Por Eduardo Luis Aguirre

 



La asonada del grupo Wagner puso sobre el tapete un tema que no es novedoso ni original de la guerra entre Rusia y la OTAN: la utilización de ejércitos privados, en manos de fuertes corporaciones que se resisten, insólitamente, a asumir su condición de mercenarios. Su resistencia es un ejemplo de la profundización de la realpolitik capitalista. No se reconocen mercenarios porque sus vínculos opacos con los estados contratantes son evidentes y eso los transformaría –en su particular versión- en “combatientes privados”.

Si bien es cierto que Wagner es probablemente el exponente más conocido a partir de su protagonismo en la primera línea de la guerra en Ucrania y su posterior rebelión contra el gobierno de Moscú, no es el único en el mundo ni nada que se le parezca. Podríamos en ese sentido recordar al grupo “Blackwater” (el ejército privado más grande del mundo cuyos accionistas principales pueden encontrarse en la red) durante la destrucción estadounidense de Irak, recordado por el asesinato de 17 civiles y los abusos perpetrados contra niños durante la cruenta y escandalosa incursión producida en ese país hace poco más de dos décadas. Pero también existen sobrados elementos de comprobación de la actividad de mercenarios estadounidenses y de otras nacionalidades atlantistas en suelo ucraniano y en tiempo presente. Hay, en definitiva, una larga lista de ejemplos que atraviesan los tiempos históricos que se impulsan como idea genérica en la segunda posguerra y se concretan después de la implosión de la ex Unión Soviética y los restantes socialismos reales durante fines del siglo pasado. De hecho, la Oficina del Alto Comisionado de la ONU creó en 2005 un Grupo de Trabajo sobre la utilización de Mercenarios con el incumplido cometido de controlar sus excesos y violaciones a los Derechos Humanos (1).

El capitalismo entonces unipolar degradó en su intrínseca sinrazón al concepto mismo de la guerra, al menos como lo conocíamos. Desaparecen las guerras fundadas en la defensa de creencias religiosas, en la defensa de la patria, de una ideología determinada o de un enemigo desvalorado o en la necesidad de repeler invasiones, entre otros casos. No es posible derivar estos servicios impúdicos del Cantar del Cid. No hay valor, ni heroísmo, ni dios ni tradiciones que intenten justificar la opacidad de los crímenes de guerra por encargo. Los combatientes pelean ahora, en el caso de los ejércitos privados, por dinero. Las cifras que estas corporaciones perciben de mano de los estados pueden parecer astronómicas, pero liberan a los gobiernos de riesgos concretos en materia de expansión de sus gastos militares, de la mórbida evidencia de los cuerpos de las víctimas que son repatriados a sus respectivos países (con la comprobada sensación negativa que ese doloroso espectáculo instala en sus pueblos) y de la persecución eventual por los tribunales internacionales en caso de la comisión de crímenes de guerra.



Desde las primeras cruzadas que se preparan en el siglo XI (2) hasta la IIGM, los soldados debían ir a la guerra en defensa de valores. La sinrazón de la guerra se exhibía con una pátina siempre discutible de valores en pugna. Los ejércitos privados estarían dirigidos por empresarios brutales y sin escrúpulos, derechistas radicalizados, presos o ex convictos, ex militares, paramilitares y toda una variada gama de lúmpenes que además de asumir la tarea de destruir, vejar y matar, cultivan y profundizan un dispositivo neoliberal que es capaz de hacer más nauseabundo aún el horrible crimen de la guerra monetizándolo sin culpa y transformándose definitivamente en el último hallazgo del capital desatado. No importa, en este caso, recorrer las efemérides ni los aspectos operativos de esta especie de hallazgo macabro del nuevo sistema de control global punitivo. Interesa, al menos a quién esto escribe, remitir a la vapuleada ligazón entre la política (vaya si la guerra no encarna una decisión de esta naturaleza) y la ética. Las imágenes del alzamiento en Rusia, sus antecedentes y paralelos no pueden encuadrarse en la necesidad de recurrir a la ética como un presupuesto inexorable de la política y lo político.



(1)https://www.ohchr.org/es/special-procedures/wg-mercenaries

(2)https://historia.nationalgeographic.com.es/a/concilio-clermont-inicio-cruzadas_16701