Por Eduardo Luis Aguirre

En los últimos tiempos, la Provincia de La Pampa ha adoptado dos resoluciones trascendentales en materia de derecho sancionador juvenil.
Una de ellas, es haberse expedido en contra de la denominada baja de la edad de punibilidad penal. 



La segunda, se vincula con la decisión de reformular el sistema de enjuiciamiento y persecución penal de niñas y niños, que puede derivar, tal como ha ocurrido en otras provincias, en  una contradicción actualizada entre el racionalismo iluminista de imitación y el historicismo jurídico que desvelaba a Alberdi. Este último supuesto implica un riesgo de colonización cultural para nada gratuito en términos de derechos humanos.

No  hay dudas que el sistema de justicia penal juvenil pampeano reclama una reforma categórica adecuada a los nuevos paradigmas y programas convencionales y constitucionales, que no puede ser cualitativamente más débil en términos de derechos y garantías que el que rige para adultos en la letra de la ley procesal. Y que, en rigor, debería trascender la inconfiable frontera de la contingente y adjetiva ley procesal para transformarse en un sistema jurídico, político y social holístico, destinado a regir estratégicamente para un sector de máxima vulnerabilidad.

Esta afirmación primera, que no depara opciones en términos convencionales, constitucionales y jurisprudenciales, no obsta en absoluto a que la nueva legislación incorpore a su vez -particularmente en nuestra Provincia- componentes originales y alternativos. Por ejemplo, la justicia restaurativa y los RAC´s, susceptibles de ser ubicados en sistemas ancestrales de antiquísima data, que impidan una nueva macdonalización de la justicia, que ofrece demasiados costados sombríos para el análisis e impone imprescindibles ejercicios de anticipación transdogmáticos.

Más que una alternativa, lo que señalamos establece una puntualización objetiva, ya que  -y esto marca el horizonte de nuestra mirada- pareciera que la futura reforma responde únicamente a lógicas jurídicas procesales, y dentro de éstas a un nuevo desembarco del ideal acusatorio o adversarial en su concepción americana. Pero además, y con honrosas excepciones que confirman la regla, daría la impresión que el ámbito elegido para dilucidar los debates se acota a los pretendidos saberes jurídicos, situación ésta que también merece ser analizada y puesta en cuestión.

Seis años de vigencia de un sistema adversarial para adultos permiten extraer muchas conclusiones para no afrontar decisiones abismales, basadas en un idealismo jurídico extremo y en una imposibilidad de comprender el verdadero entramado político que acompañó la incorporación de este tipo de experiencias procesales en la región.

Algunas de sus consecuencias pueden ser materia de permanente debate. Otras, no tanto. El exceso en el uso de la prisión preventiva, de los juicios abreviados, el incremento de las tasas de encarcelamiento, entre otros inconvenientes para nada “menores”, merecen al menos ser analizados en clave filosófica, sociológica, criminológica y política criminal. Y ese análisis no puede empantanarse en la simplificación de pretendidos problemas gestivos o de implementación del código. Es probable -pienso- que tal vez el sistema acusatorio, puesto en marcha con operadores con una determinada cultura y una psicología cristalizada durante años, estuviera funcionando exactamente de acuerdo a lo esperable. De acuerdo a lo esperable significa, en buen romance,  como una aceleración desformalizada de la punición y -por ende- como un moderno proyecto de dominación y control en el que se atienden solamente pretendidos guarismos eficientistas. Sobre el particular, sugiero analizar algunas líneas prietas del pensamiento del Profesor Marcelo Aebi, Secretario de la Sociedad Europea de Criminología y Profesor de Criminología de la Universidad de Lausanne, que aconseja explícitamente no seguir el modelo estadounidense en materia sancionatoria juvenil (1). Razones no le faltan.

¿Tuvieron que ver, realmente, el Departamento de Estado o la USAID en la implantación de este tipo de legislaciones realizativas en América Latina? ¿Alguien lo ha analizado pormenorizadamente? 

