Por Eduardo Luis Aguirre

Las circunstancias históricas, económicas, políticas, militares y geoestratégicas que derivaron en la emergencia de las burocracias socialistas durante el siglo XX deben ser necesariamente analizadas a la luz de los ensayos explicativos de sus respectivos colapsos, de las razones por la cuáles las revoluciones no se han configurado históricamente (al menos en las formas y con el alcance previstos por el marxismo clásico) y de la reinvención de los nuevos horizontes de proyección de las tentativas emancipatorias en medio de la hegemonía neoliberal.

Hay que poner inexorablemente en tensión el fuerte determinismo teleológico, finalístico de la historia que, asumiendo a la sociedad como un todo, auguraba la inexorabilidad de la lucha de clases y la victoria épica del proletariado.

Hasta hace algunas décadas, campeaba –especialmente en el marxismo de una impronta hegeliana más rotunda- el convencimiento de que por el sólo hecho de pertenecer a la clase obrera, destinada inexorablemente a realizar la revolución socialista, esos colectivos iban a involucrarse fatalmente en los antagonismos y las disputas por la construcción de un orden socialista armónico y sociedades habitadas por un hombre nuevo.

Esa pretendida necesariedad histórica no se ha verificado. Por el contrario, el neoliberalismo ha sustituido la idea de la inexorabilidad por la de la más dura contingencia, las derechas ascienden al poder mediante los mecanismos electivos previstos por el liberalismo político y los sujetos, convertidos en votantes, eligen a sus propios verdugos en una confluencia que podríamos denominar con Jorge Alemán, “servidumbre voluntaria” (1).

Las “malas noticias” que el psicoanálisis le depara a las utopías socialistas interpelan la imposibilidad de pensar los procesos de transformación social sin tener en cuenta a los sujetos porque no hay ninguna garantía de que esos sujetos, por su sola condición de clase, se inscriban en esos proyectos históricos y resulten siempre un potencial revolucionario solamente en razón de su ubicación en el proceso productivo. Esta idea nos conduce al campo no demasiado explorado del análisis de la subjetividad, pues para liberarse hace falta esencialmente quererlo.

Esto conlleva la necesidad de reivindicar el carácter excepcional del sujeto, que “nunca puede ser representado en su totalidad por ningún significante, siempre es incomparable y al estar habitado por una opacidad inextirpable nunca es idéntico a sí mismo” (2). Ello implica admitir que siempre hay en los sujetos algo que “no es representable”.

Un (nuevo) fantasma recorre América Latina. Ese fantasma es nada más y nada menos que la restauración conservadora en diversos países de la región, y esa irrupción -para muchos inesperada- obliga a tratar de entender cómo pudieron derrumbarse, como un castillo de naipes, las conquistas y derechos a los que, con sus más y sus menos, los pueblos del Continente habían accedido durante más de una década. Nos encontramos , en la segunda década del tercer milenio, en un período de lucha defensivas.

En el análisis de Jorge Alemán, estamos atravesando luchas destinadas paradójicamente a conservar. A preservar aquello que el neoliberalismo no ha logrado todavía destruir. Lejos de aquellas insurgencias que postulaban sustituir el estado burgués por una sociedad sin clases, las esperanzas de los pueblos parecerían ceñirse, en este horizonte oscuro de predominio del capital, a tratar de sostener, en las calles, en las universidades, en las fábricas, en las escuelas, en el campo, en la cultura y también en las epistemes, aquello que ha logrado mantenerse en pie después del asedio destructivo del neoliberalismo.
Existe una condición intrínseca del neoliberalismo: su profunda vocación de continuidad y perpetuidad. Vale decir, nos encontramos frente a derechas que han llegado para quedarse y no escatiman en costos ni en escalas en materia de destitución, destrucción y retrocesos sociales.

Ambas especulaciones aparecen, en principio, incontrovertibles. Dan cuenta de una tendencia que refleja la nueva relación de fuerzas mundiales instaurada durante los últimos treinta años.

No son las únicas que deberíamos recorrer, si queremos poner en tensión aquella definición que asegura que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del sistema capitalista.
Es aquí donde Jorge Alemán impugna el determinismo teleológico de los relatos del marxismo dogmático y adscribe a la idea de que debemos prepararnos para una suerte de duelo de la palabra "revolución". Ese término que -añade- sobredeterminó a generaciones enteras en su existencia más íntima. El dato de la existencia puede no ser menor, como veremos. “Son muchas las transformaciones históricas y especialmente en relación al nuevo modo de acumulación capitalista, las que llevaron a aquella palabra sagrada a su vaciamiento simbólico. De un momento a otro o a través de los años, la revolución ya no tenía el sujeto que lo soportara” (3)

Ahora bien: ¿es esto necesariamente así? O, dicho de otra manera: ¿estamos seguros que el capitalismo en su fase neoliberal es capaz de obturar las cruzadas de liberación, los intentos emancipatorios, las utopías de transformaciones radicales que permitan que la mayoría rotunda de los pobladores de este planeta aspiren a vivir en un mundo más justo, construyendo formas de convivencias alternativas a un sistema que nadie se atreve seriamente a cuestionar en su naturaleza brutalmente inequitativa?



