Por Eduardo Luis Aguirre

La Corona española conserva intacta la memoria de la conquista. Lo resuelve y lo reconoce como el hecho más trascendental de la historia de la humanidad. No hay fisuras en el relato dominante sobre el más fabuloso encuentro de todos los tiempos, como lo define Svetan Todorov, o el genocidio que adelantó las coordenadas de la Modernidad, según lo concibe Enrique Dussel.



Hay allí, en Sevilla, una constatación indiscutible. El Archivo General de Indias, unificado en 1785 (hasta esa fecha los instrumentos se encontraban dispersos en tres archivos ubicados en Simanca, Cádiz y Sevilla), conserva siete kilómetros lineales de bibliotecas que contienen archivos vinculados a la invasión. Cartas, documentos, comunicaciones cifradas, cuarenta y tres mil legajos originales, ocho mil mapas, ochenta millones de páginas en los que el esfuerzo puesto en el resguardo da cuenta de la importancia atribuida a la gesta. Un tracto que atravesó siglos, ayudó a consolidar el poder del imperio español y contribuyó a modificar decisivamente las relaciones de poder del mundo entero.

Los documentos archivados en un edificio de piedra incombustible ayudan a comprender aquello que a veces traducimos como meras especulaciones memorísticas carentes de anclaje histórico. Una edición facsimilar de la carta de Colón a los reyes anunciando el “descubrimiento” de América, otra del propio almirante a su hijo, toda una historia de la comunicación postal con ultramar que han permitido construir una caracterización unilateral del proceso de conquista. La historia política, geoestratégica, social, económica y “de las mentalidades” (sic), que el rey Felipe acaba de recordarle a Macri, mediante un regalo alusivo que el mandatario argentino resolvió alojar en la propia Casa Rosada. Allí donde también tiene una oficina permanente una delegación del FMI.

Esa historización de la metrópoli bien puede comenzar analizándose a partir de las  “Capitulaciones del Almirante Don Cristóbal Colón y Salvoconductos para el descubrimiento del Nuevo Mundo” editadas por la Direccción General de Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación y Técnica español en octubre de 1970, durante el gobierno de Francisco Franco y de la propia carta del fabuloso nauta que da cuenta del primer viaje a las Indias y del descubrimiento.

En el primero de los documentos surgen algunas cuestiones impactantes. Una de ella es la admisión que hacen las cancillerías de las coronas de Aragón y Castilla de la existencia de tierras “ya descubiertas”, con lo que la sospecha de un pre- descubrimiento cobra forma oficial. La segunda es la consecuencia de un peregrinar de años por parte de Colón, hasta que finalmente los reyes deciden otorgarle la condición de virrey y los salvoconductos y privilegios que daban cuenta de la magnitud de lo que estaba por venir.

Los hechos están relatados de primera mano en la carta mencionada. El genovés comienza narrando la novedad del contacto con las nuevas tierras, una noticia que rápidamente conmocionó a toda Europa y alteró las relaciones mundiales de poder. Entre otras circunstancias, debe mencionarse que la extracción sucesiva de toneladas de oro y plata de América produjo la ruina del mundo árabe, que por entonces acumulaba las mayores reservas auríferas del planeta.

Ahora bien, los esfuerzos –hasta ahora inconclusos- de revelar y escudriñar “las mentalidades” es otro punto crucial sobre el que especialmente queremos detenernos.

Recordamos que la estupenda obra de Todorov concita la atención sobre la subjetividad de aquellos conquistadores. El enorme talento del Colón navegante, incomparable en aquel siglo XV, contrasta con sus escasos recursos para reconocer y acercarse al “otro”. Su parquedad e introspección le impiden acometer la tarea de la construcción de vínculo  -imprescindibles quizás- con los habitantes originarios de Abya Yala. El pensador de origen búlgaro contrasta esa subjetividad con la curiosidad sociológica, la actitud permanente de “ir hacia la gente” de Hernán Cortés. Uno de los elementos que podrían explicar el extraño resultado de una contienda militar donde unos pocos centenares de españoles pudieron doblegar a una de las civilizaciones americanas más imponentes y desarrolladas.

La conquista, no puede –arriesgamos- entenderse si no se  comprende previamente dos procesos: la colonización de las subjetividades y la colonialidad como legado de una dominación que trasciende la creación de la pomposa veintena de “naciones” en las que se dividió el continente durante el siglo XIX.

Eso implica, también, la necesidad de conocer las mentalidades de la época. Pero, en este caso, de todas las épocas. Las sociedades coloniales no pudieron construir  su propio archivo, algo que parece lógico si se atiende a la plena vigencia de la colonialidad, a la colonización de las subjetividades y, sobre todo, al resultado del conflicto. Es una lástima que no hubiéramos podido hacerlo. La unificación tal vez hubiera puesto al descubierto los denominadores comunes, las lógicas recurrentes, los procesos sistemáticos de exacción y explotación. La cantidad indeterminada de víctimas y el sufrimiento histórico de los pueblos preexistentes, atónitos frente a la potencia del primer capitalismo. Porque la conquista constituyó, como dice Dussel, el inicio de la modernidad. Esa estupefacción, la imposibilidad de escrutar al extranjero, al colonizador, al invasor, permanece intacta. La retórica elemental y el sentido común de los dominadores obtura el pensamiento emancipador. Las sociedades son vistas, de esta manera, como el resultado consensual del paso de una situación de equilibrio a otra situación de equilibrio. Como el tránsito de las comunidades salvajes al estado de barbarie y, desde allí, a “la civilización”. La civilización tal como la imaginó con posterioridad el positivismo. Como un determinismo teleológico que prescinde de recopilar y valorar los conflictos y las luchas, las contradicciones y el entramado de subjetividades que se enlazan en toda construcción de pueblo. El resultado podemos intuirlo. Incluso, resumirlo. Los sujetos son capaces de elegir a sus propios verdugos. Ocurrió hace más de 500 años y vuelve a acontecer ahora. En la tarea de la construcción de un archivo decolonial, la “mentalidad de la época”, las subjetividades y los procesos de colonización de las mismas parecen erigirse en un requisito inexorable de las luchas todavía pendientes. Hay que desarrollarlo, profundizarlo, argumentarlo y luego sí, dar la denominada batalla cultural por la segunda independencia en condiciones mucho más equitativas.