Por Julio B. J. Maier (*)

El llamado liberalismo, a secas, siempre representó a un modo de administración del poder político que consistía, básicamente, en una ampliación de los derechos del ciudadano combinado con un uso moderado de la fuerza pública. En el fondo, el Estado se autolimitaba por reconocimiento de derechos al individuo, derechos individuales del ciudadano que no podían ser conculcados sino por decisiones comprometidas, muy condicionadas, del poder estatal, decisiones sobre el uso de la fuerza pública de los funcionarios estatales en quienes residía ese poder como atribución de competencia.

Tal definición del vocablo político supone, por una parte, la existencia del Estado-nación, una forma de organización social —por tanto, política— surgida en la segunda mitad de la Edad Media, al amparo del triunfo de los poderes centrales sobre los locales, del papado romano sobre los obispos en materia religiosa, del poder del rey sobre los señores feudales en el ámbito político, consustancial con una expansión territorial notoria de la organización social y política humana y, si se quiere, de una expansión enorme del comercio y la traslación de seres humanos y mercaderías a lugares más lejanos que la propia comunidad local. Terminaba el mundo feudal, su cultura y su forma de vida, sumido al final en cierta injusticia en el ejercicio del poder y comenzaba el universo monárquico, autocrático, al menos en aquello que conocemos con la más amplia definición de cultura europea u occidental, para reducirnos territorialmente en nuestro universo conocido por ese entonces y hablar de modo sintético. Por otro lado, este verdadero terremoto político de envergadura, que transformó comunidades en naciones, significó un nuevo parámetro de medición y ejercicio del poder político humano. En nuestra materia, la judicial, la cultura universal varió considerablemente: el metro de la decisión sobre un conflicto ciudadano ya no consistió en la lucha o combate de intereses representado por individuos; tampoco el conflicto se visualizó como el quebrantamiento de la paz comunitaria. Por ende, la solución no buscaba, como en el régimen comunitario anterior, una nueva paz entre los portadores del conflicto por acuerdo de voluntades (verdad consensual), quienes así fijaban obligaciones para la relación entre ambos para el futuro, a la manera de un contrato de paz entre contendientes, o, de no ser posible esa solución, convertirla en métodos de combate, incluida finalmente la instancia física, mecanismos que señalaban empíricamente un vencedor y un vencido en el pleito, y la medida de la ganancia o de la pérdida, con las consecuencias de extrañamiento y pérdida de la paz comunitaria para el vencido que ello supone, solución propia del mundo feudal. Ese parámetro fue reemplazado, sustituido por la paz del rey, símbolo del poder de decisión central y monárquico, monopolizador de la fuerza pública, que utilizó como unidad de medida de la decisión el conocimiento de la verdad (verdad correspondencia con la realidad) y, por ende, su investigación y descubrimiento como finalidad del procedimiento judicial y resultado adecuado para decidir. En el mundo penal, la verdad correspondencia, si bien no fue un sinónimo perfecto del valor justicia, pasó a ser parte necesaria integrante de ella, parte importante aun cuando insuficiente de su definición.
Fruto de esta organización del poder de decisión judicial, dada la imposibilidad del monarca y sus consejeros de ser omniscientes y estar en todo lugar —como, sin embargo, llegó a predicarse de la monarquía absoluta a semejanza de Dios y como su representante en nuestro mundo—, fue la llamada delegación del poder de juzgar en funcionaros inferiores, competencia cedida que regresaba después a su origen por escalones de control sobre su utilización, desde los inferiores delegados hasta los superiores delegantes, justicia de gabinete, gobernada entonces por una organización vertical que todavía hoy perdura, en más o en menos, en los poderes judiciales de nuestro ámbito cultural.

También esos criterios, ese ejercicio del poder y ese monopolio del poder de decisión y de la fuerza pública ingresaron en un cono de sombra con el trascurso del tiempo. Los ciudadanos reclamaron como propios ciertos derechos antes desconocidos por los seres humanos —hechos por Dios a su semejanza—, limitaron así el ejercicio del poder, reclamando de la soberanía estatal, por ejemplo, la posesión y la decisión individual sobre ciertos bienes de fortuna (propiedad privada), la privacidad de cierto ámbito de relaciones (domicilio inviolable), la prohibición de la pena de muerte, de la tortura —la dedicada al descubrimiento de la verdad judicial y el tormento como reacción penal estatal— y de los azotes a manera de castigo por sus hechos ilegítimos, la necesidad de una ley parlamentaria para prohibir o mandar bajo amenaza de pena como única fuente del Derecho penal, la de un cierto procedimiento judicial reglado por ley y de una condena del tribunal competente previos para poder sufrir una pena, procedimiento que debía contemplar una intervención defensiva suficiente de quien lo sufría, las cárceles como instituciones de seguridad para reos condenados y recluidos en ellas (¿¿??), el reproche de hechos externos de los hombres para justificar la punibilidad, todos ejemplos parciales que ilustran suficientemente la lectura de los arts. 18 y 19 de nuestra Constitución nacional histórica.

