Resulta muy difícil escindir las conflictividades que caracterizan a las sociedades del tercer milenio del estado de excepción que imponen el nuevo modelo de acumulación del capital y un sistema de control global punitivo en cuyo interior se saldan las guerras contemporáneas.



Hace algunos años, a principios de siglo, advertíamos que el abordaje que las agencias estatales han hecho respecto de la "inseguridad" en Latinoamérica, y muy especialmente en la Argentina, importa, en sustancia, un reduccionismo que parte, en casi todos los casos, de asimilar la inseguridad a la criminalidad convencional. Esta particular e intencionada simplificación, pone el acento solamente en uno de los aspectos desde los que, epistemológicamente, podría evocrse la relación seguridad/inseguridad: la que se circunscribe al "miedo al otro", que se acota a la mera posibilidad de ser víctima de un delito y se sostiene en base a un imaginario colectivo construido en base la idea de que la sociedad está habitada por una multitud de sujetos peligrosos y desalmados, contra los que hay que acometer incluso "antes que nada ocurra"[1]. Y que deben, en consecuencia, ser suprimidos por la fuerza del paisaje social.

En un intento de actualización conceptual, voy a insistir, ahora, en las categorías de otredad, exterioridad (Lèvinas) y “miedo al delito” de calle o de subsistencia, perpetrado por aquellos “diferentes” que ganan poco a poco la cotidianeidad urbana, a los cuales hay que disciplinar, vigilar, controlar y, llegado el caso, eliminar.

La contradicción enteramente vigente entre países opresores y países oprimidos o entre bloques dominantes y bloques subalternos, abolidas pretorianamente por las nuevas gramáticas del mundo unipolar consensualista -como todos los grandes relatos- siguen constituyendo, a mi entender, coordenadas fundamentales para empezar a comprender y explicar la conflictividad que se produce dentro de los modernos procesos de dominación y destitución social, sobre todo en nuestra región, la más desigual del planeta.

Por eso es que, como proveedores de significados, los juristas no podemos sustraernos al desafío de su utilización, sobre todo en lo concerniente a los avances en la catalogación del miedo como nueva forma de control social y la supuesta confirmación de la aparición de nuevos “bárbaros” (en la acepción de Zvetan Todorov) que expanden el terror y la muerte entre los habitantes pacíficos. Esta mirada desvalorizada y prejuiciosa de los “otros”, de los infractores, del “delito” y de la “inseguridad”, en definitiva, no solamente configura un yerro analítico, sino que legitima un novedoso estado de excepción que se nutre de contenidos ideológicos precisos y es uno de los productos culturales hegemónicos de la nueva relación de fuerzas sociales imperante. Que –debemos decirlo- es necesario remover imperiosamente porque la imposición de esa prédica deriva en la utilización o manipulación del miedo al otro como elemento de dominación, control social y pretexto para las nuevas guerras de cuarta generación[2].

