“La palabra constituye por lo tanto un desafío considerable. En primer lugar la de los sobrevivientes. Pero, más allá del testimonio de las víctimas, ¿podrá la sociedad reconstruirse sin que hablen todos, incluso los verdugos? Por ahora, la palabra de los genocidas está cautiva: tienen que salvar sus vidas, atenuar sus crímenes, proteger a sus familias. Ahora bien, “la memoria del verdugo forma parte de la memoria, estima José Kagabo, de origen ruandés, profesor en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Durante las plegarias dominicales se intenta una aseptización colectiva de los acontecimientos mediante el intercambio. El diálogo es el único medio para volver a tejer los lazos sociales, reconstruir las ganas de volver a vivir juntos. Simon Gasiberege, profesor de psicología en la UNR, organiza en las colinas encuentros entre verdugos y víctimas, para que unos y otros puedan expresar su sufrimiento. Es una empresa de largo aliento. Los hutus son estigmatizados, mientras que los miembros de esa etnia que se mostraron favorables a una Ruanda unitaria figuraron entre las primeras víctimas. Hay que ir hacia una justicia conciliadora, opina Gasiberege. Además, al confesar sus crímenes, los torturadores pueden reconocer el dolor del otro. Todo sufrimiento necesita ser reconocido[1].

     Hace 19 años, el 4 de mayo de 1994, Butros Ghali, por entonces Secretario General de las Naciones Unidas, utilizaba por primera vez el término “Genocidio” para describir lo que estaba ocurriendo en Ruanda. Más allá de las particularidades de la masacre, el genocidio ruandés se caracterizó por la influencia inédita de los medios de comunicación en la construcción de una otredad negativa, en la invención de un enemigo interno al que resultaba legítimo aniquilar.
       La posibilidad de instalar en gran parte de la sociedad  discursos, narrativas, prácticas y lógicas compatibles con la eliminación del “diferente”, y su aceptación, en sustancia, fue un requisito sine qua non para que se pudiera llevar adelante un plan sistemático de extermino de nacionales en su propio territorio.
      Algo parecido había ocurrido durante el genocidio perpetrado por la última dictadura cívico militar en la Argentina. Hago esta breve disquisición sobre las relaciones de la propaganda y el genocidio   absolutamente comprobadas en la Argentina, y que ha producido en Ruanda el primer episodio que se recuerde de participación comprobada judicialmente de “periodistas” y empresarios de  medios de comunicación en el aniquilamiento, por la curiosa analogía entre ambas situaciones. Más allá de la mayor o menor sutileza en el manejo del lenguaje, las metáforas o los mensajes, los niveles de participación y complicidad no parecen diferenciarse, en ambos casos, en lo sustancial.

El genocidio de Ruanda ocurrió en apenas cien aciagos días, entre el 6 de abril y el 17 de julio de 1994. La mayoría de los crímenes se perpetraron durante las primeras cinco semanas, y por supuesto los registros sobre los mismos varían y son inciertos[2].
Se sabe que entre 500.000 y 1.000.000 de tutsis fueron masacrados en tan poco tiempo, y que hubo cientos de miles de ataques sexuales de increíble crueldad, en lo que constituyó una de las características distintivas de la terrible masacre  silenciada[3].
La matanza exhibe, no obstante, otra particularidad que debe ser advertida inicialmente, por su importancia decisiva en el conflicto, cual es la conducta intencionadamente omisiva de las grandes potencias mundiales (en especial los otrora países coloniales y los Estados Unidos), el fracaso de la ONU y la fatídica participación activa francesa que terminó siendo una de las precondiciones que más certeramente ayudan a comprender el exterminio[4].
De hecho, actores internacionales indudablemente poderosos optaron por omitir el término “genocidio” para aludir a la cuestión de Ruanda, en un intento reiterado -como hemos visto- de negación de este tipo de delitos.
