Jorge Alemán
Psicoanalista y escritor

Después de mucho tiempo en donde el término populismo designaba siempre una anomalía política, un exceso retórico, un recurso demagógico, una apelación a los sentimientos más espurios de la comunidad. Tal como ha sucedido con otros insultos -la palabra queer podría valer como ejemplo-, este término ha cambiado el registro de su recepción en el ámbito del pensamiento contemporáneo.
En este sentido, la palabra populismo ha adquirido en la izquierda europea una nueva legitimidad teórica y política. Ya no se lo rechaza de entrada, tal como era usual en su régimen de circulación en los debates teóricos y políticos. Por supuesto, esto no hubiera sido posible sin el impacto teórico de La razón populista, un libro clave para el pensamiento político de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.
No obstante, ahora que el tema circula en los ámbitos de la izquierda, especialmente en la Europa del sur, con frecuencia nos encontramos que aún se relaciona al populismo como un mal menor, un contenido político empírico que debe ser admitido por las dificultades propias de la coyuntura, definida por su dominación neoliberal; una suerte de entretiempo, hasta que vuelva la “auténtica” lucha de clases y el camino al socialismo. Esta posición esencialista propia de una metafísica marxista, imagina al populismo como un hecho superestructural que no afecta seriamente a la base económica donde de verdad se juega -según esta posición- el verdadero proyecto transformador.


Sin ir más lejos, Slavoj Zizek últimamente vuelve a insistir en una nueva “lucha de clases”, que deja sin definir cual sería el “sujeto histórico” que la sostendría. Zizek, a través de distintos razonamientos, muchas veces contradictorios y heterogéneos entre los mismos, insiste en que  los nuevos refugiados, los habitantes de las favelas o los barrios marginales de las grandes urbes occidentales, constituirían la nueva sustancia del antagonismo contemporáneo. No obstante, no se explica claramente a partir de qué tipo de construcción política se desplegaría el movimiento interno de la llamada “lucha de clases”.                   
En cualquier caso, si bien debemos reconocer que esta posición esencialista últimamente se ha vuelto más elaborada y sofisticada, sigue siendo notable cómo se ignora que en el planteamiento de  Ernesto Laclau,  no se admite por definición una ruptura total que se imponga por sí misma. Tampoco se trata de atemperar o suavizar la naturaleza del proyecto transformador, sino de radicalizarlo a partir de su condición de posibilidad: la construcción de un proyecto hegemónico vehiculizado por una voluntad colectiva. Teniendo en cuenta que esta voluntad colectiva, por razones de estructura, nunca está garantizada de entrada, tal como sueña el esencialismo que se autodefine como marxista. El esencialismo marxista, desconoce que el discurso y aquello que él mismo engendra y soporta (pulsiones, afectos, rituales o liturgias), no pertenecen a la denominada superestructura, sino que constituyen una fuerza material, tan infraestructural como la propia economía que también pertenece al orden de la construcción discursiva de la política.
Por otro lado, las nuevas izquierdas ahora admiten que, para su propio proyecto, es necesario reconocer el papel que juegan las pasiones plebeyas, las pulsiones o el goce de las identificaciones y que estos elementos constitutivos del ser hablante no pueden ni deben ser regalados a las derechas en sus distintas variantes.
Sin embargo, lo que entendemos por populismo no implica establecer como recurso último de la política a las pasiones, los afectos, los rituales arcaicos o plebeyos. Cuando se lo presenta así, se impone oponer el populismo a la “razón ilustrada y los valores republicanos”, pero se trata de un malentendido. 
Populismo, según la Razón construida por Laclau, cita la imposibilidad del discurso de nombrar objetivamente a la totalidad de lo social. Al igual que en la emergencia  del sujeto dividido por el lenguaje, lo social se presenta fracturado y dividido en su propia constitución por el discurso. Esta fractura, esta brecha que vuelve imposible pensar en una sociedad unificada y totalizable, es la condición formal y no empírica del antagonismo. Este antagonismo no niega las tensiones irreductibles entre la acumulación de renta del capital y la fuerza de trabajo generadora de plusvalía, en todo caso no considera que esa “contradicción” por si misma engendre un proceso histórico emancipador. Populismo significa para Laclau, que ninguno proceso histórico es “necesario” y es portador de una ley “objetiva” que no tiene más remedio que cumplirse. La brecha del antagonismo es la precondición de lo “político” para que pueda emerger siempre de un modo contingente una voluntad colectiva transformadora de las institucionalidad vigente.
A esta brecha ontológica, no cancelable históricamente por una dialéctica ‘finalística’, solo se la puede nombrar a través de nominaciones límites: el número 0, la cosa en sí kantiana, el ser heideggeriano, el “objeto a” lacaniano, etc. Estos nombres marcan en las respectivas teorías de donde proceden  el lugar donde el discurso  se detiene frente a un ‘real innombrable’ por la realidad construida simbólicamente.
Y, por lo mismo, estos nombres son siempre el resultado de una disputa hegemónica que muestra que nunca hay una totalidad unificable de lo social y que “el antagonismo es el límite de la objetividad”. Se dice límite y no extinción de la objetividad, tal como lo pretendería un relativismo posmoderno. La ‘hegemonía populista’ es el nombre que se le da al movimiento histórico capaz de asumir el antagonismo constitutivo de lo social.
Este denso problema ontológico alrededor de una división, fractura o brecha no superable dialécticamente es a lo que llamamos populismo. Por ello, es una forma y no un contenido empírico específico de tal o cual estrategia política. Es un ‘saber hacer’ de la izquierda cuando admite que lo social no se puede tratar objetivamente por una Ley Trascendental. Ni  siquiera, por la lucha de clases, cuando se pretende que la misma sin construcción política mediante, puede transformar la historia .
 A su vez, sobre la insistente analogía entre fascismo y populismo, es pertinente señalar que el fascismo se presenta como un proyecto homogeneizante que pretende alcanzar una totalidad plena. Esta capacidad siempre está amenazada por la excepción que la socava desde adentro: extranjeros, inmigrantes, judíos,  etc. Totalmente diferente de la heterogeneidad y la diferencia irreductible de la cadena equivalencial y su articulación hegemónica planteada en La Razón Populista por Laclau. La hegemonía siempre está agujereada, es inestable y heterogénea y no se puede clausurar en identidad alguna. La hegemonía, en este aspecto, y en su punto de partida, es el grado cero de la homogeneidad. Su construcción solo es posible si se parte de diferencias, es decir, demandas sociales singulares y diferentes  entre sí, que nunca se reabsorben en la ‘cadena equivalencial’ que hace posible a la voluntad popular, que de un modo contingente irrumpe en el proceso histórico.
Desde esta perspectiva  no debería aceptarse que exista un populismo de derechas. En el sentido  riguroso, que Laclau presenta en su lógica hegemónica, no es pertinente decir por ejemplo que el lepenismo es un populismo de derechas y que Podemos es populismo de izquierdas. Aún cuando sus propios seguidores lo presentan de este modo en su argumentación, es una descripción que solo retiene los aspectos descriptivos del asunto y no la cuestión formal que está implicada en la articulación hegemónica del populismo de izquierda.
En cuanto a quienes enfrentan al comunismo como posibilidad más radical y auténtica que el populismo, en primer lugar habría que discutir si nos referimos a lo realizado en China o la Unión Soviética o si se trata de un ‘comunismo filosófico’ al modo de Alan Badiou o Toni Negri. En cualquier caso, aún admitiendo que en esas revoluciones habita en reserva algo por descifrar sobre lo que es una irrupción igualitaria en el tiempo histórico, sin embargo, solo si el comunismo es otra cosa que ese ‘ser histórico’ y es un saber hacer con lo común de los seres hablantes, el populismo es el camino  siempre inconcluso por estructura y no por déficit alguno al comunismo o, incluso, habla del mismo proyecto emancipador.
Pero todos estos apuntes sólo son válidos si se admite que habitamos, en el sentido fuerte de la expresión, en la época del capitalismo. En definitiva, un poder que es capaz de homogeneizar cualquier tentativa política a su favor. En este aspecto, nos encontramos ante otro malentendido, el capitalismo definitivamente es la estructura de poder del mundo contemporáneo, homogéneo, circular, capaz de borrar cualquier diferencia o heterogeneidad y, por tanto, es un poder y no una pegemonía.
Mientras el capitalismo, mas allá de sus diferentes caracterizaciones, es un poder acéfalo que se propulsa desde su propio interior, anulando toda diferencia y borrando la huella de cualquier  brecha antagónica, la hegemonía popular de izquierda es inestable, crítica y siempre sacudida por sus propias tensiones internas. Sin esta fatal asimetría entre el poder y la hegemonía, es muy difícil que los procesos transformadores que eventualmente surjan puedan ser pensados en su verdadero alcance y lo que es más importante, el verdadero ‘saber hacer’ de la izquierda populista no encontraría la operatividad que desea.
Publicado originariamente en http://blogs.publico.es/dominiopublico/16933/16933/
Por Pablo Guadarrama González

  Con anterioridad ya ha sido cuestionado el planteamiento comúnmente aceptado, según el cual la democracia y los derechos humanos constituyen un producto exclusivo de la cultura occidental. [2]  Al aceptar este último criterio se ignoran no solo las conquistas y aportes que al respecto lograron algunas civilizaciones del Oriente Antiguo, sino también las experiencias y concepciones de otros pueblos posteriores que se desarrollaron antes de la conformación de  la cultura occidental o simultáneamente, pero sin contactos con ella, como el caso de los originarios del continente americano. [3]
Ante tal situación emergen las siguientes interrogantes: ¿Acaso las culturas ancestrales de América, especialmente las más avanzadas, no desarrollaron criterios y prácticas que hoy podrían dignamente ocupar algún lugar entre los antecedentes universales de los derechos humanos y la vida democrática? ¿Prevalecía o no entre estos pueblos una autoconciencia de su respectiva condición humana?
¿En qué medida han sido justipreciadas las ideas y experiencias sobre la democracia y los derechos humanos en algunos de los pueblos ancestrales más desarrollados de América o en los mestizos emergentes durante el proceso de conquista y colonización europea?
¿De qué forma la producción filosófica generada por los llamados «pueblos periféricos», como en el caso de los latinoamericanos, debe considerarse valiosa en la construcción y desarrollo de concepciones y prácticas democráticas y de respeto a los derechos humanos?
¿Acaso la elaboración y promoción de ideas de corte humanista constituye patrimonio exclusivo de la llamada cultura occidental, independientemente de una mayor o menor divulgación  de las elaboradas en otras latitudes y épocas?    

