Por Ignacio Castro Rey

La agonía del Eros (Byung-Chul Han, ed. Herder) constituye la obra reciente de un provocador singular. Todo el librito de Han, apenas ochenta páginas teñidas de una extraña espiritualidad, es a la vez una constante agresión contra nuestras convicciones actuales. Corto y largo a la vez, La agonía del Eros mezcla a Freud con Heidegger en un tenaz elogio del beneficio del trauma, de la urgencia de alimentarse en una renovada escena originaria. “En el infierno de lo igual, la llegada del otro atópico puede asumir una forma apocalíptica. Formulado de otro modo: hoy sólo un apocalipsis puede liberarnos, es más, redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro” (p. 12).

Han estudia con detalle la depresión como enfermedad narcisista. La sociedad de la transparencia es a la vez la sociedad del cansancio. Conduce a una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro (p. 11).  Así, se derrumba en sí mismo. En una especie de inversión perversa de la autonomía kantiana, el sujeto obedece ahora a un poder que viene de adentro, de los tejidos más secretos del psiquismo. Obedece a un amo social, pero que parece interior.

La “sociedad del rendimiento” significa no una disciplina externa, sino el poder poder, el poder querer. Un deseo sin fin: en suma, la autoexploración hasta el agotamiento. Estamos muy ocupados porque estamos invadidos por un poder que es fan de nuestra más íntima identidad y de nuestro estilo de vida, y esto hasta las manías y los sueños. Es el poder que Deleuze y Burroughs llamaban control. No el deber o la disciplina, sino el poder, la astucia de un viraje “femenino” y sonriente de la historia en un nuevo orden amniótico.

Fijémonos en lo que ocurre con el amor. La distancia originaria impide que el otro se cosifique como un objeto, trae “el decorotrascendental que libera al otro en su alteridad” (p. 24). Sin tensión de alteridad, sin el silencio del rostro del otro, el amor se atrofia y se convierte en mero trabajo, en gestión social de la sexualidad. En este aspecto, a la hora de reprimir el erotismo, el porno “es incluso más eficaz que la moral” (p. 47). La desritualización del amor se consuma en el porno. La profanación de Agamben incluso da aliento a esa profanación mediática que acaba con el amor y el erotismo (p. 52).

Por nuestro exceso de abrir y deslimitar, se ha perdido la capacidad de cerrar, de concluir. Y no toda conclusión es violenta. Seconcluye paz. Se concluye o cierra una amistad (p. 39). Por el contrario, nuestra incapacidad para el compromiso (que incluía la potencia de la ruptura) se coaliga con un divorcio perpetuo, incluso con una separación de la misma cópula. No sólo el amor, el sexo mismo está en peligro por la gestión global de la sexualidad inducida. Corremos para no tener destino, también troceando los cuerpos en fragmentos sexuados. Con un simulacro de acumulación frente a la muerte, el estrés nos protege del vacío. Es pueril, pero funciona, pues cohesiona a esta sociedad senil con mil prótesis espectaculares.

El Eros es “una relación asimétrica con el otro. Y de esta forma, interrumpe la relación de cambio. Sobre la alteridad no se puede llevar la contabilidad” (p. 30). Han ataca al capitalismo en la metafísica que guía una economía que se ha hecho psíquica, libidinal. De ahí que se pueda permitir el lujo de evitar la trampa mortal de un marxismo que se limitó a cambiar una acumulación por otra, una velocidad histórica por otra, una clase dominante por otra. Cuando con lo que hay que hacer, según el parecer de Han, sería acabar sería con el fetichismo de la historia, con la historia como gran mercancía. De hecho, Han acusa al mismísimo Foucault (p. 20) de ser cómplice de los señuelos neoliberales del poder y su invitación hedonista. En este punto y en otros, Laagonía del Eros parece un libro más cercano a Pasolini que a Foucault.

A años luz de Marx, Han parece creer que el arma fundamental del capitalismo no es económica, sino cultural, un simulacro de acumulación contra la muerte. En este sentido, el autor de tres libros que darán que hablar parece encantadoramente indiferente a la obsesión política de nuestros pensadores estelares, incluido el celebrado Žižek. El simple hecho de que un agitador como Han exista ya indica un cambio de tono en Europa. De talante decididamente anti-“deconstructivo”, a Han no se le caen los anillos por olvidar toda la moralina progresista que se supone debe proteger, de acusaciones insidiosas, a todo “provocador” que se precie.