Observemos la experiencia de Bolivia y las calles rumorosas y multitudinarias de la Argentina, los indignados españoles y los audaces griegos caídos en absoluta desgracia, las victorias indiscutibles y sucesivas del chavismo en Venezuela a pesar de las campañas sistemáticas de erosionamiento que soporta, el amanecer de un nuevo espacio político en Colombia (sin atender al resultado del reciente balotaje), los movimientos de mujeres, de los explotados y masacrados, la épica de Chiapas y la aparición de Melenchón y su Francia insumisa, recuerden la gesta de Occupy Wall Street, con Zizek incluido, asumamos la protesta social que emergen en todo el mundo contra la contaminación planetaria, las reivindicaciones de las minorías, cualquiera de ellas, las crisis de representación de las democracias delegativas, el profundo descrédito de la troika, la reivindicación de las culturas ancestrales como forma de enfrentar los credos culturales de los conquistadores, la indiscutible e inédita influencia de la iglesia en la construcción de nuevos documentos, mensajes y encíclicas que dan cuenta, justamente, de una reivindicación de los derechos de los desposeídos, el rechazo a las “intervenciones humanitarias” imperiales, las formas de articulación de nuevas gimnasias de solidaridad social, etcétera.

A la luz de estas evidencias, entonces ¿es correcto dar por sentada la victoria cultural, militar y económica de esta nueva y violenta forma de acumulación de capital?

¿O es que lo que el capitalismo ha logrado es, en realidad, sostener en base a la fuerza un descontento mundial sin precedentes? Que, como podemos observar, parte de la base de la consolidación de un sistema de control global punitivo asentado en el poder de las finanzas, de los grandes medios de comunicación del mundo, de los estados de policía, de la alianza militar más importante de la historia humana, de un sistema de colonización de las subjetividades sin precedentes y de la debilidad contingente de los pueblos al momento de anudar una alternativa unitaria y contrahegemónica. Pero eso no supone una victoria cultural, teórica y política. Mucho menos, una imposición definitiva. Eso implica, nada menos (pero tampoco nada más) que la instauración por la fuerza (y en la categoría fuerza incluyo a las democracias formales de baja intensidad, las “guerras contra el narcotráfico”, los golpes blandos y las primaveras diversas reproducidas a partir de la comprobación de la efectividad de OTPOR) de un orden mundial rapaz, una nueva forma de colonización que se abate sobre una humanidad que, quizás al contrario de lo que se piensa, sea en buena parte mucho menos insumisa y pueda en algún momento confluir en puebladas emancipatorias contra el salvajismo y las masacres.

Jorge Alemán ha acuñado algunas ideas que son otras tantas convocatorias a la articulación de un nuevo pensamiento emancipatorio desde perspectivas que evaden la aporía utópica del “todo”. Por ejemplo, que la sensación de que la vida es insoportable se extiende a nivel planetario, con diversas características, con diferentes secuencias simbólicas, articulada bajo distintas enunciaciones. Y esto, insisto, no es un fenómeno estrictamente argentino pulsionado por la catástrofe. Que Europa, por ejemplo, se ha transformado en un simulacro hueco de turismo, paseos y museos rodeada de un mar con cadáveres flotando, cada vez más difíciles de ocultar. Que ser de izquierda equivale hoy en día a creer en la condición contingente del capitalismo. Que el neoliberalismo no implica una crisis del capitalismo, sino una nueva forma de acumulación, un estado de excepción capaz de colonizar las subjetividades contemporáneas.

“En los setenta -dice Alemán- se produce un gran impasse de los proyectos revolucionarios, una declinación en la escena del pensamiento, de la fuerza determinante que tenía, hasta ese momento, el materialismo histórico y la idea de un sujeto, el proletariado, que no tiene parte, pero que se constituye en un universal susceptible de llevar adelante la revolución”. “En los setenta se empieza a ver que el sentido teleológico de la historia, encarnado por el sujeto supuesto saber del proletariado, no es tal, que no hay ninguna garantía a priori, de que ese sujeto realice su proyecto histórico. Es más, una de las cosas que permite pensar Lacan -y esto es muy importante- es que el sujeto, por el solo hecho de ser explotado bajo la transformación de la fuerza de trabajo en la forma mercancía, no garantiza, en absoluto, que se transforme en un sujeto potencialmente emancipatorio. Es necesario, también, que no quiera ser explotado”. “Ahí surge como problema mayor la cuestión de la subjetividad como singularidad irreductible de los movimientos dialécticos de la historia. Es necesario pensar ese sujeto histórico de otra manera”.

