Por Eduardo Luis Aguirre

La relación entre la guerra y el derecho a hacerla encierra algunas cuestiones históricas, geopolíticas y jurídicas, que merecen algún nivel de profundización, sobre todo porque implican o aluden a las formalidades legales que deben cumplirse para acceder a la decisión  estatal de  recurrir a las hostilidades. Y que, en definitiva, parecen  sugerir la existencia posible de una “guerra justa”.



Por eso es necesario recapitular, aunque sea brevemente, sobre la guerra y su evolución durante la modernidad. Sobre todo por las nuevas formas que asumen las hostilidades – en tanto guerras de cuarta generación- en el tercer milenio.

Históricamente, el sistema capitalista ha recurrido a la guerra para superar o sortear sus crisis cíclicas. Los períodos de paz, en esta lógica, deben entenderse como intervalos excepcionales, compatibles con distintas etapas de reconversión de las economías a escala global.

La guerra ha servido también, en el capitalismo temprano, para unificar las intuiciones, los sentidos de pertenencia y el encubrimiento de las contradicciones sociales fundamentales en los Estados nacionales, exacerbando el patriotismo y los intereses de las burguesías, profundizando inexorablemente las pulsiones de violencia colectiva contra un otro (estatal) desvalorado.

La guerra así concebida, concernía únicamente a los Estados beligerantes y a sus ejércitos regulares en pugna. Esas fuerzas dirimentes se reconocían mutuamente como enemigos, esto es, como “iustus hostis” (es decir, se acuñaba la categoría de enemigo justo, no en el sentido de ‘bueno’, sino de igual).

El caso testigo de esta nueva impronta de la guerra lo configura la política exterior de los Estados Unidos, que pese al cambio de su administración no ha cambiado en este punto.

Sin perjuicio que una mayoría excluyente de normas del derecho son “leyes de paz”, es necesario poner de relieve que, efectivamente, existen normas legales internacionales “de guerra”.

Algunas de ellas, como lo han señalado reconocidos autores, se relacionan con la forma de conducción de las guerras. Dicho de otra manera, regulan las formas aceptables y permitidas de comportamientos gubernamentales durante un conflicto armado.

Otras, en cambio, que son las que en este caso interesan, atañen a la iniciación de las guerras; o sea, regulan aquellas circunstancias que autorizan legalmente a un Estado a emprender la fuerza contra un par.

Se trata de Convenciones internacionales que, en algunos casos, datan de más de un siglo (vgr, La Haya, 1907), y que han tenido como propósito fundamental “humanizar” la guerra, objetivo éste paradójico si los hay.

En esa misma línea, se han consagrado numerosas normas legales tendientes a regular los requisitos para iniciar la guerra, y el primer intento de prohibir los enfrentamientos armados como forma de resolución de los conflictos armados (Pacto Kellog- Briand), fracasó estrepitosamente frente al estallido de la II Guerra Mundial.

La Carta de las Naciones Unidas de 1945 se plantea un genérico objetivo prohibicionista, que obliga a los Estados parte a abstenerse de recurrir al uso de la fuerza armada contra sus pares, lo que daría la idea inicial de que la guerra podría ser considerada, en principio, contraria al derecho internacional.

Pero, por otra parte, el mismo instrumento admite la utilización de la fuerza armada en tres supuestos específicos: a) en ejercicio del legítimo derecho a la defensa propia, en caso de un ataque de Estado o coalición de Estados; b) cuando los Estados actúan como parte de una misión de paz o securitaria (o “humanitaria”, deberíamos agregar no sin remordimientos) llevada a cabo por la ONU; y c) cuando la utilización de la fuerza se hace sirviendo a una organización regional cuya misión es el mantenimiento de la paz. Con estas excepciones y su exagerada amplitud, no es fácil limitar las guerras. Por el contrario, pareciera que la propia Carta facilita los pretextos para acudir a la guerra. Con sólo recordar el comportamiento imperialista a lo largo de la historia, observaremos que sus intervenciones armadas pretendieron siempre ser incluidas dentro de estos laxos permisos. Con los cuales, la evolución del derecho internacional en punto a esta cuestión es compleja e impredecible.

Sin embargo, la guerra clásica ha experimentado importantes transformaciones conceptuales y categoriales.

Ya en la Primera Guerra imperialista, se advirtió una modificación cualitativa y cuantitativa en las formas de concebir y llevar a cabo los enfrentamientos armados. Los cambios en la táctica y la estrategia bélica acompañaban la evolución tecnológica y los progresos científicos, que eran a su vez los emergentes de nuevas formas de articulación y ordenamiento del poder mundial, el derecho internacional, la soberanía y los Estados.

Si bien la contienda quedaba ahora limitada a los ejércitos, las nuevas tecnologías de la muerte y las formas masivas de eliminación del enemigo, constituyeron el prólogo de la masacre que durante la Segunda Guerra enlutó al planeta, con la devastación sin precedentes de la población civil, ciudades arrasadas, la utilización de armas atómicas, crímenes de masa y el juzgamiento final de los vencidos por parte de los primeros tribunales competentes para entender respecto de la comisión de crímenes contra la Humanidad. Esa fue la última gran confrontación entre naciones, entendido el concepto con arreglo a las pautas tradicionales mediante las que hemos incorporado culturalmente el concepto de guerra.