Fue así que a los representantes del Departamento de Estado solamente les estaba permitido hablar únicamente de “actos de genocidio”[5], como manera de desfigurar la verdad histórica, de la que sobraban las evidencias, e intentar  atenuar la responsabilidad política norteamericana por no intervenir en la crisis de los grandes lagos, seguramente en razón del altísimo costo político recientemente pagado por la misión estadounidense en Somalia durante la administración Clinton.
Este es otro ejemplo de una de las continuidades que caracterizan a los genocidios y que Rita Kuyumciyan explora refiriéndose al caso armenio: la negación[6]. “¿Un millón de muertos en cien días y el mundo no sabía nada? Desde la independencia, en 1962, todos los que se interesaban en Ruanda sabían que algo se estaba tramando. La indiferencia, la ceguera y los intereses de las grandes potencias se entramaron de tal modo que resultó imposible impedir uno de los genocidios más fulgurantes de la historia. A una década de los hechos, las autoridades ruandesas se esfuerzan por recomponer el país en un contexto regional complejo, mientras las potencias asumen tibiamente su responsabilidad”[7].
Si bien la ejecución propiamente dicha de las matanzas fue llamativamente vertiginosa, las condiciones políticas previas permitían prever una situación altamente conflictiva y violenta en el país.
En primer lugar, el legado del colonialismo, las rivalidades entre las propias potencias,  y el cambio en la relación de fuerzas internas entre los hutu y los tutsi, fueron elementos absolutamente visibles, al igual que las crecientes tensiones racistas que agravaban la convivencia entre ambos grupos.
Justamente, otra de las connotaciones que distinguieron al genocidio ruandés tuvo que ver con la cantidad de masacres previas, acaecidas durante largos treinta años, desde 1964 hasta 1994, y con la alternancia en la condición de atacantes y víctimas, siempre entre los mismos involucrados[8].
De hecho, los hutu más radicalizados llevaron a cabo una suerte de ensayo previo del genocidio, al aniquilar entre 1990 y 1993, en el noreste de Ruanda, a alrededor de 2000 tutsi, sin que esto llamara tampoco la atención.
De haberse atendido esta larga escalada de atrocidades con cíclicos cambios de roles, pero crecientes niveles de odio entre los dos grupos en pugna, la prevención del genocidio hubiera sido posible o, al menos, su saldo trágico se hubiera acotado.
Algo parecido a la culpa, no obstante, pareció ponerse de manifiesto en los líderes de algunos países con intereses directos en la región, una vez finalizado el martirio y conocidas sus verdaderas consecuencias por el resto del mundo: “Tratándose del genocidio, año tras año los sobrevivientes y el gobierno ruandés experimentan el sentimiento de haber logrado el reconocimiento internacional. Fue espectacular el pedido de perdón del primer ministro belga Guy Verhofstadt, en ocasión de la conmemoración del año 2000. De los países implicados en la historia del genocidio, sólo Francia se ha mostrado reservada”[9]. “El deliberadamente ruidoso recuerdo de las responsabilidades internacionales parece tener como finalidad última la reafirmación de la soberanía nacional; una manera de decir: “Después de lo que pasó, y vista la manera en que ustedes se comportaron, no pueden darnos lecciones de moral”. Se trata menos de culpabilizar que de postular la posibilidad de otro tipo de relaciones políticas con las antiguas potencias coloniales. Queda la dolorosa cuestión de la memoria, individual o colectiva, que evidentemente no puede resolverse ni mediante una puesta en escena oficial ni a corto plazo”[10].
En una conmemoración posterior del holocausto ruandés, llevada a cabo en el año 2003, el Presidente Kagame deploró el “nunca más” que la comunidad internacional había declarado desde la Shoah, mientras los ruandeses habían sido literalmente abandonados a su suerte en 1994, cuando no estimulados a iniciar o continuar el genocidio[11].
