Por Eduardo Luis Aguirre


En la convulsionada Francia de los años sesenta, Jean Paul Sartre fue un protagonista central de las protestas estudiantiles y obreras que se reproducían y crecían en un revulsivo social sin precedentes. En todo el mundo, el filósofo era conocido por su multifacética producción intelectual, pero también por su férrea  toma de posición en la guerra de Argelia, por los viajes que hizo a Cuba a pocos años de haberse producido la Revolución, a la siempre atractiva Unión Soviética de esa época, a la fascinante Yugoslavia de Tito, epicentro de la fundación de los países No Alineados.

También, por sus escritos de palpitante actualidad, sus reflexiones y su influencia política. Se dice que, ante un hecho conmocionante, muchos franceses se preguntaban por entonces: “¿qué piensa Sartre sobre eso? Y recién después de enterarse de la opinión del pensador formidable fijaban la propia sobre el acontecimiento pasado. A su fallecimiento, se produjo un hecho inesperado. Más de 50.000 personas acompañaron el féretro del filósofo, dramaturgo, polemista y escritor más grande de la época.

Pero así como su militancia constituyó un punto de apoyo de una centralidad sin parangón, no fueron pocos lo que se incomodaron –y mucho- por su rol de agente provocador durante el mayo francés. Algunos, incluso, le propusieron al presidente De Gaulle que lo encarcelara. Otros, directamente, que lo fusilara. Hubo manifestaciones públicas en ese sentido. "¡Fusilad a Sartre!", pedían aquellos sujetos colonizados por el autoritarismo y la cerrazón intelectual de la dura posguerra. Fue entonces cuando el general De Gaulle, que estaba en los antípodas del pensamiento sartreano, pronunció la histórica frase: "¡No se puede encarcelar a Voltaire!". Quedaba muy claro para el presidente. Francia no podía reprimir ni sancionar a una de sus mentes más preclaras, aunque fuera un intelectual marxista e incómodo, un escritor implacable, un pensador polémico de vida privada tumultuosa, capaz de recurrir a actitudes tan extravagantes (para algunos) como vender periódicos revolucionarios durante las manifestaciones y marchas y nunca guardarse una opinión, se la pidieran o no. Alguien que rompía cotidiana y claramente con el aletargado y reaccionario sentido común de la burguesía francesa.

Vale la pena recuperar a Sartre en tiempos en que en la Argentina se anatemiza y denuncia a Raúl Zaffaroni, por opinar. El establishment local ha ido mucho más allá de lo esperable. Ha traspasado los límites que impuso De Gaulle. Ha ido por uno de los intelectuales más respetados del mundo, por uno de sus mejores hombres.

Lo ha hecho con la atildada forma de ejercer la violencia que lo caracteriza, enlodando cualquier territorio comunicacional y abjurando de las más elementales reglas jurídicas. La verdad y las formas jurídicas foucaultianas, en este caso, no ofrecían ni ofrecen duda alguna. Zaffaroni no había cometido ningún delito ejerciendo su derecho a dar públicamente su punto de vista  y todos lo sabían. Incluso los que los denunciaron o estimularon y reprodujeron la persecución.

Zaffaroni no es, desde luego, infalible. Pero es un imprescindible respecto del cual puede hacernos ruido su postura con relación a la legislación penal juvenil, el género, el abolicionismo penal y hasta el marxismo. Pero los que lo leyeron, y quienes lo conocemos, sabemos que se trata de un intelectual de talla imponente. Que dejó hace tiempo de ser un penalista y que es hoy un referente de opinión indudable. Uno de los pocos que puede entender el mundo devastado por el neoliberalismo más atroz a través de variables decoloniales de la filosofía, el derecho, la sociología, la criminología y aún el psicoanálisis.

Ganador de la edición 2009 del prestigioso Premio en Criminología que instituye anualmente la Universidad de Estocolmo (un virtual Nobel en la materia), con una obra literaria de características singulares, doctorados varios y un reconocimiento intelectual y científico a nivel mundial que impresiona, Zaffaroni es, quizás, uno de los intelectuales orgánicos más importantes del mundo de habla hispana, que además posee una condición poco frecuente: su capacidad de convocatoria. Todavía se recuerdan sus masivas concentraciones públicas, en especial aquella rotunda de Plaza Irlanda (*), su brillante desarrollo jurídico y filosófico y la formulación continua de un pensamiento conglobante capaz de explicar el mundo y abogar por la necesidad de una resistencia no violenta y democrática.

A la asediada democracia argentina le restan algunos (varios) desafíos fundacionales, después de 35 años de vida institucional ininterrumpida. Uno de ellos, es retomar la lógica de De Gaulle como forma de autopreservación de una vida social armónica.



(*) https://www.youtube.com/watch?v=tjAMVfy0d5w