Por Eduardo Luis Aguirre

El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos advierte, parafraseando a Carlos Marx, que un fantasma recorre América Latina. Ese fantasma es nada más y nada menos que la restauración conservadora en diversos países de la región, y esa irrupción -para muchos inesperada- obliga a Boa a tratar de entender cómo pudieron derrumbarse, como un castillo de naipes, las conquistas y derechos a los que, con sus más y sus menos, los pueblos del Continente habían accedido durante más de una década. Nos encontramos -postula- en un (nuevo) período de lucha defensivas.

Luchas destinadas paradójicamente a conservar. A preservar aquello que el neoliberalismo no ha logrado todavía destruir. Lejos de aquellas insurgencias que postulaban sustituir el estado burgués, las esperanzas de los pueblos parecerían ceñirse, en este horizonte oscuro de predominio del capital, a tratar de sostener, en las calles, en las universidades, en las fábricas, en las escuelas, en el campo, en la cultura y también en las epistemes, aquello que ha logrado mantenerse en pie después del asedio destructivo del neoliberalismo.

Manolo Monereo, el último gran teórico de la izquierda española, padre político de Pablo Iglesias (reconocido como tal por el propio referente de Podemos), destaca a su vez una condición intrínseca del neoliberalismo: su profunda vocación de continuidad y perpetuidad. Vale decir, nos encontramos frente a derechas que han llegado para quedarse y no escatiman en costos ni en escalas en materia de destitución y retrocesos sociales.

Tratemos de leer de manera conjunta ambas especulaciones. La del profesor portugués constituye una estupenda lectura retrospectiva de un pasado inmediato y contingente, por no decir efímero. La del militante nacido en la industriosa Jaén da cuenta de una connotación evidente: las derechas han demostrado que son capaces de hacer cualquier cosa para conservar el poder, incluso la elusión de los propios programas constitucionales pensados a la medida de las burguesías del mundo.

Ambas parecen, en principio, incontrovertibles. Dan cuenta de una tendencia que refleja la nueva relación de fuerzas mundiales instaurada durante los últimos treinta años.

No son las únicas que deberíamos recorrer, si queremos poner en tensión aquella definición que asegura que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del sistema capitalista.

Jorge Alemán impugna el determinismo teleológico de los relatos del marxismo dogmático y adscribe a la idea de que debemos prepararnos para una suerte de duelo de la palabra "revolución".

Giles Lipovetsky adhiere, desde una perspectiva posmoderna eurocéntrica, a la idea de que el individualismo exacerbado del tercer milenio abjura de las cruzadas colectivas y conduce a una sensación de soledad feroz, a la que considera uno de los dramas más profundos de las sociedades actuales.

La izquierda clásica no logra trascender el marco agitativo y sus consignas son previas, incluso, al colapso de las burocracias socialistas, acaecidas hace casi treinta años.

Este panorama -profundamente desalentador- parece cancelar las perspectivas  radicales de cambio social e, incluso, las exhibe como una especie de utopías regresivas capaces de augurar inexorables frustraciones y hasta eventuales masacres.

Ahora bien: ¿es esto necesariamente así? O, dicho de otra manera: ¿estamos seguros que el capitalismo en su fase neoliberal es capaz de obturar las cruzadas de liberación, los intentos emancipatorios, las utopías de transformaciones radicales que permitan que la mayoría rotunda de los pobladores de este planeta aspiren a vivir en un mundo más justo, construyendo formas de convivencias alternativas a un sistema que nadie se atreve seriamente a cuestionar en su naturaleza brutalmente inequitativa?

Observemos la experiencia de Bolivia y las calles rumorosas y multitudinarias de la Argentina, los indignados españoles y los audaces griegos caídos en absoluta desgracia, las victorias indiscutibles y sucesivas del chavismo en Venezuela, el amanecer de un nuevo espacio político en Colombia (cualquiera sea el resultado del balotaje), las luchas de los pueblos sin estado, de las mujeres, de los explotados y masacrados, la épica de Chiapas y la aparición de Melenchón y su Francia insumisa, recuerden la gesta de Occupy Wall Street, con Zizek incluido, asumamos la protesta social que emergen en todo el mundo contra la contaminación planetaria, las reivindicaciones de las minorías, cualquiera de ellas, las crisis de representación de las democracias delegativas, el profundo descrédito de la troika, la reivindicación de las culturas ancestrales como forma de enfrentar los credos culturales de los conquistadores, la indiscutible e inédita influencia de la iglesia en la construcción de nuevos documentos, mensajes y encíclicas que dan cuenta, justamente, de una reivindicación de los derechos de los desposeídos, el rechazo a las “intervenciones humanitarias” imperiales, las formas de articulación de nuevas gimnasias de solidaridad social, etcétera.

A la luz de estas evidencias, entonces ¿es correcto dar por sentada la victoria cultural, militar y económica de esta nueva y violenta forma de acumulación de capital?

¿O es que lo que el capitalismo ha logrado es, en realidad, sostener en base a la fuerza un descontento mundial sin precedentes? Que, como podemos observar, parte de la base de la consolidación de un sistema de control global punitivo asentado en el poder de las finanzas, de los grandes medios de comunicación del mundo, de los estados de policía, de la alianza militar más importante de la historia humana, de un sistema de colonización de las subjetividades sin precedentes y de la debilidad contingente de los pueblos al momento de anudar una alternativa unitaria y contrahegemónica. Pero eso no supone una victoria cultural, teórica y política. Mucho menos, una imposición definitiva. Eso implica, nada menos (pero tampoco nada más) que la instauración por la fuerza (y en la categoría fuerza incluyo a las democracias formales de baja intensidad, las “guerras contra el narcotráfico”, los golpes blandos y las primaveras diversas reproducidas a partir de la comprobación de la efectividad de OTPOR) de un orden mundial rapaz, una nueva forma de colonización que se abate sobre una humanidad que, quizás al contrario de lo que se piensa, sea mucho menos insumisa y pueda en algún momento confluir en puebladas emancipatorias contra el salvajismo y las masacres.