Estando presente en ese acto el Ministro belga de Relaciones Exteriores, el mandatario señaló en tono enérgico que Ruanda habría de hacer todos los esfuerzos para sancionar y combatir a aquellos que, desde adentro o desde afuera del país, quisieran retrotraerlo a una situación de violencia análoga a la que conmemoraban en ese momento y que, en el país de los grandes lagos, el nunca más debería traducirse en hechos. Kagame ganó las siguientes elecciones con el 95% de los votos[12]: “El deliberadamente ruidoso recuerdo de las responsabilidades internacionales parece tener como finalidad última la reafirmación de la soberanía nacional; una manera de decir: “Después de lo que pasó, y vista la manera en que ustedes se comportaron, no pueden darnos lecciones de moral”. Se trata menos de culpabilizar que de postular la posibilidad de otro tipo de relaciones políticas con las antiguas potencias coloniales. Queda la dolorosa cuestión de la memoria, individual o colectiva, que evidentemente no puede resolverse ni mediante una puesta en escena oficial ni a corto plazo”[13].
En rigor, el genocidio ruandés fue también -y he aquí otra de sus singularidades- una suerte de “tierra de nadie” en materia de la escasísima atención que le prestaron las grandes cadenas empresariales del periodismo mundial.
Los sucesos, en general, fueron aludidos caprichosamente como “luchas interétnicas” o “guerras tribales”, tan ininteligibles para el gran público como para los propios analistas, los corresponsales y los enviados especiales, en una práctica que roza los niveles de complicidad, y que se reitera en todos aquellos acontecimientos históricos respecto de los cuales al imperio le interesa que se conozca poco y, generalmente, de manera fragmentaria y sesgada, en una típica actitud etnocéntrica que ya ni siquiera causa asombro ni genera mayores cuestionamientos[14]: “En México, un amigo mío trabajaba para las cadenas de televisión estadounidenses. Me lo encontré en la calle, filmando unos enfrentamientos entre los estudiantes y la policía. “¿Qué pasa, John?”, le pregunté. “No tengo ni la menor idea”, me contestó sin dejar de filmar. “Yo sólo registro, me conformo con captar imágenes; después las mando al canal que hace lo que quiere con este material”. La ignorancia de los enviados especiales sobre los acontecimientos que deben describir es a veces pasmosa. En ocasión de las huelgas de Gdansk de agosto de 1981, donde nació el sindicato Solidaridad, la mitad de los periodistas extranjeros que fueron a Polonia a cubrir el incidente no sabían situar a Gdansk (ex Danzig) en el mapamundi. Sabían todavía menos sobre Ruanda, en tiempos de las matanzas de 1994. La mayoría de ellos ponían por primera vez un pie en el continente africano y habían desembarcado directamente en el aeropuerto de Kigali, en aviones fletados por la ONU, sabiendo apenas dónde se encontraban. Casi todos ignoraban las causas y las razones del conflicto”[15].
Ahora bien, para entender cuáles fueron las verdaderas causas y razones del conflicto, hay que atender a factores que vienen desde el fondo de la historia de estos pueblos. La forma absolutamente arbitraria como las potencias coloniales dividieron artificiosamente los territorios africanos, disciplinando por la fuerza una convivencia forzada entre grupos que tenían viejos antagonismos, no puede obviarse al momento de realizar una primera mirada sobre el tema.
Los hutus (a quienes se llamaba “los bajos”, como una desmañada manera de acentuación de diferencias raciales dudosas) era la “etnia” mayoritaria en la región (alrededor del 84% de los habitantes ruandeses), mientras los tutsis (denominados “los altos”) componían alrededor de un 15% de la población[16].
En este sentido, a diferencia de lo ocurrido en otros genocidios, en el caso de Ruanda ambos grupos tenían una cultura común, hablaban la misma lengua, profesaban la misma religión católica[17] (a cuya jerarquía se atribuye, también en este caso, un rol lamentable de profundización y agudización de las contradicciones), conservaban las mismas costumbres y organización social[18].
Tal como fuera observado por especialistas, otro de los rasgos salientes de la cuestión ruandesa era que los agresores y las víctimas pertenecían, en realidad (y prescindiendo de la exaltación inconsistente de supuestas diferencias que estalló cuando el conflicto era inevitable), al mismo grupo etnocultural[19].
