Hoy se cumple un nuevo aniversario de la muerte de Eduardo Porta, militante político y social, intelectual del campo popular, detenido y desaparecido en la Córdoba de Menéndez. Su deceso ocurrió el  29 de agosto de 1990, cuando apenas tenía 36 años.

“Navidad del 89” es un aporte de Alberto Gurruchaga, escrito en julio de 2010, justo cuando el militar genocida era condenado por primera vez. El mismo Alberto contextualiza  "La maternidad de Lila",  un impresionante relato del propio Eduardo escrito en cautiverio el 7 de diciembre de 1982 que también transcribimos.

 

Navidad del 89

Por Alberto Gurruchaga.


Hoy lo vi a Menéndez en el juicio y recordé la navidad del 89.

Lo vi y pensé: Este Papa Noel no repartirá más pan dulces.

Fuimos a tomar una cerveza: Eduardo, La Negra embarazada de Sofía, Silvia embarazada de Pedro, Roberto, Vero embarazada de Naty y yo. Un catamarqueño, una entrerriana, tres pampeanos, una mendocina y tres cordobeses en gestación.

Habíamos elegido vivir en Córdoba. Esa navidad, como unos kelpers, cuando todos preparaban el arbolito nosotros tomábamos una birra en Illia y General Paz y partíamos en dos taxis hacia el barrio Iponá.

Pasando el Parque Sarmiento, de la oscuridad salió corriendo un pibe. No más de 20 años, que en la corrida es atropellado por el taxi y cae sobre el parabrisas de Eduardo.

La frenada, el abrirse de las puertas y la policía rodeándonos y manoteando el pibe. Un par de cruces de palabras con la policía, tratando de entender la situación, nos convenció que si seguíamos viaje el pibe la iba a pasar muy mal.

Era un pibe algo discapacitado que solía andar en una bici con baterías y un auto estéreo a todo volumen por el parque. Esa noche, la cana le dio la voz de alto y el pibe corrió. Nada más.

Cambiamos unas opiniones y “decidimos” que Roberto y yo siguiéramos viaje llevando a las embarazadas, y que Eduardo fuera de testigo a la seccional cuarta para garantizar que no fajaran al loco de la bicicleta.

Quienes conocieron a Eduardo entenderán que no hubo otra asignación de roles posible.

El 25 cerca del mediodía me cruzo con Eduardo en el barrio y viéndole la cara de mal dormido le pregunto a qué hora termino de declarar.

Y ahí me dice:

"No tenés idea la noche de mierda que pase. Un viaje a todos los fantasmas.

Estaba sentado en un banco de madera en la seccional esperando declarar y entró Menéndez con unos pan dulces de regalo para la cana.

Saludó al personal de servicio, les deseó feliz navidad y se fue.

Paso dos metros delante mío".

Evidentemente jamás conectó a este tipo sentado en un banco esperando declarar, de barba y bastante bien alimentado, con aquel que torturaban en la Perla.

Corría 1989 y este Papa Noel de la muerte con la mejor liturgia milica recorría todavía las seccionales de policía de Córdoba repartiendo pan dulce.

Pienso en aquella navidad y pienso cuanto camino hemos recorrido.

Desde aquel Menendez impune repartiendo pan dulce a este juzgado con todas las garantías.

Desde la frustración del Frejupo al Frente para la Victoria.

Pienso en aquella navidad y pienso que bueno sería poder compartir con Eduardo la vida y esta coyuntura.

Eduardo iba a morir el 29 de agosto de 1990, ocho meses después de aquella navidad, 45 días después de nacer Sofía.

Ese corazón torturado y dos veces resucitado, se paró. Tenía 36 años.

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En papeles de cigarrillo y dos cuadernos tacuarí Eduardo escribió mucho en la cárcel. Pero pensando en la navidad del 89, en Menendez, me acordé de "la maternidad de Lila".

Esto fue escrito por Eduardo en la cárcel de Córdoba el 7 de Diciembre de 1982:

La maternidad de Lila

Un texto de Eduardo Porta


Para los días del Mundial 78 estábamos en un galpón de unos 20 m. de largo por 8 de ancho más o menos, el número de inquilinos era muy variable y las condiciones generales muy duras, sobre todo en materia de alimentación, fue una de las veces en estos años que realmente pasé hambre.