“Es más, podríamos decir que no se puede ya pensar ninguna lógica emancipatoria si no se piensa el sujeto”.

“Lo necesario -y este es otro gran punto lacaniano- empieza a estar atravesado por otra modalidad lógica que surge de la lectura que hace Lacan en relación a las lógicas modales y la lógica aristotélica, en donde lo imposible y lo contingente se vuelven más determinantes a la hora de pensar un proceso de transformación” (4).

Como observamos, más de veinte siglos han contribuido a anudar y reproducir con nombres propios la singular imbricación que habita en el pensamiento filosófico y en el psicoanálisis, en pleno estado de gracia histórica para articular reflexiones filosófico-políticas contrahegemónicas.

Por eso es que, justamente, la perplejidad nos asedia, una y otra vez: “¿se puede hacer un duelo sobre algo que es inevitablemente infinito?”.

¿Qué fragmentos de la filosofía, qué tramos de las epistemes emancipatorias reservan todavía una mirada menos desesperanzada respecto del futuro de la existencia humana?





Las huellas del existencialismo.

El existencialismo, por ejemplo, fue un alerta de la conciencia, y tal vez sus postulados tengan algo para decir frente a la debacle cultural que actualmente impone el capitalismo transmoderno.

La búsqueda del ser interior, el intento de fidelización de una identidad libre de condicionamientos predeterminados, tal vez constituya un punto de apoyo, una interesante herramienta para oponer al nuevo malestar de la cultura del tercer milenio, a la colonización de las subjetividades que propone el capitalismo en su fase neoliberal. Recordemos que, en este nuevo modelo de acumulación del capital, que expresa un verdadero estado de excepción, el sistema construye subjetividades basadas en categorías tales como la acumulación (de unos pocos) y la renuncia permanente del resto (a quienes se les dice que, como países, han participado de un plus de goce, de una especie de fiesta que ahora hay que pagar mediante el ajuste), la idea del empresario de sí mismo, del consumidor compulsivo frustrado, del hombre endeudado, del inempleado estructural, de la recurrencia superficial a la autoayuda y otras novedosas formas de alienación globalizadas. Sujetos que, en definitiva, no solo han abdicado de las empresas colectivas, sino que además son capaces de dañarse a sí mismos con tal de inferirle un daño a los demás, como advierte Jorge Alemán (5).

Quizás, en este firmamento de nueva colonización por parte del capital, el fuerte replanteo de un existencialismo de perfil emancipatorio permita replantearnos muchos de los cabos sueltos que deja el neoliberalismo y sus nuevas formas de cancelación del pensamiento crítico. Imaginemos por un momento que los hombres recuperaran la convicción sartreana de que la existencia precede a la esencia. Que el hombre empieza por no ser nada. Que solo lo será después, y será como se haya hecho, en un mundo donde la presión de las circunstancias será tal que no podrá dejar de elegir “ser” de alguna manera. Adoptar “una” moral. Seleccionar “su” vida (6). Esa elección implica aceptar la prédica fenomenal de una cultura transmitida como nunca antes y de manera vertical y constante por los grandes dispositivos de comunicación o ponerle límites a la alienación del capital.





Acerca de la comunidad.



Recuperar lo comunitario desde una perspectiva decolonial denota también un cambio revolucionario.

Los procesos de dominación social, a lo largo de la historia y en todos los casos, se valieron necesariamente de la figura de un colonizador, un sujeto que pasó al acto propiciando el señorío de algunos por sobre los otros sometidos. Pero debieron contar también -en todos los casos- con el concurso de sujetos colonizados que completaran esa relación de desigualdad. Eso vale tanto para la debatida capitulación de los poderosos pueblos originarios de Centroamérica (mayas, aztecas, toltecas) contra algunos centenares de españoles, como para analizar la férrea resistencia mapuche contra el invasor español que duró cuatro siglos.