Los enfrentamientos se hicieron particularmente más violentos a partir de la descolonización belga en 1962, oportunidad en que una multitud de tutsis debieron huir a Uganda perseguidos por los hutus, que intentaban vengar una situación de sometimiento que habían padecido por años durante la monarquía feudal de aquellos, que en la práctica habían conformado una estructura y relaciones sociales de predominio sobre la mayoría hutu (compuesta por más de siete millones de personas)[20].
Aparentemente, entre esos miles de refugiados estaban los que, siendo por entonces niños, volverían treinta años después -ahora anglófonos y, por lo tanto, fuertemente incorporados a la cultura anglosajona-, en 1990, a intentar exitosamente recuperar la primacía perdida, integrando el Frente Patriótico de Ruanda (FPR), que se trabaría en feroz lucha con el gobierno de la mayoría hutu, ayudado económica, logística y militarmente por el gobierno socialista de Miterrand, que inclusive había entrenado a sus tropas.
Según algunos analistas, el papel que cumplió Francia durante el conflicto fue la precondición indispensable para el estallido del genocidio. Una vez producida la invasión del país en octubre de 1990, los tutsis del FPR y el Gobierno del presidente hutu, Juvenal Habyalimana, protagonizaron tres años de permanente tensión que culminaron con los acuerdos de paz de Atusha, formalizados en 1993[21].
Paradójicamente, el colapso de los acuerdos, destinados a lograr un poder compartido en una proyectada democracia multipartidaria, desató las más violentas pulsiones de muerte y fue entonces cuando el ejército hutu decidió apelar a lo que denominó “opción cero”, que no era otra cosa que el aniquilamiento de los tutsis[22].
Los sectores más radicalizados de los hutu temieron que los acuerdos  significaran el principio de la restitución de la monarquía tutsi, y se lanzaron a resolver el conflicto mediante una campaña de exterminio generalizada[23]: “En agosto de 1993, bajo presión de los prestamistas internacionales, se firmaron acuerdos de paz en Arusha, Tanzania. Estos acuerdos preveían la instalación de un gobierno de transición, en el que estaría representado el FPR junto a la oposición política, con la garantía de una fuerza de paz de la ONU. En ese momento sólo los diplomáticos extranjeros se mostraban optimistas. Tanto que los países miembros del Consejo de Seguridad pensaron que era suficiente dotar a Ruanda de un destacamento de 2.548 hombres (en lugar de los 4.500 que reclamaba el comandante de la Misión de Naciones Unidas en Ruanda (MINUAR), el general canadiense Romeo Dallaire) y limitaron su acción al capítulo VI de la Carta de Naciones Unidas, que prohíbe recurrir a la fuerza. Es cierto que Ruanda, pobre y aparentemente desprovista de interés estratégico, sufrió el contragolpe de la derrota de Estados Unidos en Somalia unos meses antes, y también que nadie, aparte de los belgas y los franceses, deseaba comprometerse realmente”[24].
Durante la noche del 6 al 7 de abril de 1994 se desató formalmente la masacre. El avión en el que viajaba el presidente de Ruanda y su par de Burundi fue derribado y el incidente que costó la vida de ambos mandatarios aceleró las operaciones de asesinatos de tutsis y hutus moderados que se resistían a sumarse a las fuerzas agresoras[25].
El presidente Habyarimana, de fuertes lazos con su par francés Francois Miterrand,  había evolucionado definitivamente hacia una postura intransigente, al punto de llegar a liderar junto a su esposa y otros referentes políticos el misterioso comando akazu (pequeña casa),  conformado por grupos de elite decididos a llevar a cabo el genocidio por todos los medios[26]. Dos días después del atentado, se formó un nuevo gobierno interino que contaba con el apoyo de oficiales del ejército de Ruanda y agrupaba a los sectores extremistas hutus[27].
El akazu y otros sectores radicalizados del nacionalismo hutu, entre la que es dable destacar por su ferocidad a la CDR (Coalición para la Defensa de la República) hicieron especial hincapié en el fortalecimiento de la propaganda y la instigación al aniquilamiento de los tutsis, para lo que utilizaron, básicamente, tres medios de comunicación hegemónicos: a) la radiodifusora estatal Ruanda; b) la difusora privada RTLM (Radio Televisión Libre del Milles Colines); c) la revista Kangura[28] .
