Por Eduardo Luis Aguirre

 

Es necesario que los sectores populares recuperen un patrimonio imprescindible para enfrentar las lógicas, las narrativas y la construcción de sentido que consolidaron la hegemonía cultural del neoliberalismo.

Hay, al menos tres faltas en la política que se han hecho fatalmente crónicas. Seguramente hay otras, pero quiero detenerme en estos tres aspectos que en mi opinión han anquilosado las réplicas y la capacidad de comprensión de lo que podríamos denominar” las izquierdas” y que se han vuelto crónicas. La pérdida casi absoluta de la generosidad política, la capacidad de identificar y articular el conglomerado de elementos antagónicos y la recuperación del argumento como forma de enhebrar una nueva conciencia en sí y para sí, una revalorización de las contradicciones y del conflicto como elementos fundantes de comprensión de los cambios sociales.

La mayoría excluyente de los militantes no logran conjugar ni articular las múltiples dimensiones de un nuevo sistema de control global punitivo. Al menos, en las cada vez más escasas discusiones políticas argentas no es posible escuchar discursos que coaliguen o pongan en crisis las singularidades de los procesos de dominación contemporáneos sino apelaciones a la autoayuda o, en el peor de los casos, el abandono de los originales por parte de quienes tienen la palabra como elemento solidario de protección (y no la ejercitan).

Esos procesos actuales de colonización, vale destacarlo, son infinitamente complejos y por ende imposibles de ser confrontados únicamente con el optimismo de la voluntad o la puerilidad de la media lengua progresista. Pero, aunque completos, los dispositivos neoliberales ofrecen a los pueblos ciertos resquicios que permiten identificar espacios comunes que no pueden ser desestimados.

Hay, como intento graficar, un espacio yacente, vacío, en el proceso sostenido de colonización de las subjetividades en el que hasta ahora logra imponerse el capital. La captura de las almas es más fácil si se logra desagregar lo conjugable, lo que debe articularse como una urgente epifanía. Hay una posibilidad abierta para pensar un mundo atravesado y agraviado por un único control global. Sólo hay que detenerse a realizar una gimnasia de articulación de lo que no siempre es visto como formando parte de una condición sistémica. Es necesario predicar los denominadores comunes de variables criminales como la guerra, la cultura concentracionaria y la cárcel. Las perspectivas patriarcales y adultocéntricas. Las comunidades terapéuticas y las fuerzas armadas y de seguridad. Las vidas desnudas y las alianzas militares, las vergonzosas instituciones y agencias internacionales. Los oscuros hospicios y los millones de vulnerados. Los ejércitos privados y la destruccion del planeta. La concentración de riquezas que nos aflige en nuestra condición humana en oposición a las almas desnudas que comparten los espacios públicos y que la mayoría hace como que no ve. La intoxicación informativa y la invasión silenciosa de productos culturales que abarcan desde ciertas tecnologías hasta los nuevos sistemas de persecución y enjuiciamiento penal. El lawfare, la banalidad del mal de las operaciones de prensa y las intervenciones humanitarias, el mercado y el desprecio canalla contra los derechos de niños, niñas y adolescentes, la discriminación, el maltrato a los ancianos y la imposibilidad de procesar el auge de los sistemas de creencias trascendentes.

Por esa incapacidad de enhebrar una identificación de los factores (conste que enuncié sólo algunos) la capacidad de argumentación política se empantana en la Argentina. Se conforma con la comodidad casi fraudulenta de la apropiación de conceptuaciones previas en un choreo impensable cuya función debería ser un sacerdocio. “La traición de los intelectuales” es un antiguo libro de Julien Benda (imagen). Vale la pena aclarar que su título original, antes de ser traducido al español era "Trahlson des clercs". Es decir "La traición de los clérigos o escribientes". Porque para Benda el rol de los intelectuales debía parecerse más a un sacerdocio que a un oficio. Una diáfana distinción ética que debería interpelarnos y constituirse en guía permanente de nuestras acciones y reflexiones.

La idea de sacerdocio no podría ser más ajustada para describir con mayor detalle la referencia a la apropiación o reiteración, consciente o inconsciente, que en el campo bastante infértil de la denominada intelectualidad acontece con obras, creaciones previas, acordes, poesías y párrafos. Apelar a blasones medievales, hacer gala histriónica de la condición erudita o de la infatuada distinción del linaje, recaer en operaciones de prensa, consustanciarse con la obviedad de lo previo o la ilusión de un prestigio imaginario no implica solamente un desborde de los límites de la ridiculez. En ese marasmo cualquiera es investigador, escritor, periodista, comunicador, poeta, pensador o sabio. En esas gambetas cortas emergen las máscaras de una exageración torpe de lo egocéntrico. De un individualismo fatal que es lo opuesto a la condición pastoral, austera, obstinada, desprendida y altruista que se requiere para enfrentar a una descomunal teología política que muy bien identifica José Luis Villacañas. Esa teología política es el neoliberalismo.