esfuerzo ocioso, innecesario, realizado aparentemente para preservar a los clásicos del liberalismo de cualquier acercamiento o “contaminación” entre sus discursos y las tesis que legitiman  la guerra contra los terroristas internos, los enemigos con los cuales el estado no dialoga sino que, por el contrario, amenaza o directamente combate[26].
El concepto de enemistad, como podemos observar, es una formulación conceptual de los clásicos, probablemente anterior a ellos, que se utilizaba -como sigue ocurriendo en la actualidad- tanto en cuestiones de Derecho interno, como para resolver las diferencias planteadas entre los Estados.
La similitud entre el adelantamiento de la reacción punitiva, el deterioro de las garantías penales y procesales y la violación del  principio de proporcionalidad, manifestaciones éstas características del Derecho penal de enemigo, con la guerra preventiva moderna, no puede resultar más evidente.
En el examen del Derecho penal del enemigo y de las cuestiones dogmáticas que el mismo plantea en el actual sistema penal, se ha puesto de relieve desde una óptica estrictamente funcionalista normativa que “no se quiere negar que en los regímenes autoritarios se haga uso de normas de Derecho penal del enemigo. Al contrario. El Derecho penal del enemigo, en tanto consunto de normas, existe tanto en las dictaduras como en las democracias. Pero el problema en las dictaduras es de raíz. Las normas de Derecho penal del enemigo no son ahí ilegítimas porque el Derecho penal del enemigo lo sea per se, sino por el déficit de democracia que caracteriza a esos países. En definitiva, mientras en las dictaduras todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son ilegítimas per se, en las democracias todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son legítimas per se, en las democracias todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son legítimas per se, y tendrán esa presunción de legitimidad formal y material hasta tanto no se declare, por el Tribunal imparcial legítimamente establecido para ello, lo contrario. En última instancia, ahí, en la posibilidad de un control de legalidad objetivo e impacial, reside la diferencia entre una dictadura y una democracia”[27] .
El Derecho penal interno de los Estados, con estas categorías, tiende a parecerse cada vez más, en sus lógicas, a la guerra. Vemos como amigo y enemigo, ciudadano y enemigo, constituyen categorías centrales estimuladas por quienes tienen a su cargo el gobierno de la penalidad.
Por eso es que se hace sumamente difícil defender los derechos de los “otros”, sobre todo cuando se encuentran prisionizados: “La gente es muy ignorante en este sentido y solo piden que se pudran en la cárcel, o piensan exclusivamente en las víctimas de los delitos, creyendo en la falsa pedagogía de que porque se trituren los derechos de los presos se van a salvaguardar los derechos de las víctimas, lo cual es una pésima pedagogía. En este sentido no creo que haya ningún tipo de sensibilidad o en todo caso muy minoritaria frente a los derechos de las personas privadas de libertad. Hasta que a cada uno le toca por alguna razón en la vida conocer de cerca qué es de verdad el sistema penal y penitenciario. Hasta este momento es muy difícil entenderlo, que haya una cierta sensibilidad sobre el tema” (Rivera Beiras, artículo ya citado).
Es curioso. Estas posturas contrarían expresamente las grandes líneas filosóficas que se derivan de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, del propio Papa Francisco:  “44. Por otra parte, tanto los Pastores como todos los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales”.
“Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día. A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas”.
“45. Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino”.








[1]   Garland, David: “La cultura del control”, Editorial Gedisa, Barcelona, 2005, p. 174.
[2] Aguirre, Eduardo Luis: “Inseguridades globales y sociedades contrademocráticas. La desconfianza como articulador del nuevo orden y como enmascaramiento de las contradicciones Fundamentales” en “Elementos de Política Criminal. Un abordaje de la Seguridad en clave democrática”, Universidad de Sevilla, trabajo de investigación presentado para la obtención del DEA, Programa de Doctorado “Derecho Penal y Procesal”, Universidad de Sevilla, 2010.
[3]   Garland, David: “La cultura del control”, Ed. Gedisa, 2005, pp. 43 y 51.
