Por Ignacio Castro Rey (*)

 

Serpientes de fuego, Raúl Gómez-Zurdo. Ed. Huso, 2023.

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Ando disgustado por senderos cercanos, bajo árboles infestados de desdén. El bosque está callado después de la batalla, agotado. El agua del río corre espesa, no me había fijado antes, gruesa como un guiso, arrastrando grasa, pedazos de soledad, huesos, pezuñas, todo casi humano.



Mientras la ficción debe acompañar a la buena ciudadanía, sin dañar sus convicciones y sirviendo un suplemento de emociones envasadas, esto no es ficción. Ha sido vivido y desde su aspereza rehace la vida, pero sólo después de amenazarla. Clarea en el exterior, un día más. Con un incesante debate moral que no juzga, Gómez-Zurdo nos adentra en una selva tras otra, allí donde no hay sombra sin signo ni bendición sin tiniebla. «Esto es lo que me distrae y me perturba finalmente, que no siento nada, que obedezco a una voz extinguida». Entramos entonces en una tristeza cargada con esa dignidad que tiene un espesor que respira, sin librarse de nada ni dejarlo fuera. Arnaldo Elías vive en cada momento el horror y la gracia, en medio de una galería de ecos que giran. Hay algo del incesante monólogo interior de Joyce y Rulfo, difícil y tortuoso, pero preciso, con consistencia real. La jungla vegetal se enlaza con la de los cuerpos y las palabras. Arnaldo tiene dentro algo así como el cuerpo de Cristo, donde todo se junta: «Bebo y no me cuezo, ya ando cocido de nacimiento». El mal y el bien, la dulzura y la ira, el llanto, el amor, la tortura. También la obligación moral de pensar cada minuto como si fuera el último. Esto resulta más bien estresante, pero nos prepara para cualquier cosa que venga.

Si hubiera libros todavía peligrosos, este sería uno de ellos. Enseguida remueve las entrañas. No porque haya violencia, que hoy está en todas partes y con efectos especiales. Lo impresionante en estas páginas es una violencia indescriptiblemente humana, la de una humanidad monstruosa que también está en la dulzura, en los gestos de piedad. Vivimos en el cuerpo de un hombre que no para de darle vueltas a la intensidad de su presente, tanto si está amando como platicando o matando. Una ética que separe el bien del mal no es la especialidad de este escritor que hoy nos sorprende. Tampoco cuando Arnaldo juega con la alimaña que es su teniente, inmediato superior en la unidad militar encargada de limpiar aldeas recónditas en Guatemala. Probidad y sevicia se juntan como serpientes entrelazadas. Esto es lo agotador. Se puede hacer una lectura erudita y cultural de estas cuatrocientas páginas, pero es difícil que Arnaldo no sea en nuestras cabezas un ángel temible, a la vez que un demonio que llora. Más el laberinto inextricable de los bosques, los jaguares y los hombres. Estos últimos todavía más temibles que las bestias, porque a veces los hombres tienen buenas intenciones. Lo peor de la novela de Zurdo, también lo mejor, es que nunca llegas a ese lugar seguro en el que puedas conciliar un sueño que aleje las sombras. Tampoco tranquiliza que la penumbra sea ocasionalmente mansa y te quiera querer.

El limbo donde todos los senderos se bifurcan. Y esos hijos de un dios menor que saben por igual del amanecer y las matanzas. Arnaldo mira al frente y, de todo ese mundo de cuya eternidad ha sido excluido, reconoce un rostro y piensa: «He de vomitar en soledad. No pueden verme hacerlo, me respetan». Este hombre posee una memoria animal que rememora cada detalle, como si la cronología apenas existiera y la muerte estuviera dentro, viva, de este lado. Él vive en un tiempo que surge dentro de los hábitos y las convenciones, de ahí que todos le respeten o le teman. Mientras tanto, Arnaldo sigue muy solo. Ayer es hoy y hoy es todos los días, sin poder apartar nada por bueno ni por malo. ¿Un hombre bueno metido en malas veredas? ¿Un mal hombre en vía de arrepentimiento y resurrección? Qué mas da en esta historia, que sigue llena de vida y de muerte. Avanzamos lentamente en ella, mientras cada escena remueve las vísceras. «Le miro a los ojos y siento ganas de llorar por su suerte, por haberme conocido».

