Por Eduardo Luis Aguirre

 


Fragmento de mi conferencia de cierre de la mesa de Derecho Penal en el Congreso Nacional de Derecho (Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la Universidad Nacional de La Pampa, 16 de marzo de 2023)


La vida cotidiana en tiempos de circularidad neoliberal complejiza la posibilidad de especular con horizontes colectivos, impacta sobre el sentido de la existencia humana, coloniza las subjetividades y la cultura, provee un sistema único de pragmatismo que auspicia la hegemonía de la administración y la gestión del estado y legitima la representación naturalizada de lo punitivo. Para poder construir esa realidad devastadora debió antes sepultar los riesgos inmediatos de las transformaciones sociales y las utopías colectivas disruptivas. Este mundo distópico necesitó naturalizar el desinterés absoluto sobre el otro, obturar la solidaridad para cancelar todo intento de emancipación de los pueblos. El capitalismo en su fase neoliberal desprecia la verdad, el pensamiento imprescindible sobre lo gravísimo y la ética. Sobre todo si esa ética implicaba hermanarse con el otro en tanto otro, como decía Emmanuel Levinas. Esta catástrofe epocal demandó además devaluar la palabra y denostar el rol de los intelectuales críticos y atentos a la comprensión de los pliegues de esta vertiginosa hecatombe. Decía Edward Said en su libro “La representación de los intelectuales”: “Sí, la voz del intelectual es solitaria, pero su resonancia se debe únicamente al hecho de asociarse libremente con la realidad de un movimiento, las aspiraciones de un pueblo, la prosecución común de un ideal compartido”.

¿Qué tiene que ver la ética con la frustración y con el derecho? En principio, se trata de un entramado posible que ayude a conocer la relación entre principio del placer, pulsión de muerte y gobierno de las almas en el dispositivo neoliberal.

Para ello, lo advierto, voy a intentar recuperar y poner a dialogar a ciertos autores que me parecen facilitadores de la tarea emprendida. Me refiero a Michele Taruffo, cuando habla de la necesidad de revisar la enseñanza del derecho. A Foucault y su Origen de la Biopolítica. A José Luis Villacañas y su análisis del Neoliberalismo como Teología Política. A Cristina Catalina Gallego y su tesis sobre “Pastorado, derecho y escatologìa”. A Jacques-Alain Miller, afirmando que “nada es más humano que el crimen” y finalmente a Jacques Lacan y su “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología” (Escritos 1).

Habré de comenzar señalando que una de las características de la frustración se vincula con la omisión o dilación de las recompensas a los seres humanos. Son aquellos demorados en lo que creen su justa recompensa. Los motivos pueden ser innumerables, imposibles de ser detallados y no vamos a extendernos sobre ellos en esta presentación apretada, pero sì vamos a destacar que son sujetos de eso que denominamos neoliberalismo y que bien podríamos llamar liberalismo totalitario.

Ahora bien, hablar del neoliberalismo implica la necesidad de completar una brevísima síntesis histórica.

Propongo poner como punto de partida la obra de Habermas sobre la acción comunicativa, publicada en 1973 y rescatada por Villacañas en el libro antes citado. El autor alemán, en medio de la guerra fría, intenta un ejercicio biopolítico que profundizaría, aunque sin completarlo, Foucault con su tesis sobre la biopolítica. En pocos años, la caída de uno de los bloques que organizaban un mundo bipolar catalizó la irrupción del Consenso de Washington y con él el fin de la historia, de las ideologías, la construcción de una nueva unipolaridad y la aparición de un nuevo sujeto. Dio también lugar a la diseminación de un derecho penal mundializado y a la multiplicación de la población reclusa como uno de los resultados del nuevo sistema de control global punitivo que deparaba el neoliberalismo.