[4]   Hardt, Michael - Negri, Antonio, op. cit., p. 31
[5]  Gomes, Luiz Flavio - Bianchini, Alice: “El Derecho penal en la era de la globalización”, Serie Las Ciencias Criminales en el Siglo XXI, Volumen 10, Editora Revista de los Tribunales, San Pablo, 2002, y Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de control social en las naciones sin estado”, disponible en www.derecho-a-replica.blogspot.com
[6]   Hassemer, Winfried: “Derecho Penal y Filosofía del Derecho en la República Federal de Alemania”, Portal DOXA de Filosofía del Derecho, Nº 8, p. 182, que se puede encontrar como disponible en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01471734433736095354480/cuaderno8/Doxa8_09.pdf
[7]  Sánchez Sandoval, Eduardo: conferencia dictada en el 8º Seminario Internacional del IBCCrim, San Pablo, 8 al 11 de octubre de 2002.
[8]   Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Multitud”,  Editorial Debate, Buenos Aires, 2004, p. 36.
[9]  Pratt, John: “Castigo y civilización”, Editorial Gedisa, Barcelona, 2006, p. 24.
[10] Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre el actualmente denominado “Derecho Penal de Enemigo”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, número 7,  2005, que se halla disponible en  http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[11]  Climent San Juan, Víctor: “Sociedad del Riesgo: Producción y Sostenibilidad”, Revista de Sociología, N°. 82, 2006, p. 121, disponible en http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2263896.
[12]  Polaino Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p.76.
[13]    O´Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 168 y 169.
[14]    O´ Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 21 y 22.
[15]  Agamben, Giorgio: “Estado de excepción”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p. 6.
[16]  Polaino Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p. 76.
[17]  Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial Dunken, Buenos Aires, 2011, pp. 426 s.
[18]    Marteau, Juan Félix: “Una cuestión central en la relación Derecho-Política. La enemistad en la política criminal contemporánea”, Revista “Abogados”, edición noviembre de 2003.
[19]  Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre el actualmente denominado “Derecho Penal de Enemigo”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, número 7,  2005, que se halla disponible en http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[20]  Jakobs, Günther: “Derecho Penal del Ciudadano y Derecho Penal del Enemigo”, en “El Derecho Penal ante las sociedades modernas”, Editora Jurídica Grijley, Lima 2006, p. 23.
[21] Polaino Navarrete, Miguel: “¿Por dónde soplan actualmente los vientos del Derecho Penal?”, en Estudos em homenagem ao Prof. Doutor Jorge de Figueiredo Dias / coord. por Manuel da Costa Andrade, Maria Joao Antunes, Susana Aires de Sousa, Coimbra Editora, Universidad de Coimbra, Vol. 1, 2009 (Direito Penal), ISBN 978-972-32-1776-6,  p. 483.
[22]    Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 40.
[23] “El Contrato Social”, Primera Edición Cibernética, la cual aparece como disponible en http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/contrato/libro1.html.
[24]    Sobre las posibilidades de una interpretación de los textos roussonianos en ese sentido, véase Pérez del Valle, en CPC, nº 75, 2001, pp. 597 ss.; y también Jakobs, en Jakobs/Cancio, (n. 1), pp. 26 s. 79 Véase Rousseau, Jean Jacques, El contrato social o Principios de derecho político, Libro Segundo, V, citado según la edición, con estudio preliminar, y traducción, de María José Villaverde, 4ª ed., Ed. Tecnos, Madrid, reimpresión de 2000, Lib. II, cap. V, pp. 34 s.
[25]  Hassemer, Winfried: “Derecho Penal y Filosofía del Derecho en la República Federal de Alemania”, Portal DOXA de Filosofía del Derecho, Nº 8, p. 176, texto que se puede encontrar como disponible en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01471734433736095354480/cuaderno8/Doxa8_09.pdf
[26] Aguirre, Eduardo Luis: “Consideraciones criminológicas sobre el derecho penal de enemigo”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2010/05/consideraciones-criminologicas-sobre-el.html
[27]  Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial Dunken, Buenos Aires, 2011, p. 453.