Tal vez el paraíso es así de escarpado. Si la palabra cabal se repite como un sueño, un deseo difícil de mantener en este orbe boscoso, es porque en medio del infierno persiste algo bueno. Curiosamente, en Serpientes de fuego la gente aún se sonroja. Y llora, como si tuviera alma. En medio de tal viveza nos sentimos a años luz de este decorado de zombis y derechos humanos que nos rodea. «Los huesos ya no duelen. Kilómetros de rutas verdes o quemadas, ríos que bajan con prisa, nerviosos, colinas repentinas como en los sueños, cielos abultados, enojados siempre, de difícil trato». Al fondo, un viejo rencor en el protagonista. Este universo parece nuestro, pero es de otros. «Nos lo roban todo los que vienen de lejos… Lentamente, sin alma, sin culpa». En absoluto trasunto del narrador de esta historia, Arnaldo no puede dejar de sentir nostalgia de la inocencia que algún día tuvieron los que viven de la selva, incluso entre balaseras cainitas.

En Serpientes de fuego una memoria animal obliga al lector a recapitular, a volver atrás y retomar el hilo, de paso que imagina las variaciones imprevistas de cada personajes y otros mundos posibles. Siempre cerca de la oscura personalidad de los ríos, tragando historias. Las corrientes de agua vienen de una fuente oscura y remota, se perderán en el mar con su flujo imantado: «No sé qué me ocurre que salgo a los ríos como viciado. Veo uno y siento que el alma se me pone en él». Bajo cualquier luna del mundo, en su babélica confusión, los ríos bajan con pedazos de misterio, mientras la gente vierte en ellos sus pesares. Con una especie de envidia del amor que nos ataba a algo, Arnaldo se desenvuelve en un lugar de turismo y de muerte.

Siempre el diablo en nosotros, mientras el cielo cae con todas sus horas. Nos creó un demonio que anidó en el corazón de un viajero inocente que transporta la maldad hacia tierras puras. «Yo soy la noche, de mí han de temer, de un tiburón viejo y desdentado que aún causa destrozas». Un anciano odio, un amor antiguo y naciente. Todo ello mezclado. Y creer en Dios cuando ya apenas queda nada de esperanza. O tantas, que cuesta hacer la media aritmética para saber dónde estamos. Por en medio la dignidad ética de la tristeza, la de los pobres, esa que puede envolver cualquier ansiedad de clase media, subyugando a las turistas danesas. Serpientes de fuego canta continuamente una humanidad pegada a la furia y la mugre, capaz de sobrevivir en las peores circunstancias. Entre el enigma del tormento de los inocentes y la inutilidad de arrepentirse.

La soledad de los hombres cabales. Morales, pero no porque emprendan sólo buenas acciones, sino porque repiensan de cabo a cabo cada gota del universo. A diferencia del teniente, que bebe a solas y no cree en nada, hay humanos que han de trabajar todo el día, como si no tuvieran nada y partieran cada minuto desde cero. ¿Es ese dios, el único? «Los más creen en Dios y en Jesús, aunque todos esos dioses coinciden en que somos lo mismo y que pertenecemos a la misma buena intención». Arnaldo anda siempre girando a la busca de alguna alta sensación. Todos le hablan con cuidado, como si fuera un rico. Pero él promete que jamás se aprovechó de ello y contestó bien a todo. Tal vez por eso sigue en el desamparo.

