Jean Paul Sartre fallece, luego de un ocaso estragoso y prolongado, el 15 de abril de 1980, hace ya casi 34 años. Su féretro fue acompañado por una multitud estimada en 50.000 personas. Nunca antes, el entierro de un filósofo había concitado semejante movilización popular.
Sin embargo, al parecer, el gigante del existencialismo humanista  dista de descansar en paz. A los frecuentes cuestionamientos que le dedican algunos colegas contemporáneos (tal el caso de Michel Onfray, postura verdaderamente sorprendente en un intelectual de izquierda), criticando no solamente la formidable obra del autor de “El existencialismo es un humanismo”, sino también su coherencia política y las desventuras de su propia biografía, deben agregarse aquellos que, finalmente, eligen jaquear la consistencia de sus formulaciones ideológicas.
Entre estas últimas aproximaciones críticas se encuentra un texto  de Aníbal Romero, “Sartre: Filosofía de la Violencia”. El artículo es de 1999, dato éste para nada menor a la hora de contextualizar esta tentativa de deconstrucción de la concepción sartreana y su intencionada exhibición como un producto de  contradicciones filosóficas e ideológicas múltiples e, incluso, de impudorosa deshonestidad intelectual.
Según Romero, la vocación libertaria y autonómica de Sartre, eje central de toda su concepción filosófica, aparece “enterrada entre los inmensos y oscuros espacios de El ser y la nada” (p. 1). De inmediato trae a colación la concepción dual de la libertad en Isaiah Berlin y luego se las arregla para incrustar, en los primeros renglones de su trabajo, una cita de Vargas Llosa. Mucho mejor. Comienza a clarificarse, así, la línea argumental de la crítica y su direccionalidad ideológica.


A continuación, el autor identifica a Sartre con una postura de “libertad negativa extrema”, y a partir de allí ve allanado el camino para arriesgar sin cortapisa: “ Así lo confirmó, con característico radicalismo, en un ensayo parcialmente autobiográfico de 1961, cuando dijo que “en el fondo de mi corazón, yo era (en los años 40 principalmente) un rezagado del anarquismo”. Sartre habla acá en el pasado, pues pretendía haber superado ese “anarquismo” de sus primeros tiempos, a través de su esfuerzo por integrar en el plano  filosófico y de la acción histórica su existencialismo (una filosofía profundamente  individualista), con el marxismo. Como veremos, no solamente Sartre fracasó en  su intento de ensamblar dos visiones del mundo esencialmente antagónicas, sino que en el camino comprometió su honestidad intelectual, y convirtió lo que  en principio fue una filosofía de la violencia de los individuos entre sí, en una filosofía de la violencia como eje y destino de la historia y de la colectividad humana en general”.

Con encomiable convicción, Romero decreta el fracaso de toda la construcción de Sartre a partir de aquel hallazgo arqueológico que se adjudica en El Ser y la Nada. Pero, por si esto fuera poco, reconoce a la misma, “en nuestros días” (se refiere, recordemos, a 1999, plena época del reinado del Consenso de Washington, el Fin de la Historia, el auge violento del capitalismo neoliberal, la caída del Muro de Berlín, la disolución de la Ex Unión Soviética y otros síntomas significativos de retroceso de todo pensamiento alternativo y emancipador), solamente un interés “histórico”.
Y a continuación se sirve del mismo menú que ofrece la retórica imperialista coloquial, ahora de manera explícita: “Sartre, como dije, fue figura emblemática de un ambiente político-ideológico, y representó un cierto modo de ser intelectual, característico de ese tiempo, y marcado por el “progresismo” de izquierda, el filo-comunismo, y la convicción, en sus palabras, de que “cualesquiera sean sus crímenes, la URSS tiene sobre las democracias burguesas este formidable privilegio: el objetivo revolucionario...Rusia continúa siendo incomparable a las otras naciones; sólo está permitido juzgarla aceptando sus propósitos y en nombre de éstos”. Ahora bien, muchos de los dilemas y planteamientos esbozados por Sartre en sus obras teatrales y novelísticas, así como en la Crítica de la razón dialéctica, padecen hoy de un serio caso de polillas y acusan un intenso olor a naftalina”. Es decir que, además de profundamente equivocada, la concepción de Sartre es, a finales de los noventa, otra de las tantas evidencias, curiosas y diletantes, de un pensamiento “perimido”, anticuado, superado por la vorágine civilizatoria de la ciudad global capitalista. Una verdadera pieza de museo, encabezada, nada menos, que por la “Crítica de la Razón Dialéctica”.
Nuestro intelectual, atención, no ha terminado todavía con su tarea de ficto e ilusorio descuartizamiento. Nos reserva, a renglón seguido, otras estupefacciones no menores:” Sin embargo, el estudio de Sartre sigue teniendo relevancia, así lo creo, como ejemplo particularmente ilustrativo de un cierto temperamento intelectual, muy común en nuestro tiempo pero no completamente original de esta época histórica. Me refiero a tres rasgos en especial: la ambición  desmedida y el “pecado de orgullo” de querer explicarlo “todo”; en segundo  lugar, la auto-percepción de superioridad ante los demás y la incapacidad autocrítica; por último, la tendencia al radicalismo y a la creación de utopías generadas por la violencia como “partera de la historia”, lo que se traduce en la disposición a que otros, pueblos enteros, clases sociales, generaciones completas, paguen los costos más altos en términos de violencia, destrucción y muerte, si así lo exige la visión histórica postulada como imperativa por el intelectual supremo”.