Él sigue, imperturbable. El capitalismo absolutiza la “mera vida” (p. 36). Fíjense qué perlas, qué simpático retraso de nuestro civismo, usando incluso al rancio Hegel. El retroceso ante la muerte nos convierte en meros supervivientes, gestores de la meravida. El no muerto que somos nosotros “está demasiado muerto para vivir y demasiado vivo para morir” (p. 44). ¿Qué les parece, se reconocen? Somos amos del esclavo o esclavos del amo, no hombres libres.

Han nos recuerda que, en estos tiempos de positividad exacerbada, casi incestuosa, la provocación sólo consiste en emplear el sentido común y recordarnos algunas viejas verdades. Al mismo tiempo, tampoco tiene empacho en recordarnos a Badiou, a Lacan, a Deleuze. Todos le sirven, también Virilio y Levinas, con tal de armar la resistencia contra lo que él considera una monstruosa liquidación numérica del otro, de la alteridad que está en el lecho de cualquier existencia.

El exceso de positividad amenaza no sólo con vaciar la literatura, sino con un holocausto antropológico silencioso. Como diría Baudrillard, uno de sus maestros: dentro de poco todos estaremos integrados y por lo tanto, no habrá más que excluidos. Cada uno de nosotros, en su identidad reconocible, será un extranjero en su existencia.

A pesar de cierta reiteración, pues los clásicos son así, Han nos regala muchísimas iluminaciones, abundantes novedades. El secreto es tal vez tener una sola idea, una sola obsesión, bastante nostálgica en el sentido ontológico más fuerte. Por ejemplo, una desenvuelta fidelidad al acontecimiento de Badiou, a lo que aún no ha llegado, a la escena del Dos que se encarna en el amor (p. 68). Y un constante canto a la ruptura, aunque sea a través de la ira, “que rompe radicalmente con lo establecido y hace comenzar un nuevo estado” (p. 66).

Han dirige sus dardos, desde el comienzo, contra el horizonte del consumo. Y no el consumo como brazo articulado de un orden económico, sino como una metafísica de la nivelación, del beneficio anímico de la igualación. En este punto, este pensador no deja de dibujar la banalidad como un arma política totalitaria. Byung-Chul Han representa así una especie nueva, o no tan nueva, de moralista. Antropológicamente “conservador”, como Levinas, Heidegger o Steiner, no tiene más remedio que serlo para resultar subversivo en lo político y cultural. Si uno habla continuamente de capitalismo como cultura imperante también por la izquierda, de un “infierno de lo igual” sostenido en una alianza progresista contra la heterogeneidad de ser, no hay más remedio que ser fiel al atraso constituido del hombre.

Es la ausencia de alteridad del otro atópico (sin lugar reconocible, extranjero al reparto de las identidades admitidas) lo que hace inevitable que el amor degenere; que degenere también el bien más preciado del consumo, la sexualidad. Nos falta la fuerza erótica de la seducción, pues hemos perdido todo misterio, la energía en la relación con lo otro. Precisamente, lo demoníaco del discurso socrático se debe a la negatividad de la atopía (p. 78), a una incalculabilidad que es “inherente al pensamiento”. Sin la negatividad de los umbrales, sin su experiencia, se atrofia la fantasía (p. 64).

En cierto modo, Han es escandalosamente elemental. Está dotado de un aire “taoísta” que no debe ser ajeno a su origen coreano, libre del Occidente logocéntrico que ha hecho tan aburrido nuestro universo civilizado. Han es nostálgico. No del verdor de un tiempo pasado que haya sido mejor, pero sí de una otredad que ve por todas partes en peligro. A pesar de cierta reiteración, o precisamente por ella, renueva casi todo lo que toca. Hasta nos ha hecho repensar a Hegel. Esto, sin olvidar de que ha tenido el valor de resucitar a uno de los malditos oficiales de la Europa democrática, Peter Handke.


Ignacio Castro Rey. Madrid, 3 de mayo de 2014