La difusión de la propaganda antitutsi fue feroz y alcanzó ribetes increíbles de agresividad y racismo. Además de instalar el miedo respecto de una supuesta campaña militar de los altos, que eran denigrados con apelativos tan insultantes como “cucarachas” o “raza de víboras”, estimulaba el odio hacia este grupo minoritario[29].
Esas manifestaciones claramente racistas fueron condenadas por la Comisión Internacional de Juristas, a la vez que diputados belgas advirtieron sobre los contenidos hitlerianos de la revista kangura[30].
Estas operaciones psicológicas preparaban el terreno para el ataque, mientras se iba consiguiendo la aceptación y el apoyo de profesionales, docentes, líderes religiosos e intendentes. Los futuros participantes en las misiones de exterminio, recibían un constante repiqueteo ideológico que debe ser contextualizado previamente para poder alcanzar una dimensión de su influencia.
En regiones como África, y particularmente en la zona de los grandes lagos,  no resulta correcto extrapolar conceptos como los de la “sociedad de la información y el conocimiento” o la sociedad de medios. La mayoría de la gente no accede a la televisión en sus hogares, y si lo hacen la oferta de las programaciones es limitada; muchas emisoras de radio funcionan pocas horas al día; los periódicos son escasos y la Internet no está al alcance de la mayoría de la gente, en un país donde el 60% de sus habitantes se encuentra bajo la línea de pobreza.
En ese marco de referencia hay que valorizar la influencia de los medios de comunicación en poder de los hutu, y la penetración ideológica que los mismos son capaces de causar en la población. Los aparatos ideológicos del Estado, quizás en este caso más claramente que en ningún otro, intentaban  reproducir un sistema de creencias y formas de relacionamiento social propias, y destruir definitivamente aquel que consideraban establecido en un pasado por un grupo opresor, al que debían aniquilar para reorganizar una nueva sociedad sin su presencia.
La catástrofe sobrevino con un grado de inclemencia inconcebible. A la impresionante cantidad de asesinatos producidos con machetes, ejecuciones y torturas, se sumaron operaciones de inanición de decenas de miles de personas que fueron hambreadas deliberadamente hasta morir, entre 250.000 y 500.000 violaciones, reiteradas tantas veces hasta que las víctimas  murieran , o con el objetivo explícito de transmitirles enfermedades incurables, mutilarlas horriblemente o enterrarlas finalmente en fosas comunes[31].
El genocidio de Ruanda reconoció -como describe Feierstein- los habituales momentos de una primera construcción negativa de la otredad, adjudicando a los enemigos la condición de portadores de todos los males (raciales, culturales, físicos); una segunda fase de hostigamiento, que en el caso de Ruanda se confunde con ejercicios preparatorios que incluyeron multitudinarias matanzas; luego un aislamiento de las futuras víctimas que no pudieran huir a tiempo o prever la magnitud del ataque que se urdía; un cuarto momento de resquebrajamiento sistemático, físico y psíquico, deteriorando las condiciones de existencia antagónica; luego, el aniquilamiento material y, finalmente, la “realización simbólica” de las prácticas genocidas; esto es, lo que concierne a los modos de representar y narrar la materialidad de la experiencia[32].
Me permitiría agregar a estas etapas, un último momento adicional: aquel que en criminología se denomina  “técnicas de neutralización” (el único tramo en que no participó la prensa adicta a la masacre), donde el negacionismo es uno de los elementos que, si bien no agota el entramado de excusas posibles por parte de los perpetradores para encubrir este tipo de delitos, resulta fundamental en toda ideología genocida, porque intenta hacer desaparecer a las víctimas o negar su existencia[33].
Cuando nos planteábamos cuáles eran las explicaciones que podían encontrarse a las conductas de los genocidas argentinos, de alguna manera arribábamos a conclusiones donde ya se implicaba el aprendizaje de las mencionadas técnicas de neutralización.
