(Este artículo también fue publicado en www.diario-octubre.com). A pocas horas de haberse consumado un golpe de estado contra el Presidente Fernando Lugo, que pone de manifiesto la versatilidad de las nuevas estrategias imperiales de intervención en la región, la situación en Bolivia ha derivado hacia una preocupante coyuntura que reproduce, incluso en la velocidad con la que se despliegan estas acciones concertadas, algunos precedentes de intentos de quiebre institucional contra los gobiernos progresistas de América Latina. En este caso, es la policía boliviana la que, aupada en un pretendido reclamo salarial, pone en vilo a la propia institucionalidad, reproduciendo el protagonismo que también asumió la policía en Ecuador contra el presidente Correa. El Gobierno boliviano, a través de su Ministra de Comunicación, Amanda Dávila, expresó hace pocas horas “su preocupación por la posibilidad de que se esté gestando un golpe de Estado en su contra, a instancias de la protesta de los policías que están amotinados desde el jueves y la llegada a La Paz la próxima semana de los nativos amazónicos que defienden el parque Tipnis”….”Dávila aludió así a los disturbios violentos en varias ciudades, sobre todo en La Paz, donde centenares de agentes saquearon el edificio donde funcionan la Inteligencia y el Tribunal Disciplinario de la Policía, además de Interpol, y quemaron sus archivos”, advirtiendo que se estaba llegando a un escenario “muy preocupante”, según publica el diario catalán “La Vanguardia”[1]. Nos permitimos recordar lo que, en una entrevista que nos concediera hace algunos años, el premio Estocolmo de Criminología Eugenio Raúl Zaffaroni había manifestado, cuando nos respondía cuáles eran, a su entender, los instrumentos para acotar la violencia de los aparatos represivos del Estado en América Latina: “Primero, sería necesario jerarquizar a las policías y convertirlas en verdaderas policías comunitarias. El gran peligro de los aparatos de poder aquí no son los servicios de inteligencia, sino las policías comunes, que se autonomizan. De este modo reciben el poder que otrora era de las fuerzas armadas y comienzan a protagonizar golpes de estado. Si bien no asumen el poder, derrocan políticos cuando no les gustan (caso Rio de Janeiro, golpe interno en Plaza de Mayo en diciembre del año 2001). Sería necesario permitir que se sindicalicen para desarmar el poder de las cúpulas corruptas, terminar con la recaudación y las cajas y darles salarios y condiciones dignas de trabajo. En otro orden sería necesario reforzar la selección de los magistrados por concurso en toda la región y la autonomía de los poderes judiciales. Desde lo académico impulsar discursos realistas y no meramente tecnocráticos. Despertar la conciencia jurídica hacia la verdadera función de lo judicial, que es de contención y de vigilancia de las agencias ejecutivas”[2]. Llama la atención que el supuesto reclamo de los uniformados se haya planteado contra un gobierno que en los últimos seis años aumentó los salarios de la fuerza en un 46% y que durante el mismo período haya incrementado la masa salarial de esta agencia en más de un 100%. En rigor, la asonada de los uniformados debería leerse en clave de las últimas medidas adoptadas por Evo Morales, especialmente la expropiación decretada sobre el 99% de las acciones de la Empresa Transportadora de Electricidad (TDE), hasta entonces pertenecientes a la Red Eléctrica Internacional SAU, subsidiaria de la Red Eléctrica Española, acciones que pasaron a manos de la compañía eléctrica estatal ENDE. El anuncio de esa recuperación de una empresa fundamental para el Estado boliviano, se anunció dos semanas después de que el gobierno argentino expropiara a la española Repsol las acciones de la petrolera YPF, lo que arroja luz sobre ciertas coordenadas e identidades no siempre visibilizadas, en términos de poder real, al interior de nuestro Continente. “Este rumbo de recuperación de soberanía – publicó en su edición en español La Voz de Rusia- en sectores clave de la economía del país del altiplano, no le ha evitado al gobierno de Evo Morales críticas varias ni conflictos de otra índole. En efecto, el nuevo decreto fue comunicado a la población en el marco de airadas protestas de la Central Obrera, de una histórica huelga del sector de la salud y una nueva marcha de los indígenas del norte del país que protesta para evitar la construcción de una carretera en el parque Tipnis. En paralelo, no son pocas las críticas especializadas que indican que la política de nacionalizaciones en el sector hidrocarburífero se contradice con un reciente anuncio de redituables e innecesarios incentivos a las compañías extranjeras que operan en el sector. Todo ello aún cuando la captura de una buena parte de la renta energética ha sido destinada en estos años para distintos y muy necesarios programas sociales”[3] . Como se observa, la analogía con las reacciones de ciertas corporaciones en Argentina, frente a un anuncio de similares características, son llamativas, y ayudan a desnudar las contradicciones fundamentales que se agudizan en este singular momento de nuestra historia. Con la evidente complicidad imperial en todos los casos, los denominadores comunes de la reacción se visibilizan y permiten ser observados en su verdadera dimensión. En el caso paraguayo, la “amenaza” no concretada de una reforma agraria para remover una situación estructural donde menos del 3% de los propietarios poseen el 85% de las tierras, fue determinante para que políticos representantes del viejo orden se coaligaran en la cruzada golpista. A eso debe sumarse la debilidad institucional histórica, el poder del narcotráfico, el interés norteamericano por los enclaves militares en espacios estratégicos de extrema complejidad y la escasa organización popular dispuesta a defender organizadamente en las calles al presidente Lugo. La situación de Bolivia no es, por cierto, menos compleja. Al racismo desembozado de sus clases dominantes, hegemónicas en la denominada “medialuna” del país andino, que ponen en jaque la propia Constitución del nuevo Estado multicultural con sus renovados reclamos “autonómicos”, consolidada por la histórica influencia económica, política, cultural y militar de fascistas de distinto origen (descendientes de alemanes y croatas nazis, militares argentinos partícipes del genocidio, empresarios que fortalecieron una poderosa burguesía regional durante el gobierno del general Hugo Banzer), debe sumarse la incomprensión de ciertos sectores progresistas que terminan siendo funcionales a esta derecha brutal[4]. Argentina, por su parte, ha sido tal vez el país del MERCOSUR que, en los últimos años, ha producido las transformaciones más profundas en el marco de esta desfavorable relación de fuerzas. No debe asombrar, entonces, que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, a pesar de encarnar una referencia política inédita para el país a nivel internacional, haya sido objeto de virulentas y recurrentes tentativas desestabilizadoras, en las que intervinieron activamente sectores concentrados del capital, la poderosa patronal agraria, los medios de comunicación más influyentes -que diseñan a diario las más esmeradas operaciones de prensa de que se tenga memoria-, buena parte de la clase media urbana -que no ha acompañado la evolución de la conciencia política que han experimentado los sectores más dinámicos de la sociedad argentina-, segmentos autoritarios de la burocracia sindical, y los consabidos grupos minoritarios de izquierda, por primera vez en su historia, institucionalizados como necesarios para que el poder conservador corra, por diestra y siniestra, al gobierno popular.