Esto último es el significado expreso del liberalismo político representado centralmente por la declaración francesa de los derechos del hombre (1789) y por las enmiendas de la Constitución originaria de los EE.UU. de Norteamérica (1776), con gran influencia en el constitucionalismo americano del sud, esto es, entre nosotros. Derechos del ser humano como tal, garantías individuales, limitaciones del poder público como monopolizador de la violencia, que, por supuesto, incluyen otras múltiples limitaciones del poder estatal al organizar las funciones y competencias de sus distintos departamentos independientes —legislativo, administrativo y judicial— pero coordinados, representan el buen uso de la palabra liberalismo, su “pesada herencia”, para hacer uso de prestado de la moda introducida por la coalición política que hoy nos gobierna en la República Argentina y utilizarla, precisamente, como los integrantes de esa coalición la deben sufrir. Se trató, en verdad, ya no de un terremoto político, como sucedió con la conversión de la comunidad local al Estado-nación en la organización político-social, sino de un remezón fuerte de esta última forma de organización, que distribuyó de otra manera el poder estatal y que quedó reflejada en el nacimiento de las llamadas repúblicas o sistema republicano de gobierno, Constitución mediante.

II

El llamado neoliberalismo constituye, como quiere expresar el agregado, una modificación abrupta del liberalismo político, no siempre consustanciada con todos sus valores y significados, atributos que superan por mucho la mera defensa de la propiedad privada o individual. En verdad, él representa una exacerbación del valor de la propiedad privada por sobre todos los demás valores que entraña el liberalismo político, al punto de despreciarlos si no son útiles para afirmar su dominio. Así ha sucedido tanto universalmente como especialmente entre nosotros y ello constituye la razón inteligible, la explicación racional de la existencia de gobiernos autocráticos en lo político con políticas económicas neoliberales en nuestra historia reciente.

Aquella designación política de neoliberalismo y su defensa de la propiedad privada como principio básico de la organización social implica, también, una excesiva confianza, casi enfermiza, en la posibilidad del egoísmo humano como forma de vida capaz de dar solución a todos los problemas terrenales. Es por ello que el non plus ultra del neoliberalismo conduce a la desregulación de toda actividad humana, sobre todo la económica, a la liberación a las fuerzas del llamado mercado —la oferta de bienes y servicios y la demanda de ellos por los particulares, asociaciones comprendidas— de todo bienestar, de toda afirmación de poder real, al punto de representar una especie de ceguera para divisar a poderosos triunfantes y a débiles vencidos o, mejor dicho, a la relación entre ellos que implica, a su vez, la dominación de unos sobre otros, en el mejor de los casos con la esperanza de que los poderosos necesiten a los débiles en tal proporción que, al mismo tiempo, por bondad o necesidad, arrojen sobre ellos los bienes necesarios para vivir dignamente. La función típica del Estado, la de lograr equidad e igualdad de oportunidades para los ciudadanos mediante la realización del bien común, se ve reducida al máximo según la teoría neoliberal. Económicamente, esto se traduce en el gobierno del dinero y las finanzas, cada vez en menos manos, camino hacia la concentración capitalista, aserto que anticipó la tesis económica marxista, a pesar de que su creador cometió el yerro importante de su afirmación y aparición temporal anticipada.


«El llamado neoliberalismo constituye (…) una modificación abrupta del liberalismo político, no siempre consustanciada con todos sus valores y significados, atributos que superan por mucho la mera defensa de lapropiedad privada o individual. En verdad, él representa una exacerbación del valor de la propiedad privada por sobre todos los demás valores que entraña el liberalismo político, al punto de despreciarlos si no son útiles para afirmar su dominio.»