Cuando un individuo comete un delito -cualquiera de ellos, y sobre todo cuando se trata de las más graves afrentas, como en estos casos- puede que no solamente se acoja a un valor normativo distinto de la cultura dominante o de los estándares de convivencia socialmente aceptados, sino que  el infractor  participe de la idea de que un determinado problema o necesidad puede ser superado a través de la ofensa.
En este único caso, la persona -no obstante haberse socializado con arreglo a determinados valores- acepta que en determinados contextos de excepción es posible vulnerar esos códigos apelando a dichas técnicas de neutralización, acaso únicamente en determinadas situaciones, o solo con respecto a ciertos delitos, o con relación a determinadas víctimas. Pero, en definitiva, lo acepta[34].
La emergencia, la excepción como construcción alternativa del Imperio, es un dato objetivo que no solamente sirve para justificar la guerra, sino también los delitos que en ella se cometen, como ya hemos visto.
Según Larrauri-Cid, las técnicas de neutralización consisten, generalmente, en:  a) negar la responsabilidad en el o los hechos delictivos; b) negar la existencia de un daño producido por la ofensa; c) negar la existencia de una víctima, o, en este caso, de un determinado número de víctimas; d) condenar a los que te juzgan; y  e) apelar a lealtades superiores[35].
Si analizamos, en líneas generales, las justificaciones de los perpetradores posteriores a los genocidios, veremos que estas explicaciones se repiten como regularidades de hecho, en un continuo de argumentaciones que admiten una matriz común.
En la experiencia argentina, estas técnicas se expresaron en la “obediencia debida”,  la “campaña antiargentina”, el cuestionamiento del número de víctimas o desaparecidos, la idea de “guerra antisubversiva”, el agradecimiento de que deberían haber sido objeto los genocidas, trocado groseramente por la “ingratitud social y política”[36], o la “farsa” de los juicios llevados a cabo por los que “perdieron la guerra” en el campo militar.
Como se observa, si bien existe un negacionismo, en las retóricas genocidas aparece mucho más que eso. Irrupe un comportamiento que es explicable con arreglo a las teorías criminológicas. Una conducta que comprende las excusas de cualquier criminal. Una forma legitimante de leer las conductas delictivas, por parte de los propios delincuentes[37].
Si se revisa el comportamiento ulterior de los más encumbrados jefes del ejército de Ruanda, que tuvo una participación preponderante en el aniquilamiento, observará que generalmente se amparan en lo que para ellos es tan sólo “una campaña para empañar la imagen de Ruanda”[38], una técnica de neutralización y negación muy similar a la que intentaron los genocidas argentinos y algunos jerarcas nazis.
Si analizamos las declaraciones de los principales operadores propagandísticos del régimen, dueños de medios de comunicación o comunicadores destinados a profundizar el odio racial hacia las víctimas,  veremos que los acusados, en su defensa, argumentaron desconocer la fuerza de las palabras pronunciadas en los medios de comunicación, llegando incluso a afirmar, como en el caso de Jean Bosco Barayagwiza, que nunca tuvo conciencia de ello. Si fuera necesario, habría que recordar la elocuencia de algunos de los “códigos de muerte” repetidos hasta el cansancio durante meses: “Hay que derribar más árboles, aún no hemos derribado suficientes” o “las cucarachas deben morir”[39].



[1]  Robert, Anne-Cécile: “Convivir con el genocidio”, Le Monde Diplomatique (el dipló), Número 13, Julio de 2000, pp. 30 y 31.
[2] Straus, Scott: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios sobre Genocidio”, Volumen 3, Eduntref, noviembre de 2009, p. 9.
[3] Straus, Scott: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios sobre Genocidio”, Volumen 3, Eduntref, noviembre de 2009, p. 9
[4]  Braeckman, Colette: “A 10 años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.
[5]  Straus, Scout: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios sobre genocidio”, Editorial Eduntref, Volumen 3, noviembre de 2009, p. 18.
[6] “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires,  2009, pp. 161 y ss.
[7] Braeckman, Colette: “A 10 años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.
[8] Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 110.
[9] Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23.

[10]  Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23.