El neoliberalismo, o lo que el mismo Villacañas denomina “liberalismo totalitario”, significó en la práctica un sistema único de gobierno de las almas que reconocía un antecedente más perfecto: el cristianismo de la edad media europea, sobre el que se ocupa Catalina Gallego. La lógica era la misma. Ambos paradigmas iban por el control de las subjetividades de los seres humanos. Ambos representaban experimentos dogmáticos, formas de construcción novedosa de sendas teologías políticas. Con algunas diferencias no menores. Mediante la idea de la vida después de la muerte, el cristianismo creaba una vía de salida a la pulsión de muerte. El neoliberalismo no. El cristianismo extendía su control especialmente sobre el concepto de placer. Una idea prohibicionista afiliada a la penitencia campeaba en el horizonte trascendente occidental. El neoliberalismo, por el contrario, no solamente no disciplina el placer sino que lo estimula y lo regula en base a la voluntad individual de los sujetos. Una suerte de ejercicio de coaching o autoayuda hace que todo sea posible. Vivir 100 años, ser feliz, próspero, portador del ideal de belleza hegemónica y consumidor sin límites. Hay una suerte de exigencia de ser feliz que contrasta con el sentido abisal de la frustración y no existe frontera alguna para la pulsión de muerte. No me refiero solamente a la violencia extrema, las guerras y los crímenes, pero naturalmente los incluyo en este nuevo horizonte del individualismo acérrimo del tercer milenio.

Los sujetos del neoliberalismo, los de las almas controladas que postulaba Margaret Thatcher son una suerte de hombre nuevo al revés. De un nuevo tipo de hombre que no lo termina creando el socialismo sino el totalitarismo más asesino y brutal. Son los homo sacer, los hombres bukele, aquellos que sus congéneres hacen como que no ven. más bien, preferirían que no existieran. Los nuevos dolientes del capital, arrojados al trans Tíber del mercado son los clientes actuales del sistema de control más violento. Homo sacer y cárcel, y guerra, y violencia institucional, y justicia clasista aplaudida por un coro feroz que pulula por su exterminio.

El sujeto ego dolor ( que en latín, paradójicamente, quiere decir consumidor) del neoliberalismo concibe al crimen como una amenaza, como una repulsa, como un miedo comparable al miedo que el pecado despertaba respecto de la ira de dios, como una anomalía inhumana, monstruosa y sin derechos. Esa caracterización es tan superficial y ligera como un tiempo que transcurre con una vertiginosidad diferente en busca del placer y sin poner freno a la pulsión de muerte. El sujeto paga sus impuestos y libera al estado para que lleve a cabo el espectáculo de la vindicta que, episódicamente, alcanza los medios y las redes sociales con la misma y vociferante irracionalidad.

Qué contraponer desde la criminología a ese sentido común y su letalidad incontenible si ya lo hemos intentado todo. Si ya nuestros ensayos teóricos se baten en retirada u ocupan lugares subalternos. Si lo humano como tal cede frente a los designios del capital. Propongo, como última barrera, después de haber intentado descerrajar contra él, infructuosamente, criminologías críticas, abolicionismos, garantismos, rituales ancestrales, relecturas medievales, saberes bantúes, cosmovisiones orientales, pinturas populistas, una idea. La idea de Jacques Alain Miller. No hay nada más humano que el crimen. O, dicho de otra manera, observemos la popularidad de las ejecuciones hasta el siglo XVIII en Europa o la figura del verdugo. Repensemos el contenido inesperadamente ilegal o inmoral de los sueños. De los sueños de todos, incluso de los que sueñan los propios operadores. Pensemos en la figura legitimada del verdugo. Actualicemos su figura en la veintena de guerras y los millones de presos actuales. Interpelemos la utopía de la reproducción de la verdad como un mandato de cumplimiento imposible. Asumamos la obligación de valernos de saberes complementarios, y en muchos casos superadores del derecho. De la filosofía, la sociología, la criminología, el psicoanálisis, la historia, la literatura y hasta la religión. Quizás desde lo que aparece como una torre de Babel sobrevenga un instrumento capaz de morigerar el dogmatismo, el ritualismo y el binarismo. Quizás una nueva cultura de los abogados se complete extrayendo de cada una de las disciplinas nuevas y originales conjeturas. Con eso, en este contexto abismal, el avance no sería para nada despreciable.