También esos roles asimétricos explican otros episodios de jerarquización de las sociedades, de los países y  de continentes enteros. Lo mismo acontece respecto de las ciudades, los centros poblados, las instituciones sociales y las familias. En definitiva, todas las formas de supraordinación y subordinación social se imponen a partir de circunstancias económicas, políticas, militares, tecnológicas, jurídicas o culturales, a las que podríamos denominar “objetivas”. Pero también contribuyeron a consolidar esas desigualdades elementos de naturaleza subjetiva, que se relacionan con la asunción de distintos roles por parte de los sujetos, con su capital simbólico, con su propensión a la capitulación cultural, con la potencia de los discursos de los vencedores, con la capacidad para instalar ideologías, cosmogonías, sistemas de creencias y  estrategias de producción de sentido. La disputa por el sentido es, precisamente, una de las formas más eficaces, en toda la historia, para entender las lógicas de la dominación. Tzvetan Todorov lo recupera en su magnífica obra "La Conquista de América: el problema del Otro", al ocuparse exhaustivamente de las subjetividades diferentes de Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga, Moctezuma, la Malinche y otros personajes trascendentales de esa gesta histórica. También lo hace Foucault al analizar la “microfísica del poder”. La noción de poder para Foucault no es un elemento que se detente por parte de una clase ni que  se adquiere. El poder se ejerce en relaciones no igualitarias y se encuentra presente en todos los ámbitos de las sociedades, “no hay zonas sin poder. El poder tiene una capacidad gigantesca. En este sentido, sostiene que toda la sociedad es un complejo de relaciones de poder”.  Por ende, la noción de poder de Foucault no es la del Estado soberano que ejerce sobre el pueblo es más bien “el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder se incardina”. Foucault sugiere un modelo relacional de comprensión del poder, materializado en un campo de fuerzas sin finalidad identificable que existe en todas las sociedades.
En resumen, el poder carece de homogeneidad, pero se define -precisamente- por las singularidades, por los puntos singulares por los que pasa. Para Foucault, en síntesis, el estado sería un efecto de conjunto, el resultado de una multiplicidad de engranajes y de núcleos que se sitúan a un nivel completamente distinto, y que constituyen de por sí una “microfisíca de poder”.

La consolidación contemporánea de un sistema de control global punitivo que garantiza la reproducción de las coordenadas del dispositivo neoliberal nos concita también a analizar sus componentes de dominación, objetivos y subjetivos, e intentar reconstituir los agregados humanos desde una perspectiva más justa, emancipatoria y verdaderamente democrática.

Los grandes relatos de la modernidad occidental, incluido el marxismo, han ensayado distintas formas de comprender las sociedades. Esos espacios complejos que nacen con el capitalismo y superan en su complejidad racional a las comunidades, propias de pueblos “simples”, a los que se consideró bárbaros, atrasados, sin historia, a veces sin alma y siempre sin futuro. A los que había que civilizar, al costo que fuera, para que terminaran introyectando el credo omnicomprensivo de la burguesía y reprodujeran los mismos tractos de evolución que los países capitalistas. Salvajismo, barbarie, y, finalmente, “civilización”.

Las miradas microfísicas, si se las analiza desde cierta cercanía, también aluden a formas intersticiales de comprender el poder que drena en toda sociedad. La sociedad es, sin duda alguna, la plataforma en la que hacen pie las tesis foucaultianas, como hemos transcripto anteriormente.

Todas estas maneras de comprender el mundo están condicionadas seriamente por el concepto fetiche de sociedad. La “comunidad”, por el contrario, fue objeto de una suerte de histórica derogación conceptual porque la razón iluminista la desechó sin miramientos.

Sin embargo, de cara a la catástrofe que un sistema de control social compulsivo ha generado en todo el planeta, las sociedades como tal no pudieron disociarse de una crisis de legitimidad indiscutible. Está claro que la vida y la organización de los seres humanos, cualquiera sea ésta, padece de una finitud inexorable en el corto plazo si es que no se intentan cambios trascendentales.

Quizás por ese motivo es que en las últimas décadas se comenzó a revalorizar con diferentes ritmos la noción de comunidad, profundamente arraigada al acervo histórico y cultural de esa región a la que sus pobladores originarios denominaron Abya Yala.

Este proceso, al que podríamos denominar revisionista, comienza con la Filosofía de la Liberación a analizar si los cambios radicales que necesitamos no están necesariamente añadidos a una nueva forma de organización social, a una modalidad alternativa y superadora de relacionarnos con el planeta y con la naturaleza, a la necesidad de reivindicar saberes y valores que tienen que ver con el buen vivir, la solidaridad, la dimensión nosótrica, el respeto por la diferencia al interior de la comunidad, la sustitución de la indiferencia y la impersonalidad de los mitos citadinos por el amor y la vida en común, el delirio de los cambios frenéticos del homo economicus por la dimensión natural del Pacha Kuti (la articulación perfecta entre orden y cambio), la sustitución del control social formal o estatal por formas de control informal basadas en el conocimiento y el interés por el Otro.