Una indita corre, ésa vale por diez comunistas. La persiguen, la montan después de ensartarla. «Ésta es mi tierra, hay que romperla para que viva libre». Algunas mujeres se entregan muertas a los vencedores del amanecer. «No eran seres humanos, eran pertenencias». Quien busque sólo incorrección, complementaria de nuestra seguridad, mejor que no se acerque a estas páginas. No hay en ellas un regusto por el horror, pues el espanto vive entrecortado con momentos de amor santo. Igual que en la selva, cada cosa es enorme y densa: «¿Sabes? Es que vivimos como dormidos… nos falta siempre algo de cordura. Llegamos a eso sólo en ocasiones, a causa de un susto grande». Entonces el cuerpo sufriente le dice a la mente que busque. El autor ha pensado mucho, se ha estrujado las tripas. Quizá la novela de Gómez-Zurdo está hecha para tenerla ahí y beberla a pequeños sorbos. Sí, temiéndola, para dejarla descansar en una estantería y probarla sólo de vez en cuando. «Dios nos mantiene unidos a todos los seres con lazos invisibles pero indestructibles», leemos. ¿Por qué tanto Dios? Tal vez es la palabra que une todos los polos, también lo inhumano con lo más piadoso. Sólo pueden permitirse el lujo de no creer en Algo o en Alguien quien no vive en las trincheras. Para los demás, ni siquiera hace falta creer en Él, pues es suficientemente increíble la intensidad de lo que se atraviesa en la tierra. La divinidad ya está en los fantasmas de lo más nimio, como ocurre en Foster Wallace.

Necesitamos algo nuestro en esta tierra de tormentas, mientras perpetuamos una forma, la que sea, de guerra. «El dinero lo pudre todo. Asaltos, escaramuzas, aldeas arrasadas, una vida entera en cada tumulto. Manadas de bestias hambrientas. El divino quetzal que no ves nunca. Y hombres y mujeres moviéndose siempre de un lado a otro, enredando, procreando sin cesar». En este planeta rasgado, Arnaldo es un ser moral porque no para de debatir consigo mismo. En ese sentido, es un empleado de la inercia de los otros, que le temen: «Recuerdo que tengo madre, que la he querido… El teniente me ronda intrigado. Qué alimaña de persona». Dioses del día, dioses de la noche. El rugido de un animal abatido, el ruido de la claridad cuando ésta, después de mantenerse suspendida en el aire durante todo el día, se esfuma cansada de repente en unos pocos segundos, sumiéndolo todo en aquello desconocido, a la vez afilado y denso, que es la noche. «Somos ignorantes. Me da que Dios nos quiere así de momento, distraídos, resignados, pobres, creyentes de un milagro siempre esquivo».

En esta novela desfila sin cesar el amor, aunque en las figuras huérfanas de un pueblo golpeado y divino: «Un verdadero padre. Él sólo sonreía cuando habíamos acabado la jornada. Era su manera de ser. Entonces, me miraba y su cara de repente se iluminaba por completo. Parecía llorar de alegría». Mientras, el día nunca está cuajado, pues los temblores del amanecer y del ocaso no se van nunca. Las formas existen antes de que las cosas empiecen a ser, como los rumores de un entresuelo. «La tropa duerme, les envidio porque saben dormir. Cuando acabe todo esto, me iré a un lugar a dormir, santo o condenado, no importa, adonde pueda descalzarme el cerebro y alargarme hasta el medio día del resto de mi vida».

Zurdo resucita sin descanso una maravillosa jerga popular, potente en su imperfección: «Tendremos que morirlos a todos, no hay otra». En el camino tortuoso que algunos han elegido para ganarse el pan no hay nada ya, sino ilusión perdida. Sólo cansancio, cuerpos bajando peldaños hacia la cantina, un camino oscuro de tierra apestando a fuel. La noche a cubierto, los locos cuidando de los locos. No la duermo. Yo duermo poco, de siempre. «¿No es malo que me gustasen los niños desnudos entonces? No, porque, como te digo, todo es sueño. ¿Y qué es malo para ti entonces, Arnaldo? Nada, en realidad. Estoy perdonado, pues. Dios se ocupa de eso». Ya ven, no podemos estar muy tranquilos: «Pues que soy muchos, no sé por dónde empezar».