Desde el punto de vista filosófico el neoliberalismo se traduce en un triunfo delindividualismo extremo. De allí las palabras públicas de nuestro Presidente actual a la sociedad nacional por él dirigida: cada uno debe buscar por sí mismo, con sus propias armas y fuerzas, el lugar de realización de su felicidad, frase que no significa otra cosa que el triunfo del rico y poderoso sobre el pobre y necesitado, con base en el mérito (¿?) que condujo a uno a la derrota y al otro a la ventaja. De allí también que, en el ámbito social, la coalición gobernante no exprese amistad con instituciones como los sindicatos obreros, las convenciones colectivas de trabajo, las protestas sociales, el control de la vida económica, la huelga, como poder obrero ligado a sus aspiraciones, el sistema llamado de reparto en las jubilaciones y pensiones a la vejez, el mismo Derecho laboral y sus principios fundantes, por nombrar sintéticamente a algunas realidades y derechos de las personas en el mundo moderno, incluso dentro del mismo sistema capitalista y a manera de equilibrio básico de poderes reales.


«La función típica del Estado, la de lograr equidad e igualdad de oportunidades para los ciudadanos mediante la realización del bien común, se ve reducida al máximo según la teoría neoliberal.»


Enfrente de esta visión del mundo, mejor dicho, de la forma de vida en él que preside la asociación de seres humanos, se halla la solidaridad con el prójimo y el ideal de laigualdad real de oportunidades entre los seres humanos como norte que guía la organización social, ideal cuyo nivel de realización constituye una verdadera definición para la valoración de la sociedad en la que vivimos. En ese sentido es que yo he expresado antes de ahora que la mayor aproximación a ese ideal constituye un presupuesto de la libertad y la fraternidad humanas, todos ideales básicos del liberalismo histórico, desconocidos por el neoliberalismo. Los habitantes de esta República hemos tenido la suerte de observar este enfrentamiento de la mano de una audiencia pública ante nuestro Tribunal Supremo en ocasión del debate sobre una ley de medios audiovisuales que, a pesar de ser reconocida mayoritaria y universalmente, nunca llegó a ser íntegramente aplicada.

De allí que el neoliberalismo plantee casi inmediatamente una escisión social entre incluidos y excluidos —amigos y enemigos—, los menos y los más. De la misma manera, su poder judicial debe servir para afianzar la escisión. No debe sorprender, por ello, que internamente, dentro de la misma función judicial, se produzca esta escisión de valores y pensamientos rectores entre sus integrantes, pues el derecho aplicable y su interpretación representa, sin duda alguna, la máxima respuesta política a los problemas sociales, no sólo entre particulares, sino, asimismo, entre ellos y el Estado.


«El neoliberalismo plantee casi inmediatamente una escisión social entre incluidos y excluidos —amigos y enemigos—, los menos y los más. De la misma manera, su poder judicial debe servir para afianzar la escisión.»


III

No es difícil comprender, entonces, que el neoliberalismo necesite de una fuerza pública con las menores barreras posibles –lo mismo: con el mínimo posible de garantías ciudadanas–, para lograr el respeto, por parte de los sectores mayoritarios y desfavorecidos, del principal valor que defiende, la propiedad privada y la libertad de discernir sobre sus bienes, siempre en manos de pocos. Justicia y punibilidad, en palabras llanas: la cárcel, representan a la máxima de las exclusiones posibles; en el mundo real, a la exclusión final de quienes, en su gran mayoría, ya transitaban la zona de los excluidos. Seguridad común, que de ello se trata en términos de riesgos corridos por los demás, mejor aún, inseguridad, es un sustantivo que sólo representa a los delitos llamados “de calle”, cometidos casi sin excepciones por aquellos ya excluidos; basta conocer una cárcel desde adentro para reconocer que allí son alojados los ya excluidos socialmente en una mayoría abrumadora.


«No es difícil comprender (…) que el neoliberalismo necesite de una fuerza pública con las menores barreras posibles —lo mismo: con el mínimo posible de garantías ciudadanas—, para lograr el respeto, por parte de los sectores mayoritarios y desfavorecidos, del principal valor que defiende, la propiedad privada y la libertad de discernir sobre sus bienes, siempre en manos de pocos.»


Desde el punto de vista penal, que es hoy el que más nos interesa, la privación de libertad, la cárcel para ser más directos, ocupó el centro de la reglamentación jurídico-penal, en sentido positivo porque debió reemplazar a la pena de muerte, prohibida por el liberalismo originariamente o después de ciertos escarceos que todavía continúan, aunque carezcan de prestigio universalmente, y, en sentido negativo, porque debió enfrentar el fenómeno de la inseguridad con el significado indicado antes, razón por la cual terminó pareciéndose a un sanalotodo de toda desviación social en la prédica legislativa. No hay mal que por bien no venga. La cárcel es, como quedó dicho, por una parte, sinónimo de exclusión y, por la otra, con mayor aproximación, sinónimo de exclusión de los ya excluidos del mundo social.