                                                                                       
Ha  constituido una nota muy común que en la historia universal se destaque el papel de declaraciones, filósofos, juristas, políticos, misioneros, etc., en la elaboración y conquistas democráticas, especialmente en cuanto a los derechos humanos, en tanto se subestima el protagonismo de aquellas clases y grupos sociales –esto es, esclavos, siervos, campesinos, indígenas, criollos, súbditos, artesanos, obreros, mujeres, etc.– que han sido los verdaderos promotores de tales logros, como puede apreciarse también en la historia latinoamericana. 
Este hecho no debe inducir a ignorar o subestimar los significativos aportes de los pueblos y pensadores europeos, especialmente a partir del despliegue de la modernidad, al desarrollo de las concepciones y prácticas democráticas y de los derechos humanos. Pero, ¿qué razones hay para ignorar o subestimar las contribuciones de los pueblos y pensadores latinoamericanos al respecto en las distintas etapas de su evolución histórica desde el proceso de la conquista y colonización hasta  nuestros días?
Sobre el pionero protagonismo de Occidente en relación con los derechos humanos, el filósofo mexicano Leopoldo Zea argumentaba: «El hecho de que haya sido el mundo occidental el que haya tomado, posiblemente por primera vez, conciencia de los mismos, no implica que ha de ser él el único mundo con capacidad para disfrutarlos. Pues este mundo, al reclamar para sí el respeto a tales derechos, ha hecho, también, conscientes de los mismos a otros pueblos. Una conciencia que, desde su aparición en la historia, tuvo el iberoamericano; conciencia que también encontraba su apoyo en aquellos valores, aparentemente desquiciados por la modernidad, que le permitieron, a su vez tener una conciencia más amplia de la dignidad, la individualidad y la libertad humana». [4]
Se hace necesario pensar qué posibles consecuencias puede tener en la formación de las actuales y futuras generaciones intelectuales que prevalezca el criterio de que solo autores europeos o norteamericanos han sido los exclusivos cultivadores de ideas originales y valiosas sobre los derechos humanos y las diversas formas de democracia.
Una investigación con objetivos de revalorización de los posibles aportes de la proyección humanista en relación con el derecho y la democracia puede resultar muy pertinente si, de algún modo, contribuye ─sin subestimar las contribuciones de Occidente ni de los pueblos y pensadores de otras latitudes, como los de América─ a revelar, destacar y valorar en particular los de los pueblos, desde los originarios hasta los surgidos posteriormente por el proceso de mestizaje y transculturación latinoamericanos.
Un estudio de esta naturaleza puede estimular la confianza epistemológica e ideológica en las actuales y futuras generaciones intelectuales para generar nuevos conceptos, teorías, reflexiones políticas, jurídicas, filosóficas, etc., sobre cómo orientar mejor la vida democrática de los pueblos de esta región y, a la vez, proponer ideas y experiencias de valor para otras latitudes del cada vez más globalizado mundo contemporáneo.
Cuestión aparte es el surgimiento del derecho internacional, el cual lógicamente solo podría comenzar a tomar mayor cuerpo con el desarrollo moderno del Estado-nación ─si bien algunos investigadores consideran que este ya existió en varias civilizaciones antiguas [5] ─, en la que España sin duda desempeñó un papel protagónico con la unión de los reinos de Castilla y Aragón. De ahí que resulte válido ir a buscar sus antecedentes en aquellos sacerdotes dominicos que, como Francisco de Vitoria o  Bartolomé de las Casas, motivaron tan significativas polémicas en defensa de los derechos de los aborígenes americanos.
Lo cierto es, como plantea el costarricense Arnoldo Mora, que «América se incorporaba a la historia universal pero no como sujeto sino como objeto, como tema, como asunto de controversia, pero nunca con voz propia ni con sus hombres y mujeres nativos hablando sobre cuál era su destino histórico como pueblos y cultura, que pensaban de sí mismos después de lo que para ellos fue una verdadera catástrofe, una hecatombe de la cual no se sobrepondrían nunca, qué conciencia tendrían de todo eso y cómo lo expresaron a través de sus escritos y tradiciones». [6]
Un elemento a tomar en consideración es el profundo impacto que produjo la conquista [7] al interrumpir de forma abrupta el ritmo tradicional de desarrollo de los pueblos aborígenes, acontecimiento que no significó simplemente una derrota militar, sino también cosmovisiva e intelectual para algunos, [8] mientras que para Enrique Dusell la resistencia durante cinco siglos no debe calificarse como derrota. [9] Ciertamente, con independencia de cómo se definan las expectativas de desarrollo histórico de aquellos pueblos, de pronto se vieron sacudidas por una catástrofe axiológica que les hizo perder la direccionalidad del rumbo que tenían previsto de acuerdo con la experiencia de su anterior evolución histórica. [10]
Otras y muy diferentes eran las demandas y escalas de valores del naciente capitalismo en Europa, que, por una parte, trataba de distanciarse –aunque no siempre lo lograra– del oscurantismo y el dogmatismo mediante la reivindicación del humanismo grecolatino para convertirlo en buque insignia del Renacimiento, mientras que, por otro lado, restablecía la oprobiosa esclavitud, tan distante de un humanismo real.
Algunos que pretenden minimizar la culpabilidad de los conquistadores respecto a la cuestión de la inhumana esclavitud de indios y africanos, argumentan que esta institución ya existía entre algunos de los pueblos originarios, pero pasan por alto que generalmente esta no siempre tenía un carácter individual, con la excepción de algunos sirvientes de reyes, ni era tan despiadada [11] , sino que era una forma de esclavitud generalizada, especie de servidumbre, que Marx caracterizó como  modo de producción asiático. [12]
De manera que aquellos que enarbolaban las banderas del humanismo lo hacían desde aparentes posturas filantrópicas enaltecedoras del pensamiento grecolatino, pero en verdad muy confluyentes con el humanismo abstracto que se quedaba  en la formulación de vanas intenciones y distante de un humanismo real y práctico que propusiese y realizase transformaciones efectivas en favor de los sectores más humildes de la población.   
También se debe tener presente que, independientemente de la existencia de sustanciales diferencias de clases, con algunas particularidades en relación con las existentes en otras latitudes, [13] las formas de vida colectivas de los pueblos americanos inspiraron el  humanismo de las ideas socialistas utópicas de Tomás Moro [14] y Tomás Campanella, [15] entre otros, además de las ideas de otros humanistas no solo españoles, como Miguel Montaigne.
No faltaron interpretaciones modernas sobre las formas de vida comunitaria de estos pueblos,  y algunos investigadores llegaron a caracterizarlas como comunistas [16] por el simple hecho de que realizaran trabajo colectivo y tuvieran formas de distribución de las cosechas de la misma forma [17] ─criterio este muy cuestionable, pues de aceptarse, habría que considerar numerosas formas de trabajo cooperativo como comunistas─, e incluso plantearon que esta había sido la causa de la destrucción del imperio incaico. [18] Identificación que por supuesto resultaría nefasta tanto para una adecuada comprensión de las relaciones socioeconómicas de los pueblos originarios de este continente, como para la caracterización de las ideas modernas sobre el socialismo y el comunismo, al menos para lo que por tal entendieron Marx y Engels, no como un tipo de Estado a implantar, sino como un movimiento crítico de superación de un estado de cosas, esto es, las relaciones capitalistas de producción, distribución y consumo. [19]
Algunos cronistas, como Fernández de Quirós, describieron a los indios americanos con múltiples cualidades propiamente humanas. [20] Otros, como José de Acosta, quedaron sorprendidos por la organización política de los incas ─a diferencia de la forma político-administrativa de los aztecas, quienes algunos consideran no conformaron propiamente un imperio [21] , dada la autonomía de los pueblos que dominaban y las formas democráticas de elección y participación política que prevalecía entre ellos [22] ─,  lo que lleva a los investigadores a plantear que poseían una organización política y jurídica [23] bien estructurada en consejos [24] y jerarquizada [25] , que a su vez se correspondía con sus concepciones religiosas. [26] De ahí que sea muy cuestionable el criterio que pone en duda la existencia de unidad política, aun reconociendo la existencia de una ciudad-Estado con consejos y estructuras de gobierno bien establecidas. [27]
También impresionaron gratamente a los cronistas la existencia de centros de enseñanza y la alta estimación de las heroicidades de sus ancestros, que rememoraban frecuentemente. [28]
La mayor parte de los investigadores prestan mayor atención a la polémica sobre la condición humana [29] de los aborígenes americanos, a quienes erróneamente desde un inicio denominaron indios, al creer Colón y sus seguidores que habían topado con las Indias  Occidentales.   Resulta de interés la visión que por su parte tuvieron algunos de los pueblos aborígenes sobre los conquistadores, que llegó como en las tribus amazónicas al observar su velluda piel, a identificarlos con los monos. Sin embargo,  menos atención se le brinda a la concepción que de sí mismos tenían estos pueblos ancestrales, en su diferenciada perspectiva del reino animal y en general de la naturaleza.
Una de las primeras cuestiones a tener en consideración es el diferente nivel de desarrollo socioeconómico y jurídico-político, además de sus avances tecnológicos, constructivos, cosmovisivos, artístico-literarios, alcanzados por las culturas ancestrales, algunas de las cuales incluso declinaron mucho antes de la llegada de los europeos, como la caral [30] y la maya, entre otras, en las que los valores morales tenían generalmente una mayor estimación que los políticos y jurídicos. [31]
¿Acaso hubiera sido posible un imperio tan amplio, fuerte y bien organizado como el de los incas si no hubiesen elaborado un pensamiento político y jurídico bien estructurado y apoyado inteligentemente en ancestrales formas de organización socioeconómica, política y jurídica como el ayllu? No en balde el ecuatoriano Benjamín Carrión sostiene que solo pudieron lograr la conformación de tal imperio sobre la base de aquella célula social indispensable. [32]  
Ahora bien, ¿un imperio preocupado porque cada uno de sus nuevos súbditos tuviese al menos un pedazo de tierra para sobrevivir y asegurar la supervivencia de sus hijos acaso no ponía en práctica el elemental derecho humano de la alimentación? [33] ¿Por qué resultan siempre más promotores de los derechos humanos los «civilizados» países occidentales, como en Inglaterra durante el reinado de Enrique VIII, donde desposeían a los campesinos y expandían el latifundio, como lo continúan haciendo hasta nuestros días?
No resulta difícil demostrar que la mayoría de los pueblos ancestrales de América, por lo menos los más desarrollados –como lo demuestran sus leyendas transmitidas en forma oral, códices, estelas, jeroglíficos–, poseían una rica perspectiva antropológica de sí mismos. En especial tenían una alta autoestima, así como un gran orgullo de la historia de sus antepasados.
Algunos como los aztecas tenían tan alta estimación de su condición humana, al punto que llegaron a discriminar a otros pueblos, a los cuales consideraban de inferior grado de desarrollo por ser nómadas y recolectores, y denominaban como chichimecas, que proviene del término perro sucio. De manera que, como sostiene Arizpe, «cada grupo lingüístico prehispánico, como en el resto del mundo, tenía tendencia a llamarse a sí mismos “los seres humanos”, “los hombres” y a referirse a los demás como “los bárbaros”, “los desconocidos” o, incluso, “los salvajes”. Es cierto que los europeos no son los únicos culpables del etnocentrismo. Los mexicas, por ejemplo, además de llamar popolocas (i.e. “bárbaros”) a los pueblos que ellos consideraban más atrasados se dieron también a la práctica ─egipcia, entre otras─ de reescribir la historia para enaltecer su propio pasado».[34]
La mayoría de estos pueblos de consideraban a sí mismos no solo superiores y radicalmente diferentes a los animales, sino también a otras tribus o pueblos circundantes. Una muestra de tales diferenciaciones se observaron cuando algunos de estos pueblos, como los tlaxcaltecas, apoyaron a los conquistadores europeos frente a los aztecas. Otros, como los taínos, caracterizaron a los caribes como salvajes por practicar la antropofagia, por lo que apoyaron la lucha contra ellos al considerarlos fieras.         
Tenían plena conciencia de que, aun cuando tuviesen una concepción totémica de sus génesis ancestral, su condición humana era plenamente diferenciable de la de los animales. De ahí sus frecuentes quejas sobre el trato inhumano que les daban los conquistadores europeos. [35]
En tal sentido, sus formas de organización social y política regida por determinados valores éticos ─como la reciprocidad no solo entre los hombres, sino también entre estos y la naturaleza [36] ─ que cultivaban y respetaban, constituían una muestra de que sabían la gran importancia del cuidado del hábitat, de la madre tierra (pachamama), de la interdependencia social, no obstante la plena conciencia de las diferencias de clases sociales [37] o de elites [38] como condición indispensable para cada individuo humano, de ahí que uno de los principales castigos fuese la expulsión de la comunidad.
En la actualidad se cuestiona la validez de los «derechos de la naturaleza», algo que ya era muy común en los pueblos originarios de este continente. No por casualidad la primera constitución que reconoce tales derechos es la de Bolivia, país este con tanta fuerza del componente indígena.
La existencia de determinadas normas de convivencia en las culturas precolombinas se expresaría con un nivel mayor de desarrollo en las más avanzadas, tomando lógicamente formas jurídicas y políticas cada vez mejor conformadas.
     Aún hoy en día sorprenden a antropólogos las exigentes reglamentaciones democráticas que se conservan en múltiples comunidades indígenas, en las cuales las decisiones solo se toman después de un demorado análisis consensuado y por elección, en el que participan prácticamente todos individuos aptos, con independencia de género y edad. [39]
Llamaría poderosamente la atención de muchos cronistas la existencia de Estado, de cierta forma de constitución, [40] consejos y la toma de decisiones para la elección de nuevos gobernantes territoriales o incluso de reyes. En algunos de ellos  prevalecían criterios de parentesco como es el caso de los aztecas, [41] incas y chibchas, [42] pero no siempre esta era una exigencia.
El hecho de que el término democracia provenga de la antigüedad griega no le confiere exclusividad alguna para considerar que antes de dicha civilización o con independencia de ella –del mismo modo que otros términos, como el de filosofía– no existiera ya en otros pueblos que no tuvieron el menor contacto con la civilización grecolatina. Una lógica de tal naturaleza podría conducir equivocadamente a la conclusión de que como los términos cultura (cultus, cultivado) [43] o derecho (directum, lo que es conforme a la ley, las reglas o  las normas establecidas) son de origen latino, entonces no existieron tales conceptos antes entre los griegos, babilonios, persas, chinos, etc.
Existen innumerables pruebas que demuestran que muchos de los conquistadores europeos y misioneros reconocieron la racionalidad y condición humana de aquellos pueblos ancestrales. Esto les hacía aptos y dignos para recibir la fe cristiana, [44] especialmente por su criterio de tolerancia ante las concepciones religiosas de otros pueblos. [45]   También apreciaron también la existencia entre ellos de prácticas democráticas y jurídicas, con independencia de que estas no estuvieran escritas, [46] pero se enseñaban en las escuelas por los propios legisladores, como reconoce Garcilaso de la Vega. [47] Algun as de ellas hoy podrían considerarse superiores a las entonces existentes en Europa, como el respeto a las normas y leyes, [48] la tolerancia religiosa, [49] el ascenso de algunos plebeyos a altos cargos, [50] la toma de decisiones importantes, como en caso de guerra, [51] así como la participación de las mujeres, [52] la elección de los reyes [53] o de otros tipo de jefes, [54] etc. Por ello con razón Armando Suescún sostiene que cultivan muchos de los postulados considerados inherentes a los derechos humanos. [55]
A aquellos que se cuestionan la existencia de concepciones e instituciones jurídicas en los pueblos originarios, habría que preguntarles por qué el derecho indiano elaborado por los españoles asumió tantas figuras de las concepciones y prácticas jurídicas de las culturas indígenas. [56]
Algo característico de las concepciones antropológicas de los pueblos aborígenes  fue su perspectiva terrenal de la actuación humana, según la cual se evaluaba a los hombres no tanto por lo que los dioses esperarían de ellos, sino por lo que les demandaría la comunidad en la que se desarrollaban. [57] De tal manera tendrían dificultades para comprender la razón por la cual eran pecadores.
Su perspectiva ética era mucho más realista que la de sus conquistadores y estaría movida por impulsos que emanaban de sus propias decisiones, dispuestas a corregirse en la vida inmediata y no en una presunta existencia celestial y eterna. Por tal razón fueron considerados escépticos e  infieles que debían ser evangelizados a cualquier precio.  
Por tanto, cabe entonces preguntarse hasta qué punto eran consecuentemente  humanistas las ideas de algunos de los pensadores renacentistas o escolásticos europeos que llegaron incluso a justificar la esclavitud, al menos de los africanos, aunque defendiesen a los indígenas americanos, como es el caso, por ejemplo, de Las Casas, apoyándose dogmáticamente en el principi autoritatis que les hacía adoptar como verdades absolutas y eternas las concepciones de Aristóteles. Ya en plena época de la conquista algunos mestizos, como Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala, [58] a pesar de la ambivalencia de su progenie denunciaron las contradicciones y la hipocresía que intentaba justificar aquel genocidio.
En las culturas precolombinas, donde no prevalecía el derecho formalizado en códigos y leyes escritas, las concepciones morales poseían por lo general una mayor significación que las prácticas jurídicas [59] en estos pueblos originarios. Este hecho aún se conserva en las que sobrevivieron a aquella hecatombe de todo tipo, también axiológica.
En ocasiones no se toma en debida atención que si bien podría resultar incomprensible para la escala de valores de los aborígenes no solo la imagen corpórea de los conquistadores, sus armaduras, caballos, armas, etc., sino también su cruel e inhumano comportamiento ─que fue tempranamente enjuiciado de manera crítica por el hijo de Colón  cuando acompañó a su padre en su cuarto viaje [60] ─,  subordinado a la obtención de oro, plata, perlas, esmeraldas, etc., del mismo modo la perspectiva antropológica de estos últimos no les permitía apreciar debidamente muchas de las concepciones y prácticas de vida sociopolíticas y jurídicas de aquellos pueblos ancestrales. 
De manera que este choque de civilizaciones, como consideraría Huntington, produciría un impacto en ambas culturas, aunque por supuesto en diverso grado. Muchas veces se valora únicamente la indudable trascendencia de aquel impacto cultural, que produjo no solo el mestizaje que hoy se aprecia y la aceleración en el ritmo de desarrollo socioeconómico, tecnológico, ideológico, etc., y se subestima el efecto recíproco de tal proceso de transculturación, que cambió no solo la imagen del mundo que tenían hasta ese momento los europeos, sino que también incidió ontológicamente en serias transformaciones de la cultura occidental. Europa ya no sería la misma a partir de aquel 12 de octubre de 1492.
La huella de España en América no se debe valorar si no se justiprecia a la vez la de esta última sobre la primera [61] y sobre el mundo en general. Por supuesto que la incidencia de aquel encontronazo no sería la misma para unos pueblos que para otros. Si en algunos casos, como sucedió en el Caribe, la población aborigen fue prácticamente exterminada ─pues  desde  el primer viaje de Colón hubo resistencia y sublevaciones,[62] y la importación de esclavos desde el África cambiaría sustancialmente el componente de nuevos tipos de mestizaje─, no fue así en el continente, donde desde un inicio se opusieron al poder colonial ibérico [63] y supervivieron en lucha y resistencia hasta nuestros días innumerables pueblos, [64] como prueba de que preferían mantener sus condiciones y formas de vida a las de las encomiendas y la esclavitud abierta o solapada que imponían los conquistadores.
Todo parece indicar que la idea que tenían los pueblos aborígenes que se enfrentaron a los europeos en cuanto a lo que debía ser considerado como humano, no coincidía en absoluto con lo que le trataban de imponer estos últimos por la fuerza; de ahí que prefiriesen luchar por tratar de mantener vivas sus respectivas culturas, estructuras sociopolíticas y concepciones sobre lo humano. [65] Otra cuestión es la historia y los reveses que trajo la conquista para dichas culturas originarias.
Algunos de los testimonios que se conservan de los pueblos ya colonizados en relación con su apreciación de la conquista evidencian sus lamentaciones respecto a la destrucción de sus instituciones, religiones, [66]valores y relaciones humanas. [67]
Desafortunadamente, la historia no solo la escriben los vencedores, con independencia de su justificación o no y las lamentaciones de los vencidos, sino que también le imponen sus derroteros posteriores. Lo más triste es que luego algunos de los herederos de aquel mestizaje, del cual todos los latinoamericanos somos producto, reniegan de su estirpe, como Domingo Faustino Sarmiento, [68] e incluso llegan a justificar tal genocidio,  como es el caso de Germán Arciniegas [69] .
Por supuesto, es necesario diferenciar la perspectiva humanista cristiana que  inspiraba la consagración evangelizadora de numerosos sacerdotes en relación con las misantrópicas posturas de la mayoría de los encomenderos, militares y otros funcionarios de la corona. De ahí que el filósofo argentino Alejandro Korn plantee: «La leyenda que presenta la espada y la cruz unidas en la obra común, es una ficción. La cruz con frecuencia hubo de oponerse a las violencias de la espada. La interpretación de los misioneros en favor de los indios, sin duda contra la opresión de éstos, son críticas constantes del sistema de encomiendas, hacia los intereses de soldados y mercaderes y las resistencias y enemistades de la capa gobernante>>. [70]
Y aun en ese caso se produjo un serio conflicto entre lo que debía ser considerado humano por aquellos pueblos originarios y lo que por tal entendían en su raigambre grecolatina, pero sobre todo marcada por el teocentrismo  escolástico que le diferenciaba. 
No cabe duda de que hubo recíprocos intentos de comprensión de sus respectivas alteridades culturales, incluso por elementales exigencias de supervivencia; sin embargo, no fue precisamente la cordura y el entendimiento lo que caracterizó el proceso de colonización, que en definitiva formaba parte del proceso del «secreto de la acumulación primitiva» [71] del capitalismo. 
Con independencia de las posibles filantrópicas intenciones de algunos de aquellos osados aventureros ─que intentaban justificar sus actuaciones con el hecho de acabar con las salvajes prácticas del canibalismo, que, como es sabido, era realmente muy reducido [72] ─ que se precipitaron sobre estas ricas tierras tras la hazaña de Colón, lo cierto es que no fue precisamente el humanismo el que se impuso en tal época renacentista en que tanto se proclamaba. Por supuesto, tal postura no fue exclusiva de los conquistadores provenientes de España y Portugal, consideradas por Hegel y muchos otros, al igual que en Rusia, al margen de la modernidad, sino que fue común a todos los rapaces invasores europeos que se lanzaron voraces sobre el Nuevo Mundo, que luego se descubriría no era ni tan nuevo, ni tan inferior en sus concepciones y prácticas de vida sociopolítica y jurídica. [73]
Al margen de la complicidad de muchos de los que devendrían cronistas de aquel genocidio, lo cierto es que tuvieron al menos la honestidad de reconocer ante el rey aquel latrocinio y ante la Iglesia sus pecados. Entre ellos se destaca Fernández de Quirós, quien denunciaba: «Y también podría yo asegurar que los indios no hacen mal y hacen bien a quien no les hace mal, y también con razón podría decir que los injustos daños que se les hacen que los toma Dios muy al cargo suyo y los castiga con las veras que todos fuimos castigados». [74] Y a la vez justificaba las violentas naturales reacciones de los aborígenes al maltrato que sufrían. [75]
En verdad existió una incongruencia total entre la legalidad concebida por la corona y la realidad de la esclavitud de los indios, [76] que posibilitaba el desmesurado enriquecimiento de encomenderos, [77] lo cual no solo ponía en peligro el mantenimiento de los tributos al rey, sino hasta la supervivencia de aquellos pueblos, como lo denunciaría Diego de Torres desde Tunja, [78] quizás no tanto por filantrópica motivación, sino por la amenaza que se cernía sobre la corona y los propios conquistadores de quedar sin fuentes de ingresos. [79]
Por otra parte, la vehemente argumentación de la condición humana de los aborígenes americanos, como puede apreciarse en Acosta, [80] tendría una extraordinaria significación en aras del reconocimiento de los derechos humanos de esta población, hasta ese momento desconocida tanto por la cultura occidental como por la oriental. Tal vez su mayor trascendencia humanista radicaba en contribuir a ensanchar el concepto de seres humanos a otras etnias del orbe, y así aportar elementos al infinito proceso de universalización de la cultura, [81] el cual parecía que ya desde esa época, gracias a esos misioneros, trataba de emanciparse de enfoques segregacionistas o racistas, que conducirían a nuevos genocidios, como los sufridos por la humanidad hasta el presente.   
Basándose en el consuetudinario derecho natural, sobradas razones tuvieron Las Casas [82] y Vitoria, [83] desde una perspectiva cosmopolita de los derechos humanos, [84] para cuestionarse la legitimidad de aquella empresa de conquista y colonización forzosa que desconocía la condición humana y la capacidad racional de aquellos pueblos para autogobernarse, [85] tal como lo demostraba la existencia de instituciones políticas y jurídicas dignas de consideración, [86] .
Aunque estas dos grandes personalidades sean las más conocidas en la defensa de los derechos de los aborígenes americanos, no fueron las únicas. Con anterioridad, Antonio de Montesinos había sido uno de los precursores de esta actitud que le llevó a enfrentarse tanto a las más recalcitrantes y misantrópicas posturas de los auspiciadores del esclavismo –tal es el caso de Ginés de Sepúlveda–, como a los presuntamente «neutrales» representantes de la corona española caracterizados por una consciente miopía política. Esta resultaba en cierto modo comprensible dada la lejanía, que justificaba el desconocimiento de las atrocidades cometidas en el «descubierto» continente. Al parecer, este sufriría inicialmente un visceral encubrimiento, [87] que luego sería develado de forma gradual por los criollos y de manera acelerada a partir del proceso independentista.
Nunca se sabrá con exactitud el número de misioneros y funcionarios ─representantes de un humanismo práctico en lugar de la filantropía abstracta que el Renacimiento y posteriormente la modernidad propugnarían─ que sustentaron el debido reconocimiento de la condición humana de los aborígenes americanos, e incluso algunos de ellos fueron perseguidos y hasta asesinados. [88]
Así, los latinoamericanos tenemos una deuda de gratitud eterna con aquellos mártires del humanismo occidental ─como debidamente reconoce el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón [89] ─, ibero, hispano o latinoamericano, no importa cómo denominarlo entonces, pues la cuestión no se debe reducir a un debate filológico, sino que pertenece al terreno de la filosofía política. De manera que esta última, desde sus primeras expresiones en Latinoamérica ha estado estrechamente articulada con el debate sobre las posibilidades de un humanismo práctico. Por supuesto este iría incrementado sus dimensiones en la misma medida en que lo exigiría primero el proceso independentista [90] y luego las luchas de mayor dimensión por la justicia social. Desde esa disciplina se inicia en estas tierras un proceso de lucha por la dignidad humana que parece dar pasos significativos en este siglo xxi, pero aún tiene mucho que lograr en esa tarea.  
Por tal motivo, con justa razón múltiples representantes de la filosofía en esta región –entre quienes se encuentran el mexicano Mauricio Beuchot [91] y el argentino Enrique Dusell, entre otros– les reconocen su condición de precursores de las luchas por la realización de los derechos humanos. [92]
Tal vez uno de los factores que haya propiciado ese encontronazo axiológico entre las concepciones de los europeos y los aborígenes americanos haya sido que mientras los primeros provenían de sociedades en tránsito de relaciones socioeconómicas y políticas medievales decadentes ─en las que el individuo no ocupaba un lugar especial– hacia aquellas emergentes propulsoras de la modernidad burguesa –en las que la gestión individual y empresarial se iba convirtiendo en efectiva polea de transmisión del progreso capitalista─, los segundos procedían de sociedades recién surgidas de relaciones de gran interdependencia del colectivo humano. Ese factor incidiría en las respectivas cosmovisiones de conquistadores y conquistados. En estos últimos prevalecería una concepción, como plantea el mexicano Miguel Hernández Díaz, mucho más nosótrica[93] y veladora de la supervivencia y el bienestar de la colectividad de su pueblo, mientras que a los primeros, más que los intereses de la corona o el proceso de evangelización, les interesaba el acelerado incremento del bolsillo propio, como reconocería el mismo Hernán Cortés. [94]
En definitiva, mientras en los indígenas americanos prevalecía regularmente una filosofía y una ética en las que se priorizaba la alteridad y la reciprocidad ─también cierta consideración especial por el visitante que llegase con buena actitud, como en algunas situaciones se produjo y reconocieron algunos cronistas, tal es el caso en el río La Plata de  Ruy Díaz de Guzmán [95] ─, como sugiere Joseph Eastermann, [96] en los conquistadores por el contrario se acrecentaba el individualismo más apropiado para los tiempos venideros.
El afán de ganancia a toda costa que estimularon las entonces nacientes relaciones capitalistas, o aún precapitalistas [97] para algunos autores, inducía a una actuación individualista que tendría su expresión en el iusnaturalismo, [98] sin preocuparse demasiado por la justificación ética de las actuaciones pragmáticas. Por esa razón, lo mismo se despojaba a los campesinos ingleses de sus tierras de cultivo, aunque murieran de hambre en los realengos, con el afán de cuidar ovejas para la naciente industria textil británica, que se restablecía con fuerza la esclavitud de los pueblos colonizados. El debate sobre el derecho de conquista y colonización quedó en definitiva relegado a un segundo plano, detrás del antropológico, pues se consideraba justificado por el derecho natural desde la antigüedad a la fagocitosis de un pueblo sobre otro.
No hacían falta entonces teorías socialdarwinistas para justificar aquellos actos imperiales, pues como sugiere el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez: «El colonialismo no es un fenómeno puramente aditivo sino que es constitutivo de la modernidad». [99] Europa sabía muy bien que para llegar a realizarse como sociedad moderna necesitaba que otros pueblos mantuviesen, como hasta nuestros días, la condición de premodernos, y por tanto, habitados por hombres y mujeres semisalvajes, que justificasen la «benefactora» mano del civilizador.
El debate antropológico renacentista se ampliaría, pues se trataba no solo de la cuestión de la condición humana de los aborígenes americanos, sino también de los africanos y asiáticos.  Sin duda, el humanismo renacentista se enriqueció considerablemente tras aquellas polémicas y obligó a innumerables pensadores, políticos, clérigos, juristas, a definirse. En cierta medida, lo que somos hoy se lo debemos también a ese humanismo occidental, pero a la vez, a telúricas fuerzas endógenas del continente americano que no desaparecerían del todo.
El emergente pensamiento filosófico, teológico, político y jurídico en tierras americanas se vería obligado a analizar el tema de la esclavitud de los indígenas el de los negros importados. Un nuevo eje temático del debate escindiría las posiciones humanistas de las alienantes misantrópicas. Y hasta bien avanzado el siglo xix se mantendrían vigorosas disputas ideológicas en las que prevalecería más el peso de los talegos de monedas que el peso de los argumentos.  
No solo Bartolomé de las Casas confesaría su actitud pecaminosa, pues al tratar de salvaguardar a los indios de la esclavitud mantuvo una postura, si no justificativa, al menos indiferente en cuanto a la de los africanos. Aun así resulta extraordinariamente encomiástica la labor de este sacerdote y de tantos otros por argumentar por todos los medios posibles en esa época la condición humana y los derechos de los aborígenes.
Fueron los genuinos abogados defensores no solo de aquellos pueblos, [100] sino de la dignidad del género humano, como reclamaba el humanismo moderno. Pero como plantea Rafael Sánchez Ferlosio: «Lo paradójico y pintoresco del caso fue que las únicas reservas de humanidad (cosa que no hay que confundir con “humanismo”) y de conciencia capaces de encarar la novedad con un mínimo de responsabilidad, de prudencia y de respeto, y, sobre todo, el único caudal de sentimientos universalistas que se requería, no estaban en el tan cacareado espíritu renacentista, sino en la tradición medieval de la escolástica tardía; los únicos que hicieron saltar la chispa del escándalo ante la barbarie desencadenada del renacimiento fueron los anticuados continuadores de Tomás de Aquino». [101] Todo indica que Las Casas y Vitoria partieron de la concepción de este último sobre la naturaleza humana [102] para reconocerla en los aborígenes americanos.
A todos los debates anteriores sobre el proceso de transculturación y mestizaje del cual surgiría el hombre latinoamericano, se le añadiría un nuevo componente: los esclavos africanos.  Si bien los primeros años no pareció ser este un tema de gran debate, [103] pues ya en los primeros barcos de Colón trajeron algunos de ellos, paulatinamente irían tomando fuerza los debates al respecto ─en la misma medida en que se producían insurrecciones de esclavos negros, que en ocasiones se entremezclaban con las de indígenas─, aunque  no con la misma intensidad y ritmo que los de la esclavitud de los indios.
A manera de conclusiones preliminares puede sostenerse que las concepciones  democráticas y jurídicas, y en especial sus formas de realización en las culturas originarias de América, no han sido debidamente valoradas por los investigadores debido al eurocentrismo predominante por lo general en las ciencias sociales. 
Un conocimiento profundo y pormenorizado  de estas, especialmente en las culturas más desarrolladas, como la maya, inca y azteca, puede revelar logros inimaginables que bien podrían ser considerados, al igual que los de otras civilizaciones antiguas, entre los  antecedentes universales de los derechos humanos y la vida democrática.
De la misma manera que ha sido tradicionalmente subestimada o incluso negada la existencia de pensamiento filosófico en las culturas originarias de este continente, igual ha sucedido con el pensamiento político y jurídico. Sin embargo, las investigaciones más recientes desde la arqueología, la antropología, la lingüística, la historia, etc. –basadas en informes de cronistas, misioneros, funcionarios y otras fuentes de archivos, junto a la memorial oral conservada por pueblos testimonios de aquellas culturas ancestrales, como los clasifica Darcy Ribeiro–, han revelado una extraordinaria riqueza de manifestaciones en la vida jurídica y política de dichos pueblos.  
El estudio de tales expresiones, y en particular la lucha por los derechos humanos y las conquistas democráticas, por lo general se reduce a analizar sus formas escritas a través de discursos de filósofos, juristas, políticos, misioneros, etc., y no se justiprecia el protagonismo de aquellos sectores sociales que han sido los verdaderos promotores de tales logros, esto es, esclavos, siervos, campesinos, indígenas, criollos, súbditos, artesanos, obreros, mujeres, etc. Tal subestimación del papel de los agentes sociales en el alcance de tales logros se produce a nivel mundial, y de ello América no escapa.
Tan erróneo puede resultar desconocer los valiosos aportes de los pueblos y pensadores europeos, especialmente a partir del despliegue de la modernidad, al desarrollo de las concepciones humanistas, prácticas democráticas y de los derechos humanos, como ignorar por completo las contribuciones de otras culturas del orbe que se desarrollaron al margen de la occidental, como es el caso de las amerindias.
No debe sorprender que algunos humanistas del Renacimiento, como los socialistas utópicos, así como otros ilustrados posteriormente se inspirasen en algunas formas colectivas de vida e instituciones políticas y jurídicas encontradas en América y que no se habían observado tal vez en otras culturas ya en ese momento conocidas, como las asiáticas y africanas. Algunas razones deben explicar los móviles de tales fuentes de inspiración.
Tal vez el hecho de que se le asegurase una parcela de tierra para la subsistencia de la familia, además de las formas de distribución de las cosechas y la participación colectiva en el trabajo, les haría pensar que constituían prácticas algo más humanistas que las predominantes en esos momentos en Europa.
Se conoce que algunas de las culturas aborígenes, al menos las más desarrolladas, llegaron a cultivar una alta estimación de sus antepasados, su historia y su respectivo presente, por lo que llegaron sentir orgullo de sus culturas, sus relaciones familiares, jerarquías e instituciones sociales, políticas, religiosas, jurídicas, así como de sus producciones arquitectónicas, artísticas, literarias, etc., a través de las cuales se expresaban sus cosmogonías, cosmologías, antropologías, axiologías, etc. Entonces, ¿qué fundamento real puede tener la tesis que pretende ignorar la existencia de formas políticas, y en particular democráticas, así como de derechos de hombres y mujeres, niños y ancianos en aquellos pueblos originarios de América?
Las formas de organización social y política de las culturas más avanzadas se basaban principalmente en valores éticos, algunos de los cuales adquirían dimensión jurídica, como la reciprocidad integral con la totalidad del cosmos, con la naturaleza en su conjunto, en la que quedaban subsumidas las relaciones humanas, si bien diferenciaban debidamente el estatus del hombre y el del resto de los seres vivos, aun en el caso de creencias totémicas.
Si los mayas, incas, aztecas y chibchas, que fueron los que lograron formas de organización estatal más avanzadas, no hubiesen desarrollado un correspondiente pensamiento político y jurídico, con un nivel adecuado a las exigencias de control, subordinación y fiscalización, difícilmente hubiesen podido lograr los grados de administración sobre las poblaciones y bienes que alcanzaron.
Si bien algunos de los más recalcitrantes defensores de la corona española trataron de buscar argumentos antropológicos que cuestionaban incluso la condición humana de los aborígenes americanos, debe tenerse presente que por lo general no sucedió lo contrario, es decir, estos últimos no subestimaron o consideraron inferiores a los conquistadores, porque aunque los más aguerridos se enorgullecían de su superioridad bélica, generalmente consideraban a los pueblos dominados por ellos como integrantes también del género humano. De manera que el conflicto axiológico producido por la conquista puso en discusión las diversas perspectivas sobre quiénes debían considerarse propiamente seres humanos y por tanto acreedores de algún tipo de derecho. 
La supervivencia de estructuras democráticas en las comunidades indígenas ─con la activa participación de la mujer, de los jóvenes y no solo de los ancianos, e incluso la concesión de algunos derechos a los esclavos en aquellas culturas donde existía esta institución con modalidades muy diferentes a la de procedencia grecolatina─ que han sobrevivido constituyen pruebas evidentes refrendadas por los investigadores de formas de convivencia social, de respeto por las decisiones colegiadas, por las autoridades y normas elegidas, algunas de las cuales se incorporaron después de la conquista al derecho indiano.
Estos hechos demuestran que el proceso de transculturación no se limitó al intercambio recíproco de especies animales, vegetales, alimentos, vestidos, utensilios, técnicas agrícolas,  etc., entre Europa y América, sino que también se produjo una recíproca transmutación axiológica que abarcó el plano político y jurídico, en particular en relación con experiencias democráticas y el respeto de algunos derechos humanos.
El hecho de que no estuviesen escritas las normas éticas y jurídicas en aquellos pueblos originarios no demerita en modo alguno su valor y trascendencia, pues la historia posterior de la conquista y colonización demostró que resultaron mucho más vulnerables e incumplidas las ordenanzas de la corona española y portuguesa que las consuetudinarias reglamentaciones indígenas.
Impresionó a muchos cronistas el respeto que sentían los indígenas por sus ancestrales  leyes, la rigurosidad en su aplicación a los infractores, la tolerancia religiosa, el ascenso de algunos plebeyos a altos cargos independientemente de los nexos de parentesco, la toma de decisiones colegiadas en algunos asuntos importantes como la  guerra, el voto femenino en la elección de  reyes y otros funcionarios, etc.
La existencia de centros de enseñanza en los cuales los sabios transmitían a las nuevas generaciones de futuros gobernantes el cultivo del orgullo de sus antepasados y el valor de sus concepciones cosmológicas, normas éticas, jurídicas, políticas, etc., revela el alto grado de autoestima de aquellos pueblos. 
No es difícil poner de acuerdo a investigadores respecto a la aceptación de formas de Estado en las culturas más desarrolladas con normas, leyes, jerarquías políticas, jurídicas y religiosas, sistemas tributarios y de comunicación, etc.,  bien establecidos, lo mismo que en el Antiguo Oriente, sin que hayan sido tomadas tales instituciones de la cultura occidental. Esto pone de manifiesto que en los procesos civilizatorios se producen formas algo similares en distintas culturas que han llegado al menos a la conformación de monarquías, lo cual pudo haber posibilitado incluso una mejor comprensión entre conquistadores y conquistados, como pudo apreciarse en las actitudes de Moctezuma, Atahualpa y otros reyes. Pero desafortunadamente, la historia no siempre se caracteriza por conducir al triunfo de la racionalidad.  
Parece que en ningún momento los pueblos vencidos se cuestionaron o subestimaron la condición humana de los conquistadores, incluso en algunos casos los consideraron superiores, especie de semidioses o enviados por ellos, y en correspondencia con tal criterio se comportaron. En otras ocasiones estos pueblos, tal es el caso de los aztecas e incas, habían desempeñado el papel de conquistadores sobre sus vecinos, pero independientemente de que esclavizaran y en algunos casos sacrificaran determinados prisioneros, por lo general no aniquilaban a toda la población derrotada, pues podrían privarse de fuentes tributarias. Tampoco prevalecía el criterio de considerarlos animales, sino seres humanos también, aunque sí de pueblos inferiores, dada la vanagloria que regularmente caracteriza a los vencedores.
El hecho de que se generase una resistencia y luchas que perduraron, e incluso algunas aún perduran, de los indígenas frente a los patrones de sociedad impuestos por los conquistadores, significaba que preferían la conservación de sus instituciones y relaciones socioeconómicas y culturales que las que les imponían. En modo alguno puede entenderse  que considerasen más humanas las emanadas de los arcabuces que las propias.
Las lamentaciones de los indígenas por la agresión a sus formas de vida, instituciones, religiones, valores y relaciones humanas evidencian que no siempre aceptaron como beneficiosas las «conquistas» del humanismo occidental. Fue y sigue siendo un profundo conflicto entre divergentes concepciones de lo que debía ser considerado humano y de las actitudes prácticas que se derivaban de ellas.
Aun cuando estas culturas desarrollaron ideas religiosas bien estructuradas, con la  correspondiente cosmovisión escatológica, no prevalecía por lo general el criterio de que las actuaciones individuales tendrían su recompensa o sanción tras el umbral de la muerte, la cual generalmente consideraban como una forma nueva de vida. De ahí que su perspectiva penal haya sido eminentemente realista, caracterizada por castigar de manera inmediata y ejemplarizante aquellas actitudes consideradas delictivas, como el homicidio, el robo, el adulterio, la falsificación, etc.
El humanismo desde la antigüedad siempre ha estado en juego en la historia, pero mucho más en momentos de guerras de conquista, la mayoría de las veces basadas en fundamentalismos ideológicos. No obstante las intenciones de los más recalcitrantes justificadores de la esclavitud de los aborígenes, que analizaremos con posterioridad, fundamentada en criterios generalmente misantrópicos, por fortuna a la larga prevaleció el ancestral humanismo cristiano de algunos sacerdotes que ante todo argumentaron la racionalidad y la condición humana de aquellos pueblos ancestrales, lo cual les hacía aptos y dignos para recibir la fe cristiana. Una vez más se evidenció que a pesar de los serios obstáculos que siempre se le presentan al humanismo práctico, o a la práctica del humanismo, este a la larga se impone sobre las fuerzas alienantes.
Sin duda, si la imagen del hombre plasmada en el célebre dibujo de Da Vinci indicaba que con sus extremidades extendidas en múltiples direcciones pretendía alcanzar todas y cada una de las áreas no solo del globo terráqueo, sino del universo mismo, las argumentaciones de los defensores de que los indígenas americanos pertenecían también al género humano contribuirían notablemente a la lucha al respecto de africanos y asiáticos esclavizados, aun en la época en que las consignas o tal vez paradogmas (falacias) de igualdad, libertad y fraternidad resonarían en tan ilustrados tiempos.
El denominado «descubrimiento de América» produjo un conflicto axiológico de gran envergadura porque muchos de los valores de los pueblos originarios de este continente no coincidían y ni siquiera confluían con los del conquistador europeo. No solo distintos criterios sobre la riqueza, el atesoramiento, el trabajo ─se debe tener presente que hasta los reyes trabajaban simbólicamente en labores agrícolas─, la tolerancia religiosa, la reciprocidad ética, la alta estimación de la colectividad en la que la individualidad quedaba muy marginada, el respeto a la naturaleza, etc. 
Las conquistas de quienes, ─basándose en el consuetudinario derecho natural, como Montesinos, Las Casas, Vitoria, etc.─,  emprendieron las luchas por los derechos humanos y el respeto por algunas de las formas de vida sociopolítica y jurídica de la población aborigen en tierras americanas recién «descubiertas», al  ser auténticas y corresponderse con las exigencias de su época, resultan de validez universal.
El cultivo de la  filosofía política en América desde sus inicios se vinculó a la urgencia de lograr formas prácticas de humanismo y de justicia social distantes de filantropías abstractas, que abarcaran cada vez a nuevos sectores de la población, pues si al inicio solo se trató de la nefasta situación de los indígenas, de inmediato se le sumaría el de los africanos eslavizados y luego el de mestizos y criollos discriminados. Este proceso se aceleró durante las luchas independentistas y se radicalizaría durante la vida republicana hasta nuestros días.
El choque transcultural iniciado en una mañana de octubre de 1492 aún no ha terminado.  Con frecuencia se observan recíprocos reconocimientos de valores asimilables, del mismo modo que antivalores repudiables, en las distintas latitudes que comenzaron a imbricarse. Por supuesto que no era la primera vez en la historia que tal proceso de producía, pues ya Occidente lo había experimentado con el Antiguo Oriente. No en balde Alejandro Magno le tuvo que recordar a sus generales lo aprendido con Aristóteles en relación con lo mucho que debían aprender los griegos de los persas, cuando aquellos le recriminaban su matrimonio con la princesa «bárbara». Entre esos valores han estado las experiencias democráticas y las perspectivas sobre los derechos humanos. Cada día las ciencias sociales contribuyen a revelar nuevas fuentes demostrativas de que el humanismo no constituye una prerrogativa exclusiva ni de los occidentales ni de ningún pueblo en particular, sino que ha tenido diversas expresiones en las distintas culturas de la historia.  
El estudio de las concepciones y prácticas jurídicas y políticas de los pueblos que habitaron este continente antes de la llegada de los conquistadores europeos, no constituye una simple cuestión académica, pues tiene implicaciones axiológicas e ideológicas de gran envergadura.
Estimular el desprecio o la subestimación de las culturas aborígenes en las actuales y nuevas generaciones puede contribuir aún más a la nordomanía denunciada por el uruguayo José Enrique Rodó, especie de xenofilia que conduce a no confiar en la posibilidad de gestar ideas y experiencias propias de vida democrática y de cultivo adecuado de los derechos humanos. Con tales actitudes se fomenta la ilusión de que nunca el pensamiento vernáculo y la práctica político-jurídica criolla han sido, o serán, capaces de generar propuestas apropiadas y dignificadoras de los pueblos latinoamericanos.
Cuando José Martí insistía en su célebre ensayo Nuestra América que con una frase de Sieyés o Montesquieu no se gobierna en estas tierras –y por ello recomendaba estudiar la historia de los arcontes americanos desde los incas hasta nuestros días–, no lo hacía por chauvinismo infundado, ni subestimaba la valiosa herencia grecolatina que supo exaltar. Su arraigado fervor latinoamericanista se articulaba con un humanismo cosmopolita identificado con todos los oprimidos del mundo, por lo que, al igual que Bolívar, reclamaba un nuevo equilibrio.
Es indudable que un mejor conocimiento de las concepciones y experiencias políticas y jurídicas de los pueblos originarios, así como de las luchas posteriores de criollos por su dignificación, puede ser fuente nutritiva de utilidad para las nuevas generaciones encargadas de conducirlas  hacia niveles superiores de conquistas democráticas y de los derechos humanos.

