Por Eduardo Luis Aguirre

Los gobiernos neoliberales deben creer, sinceramente, que así como han podido construir realidad y  producir y colonizar subjetividades, también pueden controlar las pulsiones y antagonismos que han construido y que tan funcionales les han sido en el plano discursivo y electoral.

En otros términos, que conservan el dominio y el control del "odio" (*) al interior de un entramado social complejo e inéditamente sensible. Ojalá estén en lo cierto. Porque, más allá del peso de semejante herencia simbólica a futuro, si las funciones de contralor  de esa pasión fratricida fallaran o estuvieran fuera de las posibilidades reales de conjuración estatal (y que, naturalmente, ese dominio no se asentara únicamente en la precariedad criminal de la violencia institucional sistemática), la cercanía de un escenario terrible y dantesco aparece en el horizonte colectivo argentino cada vez con mayor nitidez.

El odio es –y lo ha sido a lo largo de la historia- un factor que confiere inteligibilidad a muchas de las tomas de decisión a nivel de los sujetos, pero que también explica los comportamientos colectivos.

Por primera vez, hace apenas días, coincidieron  en Bariloche dos movilizaciones en demanda de reclamos antagónicos expresados mediante significantes rellenados a gusto y placer de cada uno, de manera unilateral. Ambos espacios, enfrentados en la calle, se expresaban a favor de la libertad, la democracia y la Constitución. Un grupo de manifestantes se había congregado para apoyar la intervención de las fuerzas federales y del gobierno nacional que terminaron con la muerte de un joven mapuche. Otro grupo, en cambio, se concentró en el mismo lugar para reclamar el cese de la represión, también invocando la democracia, las libertades cívicas y los Derechos Humanos.

En medio de ambos, la policía rionegrina contuvo a dos agregados de argentinos enfrentados cara a cara invocando, paradójicamente. los mismos valores

En el film “Antes de la lluvia” (1995) el cineasta macedonio Milcho Manchevski  pivotea sobre tres historias trágicas de amor que se enlazan para ilustrar cómo es posible iniciar una guerra sin fin, cuáles son sus consecuencias y las vivencias de aquellos que, sin quererlo, se han visto obligados a participar en ella. Dos de esos relatos dramáticos están ambientados en Macedonia, por entonces al borde de una guerra civil que culminaría con la tragedia de los Balcanes, producto de la exacerbación fulminante de los odios fratricidas, la construcción de un otro desvalorado y la creación de un enemigo interno.

La exacerbación de la pulsión de muerte que precipitó el fin de Yugoslavia fue una obra maestra de las potencias de Occidente. Podemos disentir abiertamente sobre las verdaderas razones que precipitaron el conflicto. Lo que no podemos negar es la forma como se construyeron las condiciones subjetivas de esa guerra y sus consecuencias, incluido el objetivo del desmembramiento territorial y la masacre.

El politólogo, editor y escritor Branislav Djorjevich estremece al explicar en su libro “Lugares lejanos, gente desconocida” (**), cómo una nación multiétnica que supo vivir en paz durante décadas se encontró de un día para otro envuelta en un infierno. “Fue precisamente ahí, en la política, donde en la segunda mitad de los ochenta había empezado a izarse la ola de una inquietud amenazante. Alta, ancha, inesperadamente fuerte y rápida, se apoderó de la noche a la mañana de la mayor parte de los pensamientos y del tiempo de la gente” (p. 32). “Esto se convirtió en el primer y último tema de cada conversación, junto a las inevitables exageraciones, distorsiones e interpretaciones erróneas que surgen cuando las noticias se propagan de boca en boca. No había una sola charla entre amigos o conocidos, reunión familiar o profesional, o encuentro casual, en que no se iniciasen largas disquisiciones “sobre la situación”, que únicamente al principio tuvieron un tono tranquilo de intercambio de informaciones, para convertirse en un abrir y cerrar de ojos en griterío, interrupciones groseras y desprecio hacia el interlocutor, y no pocas veces en auténticas discusiones. Así crecía la irritación, se derrochaban fuerzas y la gente se distanciaba entre sí” (p. 33).

“Sentados a la misma mesa de mando desde la que seguían dirigiendo el país omnipotentemente, los que durante decenios habían pregonado la hermandad y unidad de los pueblos, no sólo no conseguían ponerse de acuerdo en lo más mínimo, sino que eran incapaces de intercambiar una sola palabra sin entrar en fuertes críticas y reproches e incluso insultos personales” ( p.74).

El experimento yugoslavo fue luego exportado, mucha veces con éxito, a otros países de distintos continentes. Las consignas que los sectores sociales enfrentados vociferaban eran las mismas, quienes profundizaban esas diferencias, también. El final es conocido, en todos los casos.

En cada uno de ellos, hubo un otro malo, desvalorado, capaz de sintetizar y explicar los males de la nación convulsionada.

Mapuches, albaneses, bosnios, kurdos, suniitas son distintas expresiones, con diferentes biografías, de un mismo pretexto balcanizador y un único proyecto colonizador. Todos lo sabemos, o al menos lo intuimos en la Argentina. Ahora falta verbalizarlo, socializarlo, debatirlo, democratizarlo, para hacer un esfuerzo colectivo y convencido en favor de la paz social, en esta hora difícil de la Patria.


(*) Nos referimos, específicamente "al odio a lo simbólico y al sujeto que puede emerger en dicho campo. Un sujeto distinto de los proyectos uniformizantes de la biopolítica neoliberal. Sobre el alcance de esta acepción en particular, ver https://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-271126-2015-04-23.html y https://www.tiempoar.com.ar/articulo/view/71591/sembrar-el-odio-promover-la-segregacia-n-por-jorge-alema-n


(**) Editorial Círculo Rojo, Madrid, 2012.