[11] Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23. Era esperabele. En la dinámica colonial, los recursos de los países oprimidos condicionan las acciones de las metrópolis. Agotados éstos o superados por nuevas lógicas del mercado internacional, a las víctimas sólo les espera el olvido y el abandono. O, lo que es peor, el genocidio.
[12]http://www.elpais.com/articulo/internacional/tutsi/Kagame/gana/elecciones/Ruanda/95/votos/elpepiint/20030827elpepiint_20/Tes
[13] Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 22 y 23. Es que la responsabilidad belga y de las demás potencias coloniales no podía ser más nítida en la tragedia ruandesa. Es obvio que nada podía esperarse de las mismas, y mucho menos postulaciones éticas o recetas políticas, institucionales, económicas o jurídicas para salir de semejante crisis provocada.
[14] Kapuscinski, Ryszard: “¿Acaso los medios reflejan la realidad del mundo?”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 3, Septiembre de 1999, pp. 26 y 27.
[15]  Kapuscinski, Ryszard: “¿Acaso los medios reflejan la realidad del mundo?”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 3, Septiembre de 1999, pp. 26 y 27.
[16] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 112.
[17]  De hecho, el sacerdote Emmanuel Rukundo fue condenado a 25 años de cárcel por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) al encontrarlo culpable de agresiones sexuales y genocidio: “Los actos de Rukundo formaron parte del genocidio. Mientras cometía estos crímenes, tenía la intención de destruir [...] el grupo étnico tutsi”, conforme da cuenta el Diario “El País”, de Madrid, en su edición del 27 de febrero de 2009.
[18] Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 109.
[19] Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 109.
[20] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos” Ed. Ediar, 2011, p. 426.
[21] Alvarado, Ester: “Ruanda, la historia real”, edición del diario El Mundo de Madrid, del 23 de Febrero de 2005.
[22] Esta minoría, “que en 1994, representaba el 15% de la población, con 1.250.000 personas, en 1994 quedó reducida a 300.000 después de la masacre”, señala Zaffaroni en “La Palabara de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 426.
[23] Braeckman, Colette: “A diez años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.
[24] Braeckman, Colette “A diez años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.

[25] Alvarado, Ester: “Ruanda, la historia real”, edición del diario El Mundo de Madrid, del 23 de Febrero de 2005.
[26] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 118.
[27] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115.
[28] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115. La Radio Televisión Libre del Milles Collines, una de las emisoras con más audiencia del país, transmitió entre 1993 y 1994 una prédica sistemática antitutsi, promoviendo la diferenciación y el odio racial, utilizando música de Zaire y programas con una dialéctica claramente racista, llamando a la población hutu a "erradicar la invasión asesina de los tutsis", a quienes descalificaba llamándolos "parásitos” y “cucarachas”.
[29] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115.
[30]  Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115. La revista Kangura se refería a  los Tutsis como una amenaza "chupasangre", como enemigos deshonestos y perversos y se alentaba a los hutus a armarse  para matarlos.
[31] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, pp. 116 y 117.
[32]  Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 216 a 239.
[33] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 458.
[34] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 453.
[35]  Larrauri, Elena - Cid Moliné, José: “Teorías criminológicas”, Editorial Bosch, Barcelona, 2001, p. 104.
[36] “Documento Final de la Junta Militar”, del 28 de abril de 1983, citado por Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 264.
[37] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 453.
[38]  Declaraciones efectuadas a la agencia AFP, por parte del portavoz del ejército ruandés, el mayor Hill Rutaremara, publicadas por el diario Página 12, de Buenos Aires, en su edición de 10 de febrero de 2008: “Madrid comenzó a juzgar los genocidios de Ruanda y Guatemala”.
[39]  “En Ruanda las palabras y los medios funcionaron como potentes misiles”, publicado en la edición del 13 de mayo de 2010 de “Correo del Orinoco”, disponible en http://www.correodelorinoco.gob.ve/tema-dia/ruanda-palabras-y-medios-funcionaron-como-potentes-misiles/ . Ver también Zaffaroni, Eugenio Raúl: “Las palabras de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 427.