[1]     Pablo Guadarrama “Democracia y los derechos humanos en los pueblos originarios de América”. XIV Simposio Internacional de Pensamiento Filosófico Latinoamericano. Facultad de Ciencias Sociales. Universidad Central de Las Villas. Santa Clara. Cuba. 2014. pp. 330-356. ISBN: 978-959-250-976-4
[2] Véase Pablo Guadarrama: «Democracia y derechos humanos: ¿“Conquistas” exclusivas de la cultura occidental?» Nova et Vetera, Escuela Superior de Administración  Pública, Bogotá, II semestre 2009, pp. 79-96;Revista Espacio Crítico, no. 13, junio-diciembre 2010, pp. 3-26. http://es.scribd.com/doc/73843874/Revista-Espacio-Critico- 13-julio-diciembre-2010#outer_page_3  
[3] «Aunado a los planteamientos de ciertas teorías antropológicas y sociológicas respecto a la idea de que los derechos fundamentales son producto de cultura occidental, y que se han tratado de imponer a otras culturas distintas presuponiendo la preponderancia del pensamiento occidental, cuando en realidad se deberían superar los prejuicios y el “analfabetismo cultural” para aprender a conocer otras culturas». L. Arizpe: «El indio: mito, profecía, prisión», en L. Zea (coordinación): América latina en sus ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 335.
[4] L. Zea: América en la historia, Fondo de Cultura Económica, México, 1957, p. 34.
[5] «Primero: la nación es un fenómeno social que puede aparecer en todas las etapas de la historia: la nación no es necesaria ni exclusivamente un fenómeno correlativo al modo de producción capitalista. Segundo: la nación aparece si, además de reunir condiciones elementales de contigüidad geográfica, reforzadas por el uso de una lengua común (lo que no excluye variantes dialectales) conformados en su expresión cultural, existe en el seno de la formación social una clase que controle el aparato central del Estado y asegure una unidad económica a la vida de la comunidad. Esa clase no necesariamente ha de ser la burguesía capitalista nacional». S. Amir: La nation arabe. Nationalisme et lutte de clases, Minuit, París, 1976, p. 108.
[6] A. Mora: La filosofía latinoamericana. Introducción histórica, EUNED, San José C.R., 2006, p. 194.
[7] «En el umbral de la historia americana la conquista europea cortó a filo de espada la evolución de las sociedades nativas. Cae sobre los aborígenes como el alud de un mundo más desarrollado en todos los órdenes y, por ende, más poderoso. Esta invasión, a diferencia de otras que como ellas dieron origen a nuevas naciones, no opera sino débilmente con efecto asimilativo. Su resultado es el aniquilamiento de las formas de vida propias del vencido». V. Teitelboim: El amanecer del capitalismo y la conquista de América,  [s.e.], 1977, p. 105.
[8] «Es indudable que la caída de los pueblos americanos frente al poder español se suscitó a raíz de una violenta derrota intelectual, además de otros tantos factores. Al parecer, los gobernantes de los dos imperios americanos más poderosos de aquel tiempo –el inca en la región andina y el mexica en Mesoamérica– creyeron que los españoles eran dioses que venían a cumplir un destino ya anunciado». L. Arizpe: «El indio: mito, profecía, prisión», en L. Zea (coordinación): América Latina en sus ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 333.
[9] «La primera que no hay que olvidar es que los tales vencidos no fueron derrotados, perdieron la batalla de la conquista pero no la guerra de la historia. Los primitivos habitantes de estas tierras resistieron. La categoría de “resistencia” quiere indicar una manera de “estar” siendo, subsistiendo, en el silencio mimético del vencido a la espera». E. Dussel: «Del descubrimiento al des encubrimiento (hacia un desagravio histórico)», en M. Benedetti, M. Bonasso, L. Cardoza, A. Carpentier, H. Dieterich, E. Dussel, R. Fernández, R. (et al.): Nuestra América frente al V centenario, El Búho, Bogotá, 1991, p. 84. 
[10] «Cuando el proceso de formación de nuevas sociedades era ya un problema americano, todavía seguía siendo, desde otro punto de vista, un problema europeo. Fue la sociedad europea la que condicionó la invasión, la que imprimió sus caracteres a los protagonistas, la que fijó los objetivos de la empresa, la que proyectó hacia América sus viejos problemas. El mundo americano y sus sociedades nativas vieron llegar a los invasores sin entender qué sucedía, porque su llegada y su comportamiento no tenían lógica dentro del proceso americano: era una fuerza que llegaba de fuera y operaba según su propia ley. Para las sociedades europeas, en cambio, la invasión de un mundo ajeno estaba dentro de la lógica, de su propia transformación». J. L. Romero: Latinoamérica, las ciudades y las ideas, Siglo XXI Editores, Argentina, 2001, p. 21.
[11] «La esclavitud, con excepción del caso de los prisioneros de guerra, no era excesivamente dura: un esclavo podía tener su familia, poseer bienes y aun tener esclavos propios; sus hijos siempre nacían libres. Lo que perdía el esclavo era su derecho a ser elegido para los puestos de la tribu, que dependía, como hemos visto, del servicio público, y le era negado por estar atenido a la generosidad de otros o por haber cometido actos antisociales». G. Vaillant: La civilización azteca, Fondo de Cultura Económica, México, 1960, p. 107.
[12] «Modo de producción precolombino», en Diccionario histórico-crítico del marxismo, traducido por José F. Pacheco, director F. Haug, Instituto de Teoría Crítica de Berlín - Berliner Institut für Kritische Theorie (InkriT e.V.) http://dhcm.inkrit.org/wp-content/data/DHCM-modo-de-produccion-precolombino.pdf
[13] «Por eso esa clase social merece más bien el nombre de elite que el de nobleza, porque nadie podía formar parte de ella si no sobresalía entre los indios del pueblo por la inteligencia, el saber y la virtud». L. Baudin:El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 152.
[14] La Utopía de Tomás Moro, se inspira en narraciones de un marino que había estado en América y le comentó algunas de las formas de vida e instituciones de los pueblos originarios de este continente.
[15] Campanella conoció la obra de Garcilaso de la Vega , por lo que parece haberse inspirado en algunas de sus descripciones sobre las formas de vida  e instituciones de los incas. 
[16] «El comunismo guaraní, como la organización política, es completamente democrático. Solamente que los guaraníes han sabido hacer de esta bella teoría una realidad». B. Meliá: «La filosofía guaraní», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y «latino» (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 47.
[17] «El ciclo de la vida agrícola se fundamentaba en la ayuda mutua (ayni), o sea, en intercambios de trabajo entre las familias para la siembra y la cosecha, y también para otros fines (construcción de casas para las nuevas parejas, por ejemplo). La divinidad tutelar del ayllu (waka) y el jefe o kuraka beneficiándose de prestaciones de trabajo de la comunidad: no existía, sin embargo, ninguna forma de tributos in natura además de prestaciones de trabajo». C. Flamarion, H. Pérez: Historia económica de América Latina. Sistemas agrarios e historia colonial, Editorial Crítica, Barcelona, 1979,  t. I, p. 133.
[18] «Fue el régimen socialista el que causó la pérdida del imperio, mucho más que los golpes de los conquistadores». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 411. 
[19] Véase K. Marx y F. Engels: La ideología alemana, Ed. Revolucionaria, La Habana, 1965.  http://pensaryhacer.files.wordpress.com/2008/06/la-ideologia-alemana1.pdf
[20] «Quiero decir que son hombres en quienes cupieran bien toda buena disciplina, como saben ser soldados y marineros a su modo, y juntamente escultores, pintores, plateros, escribanos, músicos, ministriles y todos los otros oficios que les mostraron». P. Fernández de Quirós: Memoriales de las indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 213.
[21] «A diferencia de lo que sucedía en el área andina, la Mesoamérica prehispánica carecía de un poder centralizado. Los últimos señores autónomos del Anahuac, los Mexica de Tenochtitlan, regían un conglomerado de señoríos autónomos y semilibres, que eufemísticamente se ha dado en llamar imperio azteca.  Los estudiosos afirman que este carácter proto-imperial se debió a la rapidez con que se efectuó el proceso de expansión. En mi opinión, los tlatoque de Tenochtitlan no se decidieron a acabar con la independencia política de los restantes Estados del México Central, porque económicamente hablando, les resultaba menos costoso mantener una estructura tributaria del corte neo-imperial –similar a la que hoy día padecen muchos pueblos del planeta–, que el típico, costoso y poco funcional imperio clásico. Sea por las razones que fuere, lo cierto del caso es que los aztecas no solo permitieron a los pueblos vencidos mantener sus formas tradicionales de gobierno, sino que –fenómeno casi único en la historia de la humanidad– fueron incapaces de someter todos los territorios del México Central, ya que diversos estados de cultura náhuatl escaparon al control económico tenochca. Uno de ellos, el más famoso, se llamó Tlaxcallan». D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, Información y Revistas S.A., Madrid, 1986, p. 7.
[22] D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, ob. cit., p. 129.
[23] «El rey era la autoridad superior en el gobierno de su ciudad, donde ejercía funciones tanto administrativas como militares y religiosas. Recibía atributos y servicios de la gente común, así como los productos de ciertas tierras adscritas a su cargo. El rey era noble de nacimiento como descendiente de reyes anteriores y gobernaba por vida». P. Carrasco, G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 60.
[24] «Sabemos que en algunas tribus había especies de consejos de ancianos y de sacerdotes; sabemos también que en otros casos varias tribus se confederaban o aliaban durante un tiempo; que las mujeres podían ser cacicas, como sucedía en ciertas regiones de La Española y de Venezuela en los días de la conquista». J. Bosch: De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2003, p. 47.
[25] «El segundo grado de la nobleza era de los señores (teuctli, plural teteuctin). Cada señor tenía un título que indicaba su participación en la organización política o ceremonial, o bien el grupo étnico al que gobernaba». P. Carrasco, G. Céspedes: Historia de América Latina I La conquista, ob. cit., p. 60.
[26] «El sentimiento de la jerarquía era llevado a tal extremo, que lo descubrimos hasta en materia de religión. Al lado de las creencias populares existían las creencias de la elite, y si los autores han vacilado a menudo en calificar la religión de los quichuas, es tal vez porque no han hecho siempre esta distinción». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 141.
[27] «No había imperio en el sentido occidental de la palabra, ni unidad política alguna. La única entidad política existente era la de la ciudad-Estado, a cuyo frente estaba el halach uinic, rey o jefe supremo. La administración de los asuntos urbanos la llevaba un batab con múltiples atributos, y un consejo formado por los regidores (ah cuch cab) o jefes de hol pop. La justicia era muy severa y cuidaban del orden unos alguaciles». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América,  Espasa-Calpe, Madrid, 1982, t. I, p. 64.
[28] «En los centros de educación sobre todo en los calmecac, tiene lugar importante la memorización de los ye uebcaub tlahtolli, relatos sobre lo que sucedió en tiempos antiguos. En ellos se fijaba a modo de ihtoloca, lo que permanentemente se dice de alguien o de algo, el gran conjunto de los tlahtollol, la esencia de la palabra, recordación del pasado. Y como hasta hoy se conservan algunos códices nahuas de contenido histórico, lo mismo puede decirse de varios textos que, memorizados en la antigüedad prehispánica, se transcribieron más tarde con el alfabeto latino». M. León Portilla (edición): Cantos y crónicas del México antiguo, Historia 16, Información y revistas, S.A.,  Madrid, 1986, p. 41.
[29] «Partir para su análisis del carácter conflictivo, contradictorio e histórico de la condición humana, por lo que un adecuado análisis de su especificidad se distancia de cualquier tipo de fatalismo en cuanto a la misma, tanto de una biologicista  y determinista  naturaleza humana, heredada del enfoque positivista, como de una metafísica o romántica y trascendental esencia humana». P. Guadarrama: Pensamiento Filosófico Latinoamericano. Humanismo, método e historia, Universitá degli Studi di Salerno-Universidad Católica-Planeta, Bogotá, 2013, t. III, p. 432.
[30] «La agrupación de ayllus vecinos conformaron el centro poblado o pachaca; cada margen del río tenía un grupo de pachacas con sus respectivas autoridades, pero una era la principal, la autoridad de la saya; y sobre las dos sayas se encontraba el hunu o autoridad general de la cuenca».  R. Shady: «La civilización caral y la producción de conocimientos en ciencia y tecnología», Nuevo Repertorio Americano, Caracas, 00 Mayo, 2013, p. 94.
[31] «En conclusión, el maya busca liberar su existencia a través del desarrollo de sus conocimientos. Las raíces comunes y culturales tienen la finalidad de alcanzar el respeto de sus saberes, así como la igualdad de raza y sexo. El anhelo cultural es el valor de la civilización, que da derecho a la autodeterminación sustentada en normas morales». M. León-Portilla: «La filosofía náhuatl»: E. Dussel, E. Mendieta y C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y «latino» (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 31.
[32] «No creo en la obra taumatúrgica de los incas. Juzgo evidente su capacidad política; pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el imperio con los materiales humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu –la comunidad– fue la célula del Imperio. Y los incas hicieron la unidad, inventaron el imperio, pero no crearon la célula». B. Carrión: «El mestizaje y lo mestizo», en L. Zea (coordinación):América Latina en sus ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 382.
[33] «Daban a cada indio tupu que es una hanega de tierra para sembrar maíz, empero, tiene por hanega y media de las de España. Era bastante un tupu de tierra para el sustento de un plebeyo casado y sin hijos. Lugo que los tenia le daban para cada hijo varon otro tupu  y para las hijas a medio. Cuando el hijo varon se casaba le daba el padre la hanega de tierra que para su alimento había recebido, porque echándolo de su casa no podía quedarse con ella. Las hijas no sacaban sus partes cuando se casaban, porque no les habian dado para dote, sino para alimentos, que habiendo de dar tierras a sus maridos no las podían ellas llevar, porque no hacían cuenta de las mujeres después de casadas sino mientras no tenían quien las sustentase, como era antes de casadas y después de viudas. Los padres se quedaban con las tierras si las habían menester y sino, las volvían al consejo, porque nadie las podía vender ni comprar». J. Vega: Garcilaso el cronista, Instituto Cambio y Desarrollo (CIDES), Lima, 1994, p. 60.
[34] L. Arizpe: «El indio: mito, profecía, prisión», en L Zea (coordinación): América Latina en sus ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 337.
[35] «Nos cristianizaron, pero nos hacen pasar de unos a otro como animales. Y Dios está ofendido de los “chupadores”». M. León-Portilla: El reverso de la conquista. Relaciones aztecas, mayas e incas, Editorial Joaquín Mortiz, México, 1964, p. 84.
[36] «Los principios de correspondencia y complementariedad se expresan a nivel pragmático y ético como principio de reciprocidad: a cada acto corresponde, como contribución complementaria, un acto recíproco. Este principio no solo rige en las interrelaciones humanas (entre persona o grupos), sino en cada tipo de interacción, sea esta intrahumana, entre el ser humano y la naturaleza, o sea entre el ser humano y lo divino. El principio de reciprocidad es universalmente válido y revela un rasgo muy importante de la filosofía andina. La ética no es un asunto limitado al ser humano y su actuar, sino que tiene dimensiones cósmicas». J. Estermann: «La filosofía quechua», en E. Dussel, E. Mendieta y C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del Caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 39.
[37]   Incluso entre los pueblos con menos estratificación social, como en el caso de los caribeños, existía plena conciencia de las diferencias de estratos o clases sociales, lo que por supuesto se acrecentaría mucho más en aquellas culturas como la maya, azteca o inca que llegarían a niveles más altos de diferenciación social en dependencia de su mayor desarrollo socioeconómico, cultural y sobre todo militar. En la Española «Bajo los caciques de provincias y distritos había un grupo de nobles llamados nitaínos que ayudaban al cacique en sus tareas. La mayor parte de la población eran naturalmente los plebeyos. Como dependientes personales de caciques y nitaínos había un nivel social inferior de siervos que recibían el nombre de naboríos». P. Carrasco, G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 219.
[38] «Por eso esa clase social merece más bien el nombre de elite que el de nobleza, porque nadie podía formar parte de ella si no sobresalía entre los indios del pueblo por la inteligencia, el saber y la virtud». L. Baudin:El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 152.
[39] «Sabemos que en algunas tribus había especies de consejos de ancianos y de sacerdotes; sabemos también que en otros casos varias tribus se confederaban o aliaban durante un tiempo; que las mujeres podían ser cacicas, como sucedía en ciertas regiones de La Española y de Venezuela en los días de la conquista». J. Bosch: De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2003, p. 47.
[40] «Existía por tanto, una Constitución Política, no en el sentido formal, por supuesto, sino en el material y sociológico, en cuanto existían unas normas jurídicas no escritas que organizaban la estructura del Estado, reglamentaban su funcionamiento y establecían el status de las personas que integraban la sociedad. En efecto, aunque el concepto filosófico-jurídico de Constitución es relativamente reciente, pues solo se planteó por primera vez por Montesquieu y los enciclopedistas franceses del siglo xviii, se puede decir que todos los pueblos del mundo que han tenido Estado, aun sin saberlo ellos mismos, han tenido su propia Constitución». A. Suescún: Derecho y sociedad en la historia de Colombia, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, 1998, p. 206.
[41] «La organización política azteca tenía como base la federación de calpullis o clanes patrilineales. En los inicios, la organización fue democrática, pero con el tiempo se convirtió en un régimen autocrático y monárquico. Cada clan tenía un delegado o tlatoani en el Consejo Supremo de Tenochtitlán, que atendía las funciones administrativas, políticas y jurídicas. El Consejo nombraba a los cuatro oficiales que dirigían las fuerzas militares y donde salía el jefe supremo, llamado Tlacatecuhtli o «jefe de guerreros». A principios del siglo xvi la elección del soberano la hacía una oligarquía formada por sacerdotes dignatarios supremos, funcionarios de rasgo secundario y militares retirados y en activo. Mediante discusión –sin votación–, se ponían de acuerdo sobre quién debía suceder». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América, Espasa-Calpe, Madrid, 1982, t. I, p. 62.
[42] «El uzaque o cacique era el jefe porque era el que más sabía, o porque había sido elegido democráticamente, o porque había sido escogido por el soberano, en función de sus méritos y condiciones excepcionales, pero no por una designación arbitraria y caprichosa o por un favoritismo del príncipe; detrás de su acceso al mando, como en el caso de los príncipes, había toda una normatividad jurídica, sin cuya observancia estricta, carecía de legitimidad». A. Suescún: Derecho y sociedad en la historia de Colombia, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, 1998, pp. 233-234.
[43] «Resulta evidente que en su concepción latina originaria esta palabra se refería a una actividad eminentemente humana, no extensiva al mundo animal, y además circunscripta también a determina­dos requisitos conceptuales dentro de la sociedad (societas), la cual concebían de igual modo como una comunidad conformada estrictamente por el exclusivo animal social (sociale animal) que es el hombre. Es decir, no toda la actividad del hombre era considerada propiamente culta, pues frente al concepto de cultus también manejaban el de incultus refiriéndose no sólo a un lugar sin cultivar, sino también a lo desaliñado, tosco, ignorante, grosero, descuidado, sin arte, así como a todo lo que evidenciara ignorancia, descuido, abandono, negligencia, etcétera». P. Guadarrama: Cultura y educación en tiempos de globalización posmoderna, Editorial Magisterio, Bogotá, 2006, p. 16.
[44] «Las gentes que descubrí son por la mayor parte dispuestos, de buenos talles y facciones, y las blancas, muchas dellas, muy hermosas; son briosos y valientes, y vasta serlo para entenderse que han de ser hombres de bien y piadosos. A todos lo que comunique y traje los halle de mucha razón, tratables, reconocidos, gratos y, sobre todo, de verdad y de vergüenza, y con otros de buenos respetos; por donde se ha de esperar que han de recibir bien la fe y perpetuarse en ella, si se hace de nuestra parte el deber» P. Fernández de Quirós: Memoriales de las indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 313.
[45] «Oido negocio tan duro por los de la República, volvieron los rostros al cielo en señal de gran dolor y sentimiento, y muy llorosos, que era vellos cosa de espanto y lastima, de tal manera decían algunos a sus señores: “Decid al capitán y respondedle que ¿por qué nos quiere quitar los dioses que tenemos y que tantos tiempos servimos nosotros y nuestros antepasados? Que sin quitallos ni mudallos de lugares sagrados pueden poder a su dios entre los nuestros, a quien también serviremos, le adoraremos, haremos casas y templos a parte y de por sí, y será también el Dios nuestro y le guardaremos el decoro y respeto que su deidad y santidad merece, guardando sus leyes y mandamientos, como lo hemos hecho con otros dioses que nos han traído de otras partes”. A las cuales palabras, torpes y sin fundamento, respondieron sus señores y caciques que ya no había remedio a cosa ninguna de las que pedían, sino que precisamente había de hacerse lo que el capitán quería y que no se tratase más de ello. Y ansi fue que luego callaron y comenzaron a ocultar y esconder secretamente muchos ídolos y estatuas, como después adelante andando el tiempo se vio y se ha visto, donde secretamente muchos de ellos los servían  y adoraban como de antes». D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, Información y Revistas S.A., Madrid, 1986, p. 206.
[46] «La administración de la justicia carecía de un cuerpo especial de funcionarios. Los mismos gobernadores y curacas encargados de la administración local actuaban como jueces, y la importancia de los casos dependía del rango que ostentaban en la jerarquía decimal. Los casos graves iban directamente al gobernador provincial o al mismo emperador, quienes eran los únicos que podían imponer la pena de muerte. El juicio tenía lugar en presencia de todos los testigos y del acusado. La sentencia se dictaba y ejecutaba sin dilación y sin derecho de apelación. Los castigos eran distintos según se tratara de un noble o de un plebeyo, desde la muerte, reprimenda pública, la pérdida del puesto (para los funcionarios), el destierro a los cocales, hasta los castigos físicos». P. Carrasco y G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 141.
[47] «Eran casas del gran Inca Pachacutec, bisnieto del Inca Roca que, por favorecer las escuelas que su bisabuelo fundó, mandó labrar su casa cerca dellas. Aquellas dos casas reales tenían a sus espaldas las escuelas. Estaban las unas y las otras todas juntas, sin división. Las escuelas tenían sus puertas principales a la calle y al arroyo; los reyes pasaban por los postigos a oír las liciones de sus filósofos, y el Inca Pachacutec las leía muchas veces, declarando sus leyes y estatutos, que fue gran legislador». J. Vega: Garcilaso el cronista, Instituto Cambio y Desarrollo (CIDES), Lima, 1994, p. 81.
[48] «Es de naturaleza inteligente sociable y alegre. La limpieza personal del yucateco es impresionante aunque el país carece de agua superficial y la extracción de agua de pozo representa un problema a veces trágico. Su fatalismo secular explica su espíritu tradicionalista y su respecto a las leyes y costumbres; sin embargo, no es sumiso. Su concepto de la justicia, de la honradez, del respeto a la vida y bienes ajenos es notable». A. Ruz: La civilización de los antiguos mayas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 66.
[49] «La tolerancia religiosa de los incas ha sido una consecuencia de este principio. Los dioses de los vencedores no remplazaban a los dioses locales, sino que se superponían a ellos. Los ídolos de las provincias conquistadas eran enviados al Cuzco, al Templo del Sol, especie de “panteón romano”, donde al mismo tiempo servían de rehenes y sus doradores quedaban en libertad de continuar venerándolos, a condición de venerar también al sol». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 143.
[50] «A pesar de la distinción tan marcada entre la nobleza de abolengo y la gente común, era posible que hombres del común alcanzaran posición privilegiada, constituyendo un sector especial de la nobleza. De hecho algunos puestos en la organización política estaban reservados a gente de origen plebeyo. Como veremos, la manera principal de ascender a la nobleza era mediante méritos en la guerra». P. Carrasco y G. Céspedes:Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 61.
[51] «Los nitaínos participaban en las juntas en que se decidía la guerra y formaban la guardia del cacique, pero también peleaban los plebeyos». P. Carrasco y  G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista,Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 219.
[52] «Las mujeres podían liberarse del marido si eran maltratadas, si veían que sus hijos no recibían educación o si no eran debidamente mantenidas. Un divorciado o una divorciada por estas causas podían casarse con cualquiera, pero una viuda solo podía casarse con un hermano del difunto. La justicia era severa; el robo se castigaba con la esclavitud o pena de muerte». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América, Espasa-Calpe, Madrid, 1982, t. I, p. 61.
[53] «Era Motezuma, de suyo muy grave y muy reposado; por maravilla se oía hablar, y cuando hablaba en el supremo consejo, de que él era, ponía admiración su aviso y consideración, por donde aun antes de ser rey, era temido y respetado. Estaba de ordinario recogido en una gran pieza que tenía para sí diputada en el gran templo de Vitzilipuztli, donde decían le comunicaba mucho su ídolo, hablando con él, y así presumía de muy religioso y devoto. Con estas partes y con ser nobilísimo y de grande ánimo, fue su elección muy fácil y breve, como en persona en quien todo tenían puestos los ojos para tal cargo». J. Acosta: Historia natural y moral de las indias, Fondo de Cultura Económica,  México, 1940, p. 565.
[54] «La tribu era autónoma para designar su uzaque o cacique, designación que se hacía de diversas maneras: en una, las más, el cacicazgo se transmitía por sucesión hereditaria, siempre por línea materna, de tío a sobrino, hijo de hermana; en otras, por elección popular directa o por selección de más capaz, prudente y hábil, conforme a exigentes requisitos. El príncipe aprobaba la designación del cacique y le daba posesión formal del cacicazgo». A. Suescún: Derecho y sociedad en la historia de Colombia, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, 1998, p. 221.
[55] «Dentro de su ordenamiento jurídico, en la medida en que existían y se cumplían los derechos de la comunidad en general, se encontraban realizados de manera efectiva los postulados que hoy integran la esencia de los derechos humanos, tales como: el respeto a la vida humana, de los animales, las plantas y la naturaleza en general; la igualdad económica; la libertad de las personas; el derecho al trabajo; el derecho a ser juzgados por las autoridades competentes y defenderse de los cargos formulados; los derechos de opinión, de reunión y participación política; el derecho a formar una familia; el derecho a la intimidad y a la inviolabilidad del domicilio; el derecho a la educación; el derecho a la seguridad; el derecho a la dignidad; el derecho a la participación en el producto social; el derecho a la nacionalidad y a defender a la patria». Ibídem, p. 262.
[56] «El derecho indiano se integra también con el indígena, lo cual fue siempre mantenido por los reyes de España. Matienso, oidor de la Audiencia de Lima, manifestaba a la corona que antes de dar una ley, convenía no variar las costumbres, ni hacer nuevas leyes sin previamente conocer las costumbres, condiciones de la tierra y de los hombres sobre los cuales se iba a legislar. Muchas instituciones indígenas pasaron al derecho indiano, según muestran algunos ejemplos tales como la institución de cacique o cacicazgo. Si examinamos la Recopilación, vemos que en el libro IV, capítulo VII, está incluida la institución del cacicazgo  y la herencia de padres a hijos. El ayllu, institución socioeconómica andina, formaba parte también del derecho indiano. El sistema de tributo es una costumbre indígena mantenida. La mita minera no es nada nuevo; en el sistema de trabajo existía en el Incario, y luego fue incorporada la legislación indiana por la corona de Castilla. Lo referente a la propiedad de la tierra fue recogido por el derecho indiano, el cual respetó siempre aquellas zonas que pertenecían a los indígenas». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América, Espasa-Calpe, Madrid, 1982, t. II, pp. 429-430.
[57] «La moral estaba básicamente vinculada al comportamiento del hombre en la tierra y a su perfeccionamiento o su propia destrucción. Así, más que creer que el destino después de la muerte depende de la actuación de los seres humanos en la tierra, se pensaba, con criterio inmanente, que quienes obraban con arreglo a sus principios morales, enunciados en los huehuehtlahtolli, “la antigua palabra”, vivirían en paz en la tierra; los que no atendían a esos principios, en cambio, estropearían su propio rostro y corazón». M. León-Portilla: «La filosofía náhuatl», en E. Dussel, E. Mendieta y C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, pp. 22-23.
[58] «La obra de Felipe Guamán es una crítica a la civilización europea en su conjunto, a su cinismo permanente en cuanto cae en una contradicción pre formativa a partir de sus propios principios». R. F. González, O. Sierra, U. Chávez, R. N. Betanzos: «La reacción crítica de los oprimidos», en E. Dussel, E. Mendieta y C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del Caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 70.
[59] «Siempre de un modo u otro, las reflexiones antropológicas de estas culturas giraban hacia el logro de un hombre superior que encarnara todas las virtudes. En lugar de una enajenada deidad a la que se atribuyeran las mejores cualidades humanas, se buscaba y se deseaba cultivar en el hombre concreto de su tiempo aquellas virtudes que contribuyeran a su perfeccionamiento». P. Guadarrama, P. «Humanismo y desalienación en el pensamiento amerindio», en Islas. Revista de la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas, Santa Clara, no. 104, enero-abril, 1993, p. 157; Señales Abiertas, no. 5, Bogotá, marzo-mayo, 1994, p. 28.
[60] «Al mismo tiempo se veía que, aunque no pensaban en sí mismos viéndose sacar presos de su canoa a nave de gente tan extraña y feroz como somos nosotros respecto de elloscomo la avaricia de los hombres es tanta [la cursiva es del autor, P.G.G.] no debemos maravillarnos de que los indios la antepusieran al miedo y al peligro en que estaban. Así mismo, digo que también debemos apreciar mucho su honestidad y vergüenza, porque si al entrar en las naves, le quitaban a un indio los pañizuelos con que cubren sus partes vergonzosas, muy luego, para ocultarlas, poníanse delante las manos y no las levantaban nunca, y las mujeres se tapaban el cuerpo y la cara, según hemos dicho que hacen las moras de Granada. Esto movió al Almirante a tratarlos bien, restituirles la canoa, y darles algunas cosas en trueque de aquellas que los nuestros les habían tomado para muestra». H. Colón: Cuarto viaje colombino. La ruta de los huracanes 1502-1504, Editorial Dastin Historia, España, 2002, p. 58.
[61] Véase P. Guadarrama: «La huella de España en América y de América en España», en Politeia. Revista de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1997, no. 20, p. 135-148.
[62] «La qual tierra poseía un hermano suyo, a quien el avia dado aquella provincia; é alli avian quedado los treynta e ocho hombres que dexó el almirante en el primero viaje, quando descubrió esta tierra e isla; a los quales todos avian muerto los indios no pudiendo sufrir sus excesos, porque les tomaban las mugeres e usaban dellas a su voluntad, e les hacían otras fuercas y enojos, como gente sin caudillo e desordenada». G. Fernández de Oviedo y Valdés: Historia general y natural de las indias. Islas y tierra firme del mar océano, Editorial Guarania, Asunción de Paraguay, 1944, pp. 81-82.
[63] «De como los primeros alcaldes no fueron obedecidos i respetados por los yndios y le llamauan a alcalde, michoc quillis cachi (juez de Killis Kach)». G. F. Poma de Ayala: Nueva crónica y buen gobierno II, Editorial Historia 16, Madrid, 1987, p. 457.
[64] «Los indios chichimecos de Nueva España se mostraron tan briosos y valientes, que nunca jamás los nuestros con armas de mucha ventaja, y caballos, los pudieron conquistar, a cuya causa se apaciguaron a partido hecho bien a su salvo. Los indios guajiros de las sabanas de Orino del rio de la Hacha   e defendieron tan valerosamente de los nuestros, que nunca fue fuerza concederles la paz con la libertad que pidieron. Los indios araucanos o chilenos, por redimir un mal trato se han de defender y defienden con raros esfuerzos y daño nuestro, como se está experimentando; y lo mesmo se puede decir de los pijaos, cumana, goros y los de Nirgua, que no los pueden pacificar, siendo todos ellos pocos y faltas de armas de fuego y hierro, y de la disciplina militar, y de otras muchas cosas que convienen en estos tiempos de agora para defender y ofender. Quiero decir que son hombres en quienes cupieran bien toda buena disciplina, como saben ser soldados y marineros a su modo, y juntamente escultores, pintores, plateros, escribanos, músicos, ministriles y todos los otros oficios que les mostraron». P. Fernández de Quirós: Memoriales de las indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 213.
[65] «Cuando se conoce el tipo de organización social y política de esos pueblos y las ideas que les correspondían, no puede uno sorprenderse de que fueran capaces de luchar con tanta fiereza contra un poder occidental. Se pensara que lo hicieron debido a su ignorancia. Sin embargo, sucede que esos pueblos lucharon, unos hasta la extinción, y otros como los caribes de las islas de Barlovento, durante tres siglos; es decir, que combatieron mucho tiempo después de conocer en carne propia el poderío occidental, cuando ya tenían experiencias, y muy costosas, de lo que eran las lanzas, las espadas, los falconetes, los arcabuces, los perros, los caballos europeos, pero siguieron luchando. Los indios del Caribe combatían hasta la muerte porque no podían concebir la vida fuera de su contexto social». J. Bosch: De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2003, p. 48.
[66] «Tomando, pues, la mano en esto los cuatro señores, hicieron grandes juntas en sus pueblos, barrios y cabeceras, donde dieron entera noticia de lo que el capitán quería y pretendía hacer en destruir y derribar sus dioses, y que no tan solamente venía a castigar a los injustos hombres sino que también quería tomar venganza de los dioses inmortales, porque “nos ha dicho que nos quiere dar otra nueva ley, limpia y loable, y que para eso tengamos por bien que recibamos otro dios”. Este modo de hablar y decir, que les quería dar otro dios, es, a saber, que cuando estas gentes tenían noticias de algún dios de buenas propiedades y costumbres, le recibían, admitiéndole por tal, porque otras gentes advenedizas trujeron otros ídolos que tuvieron por dioses, y a este fin y propósito decían que Cortes les traían otro dios. Y ansi, decían “de manera que en este hemos de adorar y servir, porque él lo servía y adoraba en muy diferente modo y manera que nosotros servimos a nuestros dioses. Pues no le sacrifican corazones de hombres humanos, ni menos con sangre viva como nosotros lo hacemos con nuestros dioses sino solamente con oraciones y bautismo de agua». D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, Información y Revistas S.A., Madrid, 1986, pp. 205-206.
[67] «Solamente por el tiempo loco, por los locos sacerdotes, fue que entró a nosotros la tristeza, que entró a nosotros el –Cristianismo–.  Porque los muy cristianos llegaron aquí como el verdadero Dios; pero ese fue el principio de la miseria nuestra, el principio del tributo, el principio de la limosna, la causa de que saliera la discordia oculta, el principio de la peleas con armas de fuego, el principio de los atropellos, el principio de los despojos de todo, el principio de la esclavitud por las deudas, el principio de las deudas pegadas a las espaldas, el principio de la continua reyerta, el principio del padecimiento. Fue el principio de la obra de los españoles y de los padres, el principio de los caciques, los maestros de escuela y los fiscales». Chilam Balam de Chumayel, edición de Miguel Rivera, Crónicas de América, Historia 16, Información y Revistas, S.A.,  Madrid, 1986, p. 68.
[68] «Porque es preciso que seamos  justos con los españoles; al exterminar a un pueblo salvaje cuyo territorio iban a ocupar hacían simplemente lo que todos los pueblos civilizados hacen con los salvajes, lo que la colonia efectúa deliberada o indeliberadamente con los indígenas: absorbe, destruye, extermina. Si este procedimiento terrible de la civilización es bárbaro y cruel a los ojos de la justicia y de la razón es, como la guerra misma, como la conquista, uno de los medios de que la providencia ha armado a las diversas razas humanas, y entre estas a las más poderosas, y adelantadas, para sustituirse en lugar de aquellas que por su debilidad orgánica o su atraso en la carrera de la civilización no pueden alcanzar los grandes destinos del hombre en la tierra. Puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que estén en posesión de un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más progresiva de las que pueblan la tierra. […] las razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes. Esto es providencial y útil, sublime y grande. […] creemos, pues, que no debieran ya nuestros escritores insistir sobre la crueldad de los españoles para con los salvajes de la América, ahora como entonces nuestros enemigos de raza, de color, de tendencias, de civilización; ni principiar la historia de nuestra existencia por la historia de los indígenas, que nada tienen de común con nosotros. […] No hay amalgama posible entre un pueblo salvaje y uno civilizado. […] No es nuestro ánimo abogar por las inútiles crueldades cometidas por los indios, pero no podemos menos que reconocer en los pueblos civilizados cierto odio y desprecio por los salvajes. […] Sobre todo quisiéramos aportar de toda cuestión social americana a los salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia, y para nosotros Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes civilizados y nobles que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios asquerosos a quienes habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con ese canalla. […]» D. F. Sarmiento: Obras completas, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1967,  t. II, p. 38
[69] German Arciniegas en su valoración de la significación para la independencia latinoamericana de la Constitución de Filadelfia no tiene presente que esta mantuvo la esclavitud. Pero lo más lamentable es su criterio   sobre el magnicidio cometido por los conquistadores españoles durante la conquista de América. “La primera vez que en forma escrita y concreta se hace una constitución es cuando América proclama su independencia. Así lo vieron los precursores de la independencia hispanoamericana con toda claridad, y por eso el punto de partida en la formación de nuestras republicas tenía que ser el estudio de la Constitución de Filadelfia, remate de la revolución reduciendo a ley escrita la organización del estado. Esa constitución iba a ser fatal, o felizmente, democrática. No tuvimos alternativa. Los reyes mantenían el prestigio, la aureola, el colorido que les damos en las cartas de naipe, pero estado con rey solo era posible donde la monarquía venia de siglos. Entre nosotros, la única posibilidad de monarquía fue en tiempos de Montezuma o Atahualpa, a quienes, por fortuna, los españoles despacharon de este mundo de mala manera.(la cursiva es nuestra P.G.G.) ” [69] Arciniegas, G. “Constitución y democracia en el Nuevo Mundo,” en  Fix-Zamudio, H. Hinestrosa, F. Da Silva, A. Arciniegas,  G. Uribe, Diego (et. all). Constitución y democracia en el Nuevo Mundo. Una visión panorámica de las instituciones políticas en el continente americano, Universidad Externado de Colombia, 1988, p. 66.
[70] A. Korn: «Influencias filosóficas en la evolución nacional», en Obras completas, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1949, p. 156.
[71]   Véase C. Marx: El capital, EDAF, Madrid, 1970, cap. XXVI, pp. 755-759.
[72] «Yo soy testigo de haber oído vez y veces a mi padre y a sus contemporáneos, cotejando las dos repúblicas, México y Perú hablando en ese particular de los sacrificios de hombres y del comer carne humana, que loaban tanto a los Incas del Perú porque no lo tuvieron ni consintieron». J. Vega: Garcilaso el cronista, Instituto Cambio y Desarrollo (CIDES), Lima, 1994, p. 37. 
[73] «Esta tan perjudicial opinión no veo medio con que pueda mejor deshacerse, que con dar a entender el orden y modo de proceder que estos tenían cuando vivían en su ley; en la cual, aunque tenían muchas cosas de bárbaros y sin fundamento, pero había también otras muchas dignas de admiración, por las cuales se deja bien comprender que tienen natural capacidad para ser bien enseñados, y aun en gran parte hacen ventaja a muchas de nuestras repúblicas. Y no es de maravillar que se mezclasen yerros graves, pues en los más estirados de los legisladores y filósofos, se hallan, aunque entre Licurgo y Platón en ellos. Y en las más sabias repúblicas, como fueron la romana y la ateniense, vemos ignorancias dignas de risa, que ciertos si las repúblicas de los mexicanos y de los ingas se refieran en tiempo de romanos o griegos, fueran sus leyes y gobierno, estimado. Mas como sin saber nada de esto entramos por la espada sin oílles ni entendelles, no nos parece que merecen reputación las cosas de los indios, sino como de caza habida en el monte y traída para nuestro servicio y antojo. Los hombres más curiosos y sabios que han penetrado y alcanzado sus secretos, su estilo y gobierno antiguo, muy de otra suerte lo juzgan, maravillándose que hubiese tanto orden y razón entre ellos». J. Acosta: Historia natural y moral de las indias, Fondo de Cultura Económica,  México, 1940, pp. 447-448.
[74] P. Fernández de Quirós: Memoriales de las indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 53.
[75] «Si para esto dijeron que los indios saltean, flechan y matan, yo digo que, si pican a un hombre, que no es mucho que salte, y que un oso, un toro y todas las fieras con el uso del cazar, hombre se sujeta al prudente hombre, y que si aún domado y buen caballo apuran mucho de espuela, que no dará paso adelante, mas antes lo dará atrás, y sus otras diligencias por liberarse; y también digo que, conforme la intención del hombre, así le sucede al hombre que de todo pudiera decir, más que digo porque lo he visto y notado, cuanto y más que ni ellos se ponen a tiro ni se tiene por seguros del arcabuz en parte alguna, ni el ejercicio de la milicia los tiene práticos, diestros ni cautelosos como a otros, ni yo los vi de rigorosos, bravos ni arrogantes, sino muy humildes y domésticos, después que corrieron de las primeras ocasiones, lo poco que ganaron en ellas, y siempre fueron liberales y dadivosos, y sobre todo muy cumplidores de su palabra». Ibídem, p. 50.
[76] «En conclusión: los pueblos indios constituían comunidades autónomas y cumplían funciones de soberanía. Eran dueños de sus bienes y tenían derechos sobre sus recursos naturales para beneficio de la propia comunidad y bienestar de su población. Y solo en función de la libre elección de los pueblos indios y de la necesidad de protección de los derechos fundamentales del hombre justificaba Vitoria las guerras de conquista». L. Pereña: « La Escuela de Salamanca y la duda indiana» en D. Ramos, A. García, I. Pérez: La ética de la conquista de América. Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, p. 315.
[77] «Los dichos comenderos andan y trunfan y juegan y tienen mucha fiesta y banquete y bisten de seda y gastan muy largamente como no les cuesta su trauajo ni sudor, cino pide a los pobre yndios. Y no le duele como es trauajo de los pobre yndios ni ruega a Dios por ellos ni de su salud el rrey y del papa ni se acuerda de los trauajos de los pobres indios destos rreynos». J. Acosta: Historia natural y moral de Las Indias, Fondo de Cultura Económica,  México, 1940, p. 576.
[78] «Por nuevas leyes y ordenanzas reales hechas para las indias tiene Vuestra Majestad ordenado y mandado que los indios naturales de aquellas partes sean tratados como personas libres, como lo son, y que no reciban agravio alguno en sus personas, hacienda, mujer e hijos. Hallase ha en la ciudad de Tunja usarse un cautiverio y crueldad diabólica contra la que así Vuestra Majestad tienen ordenado y mandado, y es que cada mujer de encomendero de indios tiene en su casa muchas mujeres que sacan de los pueblos que tienen en su encomienda, para que las hilen lino, tejan y labren y hagan otros servicios y granjerías que han usado tener dentro de sus casas». D. de Torres: «Situación de los indios en la provincia de Tunja», en R. Salazar (selección de textos): Filosofía de la pacificación en Colombia, Editorial el Búho, Bogotá, 1984, p. 286.
[79] «Esto es Católica Majestad, lo que pasa y se usa con aquellos míseros indios, que son vasallos de Vuestra Majestad como los demás naturales de Castilla, que si no se remedia y ataja este veneno que tan aprisa los consume y acalla, en breve tiempo quedaran yermas y despobladas de naturales aquellas provincias que han quedado como las demás que se han dicho, y el Real Patrimonio de Vuestra Majestad vendrá a menos porque no habiendo naturales no habrá renta ni provecho ninguno de aquella tierra». Ibídem, 298.
[80] «El uno, deshacer la falsa opinión que comúnmente se tiene de ellos, como de gente, bruta y bestial y sin entendimiento, o tan corto que apenas merece ese nombre». J. Acosta: Historia natural y moral de Las Indias, ed. cit., p. 447.
[81] Véase P. Guadarrama P. y N. Pereliguin: Lo universal y lo específico en la cultura, Universidad INCCA de Colombia, Bogotá, 1988; Ciencias Sociales, La Habana, 1989;  Universidad INCCA de Colombia, Bogotá, 1998.
[82] «La conclusión que Las Casas sacaba de las reflexiones y del modo como los conquistadores se habían comportado con los aborígenes, era esta: “afirmo que todo cuanto los españoles han hecho a los indios no tiene valor jurídico», por haberse hecho contra toda justicia natural». C. Beorlegui: Historia del pensamiento filosófico latinoamericano, Universidad de Deusto, Bilbao, 2004, p. 128.
[83] «Por solidaridad natural y derecho de gentes todos los hombres, indios o españoles, tienen igual derecho a la comunicación o intercambio de personas, bienes y servicios sin más limitaciones que el respeto a la justicia y derechos de los naturales (CHP 5, 77-87)». Francisco de Vitoria: Derechos y deberes entre indios y españoles en el Nuevo Mundo según Francisco de Vitoria, texto reconstruido por Luciano Pereña Vicente, Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid, 1991, p. 28.
[84] «[…] en Vitoria también encontramos la intuición de que la cuestión de los derechos del hombre excede, completamente, el ámbito de la soberanía nacional, para convertirse en un problema de derecho universal». A. Aparisi Miralles: Derecho a la paz y derecho a la guerra en Francisco de Vitoria, Editorial Comares, Granada, 2007, p. 51.
[85] «Supieron y saben bien y muy bien y ordenadamente regir, gobernar, conservar y acrecentar sus familias y casas, y, por consiguiente, son hombres humanos, razonables, intellectivos y que producen actos que verdaderamente son humanos, guiados por buena razón». B. de las Casas: Obras completas. Apologética historia sumaria I, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 487.
[86] «No son ignorantes, inhumanos o bestiales, sino que mucho antes de haber oído la palabra “español” tenían estados rectamente organizados, esto es, prudentemente administrados con excelentes leyes, religión e instituciones». Las Casas, B. de. Apologética Historia de obras escogidas de Fray Bartolomé de las Casas, edición a cargo de J. Pérez de Tudela, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1958, vol. III, p. 490.
[87] Véase E. Dussel: 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad, Plural Editores, La Paz, 1994.  http://biblioteca.clacso.edu.ar/subida/clacso/otros/20111218114130/1942.pdf
[88] «Son numerosos los representantes de este movimiento indigenista liderado por Bartolomé de las Casas. Bástenos mencionar  a algunos de los muchos obispos lascasianos, que se enfrentaron sin temor a conquistadores y encomenderos para hacer cumplir las Nuevas Leyes, arriesgando hasta la propia vida. Antonio de Baldivieso, por defender a los indios en Nicaragua, murió asesinado a manos de un soldado venido del Perú. Cristóbal de Pedraza, de Honduras, es otro de los grandes luchadores en defensa de los indios. En Nueva Granada destaca Juan del Valle, obispo de Popayán, quien para protegerse del peligro que corría por defender a los indios hacía sus visitas pastorales armado con una lanza. Murió en Francia, lejos de sus diócesis, cuando se dirigía al Concilio de Trento para presentar las denuncias sobre las atrocidades cometidas contra los indios. Sus bienes fueron secuestrados. Su sucesor, Agustín de la Coruña, fue desterrado primeramente por el mismo Rey y, cuando regreso a su obispado, fue llevado preso por algunos conquistadores a Quito. Por mantener esa misma actitud, Pablo de Torres, en Panamá, fue juzgado, condenado y remitido a España». L. J. González: «Filosofía en la etapa de la conquista», en G. Marquínez, J. Zabalza, J. Suárez, L. González (et al.): La filosofía en América Latina, Editorial el Búho, Bogotá, 1993, p. 65.
[89] «El humanismo (occidental) me ha hecho ver la humanidad de nuestra vida, sobre todo para eso me ha servido. Lo que escriba, quiero que sirva para derrotar el egoísmo esquizofrénico de mi clase. El racismo occidental, todo racismo tiende a deshumanizar: se trata, como dice Sartre, “de destruir su cultura sin darles la nuestra”. Éticamente todo ello es indefendible. Las condenas son innumerables, no bastan las condenas, hay que estar con el indio». L. Cardoza y Aragón: «Los indios de Guatemala», en G. Beeli, M. Bonaso, T. Borge (et al…): 1942-1992. La interminable conquista, El Búho Ltda., Bogotá, 1990, p. 22.
[90] Veáse P. Guadarrama: «Pensamiento independentista y justicia social», en Islas, Revista de la Universidad Central de Las Villas, año 49, no. 152, 2007,  pp. 155-161; Revista Política de Filosofía, Asociación Iberoamericana de Filosofía y Política-Sociedad de Estudios Culturales Nuestra América, SECNA, A.C., México. D.F., no. 5, sep. 2007, pp. 155-164; Colectivo de autores: Historia, memoria y nación. A propósito del bicentenario de la independencia latinoamericana, Javier Guerrero (coordinador), Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, La Carreta , Medellín, 2010,  pp. 101-107.
[91] «Su utilización de la filosofía fue para defender los derechos naturales de los indios tanto como de los españoles. Son los que ahora llamamos derechos humanos, y que tienen su antecedente en los derechos naturales. Además, Las Casas reconocía y, con ello mismo, fomentaba, la identidad latinoamericana de los indios, al reconocerlos primeramente como hombres, en universal, y luego como los hombres específicamente dueños y habitantes de un continente, que estaban a la altura de los europeos en cuanto raza y cultura, singularmente preparado para entrar en la línea del cristianismo». M. Beuchot: «La filosofía en el México colonial», en G. Marquínez, M. Beuchot: La filosofía en la América colonial, El Búho, Bogotá, 1996, p.  24.
[92] «En Colombia, Alonso de Sandoval, S.J. (1576-1652), sevillano, enseñaba en Cartagena de Indias. En 1627 publicó en Sevilla una obra que, en su segunda edición en Madrid, el año de 1647, llevó como título definitivo: De instauranda aethiopum salute, en la que cuestiona –de manera revolucionaria– los justos títulos de la esclavitud de los negros, y pide la compasión hacia ellos. Afirma su humanidad, igual que la de los indios (y criollos), siendo un modelo de pensamiento antiesclavista». M. Beuchot: «La filosofía académica», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 82.
[93] «De la misma manera, el poder político se distribuye entre dos y rotativamente, en lugar de asignárselo (como Th. Hobbes) a la autoridad presidencial, a un partido. La responsabilidad, pues, está en manos de todos y no de un solo individuo o grupo. De ahí que se rechacen el solipsismo, el egoísmo, la competencia, sea de un partido, de una autoridad, de una sola semilla o de un solo cultivo,  aunque también de un solo dios. […] He aquí en pocas palabras algunos de los fundamentos ontológicos del filosofar maya tojolabal. Se resume en el nosotros con sus ramificaciones múltiples: la intersubjetividad, la nosotrificacion, el antisolipsismo, el saber escuchar, el hecho de que todo vive y no somos más que un tipo de seres vivientes entre muchos otros. Nos conviene ser modestos y respetuosos de los demás. Formamos parte de una democracia activa y participativa de extensión cósmica, dicen, por eso insisten en su autonomía dentro del contexto nacional e internacional,  y hasta cósmico en el que viven. La autonomía es nosótrica, porque no se subordina ni debe obedecer a nadie, sino que está interrelacionada intersubjetivamente con el estado y el cosmos en que se encuentra». M. Hernández: «La filosofía maya», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 35.
[94] «La causa principal a que venimos a estas partes es por ensalzar y predicar la fe de Cristo, aunque juntamente con ella se nos sigue honra y provecho, que pocas veces caben en un saco».  S. Zabala: Filosofía de la conquista, Fondo de Cultura Económica, México, 1947,  p. 25.
[95] «En un principio, españoles e indios confraternizaron. Luego, tal vez por abusos de los españoles empezaron los desacuerdos». R. D. de Guzmán: Crónicas de América 23. La Argentina, Historia 16, Información y Revistas, S.A., Madrid, 1986, p. 116.
[96] «Los principios de correspondencia y complementariedad se expresan a nivel pragmático y ético como principio de reciprocidad: a cada acto corresponde, como contribución complementaria, un acto recíproco. Este principio no solo rige en las interrelaciones humanas (entre persona o grupos), sino en cada tipo de interacción, sea esta intrahumana, entre el ser humano y la naturaleza,  sea entre el ser humano y lo divino. El principio de reciprocidad es universalmente válido y revela un rasgo muy importante de la filosofía andina. La ética no es un asunto limitado al ser humano y su actuar, sino que tiene dimensiones cósmicas». J. Estermann: «La filosofía quechua», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 39.
[97] «En otras palabras, creemos que la economía de los tiempos modernos (de la mitad del siglo xv hasta la segunda mitad del siglo xviii) es fundamentalmente precapitalista, lo que se aplica a Europa, al mundo colonial a ella sometido, y al incipiente mercado mundial. El capitalismo como modo de producción se está generando entonces, pero no se instalará plenamente –y menos aún será dominante– antes de la revolución industrial». C. Flamarion y H. Pérez: Historia económica de América Latina. Sistemas agrarios e historia colonial, Editorial Crítica, Barcelona, 1979,  t. I, p. 163.
[98] «La teoría que fundamentó el individualismo moderno y al transcurrir el tiempo justificó los sistemas políticos constitucionales es el iusnaturalismo». J. Fernández Santillán: «Prólogo» a Origen y fundamentos del poder político, de N. Bobbio y M. Bovero, Grijalbo, México, 1984, p. 15.
[99] S. Castro-Gómez: «Filosofía, ilustración y colonialidad», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 130.
[100] «La conquista de América no encontró en el pensamiento amerindio un grado de madurez teórica que se pudiese enfrentar al consolidado pensamiento del poder colonial. Pero sí manifestó elementos de rebeldía y argumentos lógicos de protesta por la aniquilación y desarticulación de aquellos pueblos y culturas que motivaron a algunos misioneros y funcionarios, así como también a pensadores europeos, a buscar los argumentos necesarios para reivindicar la dignificación de aquellos hombres, como representantes tan originales y auténticos de lo humano al igual que sus congéneres europeos». P. Guadarrama: Pensamiento Filosófico Latinoamericano. Humanismo, método e historia, Universitá degli Studi di Salerno-Universidad Católica de Colombia-Planeta. Bogotá, 2012, t. I,  p. 178.
[101] R. Sánchez: «Esas yndias  equivocadas y malditas», en G. Belli, M. Bonaso, T. Borge (et al.): 1942-1992 La interminable conquista, El Búho Ltda., Bogotá, 1990, p. 53.
[102] «El Aquinante identifica dos métodos para considerar al hombre. Uno, por el que “cada quien se conoce por lo que es más propio.  Otro, por el que […] se conoce lo que es común a todos”. El primero conoce lo que es propiamente, y da cuenta de un individuo, particular. Dicho con total claridad y rigor, llega al llega al conocimiento de sí mismo. El segundo, es aquel por el que se conoce la naturaleza. […] la naturaleza del hombre». J. A. García-Muñoz: El tomismo desdeñado. Una alternativa a la crisis económica y política, Universidad Católica de Colombia-Universita degli Studi di Salerno-Planeta, Bogotá, 2012, p. 138.
[103] «Por lo tanto, el inicio de la práctica filosófica en Brasil se da en ese espíritu contestatario contrario  a la esclavitud, tanto de los negros de África como de los pueblos indígenas». C.Ludwig: «El pensamiento filosófico brasileño de los siglos xvi al xviii», E. en Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 122.
 Por Juan Martos Quesada (*) 


