Por Eduardo Luis Aguirre

En varias  de nuestras entregas anteriores hicimos referencia a  las singularidades propias del capitalismo en su fase neoliberal y a su aptitud para construir y colonizar las subjetividades,  una imposición cultural que opera como reaseguro de su dominación global.



Categorías tales como el consumismo, el empresario de sí mismo, la “gestión” de la vida o el hombre endeudado que nunca da la talla nos han ocupado en distintas oportunidades en las que intentamos dar testimonio de la forma en que se comporta esta formación histórica que ya ha superado su fase temprana en la que el objetivo era garantizar y reproducir las condiciones de explotación. El capital, en su fase neoliberal, se preocupa tanto  de asegurar el control de las variables económicas y financieras como de incidir en las subjetividades contemporáneas. Tal como lo expresara Margaret Thatcher, para el neoliberalismo “la economía es el método, el objetivo es el alma”. Por eso es que resultan notorias, en la actualidad, las consecuencias desoladoras de la colonización de las subjetividades. La depresión, la angustia, las adicciones, el aplanamiento del deseo y la insatisfacción permanente, los libros de autoayuda, los coach y gurúes que todo el tiempo tratan de apuntalar las vidas vacías. Las existencias de los nuevos sujetos cuya humanidad  y sus vínculos están cada vez más sometidas por estos dispositivos donde necesariamente hay que satisfacer las exigencias  permanentes del sistema y no presentar ninguna falta (1).

En ese contexto hay que observar el consumismo desenfrenado de los sujetos como uno de los rasgos más salientes del neoliberalismo. Esta idea generalizada de una pulsión adquisitiva incontenible que expresa en “el alma” de las personas bastante más que el faltante de un electrodoméstico que tal vez no se necesita, un teléfono de última generación, una determinada marca de ropa, un automotor que pasa a ser una herramienta identitaria o una vivienda que se comporta como una evidencia fálica encubierta. Esa es la acotada libertad que el capital otorga a sus alienados súbditos del siglo XXI. La cooptación que el capital ejerce sobre los sujetos cabalga sobre su permanente insatisfacción.

Pocas reflexiones pueden comparase con las agudas opiniones del ex Presidente uruguayo José Mujica sobre el consumismo, este novedoso opio de los pueblos del tercer milenio. Como dice Mujica, hay una cultura de hecho, subliminal, que nos enreda a todos: la cultura del consumo, funcional a las necesidades de acumulación del gran signo de nuestra época. Ese consumismo atroz, esa sociedad de consumo, nos lleva a un nivel de compromiso permanente con el trabajo, con el que enajenamos nuestra libertad. Lo hemos visto – abunda el ex Presidente de los uruguayos- cuando los sindicatos de un país del primer mundo consiguen que la jornada de trabajo se reduzca y el trabajador reacciona buscándose otro trabajo para laborar, en vez de 6 horas, 12. En muchos casos eso ocurre por necesidad absoluta de subsistencia. Pero en otros significa no poder emanciparse de esa necesidad de comprar, comprar y comprar cosas nuevas. Y de comprometerse en cuotas debiendo lo más que se pueda o más de lo que se puede. Porque la “felicidad”, entendida como un estado alcanzable y duradero, se asimila actualmente a la necesidad de comprar, compulsivamente, lo que Pepe denomina simpáticamente “cacharros”. Compulsón que surge, a su vez, de ver y comparar nuestros objetos con los que tienen los otros. Degradada imagen de la existencia. Pobre valoración de lo único que tenemos y que sí es nuestro: la vida. La intensa, irrepetible y profunda vida. La vida que no se puede comprar en un shopping o en un supermercado, nuevos templos de alienación colectiva, de desafectivización y muestra de la creciente liquidez de nuestra aptitud como ser social. Esa es la cultura que nos somete, nos tiraniza, nos domina en nuestro tiempo. Ese proceso de dominación no es casual ni mucho menos inocente. El sistema necesita que adoremos celulares, zapatillas, marcas, autos, viajes enlatados diseñados para turistas desprevenidos con escasa imaginación sociológica, casas de múltiples connotaciones simbólicas, autos infinitamente innecesarios. Que el consumidor, con su falta a cuestas, con su angustia y su alienación irresuelta, compra irremediablemente. Mujica lo describe de la mejor manera posible: “Cuándo tú compras algo, no lo compras con dinero. Lo compras con el tiempo de tu vida que gastaste para tener ese dinero”. “Y recuerda lo siguiente, lo más simple:" el cómo gastas el tiempo no comprable de tu vida es la cuestión central de tu existencia. Es la que va a hacer la felicidad o la enajenación en esa aventura maravillosa de estar vivo”. “La causa más profunda de la infelicidad contemporánea es que estamos terriblemente solos”. Unos pocos siglos de capitalismo nos han dado tecnología, individualismo y progreso, pero hemos perdido nuestra condición gregaria, social. Estamos en una telaraña. La única capacidad que tenemos está en nuestra inteligencia. La única batalla que podemos ofrecer es cultural. Más contemplación de la naturaleza y menos tiempo para las compras. Más estar y menos ser (3). Hay que evitar, conscientemente, que nos arrastren. Ningún gobierno, ningún mercado puede garantizar la felicidad. La felicidad necesita tiempos, un medio ambiente, espacios de reflexión, recuperación de los sentimientos,  la palabra, el pensamiento y los afectos. Animarnos a repensar qué significan la felicidad y la libertad. La libertad - sugiere el oriental-es darte el tiempo para hacer las cosas que determina tu deseo. Pero eso no es compatible con los millones de pesos que nos sacan de los bolsillos comprando irrefrenablemente cosas. Así, en lugar de gobernar la globalización, ésta nos gobierna a nosotros. Y el plan perfecto del neoliberalismo, se cumplirá así a costa de estas nuevas vidas opacas, alienadas, sufrientes.


(1)   https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/12-53326-2016-02-18.html

(2)   https://www.youtube.com/watch?v=U_NBknvVU7Y

(3)   https://www.youtube.com/watch?v=U_NBknvVU7Y