En algún momento comenzó a frecuentar la habitación una enorme perra de raza "dogo argentino", no muy pura en árbol genealógico pero hermosa. Era una jovencita juguetona y algo tonta que jamás comprendió del todo que hacían esos barbudos tendidos todo el día en una colchoneta de paja, con los ojos vendados y el corazón apretado de angustia. La perra, que se llamaba Lila (de acuerdo a los guardianes) era de propiedad de algún funcionario, había recibido un disparo en la cadera y tenía una chapa de platino mal colocada, que le asomaba sobre el cuero en una llaga horrible, rengueaba penosamente pero eso no disminuía su entusiasmo. Muchas noches frías nos despertábamos con sus lengüetazos en la cara, y era cuestión de correrse y hacerle lugar en la colchoneta porque si no gruñía y no era el caso de ponerse a discutir con ella con las manos esposadas. Nos hicimos muy amigos de la Lila, le dejábamos algo de comida (que no nos sobraba) y esperábamos con ansiedad sus visitas.

Y vino la primavera, Lila desapareció, se lanzó por los callejones del pecado y el amor, jadeante y con los ojos húmedos enloqueció a todo el perraje de los contornos, cuyos furores y peleas llegaban hacia nosotros a toda hora.

Seducida y abandonada volvió un día con la cola entre las piernas, las tetas hinchadas y la panza por el suelo. Por noviembre vimos que era cuestión de días el parto y comenzamos a prepararnos. Conseguimos una manta y un rincón -ya sólo quedábamos dos inquilinos en el galpón- y hasta logramos hacernos de una bolsa grande de leche en polvo, un poco pasada, para afrontar los requerimientos proteicos de la futura prole.

Y llegó nomás, una mañana entró la Lila con un gesto de dolor inconfundible, estaba verdaderamente asustada, gemía, se apretaba contra mi costado, echaba las orejas hacia atrás y abría la boca como para aullar. Era madre primeriza la pobre!. Nosotros, yo en particular, estaba más asustado que ella, ya no sabía si darle agua, leche, carne; si acostarla o dejarla que camine. Recordemos que era inválida, cada vez que tenía que levantarse era un drama.

En un momento comenzó a gritar como un chico y vi que algo le asomaba por detrás y no salía... No aguanté más y metí la mano, venía de cola el primero, por eso no pasaba; no se como hice pero pude agarrarlo y tiré despacito y salió. Jamás había visto un parto, ni humano ni animal. Es increíble. A partir de allí, Lila se hizo cargo de todo, romper la placenta, cortar el cordón, comerse la placenta y lamer el cachorro hasta que empezó a gritar, lo acomodó a duras penas cerca de las tetas y comenzó a esperar otro.

Salieron 9!. 9 pedacitos de carne gritones, ciegos, parecían renacuajos arrastrándose con movimientos espasmódicos hacia las tetas.

Yo me limitaba a ayudarla a levantarse cuando quería hacerlo y a ponerle los cachorros en camino del pezón.

Esa noche se cortó la luz, era un griterío tan espantoso que me di cuenta que se le habían desparramado los perritos y en la oscuridad no podía recuperarlos, había tormenta y llovía más adentro que afuera.

Los guardias barrían la cuadra con las linternas, un poco nerviosos también. Se me ocurrió arrastrarme hasta donde estaba la perra para juntarle la cría. Qué locura, me podrían haber dejado seco de un tiro, pero estaba definitivamente posesionado de mi rol de padre adoptivo y en ese momento no me importaba nada.

Uno de los cachorros murió enseguida. Era raquítico y los otros más fuertes lo corrían de la teta. Me sorprendí de las enormes diferencias de tamaño y color entre los pequeños. Había sido que las perras pueden quedar preñadas de varios papás. Los fuimos bautizando, había 6 machitos y 2 hembritas. Uno de ellos, mi preferido, era de color café con manchas blancas y negras que le daban un aspecto payasesco. Y así fueron creciendo Antifaz (el primero que saque yo), Jackaroe, Nippur, Rita, Napoleón, Chocolate, y los demás que ya no me recuerdo. Se los fueron llevando los guardias, y la Lila murió atropellada una mañana cuando cruzaba la ruta para buscar la comida en La Perla como hacía todos los días.

Posiblemente todo esto que en cualquier circunstancia hubiera sido solo una anécdota agradable pero trivial, fue para mí, por aquellos días, algo muy importante. Era un motivo para vivir, era alguien a quien querer y proteger, era el misterio de la vida renovándose en el centro mismo del reino de la muerte. Yo amaba a esos cachorros y a esa perra inválida y me hubiera hecho matar por cuidarlos, de hecho muchas veces partimos el rancho en dos para hacerle parte a ella. Hoy ha quedado como un recuerdo cálido y tierno de una época que no fue abundante en ternezas.