Ibn Jaldún, si bien lejos en el tiempo, da por su obra la sensación de ser vecino intelectual nuestro, sintiéndolo mucho más cerca nuestro que, por ejemplo, los historiadores españoles y europeos de los siglos XVII o XVIII. Los historiadores occidentales, los intelectuales europeos, son absolutamente unánimes en concluir que este gran magrebí da un salto cualitativo de los cronistas, analistas e historiadores musulmanes de su época o de sus predecesores con su concepción de la Historia, con su concepto de la crítica histórica, con su determinismo riguroso basado en la observación de los hechos, con su esfuerzo para vincular los antecedentes con las consecuencias extrayendo para ello leyes generales; en suma, con el uso que hace de la razón para analizar el devenir histórico, con toda exclusión del método teológico o de las explicaciones divinas. Y la sorpresa es aún mayor, y la admiración por su obra se consolida, cuando tomamos conciencia de que Ibn Jaldún vivió en el siglo XIV, es decir, contemporáneo de historiadores árabes que, como Ibn al-Jatib, aún identificaban Historia con relación de sucesos de reyes y sultanes; o como Ibn Batuta, Marco Polo o Ruy González de Clavijo, que preferían el género descriptivo al analítico en sus relatos histórico-geográficos; o como los historiadores hispanos Florián de Ocampo o Diego Hurtado de Mendoza, condicionados aún por los cánones historiográficos heredados de los romanos; o bien como el gran cronista francés Froissart, valedor de una Historia repleta de tintes moralistas y filosóficos. 