Por un lado, el miedo al delito puede entenderse como la percepción subjetiva de las probabilidades – reales o no- de convertirse en víctima de algún ilegalismo. Por el otro, esos mismos temores importan una expresión sintética de otros miedos de mucha más dificultosa identificación y caracterización. Son éstos miedos humanos, ancestrales, existenciales, donde la muerte configura una especie de vórtice irrebatible que tiende sistemáticamente a ser eludida como principio y fin de todos los temores, justamente por su indocilidad e irreversibilidad. Esto es en realidad lo que subyace a la construcción fragmentaria y direccionada del “miedo al otro” -extraño, extranjero, distinto- como única forma de coexistencia militante frente a lo sobrecogedor e insondable de la vida y de la muerte para las nuevas subjetividades construidas por el neoliberalismo rampante. Es la actualización en clave de modernidad tardía de los miedos cósmicos antiguos, de los miedos religiosos del medioevo, del miedo moderno a la política, al Leviatán. “Al tiempo que se insiste en que podemos conseguir cualquier cosa que anhelemos, la inseguridad endémica es el único logro no perecedero. Los efectos del debilitamiento de la seguridad, la certeza y la protección son notablemente similares, y nunca resulta claro si el miedo generalizado deriva de una insuficiente seguridad, de la ausencia de certeza o de la desprotección. La angustia es inespecífica y el miedo resultante puede atribuirse a causas erróneas y realizar acciones inútiles para resolver el problema de fondo. Se tiende a la agresividad, y se buscan chivos expiatorios, porque la desconfianza es corrosiva y la identidad del yo transitoria, cambiante”[3]. El delito, y muy especialmente las estrategias estatales que se diseñan para contenerlo, pasan a configurar una nueva forma de articulación y organización de la vida cotidiana. El miedo al delito, como un fetiche transmoderno, se ha inscripto como un insumo básico en las agendas políticas regionales. “Gobernar desde el delito” implica actualmente una tentación irrefrenable, que tanto permite ganar elecciones, controlar y dominar a los vulnerables, como degradar permanentemente el maltrecho catálogo de libertades y garantías decimonónicas y la convivencia armónica y medianamente civilizada, que es sustituida paulatinamente por una concepción bélica de la enemistad, la intolerancia y la cultura concentracionaria. Peor aún, y por el contrario, conscientes de los réditos que en términos políticos  depara la “lucha contra el delito”, las discusiones de las campañas y las acciones durante las gestiones se vinculan inexorablemente a la puesta en escena de gestualidades y gramáticas tan ampulosas y demagógicas como inocuas e inservibles, y a prácticas militarizadas, segregativas y violentas, casi siempre criminales. “Gobernar a través del delito”[4], además de resultar una degradación de la propia democracia, importa la imposición de campañas y retóricas que ponen de manifiesto el agotamiento y los límites objetivos de las nuevas sociedades “bulímicas” del capital[5]. Es importante destacar además un dato comparativo y por cierto revelador de la indigencia teórica de estas prácticas y ejercicios propagandísticos. Digamos que mientras el “miedo al delito” ocupa desde hace un cuarto de siglo el centro de la agenda social en la Argentina, la edición 2002 de la Encuesta de Seguridad Pública de Cataluña señalaba las diferentes formas que la inseguridad asume para los habitantes de esa región, advirtiéndose allí que la criminalidad convencional en modo alguno excluye ni desplaza la preocupación ciudadana por otras incertidumbres tanto o más relevantes, como la pérdida del empleo, de la vivienda, de la seguridad social, o factores mucho más sensibles al conjunto social como el envenenamiento de aguas, la desertificación y demás daños ambientales, realidades éstas que en modo alguno nos son ajenas. Esta misma encuesta revela, además, que una mayoría abrumadora de ciudadanos de Cataluña intuye, paradójicamente, que el incremento de los delincuentes en prisión aumentará sus problemas y su inseguridad, al igual que la instalación de cárceles cercanas a sus lugares de residencia[6]. Más aún: tampoco parece del todo cierto que el reclamo de mayor seguridad a costa de menos libertades configure un clamor del todo unánime, como se pretende hacer creer, sin una problematización o indagación previa medianamente consistente. Una investigación del profesor César Manzanos Bilbao[7] en Euskadi, da cuenta de la escasa confianza de la gente en las agencias de control del delito, particularmente en la cárcel y en la imposición de penas más duras, donde la búsqueda de alternativas a la pena de prisión constituye la respuesta mayoritaria de los entrevistados. Este trabajo debe completarse con mi investigación, efectuada sobre las percepciones e intuiciones de la agencia policial en la Provincia de La Pampa (disponible en http://www.derechoareplica.org/index.php/derecho/182-investigaciones-y-evaluaciones-2013). Ambas dan la pauta de que es posible contrarrestar la pretendida hegemonía de los discursos draconianos sustentados en un sistema de creencias que remite en apariencia, o en un primer análisis, a la punición. Una segunda instancia, más reflexiva, en un contexto de exploración etnográfica acorde, con una simbología y un marco diferentes, nos devuelve, al parecer, respuestas hasta ahora impensadas. En el estudio de Manzanos, la gente descree de la cárcel, de las penas más severas y aboga por respuestas superadoras de la mera violencia estatal. En las conclusiones de mi trabajo, la propia policía (más del 70% de los entrevistados), concibe a las políticas públicas de seguridad como meras improvisaciones destinadas a visibilizarse ante la población y hacer ver socialmente que “se está haciendo algo contra el delito”. Las encuestas de victimización llevadas a cabo en el año 2004, revelaron que en algunos barrios de Santa Rosa, solamente el 16% de las personas habían sido víctimas de un delito a lo largo de su vida, y sin embargo, al momento de ser indagadas sobre las principales necesidades del propio barrio, la “seguridad” trepaba al primer lugar de las demandas, con el 50% de las respuestas, reproduciendo la enorme brecha entre la seguridad objetiva y el miedo al delito, en una provincia donde los indicadores de homicidios dolosos cada cien mil habitantes se acercan desde hace muchos años a los de Europa occidental. Es decir, la vapuleada e imprecisa noción de “sensación de inseguridad” constituye una intuición fuertemente mediatizada y autonomizada del riesgo objetivo de victimización de los ciudadanos. Es menester entonces dar en la Argentina una discusión sostenida desde la sociedad y el Estado, reivindicando la amplitud del concepto de seguridad humana, que es central justamente en el marco de una sociedad que, como pocas, ha sufrido las inseguridades que el capitalismo tardío marginal depara. La convalidación de una percepción reaccionaria de la “inseguridad” únicamente se comprende a partir de una declinación en el plano discursivo, cooptado y rellenado a su imagen y conveniencia por los sectores más conservadores de la sociedad, que además se escudan en el “cumplimiento de la ley” como forma de disciplinamiento ritual. Es que las nuevas formas de dominación obligan a ocultar la verdadera ideología de sus mentores y ejecutores políticos. Así, por ejemplo, valores tales como la “democracia”, la “legalidad”, la “familia”, la “autoridad” y el “orden” son patrimonio casi exclusivo de lo peor de la derecha argentina, justamente porque se ha dejado de lado la discusión sobre el contenido conceptual de esas apelaciones. Las experiencias políticas en los estados convenientemente debilitados, en los que la “lucha contra el delito” se vuelve indispensable para la legitimación de los mismos, demuestran que estas irrupciones conducen a regímenes autoritarios y policíacos, que conservan las formas extrínsecas aparentes de la democracia, pero al mismo tiempo habilitan las políticas “de mercado”, el espionaje y la persecución interna[8]. No tanto el orden como el mítico retorno a un orden inexistente, no tanto la autoridad como la vulgar vocación de la erradicación social de los diferentes, constituyen los insumos que tienden a exacerbar y resignificar en clave conservadora, a los “nuevos” miedos como articuladores de la vida cotidiana. Los discursos políticos desbordan de lugares comunes, apelaciones tan enfáticas como inconsistentes respecto de la “lucha” que a diario se inaugura contra el desorden y la inseguridad, sin que siquiera nos percatemos de que esas mismas narrativas, transmitidas en clave de amenazas, enmascaran o suprimen deliberadamente cualquier tipo de propuesta dirigida a revertir las inéditas asimetrías sociales de nuestro margen, con la complicidad militante de la “prensa libre” complaciente. Como durante la época del fascismo, la “acción” (en rigor, los fastos punitivos) se prioriza a la empiria y la demagogia a la experticia. Por el contrario, esta “guerra preventiva interior”, se percibe desde las intuiciones colectivas como un hacer impostergable, justo, heroico, cruzado, aunque se emprenda contra los destituidos, los marginales, los excluidos, las minorías y los vulnerables.



