Por Eduardo Luis Aguirre

Franz Josef Hinkelammert (1931) es un intelectual alemán contemporáneo, ​ economista, filósofo y  -pese a su origen-  referente de la Teología de la Liberación y protagonista de célebres diálogos sobre colonialismo y colonización con pensadores tales como Enrique Dussel y Ramón Grosfoguel (1).

Sus reflexiones y análisis son considerados en todo el mundo, entre otras cosas, por haber calificado al proceso de la modernidad occidental como un tracto epocal "in extremis" y por haber profundizado en la idea de que “lo indispensable es inútil” en un libro memorable de su autoría (2).

Cada observador recupera de toda obra aquellos fragmentos e ideas que logra articular, enlazar con sus preocupaciones fundamentales. Mi selección de este trabajo del Profesor de la Universidad Libre de Berlín, por lo tanto, no  logra deshacerse de ese prejuicio inicial. El libro se me representa como un conjunto de indagaciones y reflexiones por demás creativas y certeras respecto de lo que podríamos actualizar como el malestar de la cultura en la era del capitalismo neoliberal. La angustia, la desesperación existencial y la alienación del sujeto que "convive" y habita las sociedades de este siglo son una constante de cotidiana verificación. Los seres humanos no pueden acceder a una comprensión más o menos aproximada del mundo, protagonizan las vidas “líquidas” que caracterizara Bauman, pero además de esa efímera connotación, esas vidas son inexorablemente grises, opacas, vacías, carentes de sentido, intrascendentes, casi nunca intensas, nunca apasionadas. Esas vidas, en las nuevas formas de alienación del capitalismo tardío no se incardinan con la rutina del trabajo, como señalaban las coordenadas del marxismo clásico. Por el contrario, se rubrican con las consuetudinarias expectativas del consumo (se cumplan éstas, o no, da lo mismo) y la naturalización de prácticas y diálogos operativos y rituales. Que, como todo ritual, se concibe para calmar la angustia. En este caso, el vacío existencial. Con lo cual, el ritual del tercer milenio termina obturando la posibilidad de mirar la existencia propia, tolerando esa angustia de la que hablaba Sartre: la angustia de estar vivo y ofrecerse a la vida haciendo que las cosas, meramente, sucedan. El ser humano, en nuestra época, no puede distinguir lo esencial de lo accesorio, lo indispensable de lo inútil y, cumpliendo con los mandatos de la subsidiariedad, llega a creer que la única vida es esa concatenación de hechos menores, superfluos, articulados a velocidad crucero y ejecutadas con la drasticidad reiterativa de un piloto automático. Esa es la máxima conquista del neoliberalismo a través de la historia: la colonización de las subjetividades modernas, el deterioro de las formas comunitarias y solidarias de convivencia y el alejamiento de la espiritualidad y de toda aptitud compatible con una problematización emancipatoria de las sociedades actuales.

Eso supone el afianzamiento de valores compatibles con las lógicas hegemónicas del capitalismo global. “Los valores que se cumplen son, en especial, los siguientes: la competitividad, la eficiencia, la racionalización y funcionalización de los procesos institucionales y técnicos y, en general, los valores de la ética del mercado. Los podemos sintetizar en el valor central del cálculo de la utilidad propia, sea de parte de los individuos, o de las colectividades que se comportan y que calculan como individuos, como son los Estados, las agrupaciones de Estados, instituciones, incluyendo las empresas y organizaciones. Son, para el efecto de su cálculo de la utilidad propia, individuos colectivos”, afirma Hinkelammert. Lo que debería asombrarnos, es que los valores vigentes, capaces de generar consensos sin precedentes en la historia de la humanidad, son todos valores formales y jamás se refieren al contenido de las acciones humanas. Son los valores de lo que se llama la racionalidad, muchas veces reducida a la racionalidad económica y el disciplinamiento de la vida cotidiana que imponen las ya referidas formas de cooptación moderna de las conciencias colectivas.

Pero ¿por qué estos valores no se refieren al contenido de las acciones humanas sino solamente a sus formas? ¿por qué el ser humano de nuestros días no encuentra espacio ni tiempo para indagar sobre sí mismo, sobre el ser, sobre el estar, sobre el sentido de la vida, sobre la complejidad de las convivencia de las que se ocupa el pensador alemán?

Quizás porque esta forma dominante de concebir las vidas es, en principio, tan injusta como completa, y en su circular completitud cancela el pensamiento crítico. Hinkelammert es claro: “No hay ninguna crisis de estos valores. En su formalismo tienen una vigencia absoluta y, hasta cierto grado, son efectivamente protegidos y vigilados. En su formalismo declaran que lo que no está prohibido es lícito. El deterioro está en otra parte. Al imponerse este cálculo de utilidad propia en toda la sociedad y en todos los comportamientos, se imponen a la vez las maximizaciones de las tasa de ganancias, de las tasas de crecimiento y de la perfección de todos los mecanismos de funcionamiento en pos de su eficiencia formal. Además, todo está visto ahora en la perspectiva de mecanismos de funcionamiento en pos de su perfeccionamiento funcional” (3). Pero esa escala de valores, a primera vista invulnerable, exhibe un costado problemático: la convivencia. El sistema global no sería tal si no pudiera imponer, además de valores, formas ordenatorias de convivencia basadas en el deterioro del comunitarismo. La necesidad de la convivencia es un obstáculo mayúsculo para la tarea inconclusa de someter a través del adormecimiento de las conciencias. Vistos desde aquel cálculo de utilidad propia, todas las exigencias de la convivencia aparecen como obstáculos, como distorsiones del mercado, como enemigas. Para los valores vigentes de nuestra sociedad la convivencia y sus exigencias son antagonismos, irracionalidades, distorsiones. Por eso el capitalismo no tolera la profundidad de los diálogos, la fecundidad de las preguntas, la potencia de la palabra, la mansedumbre aparente de las tertulias, las curiosas miradas sobre el ser y sobre el estar. El pensamiento compartido, territorializado, hecho palabra, se convierte en un formidable instrumento liberador. La colonialidad no puede, ni podrá, admitir el argumento como modalidad expresiva de asumir la vida.





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(1)   https://www.youtube.com/watch?v=xxb7zHPPruw

(2)   “Lo indispensable es inútil. Hacia una espiritualidad de la liberación”, disponible en file:///C:/Users/user/Downloads/Diagr-Lo%20indispensable%20es%20in%C3%BAtil-Franz%20Hinkelammert.pdf, p. 176.

(3) p. 177.

Fuente: derechoareplica.org