Por Eduardo Luis Aguirre

"La venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón" retrataba Jorge Luis Borges en Episodio del enemigo. La misma y exquisita lógica utiliza en Caín y Abel: "A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.



Abel contestó:

—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.

—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:

—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa”.

Impecable. Se trata de un asomo, apenas, de una cosmovisión borgeana, originalmente provocativa, donde el perdón cede frente al culto inesperado de la barbarie. La barbarie en Borges asume la condición de virtud (aunque nuestros prejuicios quizás lo hayan situado a priori del lado de la "civilización"). De una virtud que es, además, viril. De hecho, sostiene, la virtud encuentra su matriz etimológica en la virilidad. Caín y Abel es complementado magistral, perfectamente, en una de las cuatro conferencias inéditas que Borges impartiera en 1965 sobre el tango. Dice allí, en lo que aquí nos importa: “Creo haber hablado de la primera (de las anécdotas que va a contar), la historia atroz de aquel hermano mayor que mata al menor, porque el otro ha cometido el desacato de deber más muertes que él. Además, habría como una operación mágica en ese hecho, porque el hermano mayor, Juan Ibarra, al matar al menor, el Nato Ibarra, se agregaría, digámoslo así, los fantasmas de los muertos del otro” (Borges y el tango, p. 102). Entre Caín y Abel y los Ibarra, todos infaustos, recupera Borges una forma de dirimir las controversias que una época y un contexto naturalizan. Se trata de una guerra de tintes caballerescos, cuerpo a cuerpo, cuchillera, desatada entre taitas, guapos, compadritos, compadrones y patoteros, todos personajes que el autor discrimina y diferencia pulcra, maravillosamente. Una lucha cotidiana entre hombres, exclusivamente entre ellos.Entonces, y a a pesar del rol fundamental que en la obra de Borges asumen algunas mujeres icónicas (La Lujanera, Emma Zunz), el valor de la virtud, la virtud del valor, termina siendo una cosa de hombres. De hombres valientes que se matan a cuchillo en la Buenos Aires de entre siglos.

El puñal en Borges ilustra una época, contextualiza una ciudad inimaginable, delinea una escala de valores donde la valentía acecha a la bondad, la fidelidad y la honradez. En Borges no hay buenos; por el contrario, irrumpe siempre en escena una oda canyengue a la infidelidad y la pequeña ciudad está llena de hombres y mujeres de los bajos fondos, cuchilleros, proxenetas, asesinos y hasta insurgentes. "Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre" (El Puñal).

Subraya el escritor en "Andrés Armoa": "No tiene catre. Duerme sobre el recado y no sabe qué cosa es la pesadilla. Tiene la conciencia tranquila. Se ha limitado a cumplir órdenes. Goza de la confianza de sus jefes. Es el degollador. Ha perdido la cuenta de las veces que ha visto el alba en el desierto. Ha perdido la cuenta de las gargantas, pero no olvidará la primera y los visajes que hizo el pampa". El cuchillo, la guerra, el duelo, la pelea, los entreveros, la violencia como estilo, la barbarie como monotonía (Biografía de Tadeo Isidoro Ruiz). Todo eso describe Borges. En El hombre de la esquina Rosada, en El Muerto y en la épica Mortal de Juan Dahlmann en "El sur". El Sur, esta vez, con minúscula. Porque Borges exhibe también un Sur mayúsculo, un universo, un horizonte que mancomunaba a la sociedad porteña de principios del siglo pasado.

Ese universo lo roza Borges cuando cita a Silvia Valdés, quien asegura que a través del tango se siente “la dureza viva del arrabal, como a través de una vaina de seda la hoja del puñal” (Borges y el tango, p. 123). Un Sur al cual todos pertenecen. Poco y nada se registra más allá de ese Sur. Todos son del Sur. El centro de Buenos Aires, incluso, es concebido como parte de esa situación austral. Allí palpita esa violencia íntima, dramática, impresionante. Allí se gesta, embrionariamente, una criminología de Buenos Aires desconocida. Subterránea, inédita, silente, paradójicamente -tratándose de Borges-  laberíntica. La que Carlos Elbert recupera y completa en su libro “Laberintos y cerrojos”, que narra en dimensión histórica y sociológica la vida de Cayetano Santos Godino, mientras el singular Angel Villoldo encarna la primera versión evolutiva del tango que reseña Borges. Elbert evoca las letras peculiares de los tangos de Villoldo (un emblema de la época, y no solamente por su popularidad como músico), cuando el tango -según Borges "todavía no era triste", y además detalla "la cantidad de peringundines y prostíbulos de los alrededores. La zona está llena de putas y compadritos, como el famoso Cachafaz, gente que domina la calle y que arregla sus problemas a la vista de todos. “Más de una vez —comenta alguien— se encuentran cadáveres tirados en la calle, o tipos que parecen muertos y en realidad están borrachos durmiendo la mona”. El escenario conmovedor que el ciminólogo describe guarda una llamativa analogía con las maravillosas semblanzas que aparecen en los cuentos y poemas de Borges. El Cachafaz y Jacinto Chiclana, aquel personaje a quien Borges dedicara sus versos inmortales  concebidos para una miloga, bien pueden ser la síntesis de una criminología suburbana, ya cosmopolita, parecida, como siempre, a la guerra. En la que aparecen el nombre, la esquina, el cuchillo, la épica, el temple y la violencia. Donde, en apariencia (y también en las creencias populares), la barbarie -y el coraje- siempre son mejores. Mejores que la ley y que el derecho escrito.

Nadie con paso más firme
Habrá pisado la tierra.
Nadie habrá habido como él
En el amor y en la guerra.
Sobre la huerta y el patio
Las torres de balvanera
Y aquella muerte casual
En una esquina cualquiera.

Sólo dios puede saber
La laya fiel de aquel hombre.
Señores, yo estoy cantando
Lo que se cifra en el nombre.
Siempre el coraje es mejor.
La esperanza nunca es vana.
Vaya, pues, esta milonga
Para Jacinto Chiclana.

(Jorge Luis Borges).