«Basta conocer una cárcel desde adentro para reconocer que allí son alojados los ya excluidos socialmente en una mayoría abrumadora.»



«La cárcel es (…) por una parte, sinónimo de exclusión y, por la otra, con mayor aproximación, sinónimo de exclusión de los ya excluidos del mundo social.»


Allí, sin embargo, no termina la aproximación del título para nosotros. Hoy asistimos, como resultado del neoliberalismo aplicado y con cierto horror, al comienzo de la utilización de la cárcel como sinónimo de poder político, represivo por naturaleza (neopunitivismo), en términos de poder punitivo, mecanismo reservado, entre nosotros, a los gobiernos autoritarios que hicieron de la excepción (estado de sitio) una regla (encierro carcelario), cuando no daños mayores. Pretendo sólo ejemplificar sobre ello, si se quiere sin explicación alguna, tan sólo para inflamar las células críticas de nuestro pensamiento penal. Comenzó en nuestra Provincia de Jujuy una persecución sin límites, carcelaria, para la organización social Túpac Amaru —que agrupa mayoritariamente en su seno a habitantes originarios (collas y aimaras)—, considerada una asociación ilícita criminal, en la persona de sus principales organizadores, entre ellos su fundadora, Milagro Sala y sus colaboradores, incluido su marido, personas privadas de libertad domiciliadas sin duda alguna en la provincia y que, al comienzo del conflicto, protestaban pacíficamente en la plaza pública en razón de sus condiciones de vida social. El fenómeno abarcó también a una ridícula orden de detención contra quien preside la agrupación denominada “Madres de Plaza de Mayo”, asociación conocida y respetada universalmente y persona que no sólo conserva la misma residencia de años en nuestro país, sino que, además, posee una vida pública que nos permite ubicarla casi diría en cualquier momento del día, hasta el punto de que el juez que decidió la detención envió a la fuerza pública, en número y con elementos represivos desorbitantes, a la plaza histórica nacional frente a la Casa de Gobierno de la República, lugar público en el cual, precisamente ese día de la semana, se lleva a cabo llueva o truene la archiconocida ronda de “las Madres” —cuyo significado me ahorro en destacar—, ya repetida en dos mil ocasiones; el arrepentimiento del juez que ordenó la detención, posterior al fracaso de esa privación de libertad debido a la protección del público asistente, y su visita domiciliaria sin violencia alguna para llevar a cabo el acto que requería, con resultado anticipado públicamente, no evitan el ridículo de la decisión judicial que, al parecer, significa un quiebre para la utilización que comentamos del Derecho penal. Por último, la imputación del delito de “traición a la patria” a la anterior presidente de la República, a su ministro de Relaciones Exteriores y a legisladores nacionales, por la suscripción y ratificación de un tratado con una potencia extranjera, competencias propias del Ejecutivo y del Legislativo, convención que no tuvo tan siquiera principio de ejecución, supera toda posible imaginación y, como lo expresara nuestro más claro exponente y emérito profesor de Derecho penal, ex integrante de nuestra Corte Suprema y actual juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, constituye no solo un agravio gratuito para el Derecho penal argentino y sus cultores, sino, antes bien, un anticipo de la posibilidad de violencia infinita y un alerta acerca de la amenaza y de la utilización de la cárcel como modo político de represión política pura.


«Hoy asistimos, como resultado del neoliberalismo aplicado y con cierto horror, al comienzo de la utilización de la cárcel como sinónimo de poder político, represivo por naturaleza (neopunitivismo), en términos de poder punitivo.»


Vale la pena aclarar también que en todos estos casos la prisión o su riesgo no se sufren a título de pena por condena, sino tan sólo a título de precaución o prevención de delitos no comprobados, sin que exista la más mínima sospecha acerca del intento de quien es imputado por darse a la fuga.

*Creo que el carácter preferentemente político de esta colaboración, mi edad y mi enojo claro con el Derecho penal actual y su realidad político-práctica me exime de escribir como antes, cuando presumía de ser un jurista, explicando en notas al pie o finales mi concordancia, inspiración o crítica de ciertos textos y autores. Si así no fuera, pido perdón al lector por tamaña desconsideración hacia él.

(*) Doctor en Derecho y Ciencias Sociales.  Profesor consulto U.B.A
El presente artículo fue publicado originariamente en http://horizontesdelsur.com.ar/la-carcel-y-el-neoliberalismo/
E Profesor Julio Maier nos acompañará el próximo 28 de octubre, en el Congreso de Derecho Penal y Criminología Crítica que organiza la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la UNLPam