[1] Martín, Adrián Norberto: "El miedo a la relación con el "otro" como política de control social", Ponencia presentada en el II Seminario de Derecho Penal y Criminología, realizado los días 15, 16 y 17 de noviembre de 2002 en la UNLPam

[2] Wagman, Daniel; “Los cuatro planos de la seguridad”, Ponencia presentada en el Congreso “Política Social y Seguridad Ciudadana”, Escuela Universitaria de Trabajo Social, Vitoria- Gasteiz, 2003, actualmente disponible en el sitio “Seguridad Sostenible”, www.iigov.org/seguridad/?p=17_01.

[3] González Duro, Enrique: “Biografía del miedo”, Ed. Debate, Barcelona, 2007, p. 245.

[4] Simon, Jonhatan: “Gobernando a través del delito”, en Delito y Sociedad, Número 15, Universidad Nacional del Litoral, p. 75 y ss.

[5] Young, Jock: “Canibalismo y bulimia. Patrones de control social en la modernidad tardía”, en “Delito y Sociedad”, N° 15-16.

[6] “Encuesta de Seguridad Pública de Catalunya”, Edición 2002, Departament de Justícia i Interior de la Generalitat de Catalunya, p. 182 y 183.

[7] “La imagen social del delito. Victimización, autoinculpación y visión de la intervención policial y penal. Investigación aplicada en la sociedad vasca”, en “Paisaje Ciudadano, delito y percepción de la inseguridad. Investigación interdisciplinaria del miedo urbano”, Ed. Dykinson, Instituto Internacional de Sociología Jurídica de Oñate, 2006.

[8] Christie, Nils: “Una sensata cantidad de delito”, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2004, p. 74.