Lo más singular aún, en el caso de Ibn Jaldún, es que, según todas las apariencias, las conclusiones de su obra no parecen ser fruto de una escuela histórica predecesora que apuntara a unos nuevos conceptos, ni tampoco fruto de las enseñanzas de algún maestro que lo guiara en este sentido. Todo parece sacado de su fondo personal, creado durante una meditación solitaria y estudiosa de cuatro años pasados en un pequeño castillo árabe, en los alrededores de Tiaret, en donde sabemos que elaboró su famosa Muqaddima. 1 Por otra parte, no hizo escuela, si exceptuamos, quizás, a su amigo y también historiador el egipcio al-Maqrizi; y aunque nos consta que conoció notoriedad en todo el Magreb , en Egipto y en Damasco, su ciencia, la ciencia que había inventado en su medio, una ciencia que se ha dicho ser Filosofía de la Historia o Filosofía Social o Sociología, no fue continuada, ni sacaron provecho de ella sus contemporáneos; da la impresión de que todo, de que su pensamiento, termina cuando termina su vida, a principios del siglo XV. Será necesario esperar a principios del siglo XVIII, en Oriente, y a los comienzos del siglo XIX en Occidente, para que podamos asistir a una verdadera y respetuosa recuperación de la obra de Ibn Jaldún. En Oriente, será un turco, Peri-Zade Efendi, quien se atrevió a traducir, en el año 1732, los cinco primeros libros de los Prolegómenos, teniendo que esperar más de ciento veinticinco años, hasta 1860, para que otro turco, historiador del Imperio Otomano, Djevdet Efendi acabara la obra traductora del libro jaldudiano iniciada por su antecesor Peri-Zade Efendi. Y en Europa, habrá que esperar a los principios decimonónicos para que los historiadores occidentales, en esta ocasión franceses venidos de la mano del orientalismo, como Silvestre de Sacy , que ya en 1806 dejó entrever, en su crestomatía árabe, algunos de los fragmentos más significativos de los Prolegómenos; o como E. Quatremère, discípulo del anterior, muerto en el año 1857, que estableció y publicó el texto de esta obra de Ibn Jaldún, traducida finalmente al francés, cinco años más tarde, en 1863, por el Barón de Slane. Si bien fueron los franceses los meritorios descubridores occidentales de la obra de Ibn Jaldún, pronto otros historiadores y orientalistas europeos trabajaron para dar a conocer a nuestro autor magrebí, como los alemanes De Hammer y Freytarg, el abad italiano Lanci, el historiador español Altamira y, desde luego, los pensadores franceses Garcin de Tassy y Coquebert de Montbrey.. De todos modos, es de justicia volver a recordar que el honor de publicar una edición completa de la Historia universal de Ibn Jaldún, datada en el año 1857, se debe a un gran sabio, a un gran ulema musulmán, Nasr al-Hourini. Ni qué decir tiene que esta recuperación y revalorización de las coordenadas históricas jaldunianas, de la obra de Ibn Jaldún –y en particular de sus Prolegómenos-, continúa en Europa en el siglo XX, bien de la mano de Renan, que lo califica como “el más listo de los cronistas, el único historiador al que se le puede llamar un genio”, pasando por J. 2 Berque –que saluda a Ibn Jaldún como un predecesor del espíritu del Renacimiento-, y tomando en cuenta los trabajos de Mohamed Abdallah Enan, de Charles Issawi, de Francesco Gabrieli o de Yves Lacoste, que hicieron justicia a su obra al destacar la plena actualidad de sus planteamientos históricos. Posiblemente, esta dimensión moderna y actual que se la ha dado a la obra de Ibn Jaldún, en especial a la Muqaddima, a los Prolegómenos, se deba en parte al nuevo valor concedido a mediados del siglo XX, a la Filosofía de la Historia, disciplina durante mucho tiempo –especialmente en Francia- sospechosa y desacreditada, valor del que uno de sus mayores representantes sería Arnold Toynbee y sus teorías acerca de la Historia y su interpretación. De esta manera, Ibn Jaldún aparece próximo a Dilthey, a Max Webwer o a Jasper, Collingwood o Spengler y, desde luego, de su misma estatura. A todos ellos les une un enfoque similar de la Historia en la convicción de que el conocimiento histórico no es un simple calco de su objeto, de la realidad, sino que existen una coordenadas interiores que la rigen y dan lugar a unas leyes históricas, que, por supuesto, no marginan principios activos creadores y subjetivos que, lejos de destruir su valor, le otorga legitimidad; en suma, menos Filosofía de la Historia que Filosofía sobre la Historia, el amor por los europeos a los Prolegómenos de Ibn Jaldún es un anuncio de las preocupaciones epistemológicas modernas. Algunas definiciones de Ibn Jaldún como, por ejemplo, “la Historia tiene por verdadero objeto hacernos incluir el estado social de los hombres”, es decir, tener en cuenta la civilización y los fenómenos que están vinculados a nuestro modo de vida, tales como las costumbres y su relajamiento, el espíritu familiar y tribal, las percepciones de superioridad que unos pueblos tiene sobre otros, sentimiento que conlleva el nacimiento de imperios y dinastías, las distinciones de rango, los empleos, las profesiones lucrativas, las ciencias, las artes..., en suma, todos los cambios que la Naturaleza de las cosas puede operar en el carácter de la sociedad. Precisamente, debemos aprovechar la oportunidad que nos da la celebración del aniversario de la muerte del historiador tunecino para reivindicar este modo de entender la Historia en unos momentos, en que la evolución –o, mejor dicho, la involución- que están sufriendo los estudios históricos, nos obligan a retomar el planteamiento historiográfico de Ibn Jaldún. Observamos, no sin inquietud, cómo se está volviendo a un historicismo decimonónico, en donde la prevalencia de valores morales subjetivos falsean el pasado, en donde el quehacer de los historiadores se entiende como la 3 búsqueda de la legitimación de las prácticas presentes de algunos gobiernos o grupos de poder basándose en una cierta presentación del pasado, en donde el protagonismo de personajes singulares oculta el protagonismo de la sociedad – y, como muestra, véase la proliferación de biografías históricas que inundan el mercado editorial-, en donde se aprecia un retorno a entender la Historia como la narración de eventos y acontecimientos, confiscándole su principal objetivo que es el análisis del pasado para entender mejor el presente. En fin, hacemos nuestras las palabras de Miguel Cruz Hernández cuando afirmaba que es algo más que necesario volver a leer al historiador magrebí. Ibn Jaldún nos indicó claramente cuáles eran los errores en los que no debía incurrir, bajo ninguna justificación, el historiador, entre otros, depender del poder, ya sea éste político o ideológico, pues ello conlleva implícito un impedimento a la más mínima objetividad en el análisis del hecho histórico. Desgraciadamente, este consejo, de una lógica implacable, alcanza hoy una desafortunada actualidad cuando observamos cómo muchos historiadores escriben al dictado de intereses políticos, económicos o religiosos, sin que muestren ningún empacho en tergiversar, cuando haga falta, las fuentes historiográficas en las que dicen haberse basado. Ibn Jaldún nos dejó asimismo un importante legado al indicarnos que los verdaderos sujetos de la Historia son los seres humanos en su conjunto, no los individuos excepcionales ni los grandes líderes, pues estos no serían nada sin el conjunto, sin el sustrato social que los sustentan. Él nos indicó que la Historia debe tener por objeto el conocimiento de las sociedades, así como el de todas las circunstancias que confluyen en ellas; máxima importantísima del historiador tunecino que también cobra una viva actualidad en nuestros días en donde se hace necesario el conocimiento de las sociedades y la transmisión de este conocimiento de unas sociedades a otras, con el fin de potenciar el conocimiento y la comprensión del “vecino” y ayudar a una mejor relación entre los diversos pueblos, sociedades y civilizaciones existentes en este mundo globalizado. Es posible que un acierto de los organizadores de estos eventos en memoria de Ibn Jaldún, a los que asistimos hoy en día, haya sido el dar al Mediterráneo un carácter protagonista; en primer lugar, porque no podríamos entender a Ibn Jaldún si no le situamos en este entorno, tan estudiado como amado por nuestro intelectual; no olvidemos que fue el primer historiador que se ocupó de indagar en las sociedades de las dos orillas, lo que, precisamente, le dio ese carácter universalista a su obra. 4 Ibn Jaldún nos dio las bases para establecer una visión comparativa entre los grupos humanos, entre las sociedades establecidas, tanto en el Mediterráneo septentrional como en el meridional, labor que posteriormente fue continuada con gran acierto por el gran historiador francés Fernand Braudel en su conocida obra El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en tiempos de Felipe II, obra cuya lectura, junto con la de Ibn Jaldún, nos lleva a observar que son más los elementos que nos unen que los que nos separan a lo largo de la Historia. Confiemos en que este análisis conjunto de las dos orillas sepamos transmitirlo a ambas sociedades y conseguir que dejemos de mirarnos como extraños, como pertenecientes a mundos distintos, cuando la realidad es – y la Historia está ahí para demostrarlo- que formamos parte de un mismo colectivo: el de las gentes del Mediterráneo. Y la actualidad de esta visión es la que ha hecho reflexionar a los políticos de hoy en día, como Federico Mayor Zaragoza, que no hace mucho afirmaba que “... tenemos que identificar lo que nos une y valorar lo que nos separa, para encauzar nuestro destino, que es irremediablemente común...”, o bien, como muestra valgan las palabras del senador D. Rafael Simancas cuando, en relación con el proyecto de la Alianza de Civilizaciones, decía: “En el año 2006, cuando se cumplen 600 años de la muerte del gran erudito Ibn Jaldún, debemos recordar sus estudios sobre las diversas culturas que se desarrollaron en el Mediterráneo, pues representan uno de los hitos precursores de la Sociología y, desde luego, uno de los pilares fundacionales de la Historia social, entendida por Ibn Jaldún como una auténtica “ciencia universal de las civilizaciones”. Retomando el legado metodológico de Ibn Jaldún, en su obra, que forma un “corpus” homogéneo, a pesar de las sugerencias de muchos historiadores de separar sus Prolegómenos del resto de sus escritos, observamos cómo nuestro intelectual realiza un análisis de todos aquellos aspectos que inciden en el desarrollo de una sociedad: el medio geográfico y climático –tan importantes para entender las civilizaciones mediterráneas-, la economía, los hechos políticos, la religión...; en definitiva, todo aquello que incide sobre el desarrollo de los pueblos. Esta forma de hacer la Historia, que podríamos denominar como Historia social, es decir, el tipo de Historia que cinco siglos más tarde propusieron los Annales de Bloch, Lefebvre o Braudel, es el mismo que en su día propuso Ibn Jaldún, tal y como afirma Braudel al calificar al historiador tunecino como precursor de la Historia de las civilizaciones, una manera de entender la Historia que, desafortunadamente, está en baja en nuestros días y que es preciso retomar como única solución para poder ofrecer una 5 panorámica total del desarrollo de las distintas culturas y civilizaciones. Estamos convencidos de que este tipo de Historia es el que puede lograr que exista una mayor comprensión entre los habitantes de este mundo, máxime cuando todo indica que nos encaminamos a un mundo globalizado, en donde adquiere un protagonismo esencial el conocimiento integral de las diversas sociedades. Pero si bien, Ibn Jaldún enlaza de forma clara con nuestros historiadores modernos, tal y como ya señaló A. Faure en su día, su concepción de la Historia y, sobre todo, su forma de vivirla, lo hace ser continuador de la forma de historiar de nuestros autores clásicos, es decir, de Tucídides, de Polibio, de Salustio, de Tito Livio y de Tácito, autores muy próximos a Ibn Jaldún, a los que les une una notable convergencia dehechos vividos, de datos de biografía, de ánimo de espíritu y de circunstancias semejantes en su vida y quehacer político. Tucídides es un hombre de guerra; sirvió en la armada durante la guerra del Peloponeso, en donde llegó a comandar una flota y logró fama de excelente estratega; pero las cosas, finalmente, no le fueron bien y se vio obligado a exiliarse; es de esta forma como emprende una especie de periplo, de viaje de estudios, llevado por su preocupación en obtener documentos y en observar personalmente los hechos acontecidos. Su discípulo Polibio, afectado también por una guerra, estuvo estrechamente mezclado en los acontecimientos políticos de su tiempo. Fue testigo privilegiado de la derrota de su país por el imperio emergente de Roma, que lo convirtió en una provincia romana. Deportado como rehén a la capital del imperio latino, viajó posteriormente por la Galia, por Hispania y por Libia, en un afán por ver de forma directa cómo era la historia y cómo vivían los pueblos vencidos por Roma. En cuanto a Salustio y Tácito, tan relacionados historiográficamente con Tucídides, también fueron privilegiados observadores directos de la Historia desde la posición que les daba sus cargos de altas magistraturas en Roma. El primero llega a ser procónsul en África y participa intensamente en la guerra civil que enfrentó a Cesar con Pompeyo. El segundo, su vida política está marcada por un rosario de altos cargos: cuestor, tribuno, pretor y cónsul. Ibn Jaldún no se queda a la zaga en absoluto del periplo personal de estos pensadores clásicos que los llevó a adentrarse en la ciencia histórica; hasta los cuarenta y dos años, su vida es una larga continuación de aventuras, viajes y tribulaciones, en donde no falta, por supuesto, el desempeño de cargos políticos e institucionales que le hacen estar próximo y participar en los círculos del poder de su tiempo. 6 En el curso de su agitada vida, viajó por todo el Occidente musulmán, por Sevilla, Granada, Fez, Túnez, El Cairo y Damasco, en donde encontró a Tamerlán, bien que a pesar suyo. Ocupó empleos y cargos cerca de príncipes, reyes y gobernantes, a quienes unas veces sirvió con lealtad y otras con menos lealtad. Llegó a ser embajador del rey de Granada en Sevilla, conspiró en Fez y arrastrado a prisión: se diría que su vida es como la de un condottiero en el mundo árabe. En fin, todo lo dicho lo hacer tener un nexo común con los grandes historiadores grecolatinos –si exceptuamos, quizás a Tito Livio-, pues todos vienen de la política y participan en la acción de la Historia de su tiempo; en otras palabras, por temperamento, no son historiadores de gabinete, coleccionistas de hechos históricos ante los cuales reflexionan desapasionadamente, sino que, por el contrario, son actores, a menudo trágicos, de la Historia de su tiempo. Tucídides tuvo que reflexionar con esta pasión de comprender lo que no le gusta, al igual que Ibn Jaldún; si el historiador griego tuvo que buscar las leyes que regulan los acontecimientos de la Historia, tuvo que definir una crítica histórica, es porque le embargaba el sentimiento de que la guerra del Peloponeso, en la cual participó de forma activa, era para su país un momento capital de su Historia, el mismo sentimiento de vivir acontecimientos singulares históricos que tenía Ibn Jaldún. En cuanto a Polibio, ciudadano infeliz de una patria vencida, se ve impelido a buscar las razones que hicieron de Roma una gran potencia, un imperio; este objetivo lo llevó a estudiar las instituciones romanas, el ejército, los modos de combate de los romanos; lo llevó a establecer comparaciones entre las instituciones romanas y las griegas, estudiando paralelamente la legión y la falange. En otras palabras, al igual que Ibn Jaldún, su afán de comprender la Historia lo lleva a estudiar y analizar lo que hay más allá de los meros hechos históricos o militares. Finalmente, Salustio y Tácito, testigos ambos de la corrupción de las costumbres romanas, intentaron explicar los acontecimientos históricos, el devenir histórico, con observaciones y consideraciones que reencontraremos en los escritos de Ibn Jaldún, cuando éste incrimina al lujo y al gusto excesivo por el bienestar como factores de decadencia de la sociedad urbana. En suma, Ibn Jaldún se relaciona de forma clara con los historiadores clásicos y sirve de puente, de enlace, de hilo conductor con los historiadores modernos de finales del siglo XIX y del XX, aunque quizás aquellos la filosofía sigue impregnando el tejido histórico, 7 lo que les impide llegar a la sistematización y el rigor metodológico que logra Ibn Jaldún. En conclusión, estamos convencidos, pues, de que es absolutamente necesario en nuestros días retomar en nuestros días el discurso metodológico de Ibn Jaldún, con un propósito claro y diáfano, el de hacer un estudio global de las diversas sociedades y de todos los elementos que inciden en las mismas. De esta forma cumpliremos uno de los objetivos del quehacer histórico, de la Historia: conocer el pasado para que nos enseñe a deambular por el presente y nos ayude a conformar, de la mejor manera posible, nuestro futuro.
(*) Universidad Complutense de Madrid