La segunda pregunta, si acordamos que la reforma es inevitable, es cómo sorteamos los riesgos de esta importación cultural hecha sin beneficio de inventario.

Por eso creemos que una posibilidad contrahegemónica la proporcionan las formas propias, autóctonas, ancestrales de justicia restaurativa y mediación (que no deben ser confundidas entre sí).

El derecho indígena, en toda América Latina, se estructuró en torno  principios  en los que resulta preponderante el valor que se le asigna a la paz social, y la necesidad de mantener la integración y la cohesión del grupo. En sociedades donde los niños eran sagrados, lo importante era restituir el equilibio afectado por la infracción (2).

No hay motivos serios para escamotear del menú de posibilidades este tipo de alternativas, ya que no se conocen estudios (en nuestro país, pero tampoco en países con mayor desarrollo del sistema adversarial) sobre los efectos que el sistema acusatorio “puro” podría llegar a ocasionar  niños y niñas. Debilidad criminológica ésta para nada secundaria.

Sí conocemos que en algunos países se observan ciertas deficiencias. En España, por ejemplo, tal como lo advertimos, el sistema legal –según los especialistas en criminología juvenil más reputados, a los que obviamente he consultado- ha abusado de las medidas coercitivas, en particular del encierro en cualquiera de sus formas eufemísticas. Por supuesto, la situación de los jóvenes frente al sistema penal es mejor que la que existía durante la vigencia de sistemas con rémoras tutelares, pero una cosa no quita la otra. Por estos – y otros- motivos, por ejemplo, quizás no resulte aconsejable erradicar del sistema a la institución resignificada de la asesoría de niños y niñas.

Conocemos,  desde  luego, lo que supuso un modelo como el tutelar y la idea voluntarista de “sacar a los niños del sistema penal”. Ese combo derivó en que niños y niñas fueran tratadas incluso peor que los adultos, al no contar con un proceso penal justo. Por esa razón, desde los años 60, en Europa, se comenzó a concebir la necesidad de procesos especializados que revirtieran esta cuestión, salvaguardando los derechos y garantías de estos colectivos.

La instauración de procesos adversariales, en consecuencia, significó un avance desde el punto de vista procesal. Cuestión distinta es analizar qué tramos del proceso deberían sujetarse a este tipo de esquemas y qué asuntos podrían ser tramitados en base a racionalidades alternativas. No hay duda que las infracciones cometidas por niños y niñas – al menos la gran mayoría de ellos- no requieren un proceso penal y se pueden resolver a través de un sistema de justicia restaurativa. En este sentido, con todas sus deficiencias, el modelo de la ley española parece “razonable”. Tan pronto como se inicia una
investigación lo primero que se tiene que plantear el fiscal es si es menester ejercer la acusación. En ese momento puede archivar el caso o derivarlo a mediación (podría ser también a instancias de justicia restaurativa). Por estas vías se resuelven – lo que constituye un dato para nada subalterno- en algunas regiones peninsulares entre el 40 y el 50 por ciento de los conflictos. Si la mediación no funciona o se considera necesario poner en práctica el procedimiento, se somete al niño a un proceso específico con todas las garantías, en el que juega un papel preponderante un equipo de profesionales
(psicólogos, educadores y trabajadores sociales) que aconseja sobre las medidas más idóneas para los sometidos al sistema. Como se observa, hay mecanismos por demás plausibles para evitar cometer (nuevamente) el mismo yerro de colonización cultural en una materia donde se sustancian bienes jurídicos fundamentales.

(1)   https://soundcloud.com/trlaley/imputabilidad-de-menores-y-criminologia-marcelo-aebi

(2)   Borja Jiménez, Emiliano: “Introducción a los fundamentos del derecho penl indígena”, Tirant, Valencia, 2001, p. 138 y cc.