Por Eduardo Luis Aguirre 

Hace una década, la filósofa  Belén Altuna publicaba un artículo en el diario español El País titulado “Camus, la justicia”. El texto recrea una trama conocida aunque dramáticamente actual que vale la pena analizar. En "El existencialismo es un humanismo", Sartre evoca que, durante la segunda guerra mundial, un alumno suyo vino a pedirle un consejo.

El estudiante tenía verdaderamente un dilema moral. Su padre había abandonado a la familia y tendía al colaboracionismo con los alemanes, mientras que su hermano mayor había sido asesinado durante la ofensiva germana de 1940. El alumno quería vengar esa pérdida, escribe Altuna. Pero he ahí que "su madre vivía sola con él, muy afligida por la traición del padre y por la muerte del hijo mayor, y su único consuelo era él. Este joven tenía, en ese momento, la elección de partir para Inglaterra y entrar en las Fuerzas francesas libres, o bien de permanecer al lado de la madre, y ayudarla a vivir. Se daba cuenta perfectamente de que esta mujer sólo vivía para él y que su desaparición -y tal vez su muerte- la hundiría en la desesperación". Es decir, se encontraba frente a dos tipos de acción diferentes: "una concreta, inmediata, pero que se dirigía a un solo individuo; y otra que se dirigía a un conjunto infinitamente más vasto, a una colectividad nacional, pero que era por eso mismo ambigua, y que podía ser interrumpida en el camino. Al mismo tiempo, dudaba entre dos tipos de moral. Por una parte, una moral de simpatía, de devoción personal; y por otra, una moral más amplia, pero de eficacia más discutible".

¿Quién podía ayudarlo a elegir? La doctrina cristiana, no (¿qué prójimo poner en primer lugar?); la doctrina kantiana, tampoco (¿y si tomar a alguien como fin significa tomar a otros como medio?). Así que Sartre le dio la única respuesta digna de un maestro del existencialismo; en realidad, un no consejo: "usted es libre, elija, es decir, invente. Ninguna moral general puede indicar los que hay que hacer; no hay signos en el mundo".

Unos doce años después de que Sartre escribiera esto, a Albert Camus le concedieron el Premio Nobel de Literatura. Era 1957. En Estocolmo dio multitud de entrevistas y conferencias. En una de ellas, un estudiante argelino le increpó por su actitud equidistante en el conflicto entre el Frente de Liberación Nacional argelino y el ejército francés, exigiéndole justicia. Al joven le parecía inaudito que el escritor no apoyara el avance hacia la independencia de Argelia, con bombas y tortura, si eso era lo que hacía falta. Camus, ya agotado, le respondió: "En estos momentos están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si la justicia es eso, prefiero a mi madre".

La frase, generalmente descontextualizada ("Entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre") alcanzó fama mundial. Aunque Camus pensaba realmente en su madre y no estaba ofreciendo ninguna respuesta al dilema expuesto por Sartre, no puedo evitar relacionar ambas historias”.

Es lógico que no pudiera hacerlo. Ambas historias remiten inequívocamente a una disputa eterna, siembre inacabada: la idea de lo justo. El ideal de justicia. Justamente uno de los debates que las burocracias judiciales han clausurado en la Argentina. Esa obturación no es casual. Responde a una idea deliberada de escamotear el pensamiento filosófico de sus resoluciones, sus rutinas y sus prácticas. En este quehacer decisivo campea, por el contrario, una lógica pretendidamente gestiva que desdeña las postulaciones del conocimiento teórico. En realidad, esa devoción por lo gestual esconde una realidad mucho más compleja y más grave. La “gestión”, al ser un recurso de uso limitado en el tiempo (nadie puede realizar visitas o firmar anodinos convenios de manera ilimitada) deriva en general, a favor de ciertas subjetividades de indudable marginalidad –aunque no por ello menos cierta- en impostaciones y sobrerrepresentaciones forzadas, carentes de sentido, que perforan vertiginosamente la frontera de la que no se vuelve: el ridículo. No hace falta que aclare que no pretendo generalizar. Pero nadie podrá negar que cuando ciertas singularidades extremas portadas por sujetos llamativamente limitados comienzan a poner en riesgo a un poder del estado, todos tendemos a preocuparnos. Los bucles (y jopos) de la historia nos permiten observar casos que se inscriben en los perfiles insólitos que intentamos describir. Tal vez sea hora de hacerlo, de empezar a preocuparnos. Y preocuparnos implica, justamente, recuperar la idea de la existencia de un imposible. No es posible pensar que todo puede resolverlo el servicio de justicia. No es posible tampoco encontrar formas jurídicas, estatutos o protocolos para pensar sobre lo justo. Allí, en ese momento de soledad insondable, el pensamiento de los operadores debe muchas veces echar mano a la libertad. Sartre decía que el hombre estaba condenado a ser libre. Porque si no lo hacemos, sobrevendrá un no posible fatal: el sostenimiento de la libertad y la democracia. Nada más y nada menos que los valores nodales que confieren sentido a lo justo. No hay justicia sin libertad. No hay justicia sin democracia.