El 18 de agosto de 2015, apenas celebradas las últimas PASO de kirchnerismo rampante, advertíamos en este mismo espacio que la embestida imperial de los golpes blandos tenía como objetivo infligir a los populismos de América Latina sucesivas derrotas políticas, geopolíticas, económicas, culturales y, también, morales.
Los avances emancipatorios y la vocación de integración regional y reparación social de estos gobiernos, ratificados por numerosos pronunciamientos populares libres e insospechados durante más de una década, encerraban en su matriz sus propios límites. No habían avanzado lo suficiente ni producido transformaciones imprescindibles en materia de estructura productiva, ni en la conciencia política de sus pueblos. Pero, fundamentalmente, habían dejado intacta la estructura económica de un capitalismo indivisible de un nuevo sistema mundial de acumulación financiera.
La endeblez de la expansión del mercado interno y del consumo cómo únicas y artesanales herramientas para las respectivas cruzadas redistributivas quedaron de manifiesto inmediatamente después de la crisis global de 2008. A partir de allí, el crecimiento de las economías regionales se empantanó y el resultado final, al menos en la Argentina, es conocido.
El populismo en su versión local comenzó a perder, inexorablemente, su batalla cultural frente a la formidable maquinaria de devastación de la conciencia nacional y popular en manos de los grupos en cuyas manos habían quedado (en lo que configuró otra asignatura pendiente del gobierno) los grandes medios de comunicación.



Toda revolución inconclusa es producto de su debilidad política y  sus inconsistencias ideológicas.
A la derrota cultural que precipitó la calamidad del ascenso al poder, por la vía de los votos, de la derecha macrista, se suma una derrota moral signada por una corrupción (respecto de la "otra", la que traspone impúdicamente los límites permitidos de  un sistema financiero internacional de expoliación, era sabido que los grandes medios iban a hacer  un silencio escandaloso) sobre la que poco y nada se ha dicho por parte de los intelectuales orgánicos del modelo, casi todos ellos ocupados en la coyuntura o en etéreas cavilaciones que permitieran vincular la experiencia regional con diferentes producciones de filosofía política de un siglo de (larga) data. Mientras tanto, la derecha cerraba un proyecto político, económico, cultural y de control social sin fisuras. Salvo por el detalle imperceptible de que las víctimas de ese ensayo serán, inexorablemente, millones de argentinos.
La corrupción no es un problema moral, al menos si por moral entendemos los mandatos kantianos o, más allá en el tiempo, los preceptos bíblicos. También es cierto que resulta imposible concebir un capitalismo sin corrupción. Por más que sean capitalismos "buenos", como el que promovió el peronismo y emularon los gobiernos K. Hay una cuestión de clase subyaciendo estas conjeturas que en la década del setenta se debatía e, incluso, se saldaba con la brutalidad sin límites de la “justicia popular” sumaria, y que ahora ni siquiera se alude desde el campo popular.Eso no quiere decir que todos los propietarios sean corruptos ni que todos los trabajadores sean incorruptibles. La corrupción encarna, justamente, una debilidad ideológica porque lo ideológico, parte esencial de la cultura, no ha sido saldado. Un capitalismo bueno es una aporía. Una limitación ideológica supone la  imposibilidad de comprender el mundo y la realidad en su conjunto "por fuera" de las lógicas del capital, que no solamente produce subjetividades sino sujetos. Necesidades, pulsiones y compulsiones. Quien no se pueda sobreponer a ellas no puede formar parte de un proyecto emancipatorio. Mucho menos, sintetizarlo y conducirlo.