Las guerras actuales, en cambio, ya no son cruzadas expansionistas tendientes a anexar territorios, ni a imponer una determinada voluntad o ganar espacios en la disputa por mercados internacionales.

Por el contrario, representan hoy en día una disputa cultural y económica, se llevan a cabo con la pretensión de imponer valores, formas de gobierno y estilos de vida, que coinciden con un sistema económico y político determinado: la democracia capitalista impulsada por el Imperio, una novedosa figura supranacional de poder político (1) .

Por lo tanto, a partir del desmembramiento de la ex Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín, el Imperio fue el encargado de administrar el aniquilamiento de los enemigos, en una confrontación que debe acabar necesariamente con la colonización cultural, territorial, económica y moral de los “distintos” -generalmente estigmatizados como “terroristas”- en un mundo unipolar en el que crece de manera exponencial la influencia política del complejo militar industrial.

Estas características se exacerbaron, indudablemente, a partir del 11-S y el incremento del riesgo que surge del primer ataque sufrido por los Estados Unidos en su propio territorio.

La inmediata decisión de enfrentar al terrorismo apelando a cualquier tipo de medios, adquirió una renovada significación de “guerra justa”, en la que no era valorada positivamente la condición pacífica de la neutralidad que caracterizó al derecho de gentes hasta el siglo XIX.

En cambio, la participación en este tipo de conflictos pasa a ser exhibida como una obligación moral, asumida para contrarrestar o neutralizar los riesgos que supone la supervivencia de los enemigos. Cualquier medio, entonces, es válido para eliminar a los enemigos, incluso antes de que éstos hayan llevado a cabo conducta de agresión u ofensa alguna (2).

Todo es legítimo, si lo que quiere preservarse es un determinado orden global, liderado de manera unilateral. Precisamente, para que ese poder único alcance los fines proclamados de la paz y la democracia, “se le concede la fuerza indispensable a los efectos de librar -cuando sea necesario- guerras justas en las fronteras, contra los bárbaros y, en el interior, contra los rebeldes” (3).

La censurable noción de “guerra justa” -vale señalarlo- estuvo vinculada a las representaciones políticas de los antiguos órdenes imperiales, y había intentado ser erradicada, al parecer infructuosamente, de la tradición medieval por el secularismo moderno.

Entonces -y también ahora- supuso una banalización de la guerra y una banalización  y absolutización del enemigo en cuanto sujeto político. A este último se le banaliza como objeto de represión, y se lo absolutiza como una amenaza al orden ético que intenta restaurar o reproducir la guerra, a través de la legitimidad del aparato militar y la efectividad de las operaciones bélicas para lograr los objetivos explícitos de la paz, el orden y la democracia (4).

La novedad transmoderna radica en que el enemigo no necesariamente debe ser un extranjero y que las nuevas guerras se valen fundamentalmente de actores cruciales como los grandes medios de comunicación, sutiles campañas propagandísicas destinadas a colonizar subjetividades, poderes fácticos de diversas connotaciones y hasta parte de los poderes supuestamente no políticos de los estados. Guerras de cuarta generación y golpes suaves no son categorías susceptibles de disociación. Tampoco estas nuevas guerras puede ser en ningún caso admitidas como justas.

Porque, tal como lo pusiera de manifiesto el canciller ruso Serguéi Lavrov, durante la 63ª Asamblea de la ONU,  lo que se exterioriza como un derecho a iniciar una supuesta guerra justa, no hace sino encubrir, en realidad, la pretensión de usar la fuerza militar para defender intereses propios. Y la fuerza, en este momento de la historia, no es sólo la fuerza militar.

















1 Hardt, Michael- Negri, Antonio: “Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p 41.

2 Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p 30.

3 Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 27. En este caso, lo ocurrido en Irak importa un ejemplo por demás elocuente. Los invasores (la denominada “Autoridad Provisional de Coalición Iraquí”) fueron habilitados para “colaborar” en la creación de un Consejo de Gobierno, compuesto fundamentalmente por “notables” afines a los intereses norteamericanos, durante cuya “administración” entraría en vigencia originariamente, desde el 10 de diciembre de 2003, el Alto Tribunal Penal Iraquí, que debería juzgar (ratione materiae) las graves violaciones a los derechos humanos (crímenes de guerra, delitos de lesa humanidad y demás delitos considerados en la legislación interna iraquí),cometidas entre el 17 de julio de 1968 y el 1° de mayo de 2003 (ratione temporis, según artículos 1 y 10 del Estatuto), abarcando los crímenes cometidos en Irak, pero también en la guerra contra Irán y la Invasión de Kuwait (ratione loci). El Tribunal de Irak, en cuyas conformación y decisiones tvieron activa participación juristas estadounidenses e igleses, debió ser constituido con la participación de la ONU, por tratarse de la persecución de crímenes contra el derecho internacional, que no hubieran sido juzgados libremente por las autoridades iraquíes (al menos de esta manera) si no hubiera mediado la invasión; contó con jueces de “identidad reservada”, con la excepción de su presidente, que dimitió a los 4 meses de comenzada su gestión denunciando presiones del gobierno provisional; violó las garantías básicas del debido proceso, y fue un ejemplo de conversión ex post facto de la guerra en “derecho”.

4 Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 29.