Hace algunos años (no demasiados) nos espantaba la cifra aproximada de ocho millones de personas presas en todo el mundo. Lejos de revertirse, esa tendencia macabra se ha incrementado hasta multiplicarse en los últimos tiempos. La mayoría de los países ha aumentado el suplicio del cautiverio. En América Latina, esa práctica violatoria de la condición humana ha registrado un crecimiento sostenido.
El caso de Brasil es francamente conmovedor. Acaba de llegar, según datos del Consejo Nacional de Justicia de ese país, a la cifra de 715655 personas privadas de libertad, incluyendo las que se encuentran cumpliendo prisión domiciliaria (se registran 148000 personas en esta condición). Con estos datos, Brasil pasa a tener la tercera mayor población prisionizada del mundo, según datos del ICPS (Centro Internacional de Estudios de Prisiones, de Londres), consignados por  el propio Consejo de Justicia brasileño. De esta manera, el país latinoamericano supera a Rusia, que encierra  676.400 personas y se ubica únicamente por debajo de Estados Unidos y China.
Con estas tasas de prisionización (358 cada 100.000 habitantes), Brasil sufre un déficit estimado en 210000 plazas en sus establecimientos carcelarios. Por lo tanto, no es difícil imaginar las condiciones en que se ejecuta la pena de prisión. Durante el pasado mes de enero, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos había expresado su preocupación por el "terrible estado" de las cárceles brasileñas y urgió a las autoridades de este país a mejorar su sistema penitenciario, recomendando la reducción de la población reclusa y el cumplimiento de condiciones dignas de alojamiento. En este marco de máxima sensibilidad, merece destacarse un último dato oficial. Brasil posee un 30% de presos preventivos (provisorios). Argentina, en cambio, alcanza un porcentaje estimado por el propio organismo brasileño de un 50,3%  de presos sin condena.