Por Karina Terren

¿Cuál sería la frontera, si es que la hay, que separa el dolor de ser, en tanto cuerpo, de la melancolía, dolor del alma, de la psique?
En 1895 Freud comienza explicando que existe un vínculo entre melancolía y anestesia sexual ( anestesia proviene del griego" anaisthesía" sin sentido ).Esto se observa :
1) En muchos melancólicos dónde existió previamente antecedentes de anestesia. 2) Todo cuanto provoca anestesia promueve también la génesis de la melancolía y 3) Hay un tipo de mujeres psíquicamente exigentes en quienes el anhelo se vuelve con facilidad en melancolía y que son anestésicas.
El afecto correspondiente a la melancolía es el del duelo, la añoranza de algo perdido, es decir, que la melancolía consistiría en el duelo por la pérdida de la libido y la compara con la anorexia nerviosa, dónde en ambos casos se habla de una pérdida de apetito, en una,(la anorexia nerviosa ) es la pérdida del apetito por la comida y en la melancolía es la pérdida del apetito sexual, pérdida de la libido.
Ahora bien Freud para esa misma época,1895 describe 3 casos de melancolía : 1) Melancolía grave común genuina dónde se producen períodos de aumento y cese de la producción de excitación sexual somática ( anestesia ),2) Melancolía neurasténica, dónde en éste caso la tensión sexual es desviada del grupo sexual psíquico( demanda de amor ) en tanto que la producción de excitación sexual somática no disminuye.
3) Melancolía de angustia, una forma mixta de neurosis de angustia y melancolía.
Al hablar de melancolía de angustia lleva a pensar, si en la melancolía podríamos hablar de angustia o de dolor, o de ambos tipos de afectos, en distintos momentos.

Veamos que dice Freud, él describe los efectos de la melancolía como " inhibición psíquica con empobrecimiento pulsional y dolor por ello. Uno puede representarse que si el grupo sexual psíquico pierde muy intensamente magnitud de excitación, se forma por así decir un recogimiento dentro de lo psíquico, que tiene un efecto de succión sobre las magnitudes contiguas de excitación, lo cual produce dolor. Mediante una "hemorragia interna ", nace un empobrecimiento de excitación, que se manifiesta en las otras pulsiones y operaciones. Como inhibición, este recogimiento tiene el mismo efecto que una herida, analogamente al dolor".
En el "Proyecto" Freud al dolor lo explica como el efecto de ruptura de la protección antiestímulo ( el dolor impera en la Represión ), el dolor traspasa la barrera de protección antiestímulo, por lo tanto se habla de un fracaso de ésta.
Si bien se podría pensar que existe una contradicción entre lo que refiere primeramente como empobrecimiento pulsional ,con lo que formula en el Proyecto, al hablar de aumento de excitación (lo que provoca la ruptura de la barrera de protección antiestímulo). En "La vivencia de dolor " explica que en el caso del dolor se trata de un desprendimiento pero de displacer, mientras que el desprendimiento del empobrecimiento pulsional, es de excitación.
En 1910 Freud se pregunta cómo es posible que llegue a superarse la pulsión de vivir, de intensidad tan extraordinaria, si sólo puede acontecer con auxilio de la libido desengañada, o bien existe una renuncia del yo a su afirmación por motivos extrictamente yoicos. Creo, dice Freud, que aquí sólo es posible partir del estado de la melancolía y su comparación con el afecto del duelo.
Primeramente la melancolía era " el duelo por la pérdida de libido", lo que conlleva a un estado doloso, mientras que ahora habla de una" libido desengañada" (desilucionada). Desengañada de quién, obviamente estamos hablando del objeto de amor, lo que permite pensar que este desengaño, de alguna manera lleva al melancólico al suicidio, a la muerte.Podríamos entonces, suponer la siguiente ecuación : melancolía-pulsión de muerte-suicidio.
En 1915 Freud ya comienza a esbozar lo que luego va a ampliar y a retomar en 1917. En cuanto a la muerte él dice lo siguiente: " que la muerte era algo natural, incontrastable e inevitable. Hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida.Hemos intentado matarla con el silencio. En el fondo nadie cree en su propia muerte, en el inconciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad. Cuando muere alguien querido, próximo, sepultamos con él nuestras esperanzas, nuestras demandas, nuestros goces, no nos dejamos consolar y nos negamos a sustituir al que perdimos.
Aquí ya comienza dando señales de lo que ocurre en un estado de duelo y de melancolía y continúa diciendo " la vida se empobrece, pierde interés, cuando la máxima apuesta en juego de la vida, que es la vida misma, no puede arriesgarse, se vuelve insípida, sin sentido ( anestésica ), melancólica. Freud refiriéndose a la muerte dice, la hemos matado con el silencio,y yo diría que en la melancolía a la vida la hemos matado con el silencio.
En 1917 Freud compara el duelo con la melancolía, dónde refiere que en ambos casos se trata, de un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la única excepción que presenta la melancolía a diferencia del duelo, es la pérdida del sentimiento de sí, de la autoestima. En el duelo es el mundo el que se muestra empobrecido, mientras que en la melancolía es el propio yo del sujeto el que está empobrecido, vacío.
En el duelo se puede localizar fácilmente que es lo que se ha perdido, mientras que el melancólico no sabe que ha perdido.
Freud luego responde a ésto, diciendo que lo que ha perdido el melancólico es su propio yo y lo explica a través del mecanismo de identificación y dice " la identificación es la etapa preliminar de la elección de objeto y la primera forma, ambivalente en su expresión, utilizada por el yo para distinguir un objeto. Quisiera incorporárselo, conjuntamente con la fase oral o canibalística del desarrollo de la libido, ingiriéndolo, devorándolo" es decir se establecería una identificación del yo con el objeto perdido amado y odiado. De ahí la fórmula Freudiana : "La sombra del objeto cayó sobre el yo "oscureciéndolo, dominándolo, devorándolo.
Entonces, lo que ocurre en la melancolía es lo siguiente, ante la pérdida del objeto, el yo en lugar de retirar la libido y dejarla libre para desplazarse a otro objeto, no, se retrotrae al yo y ahí se queda, identificándose con el objeto perdido, lo que se entiende como una identificación narcisista de objeto.
Cuando el amor al objeto, llega a refugiarse en la identificación narcisística, recae el odio sobre este objeto sustitutivo ( el yo ), humillándolo, haciéndolo sufrir y encontrando en este sufrimiento una satisfacción sádica. Freud entonces reconoce que en la melancolía lo que se trata es de goce.
Con respecto a este sadismo,a esta pulsión de muerte hacia el yo, por parte del super-yo, puesto en el lugar de objeto Freud llega a lo que había planteado en 1910 : el suicidio. Que a mí entender, en el suicidio melancólico lo que se trata es de liberarse de este objeto, lograr ser libre del objeto, a través de la muerte ,como no pudo la libido ser libre para poder desplazarse a otro objeto.
En 1925 en el artículo " Angustia, dolor, tristeza ".Freud dice que la angustia es la verdadera reacción ante el peligro que ocaciona la pérdida del objeto, mientras que el dolor es la verdadera reacción a la pérdida del objeto y la tristeza surge como resultado del exámen de realidad.
Yo diría que a la ecuación angustia ,dolor, tristeza la modificaría por la ecuación dolor-angustia-tristeza-llanto.
A modo de síntesis, deduzco que el dolor en la melancolía, es un dolor silencioso, dónde a la vida se la ha matado con el silencio, dónde no hay lugar para las palabras, dónde no hay un hablar que exprese.
Con respecto a esto, Heidegger dice: " sólo en la medida en que los hombres pertenecen al son del silencio son capaces del hablar que hace sonar al habla.
¿ Qué significa hablar?. Hablar es la expresión fonética y la comunicación de estados de ánimo humanos. Hablar es expresar.
Del último verso de una poesía de Georg Trakl, titulada " Una tarde de invierno"es que Heidegger comienza a cuestionarse acerca del dolor y lo que significa para él.
Y dice así:
Entra caminante en silencio;
Dolor petrificó el umbral.
Y luce en pura luz
En la mesa pan y vino.
¿ Que es el dolor? ( se pregunta). El dolor desgarra. Es el desgarro. El dolor desgarra des-juntando, separa pero de modo que al mismo tiempo reúne todo en sí.
"El dolor es la diferencia misma". ¿ Qué es la diferencia ?. La diferencia es el silencio mismo, entonces siguiendo este mismo razonamiento "el dolor es el silencio mismo".El silencio no es sólo lo que no resuena, en lo que no resuena se perpetúa meramente la inmovilidad del sonar y el fonar. Lo inmóvil es siempre el reverso de lo que está en la quietud.
Luego Heidegger cambia de tesitura con respecto a la diferencia y dice: " La diferencia es lo que invoca". " El dolor es lo que invoca". ¿Qué invoca ?
mundo y cosa al medio de su intimidad. Cuando la diferencia reúne mundo y cosa a la simplicidad del dolor de la intimidad, los invita a ambos a acceder a su ser.
"La invocación de la diferencia es el son del silencio".Podríamos pensar entonces el dolor como invocación?.
El habla habla en tanto que son del silencio. El habla habla en tanto que es dolor. Lo cual me lleva a pensar tres interrogaciones en relación a esto: 1) ¿En tanto hay palabras hay dolor?
2)¿ Es la palabra, la que nos "rescata" del dolor?
3)¿ Es del dolor, del silencio, dónde surgen las palabras?
El ser humano, es en su escencia ser hablante. En la enunciación, sea discurso o sea escritura se rompe el silencio. El hablar humano, debe haber escuchado el mandato de la invocación ,en tanto que cual ,el silencio de la diferencia llama mundo y cosa al desgarro de su simplicidad .Cada palabra del hablar de los mortales habla desde ésta escucha y en tanto que tal, escucha. Toda verdadera escucha retiene su propio decir. Pues la escucha se retiene en la pertinencia por lo que queda apropiada al son del silencio, al habla, al dolor.¿A qué escucha se refiere Heidegger ? me atrevería a decir que es a la escucha del poeta.
Poesía de Holderling, para finalizar:

Pero a nosotros nos toca,
bajo la tempestad de Dios,
¡ Oh poetas! permanecer con la cabeza descubierta

Pues los que nos prestan el fuego del cielo
los Dioses, también nos dan el sagrado dolor
¡ Aceptémoslo!no soy sino un hijo de la tierra.

Así el hombre,cuando la dicha está a su alcance
y un Dios en persona se la trae,no la reconoce.
Pero desde que sufre,
entonces sabe expresar lo que quiere,
y entonces las palabras justas
se abren como flores.


Por Diego Gómez

Mandarinas es una película coproducida por Georgia y Estonia, filmada en el 2013 y dirigida por el georgiano Zaza Urushadze. Ganadora en varios festivales internacionales de cine y protagonizada por un elenco multinacional trata sobre la guerra civil acontecida en la república de Georgia entre 1992 y 1993. 
“Las fronteras dividen a la gente de manera artificial. Esta película debería ser un intento de destruir los límites artificiales. Los héroes que recientemente, por alguna razón, eran enemigos, derribarán esas fronteras artificiales. Serán capaces de perdonar, ayudar y protegerse unos a otros, incluso protegerse de su misma gente y llegando a pagar hasta con sus propias vidas”, dice Urushazde, director del film..
El Cáucaso, puente entre Europa Suroriental y Asia Central, se distingue por su heterogeneidad nacional.


Decenas de pueblos, culturas, dialectos e idiomas constituyen la singularidad y la enorme riqueza de la región. Dependiendo del período histórico fue parte integrante de los imperios persa, otomano y ruso; hoy en día se compone de tres estados independientes (Georgia, Armenia y Azerbaiyán) y siete repúblicas autónomas dentro de la Federación Rusa (Chechenia, Osetia del Norte, Ingusetia, Kabardino-Balkaria, Karacháevo-Cherkesia, Adiguesia y Daguestán).
A pesar de haber casi 3.000 kilómetros entre Estonia y Georgia, existe entre ambos pueblos una convivencia común en suelo georgiano producto de las migraciones promovidas por el zarismo, durante el siglo XIX, con el fin de colonizar el Cáucaso.
Particularmente en la región de Abjasia se fueron levantando distintas colonias de inmigrantes estonios que trabaron una fluida y amistosa relación con la población autóctona. Durante el periodo soviético la convivencia entre estonios y georgianos siguió siendo la norma, pero la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) brindó el escenario en el que comenzaron a darse disputas nacionalistas entre el poder central de la recientemente independizada Georgia y la minoría abjasia. Se repitió la lógica de lo que contemporáneamente estaba ocurriendo en los países de la ex Yugoslavia; es decir: una república reclama y obtiene su independencia, pero al interior de ella se encuentran minorías que o no están de acuerdo con esa independencia o reclaman ahora una parcial o total autonomía en relación al nuevo Estado. Concretamente, la minoría abjasia, como lo había hecho Georgia en relación a la URSS, reclamaba su independencia y ante la negativa daba comienzo la guerra civil.
En el mencionado contexto de guerra civil transcurre la película que cruza a tres pueblos habitantes del Cáucaso: estonios, georgianos y chechenos. El destino o más bien la guerra hace que se encuentren en un contexto excepcional, en medio del impactante y bello bosque caucásico, en donde la naturaleza, que no para de florecer, parece contrastar con el enfrentamiento entre los seres humanos. 
Mandarinas cuenta la historia de un anciano de origen estonio llamado Ivo que ha decidido permanecer en su casa, en el medio del bosque, a pesar de haber estallado la guerra civil. A diferencia de toda su familia, él ha preferido no emigrar a Estonia y quedarse junto a su vecino Margus (también estonio) quien se dedica a la cosecha de mandarinas. Margus se queda por Ivo, e Ivo se queda por Margus; uno cosecha las mandarinas y el otro provee los cajones de madera, pero ambos parecieran quedarse por algo que se sitúa más allá de ellos mismos. La llegada de dos combatientes heridos, un miliciano georgiano (Nika) y un mercenario checheno (Ahmed), que no quieren más que matarse uno al otro, hace que los estonios adopten un rol pacificador y antibelicista.

¿Por qué no se han marchado a la Estonia de sus antepasados? ¿Por qué deciden tomar parte, a su manera, en una guerra civil que no les compete? Ivo y Margus optan por socorrer a ambos heridos, al georgiano y al checheno, y al hacerlo los introducen en su mundo, es esa casa de atmósfera centroeuropea en medio del Cáucaso, en donde el huésped ha decidido que no hay lugar para la guerra entre los pueblos. El director Zaza Urushadze intenta mostrar que los estonios, por su condición político-nacional en Abjasia, se encuentran al margen del enfrentamiento nacionalista y entonces, a partir de esa distancia, son capaces de generar un entendimiento, una confraternización entre los dos combatientes. 
Mandarias, escrita en dos semanas, filmada en un mes y realizada con un presupuesto de 650.000, euros está impregnada de un discurso ético.

Para el director, los enemigos sentados frente a frente en una mesa, sin más armas que sus palabras, están “condenados” a entenderse. Este film contrasta con la gran cantidad de películas, sobre todo de Hollywood, que tratan a las guerras civiles en los ex países comunistas de Europa Central y Oriental a partir de una óptica que tiende a naturalizar, deshistorizar y criminalizar los conflictos. Se podría arriesgar que Urushadze propone una suerte de agnosticismo en relación al nacionalismo, pues ser estonio en el Cáucaso pareciera brindar esa distancia que permite ver el sinsentido del enfrentamiento. Al no estar comprometidos políticamente porque no son parte de las nacionalidades enfrentadas, pero sí humana y afectivamente con la tierra en la que viven, Ivo y Margus pueden desnaturalizar el conflicto y brindar una salida de confraternidad entre los pueblos.

Por Lucía M. Aseff (*)

Desde los trabajos que en Buenos Aires han realizado Enrique E. Marí, Ricardo Entelman, Alicia E. C. Ruiz, Carlos M. Cárcova, Claudio E. Martyniuk y Enrique Kozicki, y Juan Carlos Gardella y Lucía M. Aseff en Rosario, entre otros, se ha expuesto, una especie de definición del derecho desde este nuevo paradigma, entendiéndolo como una práctica social específica en la que están expresados históricamente los conflictos, las tensiones y los acuerdos de los grupos sociales que actúan en una formación económico social determinada, y los núcleos temáticos más significativos que se han desarrollado dentro de la teoría. Estos núcleos son: su encuadre epistemológico dentro de la epistemología materialista, que supone la consideración del objeto científico en su proceso de producción, desde un abordaje multidisciplinar, el análisis del discurso jurídico en su materialidad, como productor de sentido social, donde se enlazan mitos y ficciones, otorgándoles al derecho el carácter de una red semiótica o significante atravesada por la ideología y el poder, una distinta consideración del sujeto del derecho, y el problema de la comprensión del derecho, vinculados en su caso, a temas centrales de la jusfilosofía como los son el concepto de derecho, la teoría de las fuentes, la cuestión de la vigencia y la eficacia, la interpretación y aplicación de ley y la administración de justicia. Comunicación Me ha parecido interesante y hasta útil, en este Congreso Mundial que nos convoca este año en Argentina, hacer una especie de reseña acerca de los ejes temáticos más significativos alrededor de los cuales se ha desarrollado la Teoría Crítica en nuestro país y, por supuesto, desvelar en qué medida estos temas la distinguieron de otras corrientes jusfilosóficas, y pudieron sugerir nuevos enfoques en la consideración de lo jurídico.
En tal sentido me parece que deben destacarse, en principio, los núcleos problemáticos antes aludidos alrededor de los cuales se fueron constituyendo otros de menor importancia, pero siempre ligados a sus desarrollos, que serán los que brevemente expondré en este trabajo que hará las veces de inventario y balance, provisorio, por supuesto, de la teoría crítica en Argentina en los últimos 15 años. Estos núcleos problemáticos que se expondrán, se encuentran de alguna manera conectados entre sí, y si bien no configuran una teoría completa y sistemática en el sentido más clásico y tradicional de la palabra, organizan de una manera específica los temas propios de la filosofía del derecho, desde una perspectiva cuestionadora de la racionalidad idealista que portan tanto las doctrinas jusnaturalistas como las positivistas, dando lugar a la intersección de los postulados del derecho con los de otras ciencias sociales que lo atraviesan, o sea, entendiendo a la interdisciplina como una auxiliar imprescindible en la construcción del objeto científico derecho. En este sentido, entender al derecho como una práctica social específica en la que están expresados históricamente los conflictos, los acuerdos y las tensiones de los grupos sociales que actúan en una formación social determinada, implica no sólo una nueva concepción acerca del derecho, sino también, obviamente, una modificación o aporte significativo a la teoría de las fuentes, así como vincularlo a una dimensión política donde lo ideológico y el poder no serán elementos ni ajenos ni secundarios en el momento de intentar definirlo, o de mostrar cómo se presente a sí mismo y cómo funciona en la realidad.