Temprano, aún de noche. Va a por ella al alba, la devuelve de noche. Ése es su destino, llevar, traer, esperar, y debe aceptarlo como el mejor de los regalos. A veces, su hijo Miguel llega y se sienta a su lado. Hablan o no. «Sé que está luchando y un hombre que lucha, vence». Gómez-Zurdo cultiva en estas páginas la gracia que bendice a los que combaten, aunque sean derrotados. «Prendo una vela. Vivo en un rincón fuera del mundo, como en el ama de un dios antiguo. Cómo duele la vida. Es tan feliz esto que es como si estuviéramos muertos, ¿no te parece?».

En la mirada de él y su hijo hay la tristeza que fascina a algunos elegidos. «Porque parece que todos andamos tras ella, para entenderla, sentirla como algo alegre y completo». Arnaldo musita, ata y desata: Feliz y moribundo, ése soy yo, todo el tiempo, sin momento de pensar en alzar un muro entre ambas sensaciones. Igual que otras novelas inolvidables, este es también un libro de filosofía, cargado de pensamientos que no nos dejarán fácilmente. Cuidado con ello, pues las almas las carga el diablo. «El corazón del hombre es como una habitación estanca, que hay que mantener cerrada al fuego del incendio, pues si la abres, éste prenderá en el limpio aire con violencia redoblada».

Todos a los que no nos interesa Bolaño nos embriagamos con los colores de ciertas enredaderas, que son un puro sueño. La tarde se terminaba en el camino a casa, y allí oíamos las pisadas de la gente que éramos, porque a esa hora todo es doble, hay franja de poder. Ocurre como si sentir los que estás haciendo, darle mil vueltas, lo absolviera todo: «Y al terminar aquellos actos, ellas, pobrecitas, se removían sobre el viejo jergón, pardo, áspero, con gestos pequeños, imperceptibles, lo que fuera menos verte partir». Nada de esto es para un hombre cabal, dice nuestro hombre en la selva, y sin embargo cómo rechazarlo. El tiempo pasa y no hay respuestas. «No vimos nada. Seguimos con lo nuestro. Recobrando zonas, yendo y viniendo entre bosques impenetrables de caoba, cedros y cericotes, de ceibas y de banano, arrasando según nos decían. De vez en cuando veíamos horizontes y nos sentíamos algo mejor… Los hombres y las mujeres no se buscan, se encuentran. Donde sea, como sea, y lo que sale de ese encuentro no es más que desolación y tristeza. Después de aliviarnos, volvíamos todos al campamento como cuando coronamos una cota muy resistente, con una euforia triste y desolada».

La calma es a la oscuridad lo que el parto al llanto. «Los días iguales, amigo. Esto era vivir, la guerra cerca, esto era vivir. Guerra y paz, lo mismo, en el mismo aire». Por en medio, mucha poesía encarnada. Encadenada, no ya a la prosa y el tedio del mundo, sino a la barbarie más corriente, la de los ríos: El miedo se había separado de la vida, se alejaba hacia el cielo rosado y verde de la tarde. «¿Sabes que no puedo olvidar casi nada? Tengo esa enfermedad. Veo el rosto de ese individuo. ¿Cómo olvidarlo?». Pocos querrían estar cerca de Arnaldo. Igual que sus soldados, que le admiran, pero le prefieren lejos. A la manera del extranjero, Arnaldo nunca está seguro de haber entendido las cosas: Igual fue mi cerebro lo que sonó. En este debate constante con uno mismo transita el personaje moral que representamos en el teatro amoral del mundo. ¿Es eso Dios? O no, pero una vida inconcebible sigue. «Nos fuimos paseando por las calles, charlando de aquellos días de fuego».

Ignacio Castro Rey. Santiago, 22 de junio de 2023

(*) Filósofo y crítico de arte. Publicado originariamente en ignaciocastrorey.com