Está claro que esta apelación no supone un salto al pasado. Las transformaciones futuras no pueden imaginarse con el recurso de una remisión a las tribus que describía Lucio V. Mansilla o los nativos del Pacífico que pesquisaba etnográficamente Bronislaw Malinowsky. Tampoco en micro culturas folklóricas, por atractivas que resulten desde una perspectiva antropológica. No pensamos en comunidades de iguales sino en nuevas experiencias comunitarias entre distintos. Porque la convivencia del siglo XXI -y por ende la filosofía, la filosofía y especialmente la política- se construye necesariamente entre diferentes.

Lo que debe recrearse no son las formas externas ni históricas de las comunidades sino la naturaleza misma del hombre, que -como ya hemos expresado en entregas anteriores- siempre fue comunidad y nunca individuo. El individuo es una creación intencionada del capitalismo temprano, como lo son ahora el hombre eudeudado, el sujeto despolitizado, meritocrático y consumidor empedernido.

La comunidad actual hace pie en la autonomía de los espacios de libertad, en las comunidades organizadas bajo el reconocimiento permanente del Otro. Mediante gestos, rutinas y prácticas que reconfiguren primero la confianza y luego el Amor entre los habitantes. Aunque en los procesos de enamoramiento se filtre la idealización de los otros. La Comunidad Organizada como concepto vigente después de setenta años sigue siendo “un programa de democracia social, participativa y humanista que reconoce y que garantiza los derechos de las personas y que establece una clara conciencia de sus obligaciones”. En ella, el individuo solamente se realizará comunitariamente y su destino estará directamente ligado al del conjunto de la colectividad.



A manera de conclusiones.



Está claro que esta apuesta a una revolución cultural de doble cuño supone una tarea ciclópea, desafía las más desiguales relaciones de fuerza existentes en la historia, elige como destinatario de este campo de Marte discursivo a un sujeto individualista, un consumidor permanentemente insatisfecho, un hombre endeudado, empresario de sí mismo que abjura de la política y de lo político e idealiza sus “logros” como un correlato de una vida sacrificial.

Esto es especialmente evidente en la cultura de la denominada “clase media”, urbana o rural, en la Argentina. Esa clase media que, durante nuestros días, es exhibida, según explica Jorge Alemán, como “el vector que unifica y estabiliza a la nación”, siempre asediada por lapsus, deslices en la enunciación y distintos gestos y fórmulas de desprecio clasista que permiten el retorno de lo reprimido, retorno que revela un arcaico y antiguo rechazo por lo popular”. “Esta novedad consiste en haber logrado desconectar el malestar económico-social de cualquier modalidad emergente de un proyecto transformador. Dicho en otros términos, el neoliberalismo es una mutación del capitalismo donde la relación con la causa está rota hasta nuevo aviso. O en términos marxistas, “las contradicciones” no son ya operativas. En este horizonte hay una “mala noticia”, la maquinaria capitalista logra como lo indica la palabra “dispositivo” poner todo a disposición, contaminando a la política con lo que llamaríamos “ultrapolítico”, a saber: infiltrando a la política clásica con fenómenos identificatorios, fantasmáticos” (7). Una clase media que es el nuevo territorio cultural en disputa sobre el que se terminarán saldando los agonismos y antagonismos del presente y el futuro.

  1. Alemán, Jorge: Conferencia “Subjetividades y política, disponible en https://www.youtube.com/watch?v=940UFBstkU4
  2. Alemán, Jorge: “Soledad: Común”, Ed. Capital Intelectual, Buenos Aires, 2016, p.13.
  3. Alemán, Jorge: “Horizontes neoliberales en la subjetividad”, Gramma Ediciones, Buenos Aires, 2016, página 157.
  4. Alemán, Jorge: Conjeturas sobre una izquierda lacaniana, Grama Ediciones, Buenos Aires, 2013, p. 22 y 23).
  5. Alemán, Jorge: "Horizontes neoliberales en la subjetividad", entrevista concedida a Ana Vallejo, disponible enhttps://www.youtube.com/watch?v=eBklI2KAdxg
  6. Sartre, Jean Paul: “El existencialismo es un humanismo”, JCE Ediciones, Buenos Aires, 2008, p. 39.
  7. Alemán, Jorge: “Macri: diferencia entre poder y hegemonía”, disponible en http://motoreconomico.com.ar/cruda-realidad/macri-diferencia-entre-poder-y-hegemona