 Ello no significa atribuirse un patrimonio exclusivo en la consideración de lo jurídico, no sólo porque algunas de las tesis que se expondrán ya han sido sostenidas por juristas que no se reconocen a sí mismos como críticos, y de hecho, no lo son, sino también porque algunas de estas tesis han sido corroboradas con el paso del tiempo y hoy, de alguna manera, forman una especie de patrimonio común de quienes intentan ver al derecho tal cual es y funciona, antes que como idealmente se quiere presentar. Para ir a un ejemplo reciente y de significativa trascendencia para la vida política e institucional de cualquier país, nadie que conozca el proceso de gestación de la reforma constitucional del año 1994 en Argentina, puede ignorar cómo se jugaron en ella las cuestiones de poder y de qué manera se hicieron evidentes las dimensiones políticas e ideológicas que configuraron la reforma, y cómo aún hoy siguen pesando en la producción de otras normas jurídicas que deberían ser su consecuencia, como sucede con la ley que debe organizar y poner en funcionamiento el Consejo de la Magistratura. Sería ingenuo pretender que sólo se tuvo en cuenta el interés general, o altas consideraciones de justicia, y peor aún sería apartar estas cuestiones de la consideración del objeto en atención a una pretendida pureza que no existe ni siquiera en el laboratorio del científico. De las negociaciones previas y concomitantes que febrilmente se sucedieron, donde se pusieron en juego todas estas dimensiones, nacieron y se configuraron normas fundamentales para la vida de la Nación, y si bien esto es una verdad de Perogrullo, separar estas instancias de producción de las normas de la consideración de las normas mismas, sería para nosotros escindir al objeto mismo para quedarnos con lo que más nos conforma o mejor se ajusta a la idea previa que tenemos del derecho, sin poder llegar a poder decir acabadamente qué cosa es el derecho. Para decirlo en términos de Poulantzas, se trata de atender tanto al estudio «interno» como al estudio «externo» del objeto científico, o como diría Kuhn, si bien no son conceptos asimilables, también tanto a la historia interna como a la historia externa de la ciencia. Volviendo a nuestro ejemplo, podemos y debemos, por supuesto, mostrar cuáles son y cómo evolucionaron los derechos y garantías consagrados en nuestra Constitución, pero también cuáles fueron los sectores sociales y políticos en pugna cuyas negociaciones dieron lugar a esta norma y no a otra cualquiera en esta determinada situación histórica. Hay que destacar que uno de los principios fundamentales que informan el quehacer de aquéllos que intentamos elaborar una teoría crítica (el nombre puede parecer pretencioso, tal vez lo sea, pero en definitiva nos identifica y es útil a estos fines) es, fuertemente, el del antidogmatismo. Con esto quiero decir que en la medida en que nuestras apreciaciones intentan estar vinculadas a los procesos sociales en que se van gestando las normas, siempre cambiantes, y son sometidas a una verificación interdisciplinaria, así como a constante crítica, es obvio que también están abiertas no sólo a nuestros propios cuestionamientos sino también a los cuestionamientos de los colegas. La verdad no sólo tiene un carácter fuertemente consensual sino que además se va modificando, no es un puerto seguro al que llegamos para quedamos allí sino uno nuevo, para luego, cuando sea necesario, emprender otra travesía que nos lleve a uno mejor. Asimismo, cabe destacar que lo más significativo que se produce en el país en lo que muchos individualizaron como Criminología Crítica, si bien es manifiesta la intención de sus cultores de abandonar esta denominación por la más abarcativa de Control Social, que se propone un objetivo claro y político como es la disminución de los espacios de control dentro del Estado Democrático de Derecho, el desenmascaramiento de cómo se ejerce el poder, hasta dónde, por qué conexiones y hasta qué instancias de jerarquía, de control, de vigilancia, de prohibiciones y de sujeciones, así también como la vigilancia de los abusos del Estado, rescatando bajo la forma de objeto de estudio de esta nueva disciplina, los pasados y presentes métodos de exterminio de la diferencia, la disidencia y la marginalidad, se ha desarrollado en el mismo horizonte epistemológico que la Teoría Crítica, y dentro de una concepción jurídica semejante a la que sostienen sus adherentes, compartiendo en muchos casos los mismos espacios de trabajo además de similares filiaciones teóricas, entendiendo por mi parte que sin duda contribuyen a explicarse mutuamente. Cabe señalar en esta línea las revistas «No hay derecho» y «Delito y sociedad», que se publican en la ciudad de Buenos Aires, y a la colección de la Editorial Juris de Rosario sobre Criminología Crítica y Control Social. Y finalmente, quiero decir que quienes venimos trabajando desde sus inicios en esta vertiente, también hemos trabajado, cada uno en su ámbito, en la efectiva defensa de los derechos humanos, no sólo cuando éstos comenzaron a ser teorizados por las más diversas corrientes teóricas, sino incluso anteriormente, cuando en esta defensa firme corríamos el riesgo de que nos fuera la vida. Esta afirmación que puede parecer extemporánea no es ociosa, y no lo es porque entiendo que estaba ligada una concepción de lo jurídico que intentaba no sólo ser transformadora, sino también unir aquello que se sostenía desde la teoría, con una práctica lo más acorde posible, pese a los evidentes peligros que entrañaba. No se trataba solamente de teorizar sobre la justicia o cómo ésta se manifestaba en las normas, sino también de ponerse del lado de aquéllos que habían sido sometidos a las incalificables injusticias de la desaparición, la tortura, la muerte, la falta de debido proceso, la ausencia de las más elementales garantías constitucionales. Esto también marca un punto de confluencia en la teoría. Y aunque se saluda alborozadamente la atención que le prestaron a la cuestión de los derechos humanos, todos y cada uno de los jusfilósofos que así lo hicieron, posteriormente, siempre quedará la duda sobre si esa tardía preocupación se debió más a un oportunismo acorde con los tiempos políticos que se sucedieron, que a una efectiva preocupación por el tema, que si de alguna disciplina no podía decididamente estar ausente, era del derecho, más que de ninguna otra. Paso seguidamente a describir brevemente las elaboraciones y los aportes realizados en cada uno de los núcleos temáticos que se mencionaban al comienzo de este trabajo.
1. Encuadre epistemológico Siguiendo los lineamientos marcados por Enrique Marí en sus textos «Neopositivismo e Ideología» y «Elementos de Epistemología Comparada» y por Juan Carlos Gardella en «Sobre la epistemología jurídica», obras a las que debe agregarse la de Claudio Martyniuk «Positivismo, hermenéutica y teoría de los sistemas», diremos que la teoría crítica tiene una filiación materialista que atiende a la consideración del objeto de la ciencia del derecho en su proceso de producción y no como producto ya terminado, teniendo en cuenta cómo la ideología y el poder se manifiestan en su constitución y atendiendo a los cuatro principios básicos que distinguen, prima facie, a la epistemología materialista de la anglosajona, a saber: a) las relaciones entre ciencia e ideología b) la consideración de la matemática como una teoría (epistemológica materialista) y no como un lenguaje, como lo hace la epistemología anglosajona c) la cuestión del problema científico y filosófico de la verdad d) el modelo de epistemología recortado sobre las ciencias físico naturales y formales (anglosajones) o sobre las ciencias sociales (materialista). Distinciones éstas que nos llevarán a poner en la base de la epistemología jurídica crítica, entre otros, a los siguientes presupuestos: A- El origen de las doctrinas B- Su núcleo ideológico C- La articulación de su contenido con la base material que las sustenta D- Las matrices sociológicas de los modelos teóricos E- Las propias leyes del movimiento real de las estructuras sociales y políticas F- Una consideración crítica del objeto de esta ciencia, que uniendo el estudio «interno» al «externo», sea que se entienda esta distinción en el sentido que la desarrolla Poulantzas, o bien complementándola con la que hace Kuhn entre historia interna e historia externa de la ciencia, permita un análisis que evite la reproducción acrítica de lo dado. Precisamente desde la vinculación que se hace entre el producto norma jurídica y sus mecanismos de conformación insertos en lo social, se apunta a una crítica que pueda, en su caso, ser transformadora de lo existente desde una metapositividad jurídica, ya que no se considera a lo jurídico como agotado en lo positivo. Es obvio que para los críticos, (si nos atenemos a la clásica distinción entre dogmática jurídica, sociología jurídica y política jurídica), no es el de la dogmática el paradigma de «ciencia normal», dicho esto en términos kuhnianos, sino una adecuada integración de estas tres instancias que en ningún caso habrán de entenderse en términos metafísicos ni propios de una racionalidad idealista. Y siempre con el auxilio de las otras ciencias sociales que predominan en cada una de estas áreas, por ello el principio de la interdisciplina al que ya se aludiera precedentemente. Por eso E. Marí afirma, refiriéndose a la lógica deóntica, que la misma expresa una marcada función indicativa pero partiendo de una reflexión incapaz de articular el fenómeno lingüístico (el contenido formal de las directivas) con la compleja textura de los hechos sociales, desatendiendo el fenómeno ideológico tanto por el lado de su presencia en el objeto real, como por el lado de su reproducción en el objeto de conocimiento. En este sentido a la lógica moderna debe reconocérsele su valor, en cuanto analítica, así como sus límites, en cuanto su dominio no se extiende a una parte fundamental del proceso de formación del objeto científico, cuál es el trasvasamiento del nivel jurídico al económico social, en qué se inserta, y dónde opera la lógica dialéctica. La función de la ciencia social es captar al objeto real en su nacimiento y en sus complejas relaciones, articuladas dentro de un todo complejo estructurado, que es la formación económico social. Y la identificación de la ideología no se produce sino desde el campo de la ciencia, que, por supuesto, no es ni puede ser neutral, mucho menos cuando se trata de una ciencia que afecta tan decididamente la conducta y la vida toda de las personas como sucede con el derecho. Los métodos que se agotan en una mera descripción pasiva del objeto, tienden a apartarse cada vez más del objeto real a medida que muestran, en crecientes grados de aparente fidelidad, las líneas visibles del mecanismo social vigente. Al prescindir de la ideología, elemento que impregna tanto el universo histórico social como el discurso que lo reproduce, estos métodos no siguen el movimiento total y real de la sociedad y de sus formaciones, mostrando de esa manera un objeto, cuanto menos, incompleto.
2. Consideraciones acerca del sujeto El sujeto que menta la ley, es en realidad el sujeto moderno, cartesiano, absolutamente racional, dueño de su voluntad, centro del conocimiento, donde, como dice Foucault, hace eclosión la verdad. El aporte de ciertas disciplinas como la lingüística, el psicoanálisis o el materialismo histórico en algunas de sus versiones de este siglo, nos muestra por el contrario que el sujeto no es un hombre libre absolutamente dueño de su voluntad y de sus acciones. Se trata en realidad de un sujeto descentrado, de un sujeto sujetado, (le «sujet assujeti» al decir de los franceses), que lo está por las estructuras lingüísticas a las que adviene cuando ya se encuentran conformadas, por los procesos históricos de los que sólo o fundamentalmente es una especie de portador (träger) y por las instancias que emanan de su inconsciente, que no conoce en su totalidad y que no siempre puede manejar. Este sujeto que no sólo lleva una carga de alienación en el sentido que Marx le daba al término, sino que además es tan vulnerable a sí mismo y a la ley, debido a estas sujeciones que acabamos de mencionar, y que fueran desarrolladas fundamentalmente a partir de las elaboraciones de Saussure, Freud y Althusser, carga con una impronta que no es precisamente la que supone la ley ni el discurso jurídico que de ella emana. Así, el sujeto de derecho, uno de los conceptos jurídicos fundamentales alrededor del cual se estructura y organiza todo el derecho moderno, como si fuera en realidad preexistente a su interpelación y constitución por las palabras de la ley, no deja de ser una categoría histórica propia de la modernidad, tanto como lo son las cualidades que se le atribuyen (libertad, autonomía) sin reparar que, como dice Alicia Ruiz, «la «humanidad», la «vida humana», lo «humano», el «hombre», no son realidades dadas de una vez y para siempre, que se traducen en conceptos generales y abstractos, sino que son definiciones culturales que adquieren significación en tanto están contextuadas». En todo caso, son conceptos construidos y no dados de antemano, a los que no sólo cabe descubrir, sino a los que cabe desmontar para averiguar cómo se han constituido y como funcionan. Estas presuposiciones igualadoras no se hacen cargo ni de las diferencias ni de las deficiencias de esa concepción moderna del sujeto, organizan las conductas de los hombres como si ellos fueran aquello que no son, e impiden la emergencia de las diferencias. Traen como directa consecuencia la elaboración de ficciones que puedan sustentar esta concepción y hacer operativo el funcionamiento del derecho, y en este «como si» de las personas y las cosas que se sabe que es de otra manera pero que no se asume como categoría a tener en cuenta, la ficción termina imponiéndose sobre la realidad de las personas como si fuera la propia realidad. Detrás del «buen padre de familia», del «heredero», del «menor de edad», de la «mujer casada», etc., queda eludido el orden de lo simbólico que preexiste al sujeto, fijándole posiciones, deseos, frustraciones y proyectos que él cree obra y producto de sí mismo y de los que se siente dueño, en esa ilusión de autonomía y de libertad que le oculta que el mundo externo, a través de las relaciones sociales y su peculiar distribución del poder, tiene su propia estructura de organización que de alguna manera lo determina. Al mismo tiempo que se produce esta situación de no reconocimiento de las diferencias, se ejerce desde el poder una acción de solicitación de los inconscientes, de manipulación de las voluntades, tal como es descrita por Pierre Legender en «El amor del censor», donde el amor al poder, el deseo del amo, determinan en los súbditos conductas y acatamientos, y explican con una mayor riqueza dónde residen los mecanismos que posibilitan a las normas ser eficaces, así como tener vigencia. Esta vinculación a la que se alude, de la vigencia con el consenso así como de la eficacia con la obediencia, necesaria, conocida y aceptada por la teoría general del derecho, puede ser entonces, además, pensada desde otro ángulo, a partir de la consideración del orden simbólico como matriz fundamental del comportamiento social, y de las estructuraciones de lo imaginario como red compleja de representaciones engendradas en el seno mismo de las prácticas sociales, las que actuarían como indicadores del consenso que el orden jurídico genera en aquéllos a quienes debe ser aplicado, y consecuentemente, de su eficacia en orden al cumplimiento voluntario del mismo, ya que no sólo la coacción implícita en el orden de la ley explica su cumplimiento. La fuerza, que muchas veces es violencia, el «amor al amo», la autorepresión, la sublimación de los deseos, todo forma un entramado de compleja aprehensión que vincula, en este sentido, al derecho con el discurso de la moral y de la ética y que lo convierte, además, en un discurso constituyente de los sujetos. La ley forma parte de este montaje a través de su pretensión igualadora, y en tanto y en cuanto interpela a los sujetos como si fueran todos iguales, tiene una función de constitución de los mismos, en ese intersticio de la dualidad que opera como mecanismo que los somete al cumplimiento, y que al mismo tiempo garantiza su vigencia. Desde una concepción del sujeto como la que sucintamente se acaba de describir, la Teoría Crítica ha intentado desmontar las ficciones de libertad, autonomía e igualdad que tanto han servido para liberar como para oprimir, en tanto y en cuanto han pretendido una universalización a todas luces insustentable. Sin contar que en todos estos casos estamos hablando, de todas maneras, de un sujeto moderno aunque no lo sea en términos rigurosamente cartesianos. Éste ya no tan nuevo horizonte de la posmodemidad, que para algunos ya ha pasado y para otros de hace más evidente que nunca, así como los fenómenos de exclusión social que se están dando con diferentes características a escala mundial, pueden sin duda traer nuevas tendencias o nuevos enfoques en la cuestión de la subjetividad que en su caso habrá que investigar.
3. Sobre el discurso jurídico Otro de los temas que más desarrollo ha tenido entre quienes nos adherimos a esta corriente en Argentina, es el que se relaciona con el discurso jurídico. Enrique Marí, Ricardo Entelman, Alicia Ruiz, y quien esto escribe han trabajado la cuestión, desde distintos abordajes que incluyen la lingüística saussuriana y sus actualizaciones, los desarrollos de Foucault, las elaboraciones de Eliseo Verón sobre semiosis social, entre otros. El primer libro que se publica en nuestro país con trabajos de alguno de los autores anteriormente mencionados, como novedoso espacio en el orden de la teoría del derecho, por la editorial Hachette, lleva como título, precisamente, «El Discurso Jurídico» y data del año 1982.
Frente a las teorías de la argumentación jurídica que tanto auge han tenido en la segunda mitad del presente siglo, y que se refieren fundamentalmente a cuestiones de carácter procedimental como garantía de decisiones sustentables por la mayoría, la teoría crítica trabaja con una noción de discurso que pone en primer plano su materialidad así como su carácter de productor de sentido social, al mismo tiempo que es producto de ese sentido social, y que piensa al discurso jurídico como estrategia en la ardua tarea de distribuir o consolidar el poder. Así, mientras por una parte se trata de un discurso oscuro, críptico y muchas veces enmascarador, por la otra se maneja con una teoría comunicacional clásica, aquélla que supone que habiendo un código común, un emisor y un receptor, en tanto y en cuanto no existan interferencias en el canal de transmisión, todos los mensajes llegan a destino (la ley se presupone conocida por todos), como si no estuviera en su corazón mismo una permanente articulación con los mitos y ficciones que lo hacen operativo, como si la regla en la sociedad no fuera la opacidad y como si todos los mensajes fueran unívocos en vez de llevar en sí una multiplicidad de efectos posibles. El discurso jurídico, en cuanto organizador de conductas, no tiene como propósito primario reflejar la realidad sino configurarla, en la medida en que el derecho no es sólo un instrumento de comunicación sino, fundamentalmente, un instrumento de control social. En este aspecto, desde la teoría crítica se ha insistido en poner atención sobre aquello que está silenciado en el discurso, ya que lo simbólico ocupa su lugar para disimular o esconder el verdadero conflicto que no está allí, ya que por esa operación de desplazamiento puede verse cómo el sentido no siempre opera en dependencia lógica con las estructuras del sistema lingüístico, lo que nos exige poner nuestra atención en aquello que no está dicho en el discurso, o sea, dar curso a una función inversa a la del dogmatismo, que exige que sean dichas las palabras que deben decirse y no otras, porque el sentido ritualista, y antiguamente mágico, de lo dicho, así lo exige, so pena de no producir los efectos deseados como sucedía por ejemplo con ciertos actos jurídicos formales del Derecho Romano. Así el Derecho es entendido como una formación discursiva, como una red semiótica o red significante, que en tanto materia significante, produce sentido social y es producido por él, teniendo siempre en cuenta que el proceso de producción de sentido se vincula a los mecanismos de base del funcionamiento social, recibiendo de éste múltiples restricciones, y donde existen dos dimensiones insoslayables para el análisis como lo son la ideología y el poder. Pocos sectores de la realidad como el derecho cumplen tan acabadamente esta función de transformación de operaciones discursivas, de alguna manera teóricas, en operaciones no discursivas de naturaleza práctica, en la medida en que el discurso jurídico está siempre suponiendo o exigiendo una determinada conducta externa, sea de acción u omisión, un determinado comportamiento directamente ligado a consecuencias también determinadas. Es importante destacar en este punto lo que afirma Verón en orden a la construcción de una teoría del sentido como dependiente de un sistema productivo, teniendo en cuenta que un sistema productivo está constituido por una articulación entre producción, circulación y consumo, ya que ello saca al derecho de los textos colocándolo dentro de los hechos, dentro de la compleja red de significaciones y comportamientos anudados que configuran este sentido social jurídico, ya que el derecho, al promover o desalentar determinadas conductas de los sujetos, inviste de significación todos sus actos. El concepto de circulación designa precisamente el proceso a través del cual el sistema de relaciones entre condiciones de producción y condiciones de recepción es, a su vez, producido socialmente. «Circulación es el nombre del conjunto de mecanismos que forman parte del sistema productivo, que definen las relaciones entre gramática de producción y gramática de reconocimiento, para un discurso o un tipo de discurso dado». Situaciones éstas que en el discurso jurídico están perfectamente tematizadas y delimitadas por los mecanismos de elaboración, sanción y publicación de las leyes, normalmente establecidas en los textos constitucionales. «La historia de un texto, o de un conjunto de ellos, consiste en un proceso de alteraciones sistemáticas, a lo largo del tiempo histórico, del sistema de relaciones entre gramática de producción y gramática de reconocimiento «(Las citas son del texto «Semiosis Social» de Eliseo Verón). No otra cosa es la labor de interpretación de la ley que hacen permanentemente sus operadores (fundamentalmente los jueces, pero también los doctrinarios, los litigantes, los legisladores) en la permanente reconstrucción del sistema jurídico que permita que leyes («textos») ya fijas, cristalizadas, sancionadas, siempre iguales a sí mismas, puedan adaptarse a los tiempos y situaciones siempre cambiantes que se someten a su arbitrio.
4. La comprensión del derecho El tema de la opacidad del derecho, que está íntimamente relacionado con el de la comprensión del derecho, ha sido trabajado por Carlos Cárcova en un excelente artículo donde da cuenta de que existe una opacidad de lo jurídico que no siempre permite comprender a los hombres el sentido de sus actos en cuanto abarcados por la ley. «El derecho, que actúa como una lógica de la vida social, como un libreto, como una partitura, paradójicamente no es conocido o no es comprendido por los actores en escena... Los hombres son aprehendidos por el derecho aún antes de nacer y por intermedio del derecho sus voluntades adquieren ultraactividad, produciendo consecuencias aún después de la muerte. El derecho organiza, sistematiza y otorga sentido a ciertas relaciones entre los hombres: relaciones de producción, relaciones de subordinación, de apropiación de los bienes». Este fenómeno de desconocimiento o de no comprensión que varía de individuo en individuo pero que está presente en todos porque no todos, ni aun los juristas, conocemos todo el derecho, más se acentúa cuanto más se desciende en la escala social. Por ello, el desconocimiento es planteado como un subproducto de la anomia y de la marginación social, fenómenos ambos que, al menos en nuestra sociedad, van en incremento por situaciones puntuales sobre las que no vale la pena abundar, entre ellas la falta de empleo y de contención social, la corrupción generalizada, la falta de confianza en las instituciones y en los gobernantes, etc., si bien, «En el otro extremo de la realidad, esa fuente del desconocimiento resultaría de la complejidad de los procesos simbólicos que operan en las sociedades altamente desarrolladas y, consiguientemente, con un también alto nivel de integración. En efecto, la interacción de los hombres es allí, cada día, más sofisticada. Acude a mecanismos de comunicación simbólica y a procesos de alto grado de abstracción, asentados en prácticas materiales especialmente tecnificadas.» Éste no sería en realidad un efecto no deseado, propio de la indudable complejidad de las sociedades contemporáneas y del subsistema jurídico en particular, si bien el desconocimiento se encuentra mediado por esta complejidad. El autor lo ve más bien como una demanda tendiente a escamotear el sentido de las relaciones estructurales establecidas entre los sujetos, con la finalidad de reproducir los mecanismos de la dominación social, en el mismo sentido que también la ideología proporciona una visión que es más bien una representación necesariamente deformada de las relaciones que los hombres tienen con sus condiciones materiales de vida y entre sí, antes que la percepción real de esas relaciones. No es éste un problema menor en tanto y en cuanto contribuye a la manipulación de los sujetos, a la consolidación de aquéllos que ejercen el poder, y a la indefensión de los súbditos. No es tampoco un problema ajeno a la teoría general del derecho en la medida en que de alguna manera contribuye a su operatividad, así como a sus formas de aplicación, donde desde el derecho positivo se supone una ley conocida por todos, mientras que en verdad es desconocida por la mayoría, hecho que los operadores jurídicos saben muy bien, aunque no forme parte de sus teorizaciones y de sus prácticas habituales.

Frente a esta problemática deberían pensarse otras formas de distribución del saber de los juristas que promoviera un mayor conocimiento de las leyes, como medio de asegurar una mejor protección de los derechos, desacralizando el discurso de la ley, acercando sus contenidos a los súbditos a través de los diversos medios que hoy la tecnología pone a nuestro alcance, incluyendo los de comunicación masiva, y promoviendo la educación tanto general como específica, en la medida en que es el saber uno de los lugares claves desde los que se puede confrontar con el poder. Finalmente, tanto este autor como Roberto Bergalli, argentino radicado en España, dedicado fundamentalmente a temas de Control Social, (que no forma parte del grupo vernáculo de Teoría Crítica pero mantiene contactos con algunos de sus integrantes), han estudiado con cierto detenimiento las formas que adquiere la administración de justicia en Argentina y en Latinoamérica, así como las corrientes hermenéuticas dentro de las cuales los jueces se desenvuelven y fundamentan sus decisiones, atendiendo siempre a una seria deficiencia de juridicidad y a una acentuada intervención de la politicidad en el sentido más prosaico del término, o sea, atendiendo a las demandas y condicionamientos de los partidos y sectores políticos que posibilitaron el acceso de los jueces a su función. Sin dejar de reparar en la función política que éstos ejercen, en el sentido más amplio y noble de la palabra, los mecanismos de selección que aún no han sido modificados y que al presente generan grandes controversias en el seno del Poder Legislativo porque se ponen en juego decisivas instancias de poder, dan cuenta sin duda de dónde está uno de los nudos problemáticos de la cuestión, aún sin solucionar, diagnóstico en el que seguramente coinciden muchos colegas, más allá de su filiación jusfilosófica. Esta breve síntesis de lo desarrollado por la Teoría Crítica en Argentina en su corto lapso de vida, ha tratado de poner de manifiesto sus aportes más significativos, pero no agota su repertorio ni la orientación de sus preocupaciones teóricas. Se ha querido presentar a este Congreso lo más relevante de lo realizado hasta el presente, para conocimiento de quienes se interesen por la cuestión, así como para expresar que seguimos en esta dirección, con las reservas y las modificaciones del caso.

(*) Universidad Nacional de Rosario.

Artículo originariamente publicado en http://www.cervantesvirtual.com/obra/la-teora-crtica-en-la-argentina-0/

Reproducimos en Derecho a Réplica un diálogo que sostuvimos días atrás en "Multitud"con el autor de "Gramsci en la Argentina", Mario Della Roca, sobre el recorrido de los populismos en América Latina y la influencia teórica  de la obra de este pensador italiano en los territorios en disputa todavía abiertos en nuestra región. Una muy interesante manera de comprender los populismos desde una mirada compatible con las sociedades complejas de la modernidad tardía.