En cuanto a Sartre, esos rasgos se unieron a la doble moral, favorable a las causas radicales y filo-marxistas; a un profundo desprecio por el liberalismo y la democracia “burguesa”, a una verdadera obsesión por la violencia individual e histórica, y en no pocas ocasiones a la abierta deshonestidad intelectual, justificada por los fines últimos a los que se dirigían su pensar y su acción. Como él mismo confesó una vez, “Después de mi primera visita a la URSS en 1954, yo mentí”, acerca de las presuntas maravillas alcanzadas en la Patria del socialismo. Es difícil, por ésa y multitud de otras instancias similares, compartir las afirmaciones de Vargas Llosa según las cuales Sartre fue, “hechas las sumas y las restas, un intelectual honesto”. Vargas Llosa sostiene a la vez que “Un pensador honesto no disimula sus errores y si está intelectualmente vivo tampoco se demora en justificarlos. Se limita a tenerlos en cuenta y sigue adelante”. Esta última no fue, realmente, la actitud de Sartre; por el contrario, libros enteros podrían escribirse, y de hecho han sido escritos, en los que se muestran con lujo de detalles el desierto moral y la miopía política que contaminó a buen número de los grandes “mandarines” (como les calificó en una famosa novela Simone de Beauvoir) de la intelectualidad francesa de la postguerra, entre ellos –y de modo principal- al propio Sartre. No es éste, no obstante, el propósito de mi estudio. Procuraré más bien explicar a Sartre, buscar en las raíces de su filosofía la clave de sus posiciones políticas, e interpretarle como lo que él aspiraba ser: un intelectual comprometido con los movimientos históricos de su tiempo, que erró gravemente en sus apreciaciones acerca del probable curso e impacto de esa historia. En el camino, tratando de justificar su conversión marxista, Sartre se ocupó de conciliar lo inconciliable: una filosofía profundamente individualista como lo es su existencialismo, con el marxismo colectivista. Como cabía esperar, el intento fue fallido, y del mismo resultó un engendro informe y lleno de agujeros teóricos, así como de un verdadero culto a la violencia histórica, que quedó plasmado en la Crítica y que más adelante analizaremos”.
Hasta aquí, nuestra transcripción del optimismo noventoso de Aníbal Romero, a quien es justo reconocer una erudición y un seguimiento exhaustivo de la obra de uno de los mayores pensadores del Siglo XX, de la que seguramente adolece quien, paradójicamente, intenta en este caso refutarlo.
A quince años del artículo que nos convoca, es necesario reafirmar algunas cuestiones y aclarar otras.
La ambición desmedida y el pecado de orgullo que “querer explicarlo todo”, no es otra cosa que la aspiración de construir un nuevo relato que dispute la hegemonía del sistema de creencias del capitalismo. Justamente, la derrota cultural que sobrevino a partir de la modernidad tardía implicó, para las clases subalternas de todo el mundo, la dificultad objetiva para rearmar un relato totalizante en un mundo sopresivamente unipolar, de cara a lo que se percibía como una derrota política, militar, económica y, fundamentalmente, cultural. De modo que la expectativa de Sartre, lejos de poder encuadrarse en una utopía pletórica de violencia, no pretendía sino pensar un arsenal cultural contrahegemónico, que debería dirimir su validez –naturalmente- mediante el conflicto, como ha ocurrido a lo largo de toda la historia de la Humanidad. Una cosa es concebir el cambio social a través de los conflictos y otra, muy distinta, soportar el mote oprobioso de cultor de la violencia. Un violento no participa en un tribunal de opinión, que, justamente, se caracteriza por prescindir de ella. Ni sale a vender periódicos mimeografiados en pleno mayo francés. Solamente el regocijo de la victoria cantada podía llegar a hacer suponer que las narrativas capitalistas no podrían volverse a poner en cuestión en la post guerra fría. A la luz de los hechos históricos, vaya si le asistía razón a Sartre y mérito a su genial ejercicio de anticipación. En todo este tiempo, los paladines de la civilización occidental han producido por doquier crímenes masivos, perpetrado guerras, invasiones y todo tipo de iniquidades en nombre de la libertad que Vargas Llosa continúa propagandizando.
Cuando Sartre admite “haber mentido”, no hace otra cosa que honrar su condición de militante político, comprometido con el socialismo. No puede exteriorizar su frustración porque, de hacerlo, la autoridad de su advertencia le habría servido en bandeja a los aparatos ideológicos de Occidente un argumento difícilmente refutable. El imperialismo hubiera hecho lo mismo que hace, tres décadas después, el propio Aníbal Romero: asimilar la dura y fallida experiencia de las burocracias socialistas con las ideas de izquierda.
Por eso es que Sartre intentó conciliar lo que no es sólo posible sino obligatorio compadecer: la libertad, el humanismo existencialista, con el socialismo. Nada más y nada menos que eso significa la “Crítica de la Razón Dialéctica”. Una fenomenal revisión, hecha desde el marxismo, al Partido, a la  tendencia esclerosante de separar  la doctrina y la práctica y al conservadurismo burocrático (T. I, p.28 y 33, ed. de 1995). También, a asumir el reto de la construcción de un marxismo con dimensión humana profunda: "El día en que la búsqueda marxista tome la dimensión humana (es decir, el proyecto existencial) como el fundamento del Saber antropológico, el existencialismo ya no tendrá más razón de ser: absorbido, superado y conservado por el movimiento totalizador de la filosofía, dejará de ser una investigación particular, para convertirse en el fundamento de toda investigación" (op. cit., p. 141). El resto son preconceptos ideológicos del autor cuyo artículo analizamos, víctima del acelerado apolillamiento del paradigma neoliberal que lo determina en su concepción sobre el gran Sartre.