Por Eduardo Luis Aguirre

Un cálculo que falla una y otra vez en las lógicas sanitarias y de cuidados es que no existe forma de predecir la propia relación de cada uno con la pulsión de muerte .A partir de un determinado punto se confirma que los seres humanos no son homeostáticos ,no se relajan por el placer , sino porque el tedio abre su campo a la pulsión de muerte .Si además se añade el modo en qué el Neoliberalismo ha potenciado imperativos de goce inmediato y compulsivo ,la energía de la pulsión de muerte , especialmente en los pequeños grupos, encuentra la vía regia del contagio” (Jorge Alemán).




La Pampa acaba de ensayar una apertura social que se condensó en imágenes en las que se agolpaban cientos de personas en bares y corredores. En las fotos se podía observar que en las mesas (casi) nadie usaba barbijo. A eso había que agregar los trencitos festivos en otras congregaciones de danzantes adultos y la consecuente sensación colectiva neonegacionista, expresada en el desapego a los barbijos o su uso a manera de mera mueca, mientras se constata un crecimiento de casos alarmantes.


Estamos frente a un acontecimiento singularmente complejo, un comportamiento social que se exterioriza mediante conductas análogas en todo el mundo. Se trata de un fenómeno sociólogico, ideológico, psicológico, biopolítico imposible de ser anticipado o comprendido desde un solo saber. En pensar esa complejidad fallamos en la Argentina, quizás confiados en la enorme tarea, sacrificial, desplegada por nuestra salud pública. Y ahora no podemos sorprendernos con ciertas conductas sociales: negación, negacionismo y proyección. Esta secuencia, ensayada por Daniel Feierstein implica la asunción de riesgos muy severos y de consecuencias imprevisibles para el conjunto social.

Los estados demuestran sus dificultades cuando la realidad los convoca a observar, comprender y concluir, como enseñaba Lacan.

El individualismo, la antipolitica, el plus de goce hedonista, el vacío existencial, la colonización de las subjetividades, la situación social, el derrumbe de los paradigmas decimonónicos en términos de convivencia, un nuevo malestar de la cultura, entre otros factores, se ponen de manifiesto cuando afloran estos comportamientos colectivos. Ante ellos, es prácticamente imposible que el saber médico pueda siquiera atisbar lo que ocurre.

Los gobiernos, entonces, mucho menos. No pasa solamente en nuestro país. Pensemos en los centenares de fiestas clandestinas y las decenas de botellones suspendidos recientemente en Madrid, por ejemplo. En España gobierna una coalición progresista. Sin embargo, parece que allí también hay una desconexión entre los mensajes y las prácticas oficiales con la necesidad de una reflexión mucho más profunda. El prohibicionismo y la represión acumulan una larga tradición de fracasos. Una nueva forma de pensar las nuevas complejidades, afiliada a diferentes saberes y una revalorización de la palabra en términos comunitarios tal vez signifique un paso adelante. No tenemos claro si necesitamos una épica. Si creemos que es imprescindible llevar adelante un ejercicio fraterno, donde no exista la negación frente a la realidad, ni el negacionismo ni la proyección que desvalorice al otro y lo convierta en un enemigo, sólo porque nos molesta su manera de gozar.

Es imposible atravesar una pandemia sin renuncias. Si hemos renunciado a los ritos funerarios cuesta pensar por qué no podemos renunciar a fiestas multitudinarias, abdicando de un deber de cuidado que tiene que ver con el desprecio de la vida del otro, pero también con la pulsión de muerte. ¿Cuál es el fetiche vacuo de las fiestas que nos lleva a asumir esos desatinos? ¿Cuáles son los procesos interiores por los que parecemos imposibilitados de asumir un compromiso colectivo mínimo? ¿No podemos comprender que lo que necesitamos es una nueva forma de expresión del amor, imprescindible ante el desastre? En definitiva, las nuevas preguntas deberían apuntar a la recreación de una nueva subjetividad. A desmontar las coordenadas lógicas que la colonización y la alienación del capitalismo ha provocado en todo el mundo. Si nuestra existencia se sigue reduciendo a la mera aspiración a tener lo que el otro tiene, disfrutar masivamente sin espacio para la reflexión o la circulación de la palabra, estamos perdidos. No estamos en guerra con un virus sino -a lo sumo- con los factores de poder y los sistemas de producción que lo han creado, dice Zaffaroni. Porque seguramente, después de esta peste habrá otra. Sólo desconocemos cuándo eso ocurrirá, pero coincidimos en que hay una posibilidad muy cierta de que esto acontezca. Los útimos episodios de Gran Bretaña o Dinamarca parecen corroborarlo. Hay algo de la subjetividad, pero también de la cultura implicado en esos interrogantes. De las posibilidades de reconocernos como comunidad, pero también de comprender la necesidad de encontrar un nuevo sentido de la existencia, de erradicar el consumo como patrón aglutinante y recuperar nuestro vínculo con los otros y con la belleza de las diferentes expresiones que elevan la condición humana. Todo eso es imposible si quienes adoptan las decisiones colectivas no advierten la delicadeza de estos pliegues y los bucles sutiles de este tramo tan peculiar de la historia.