Por Eduardo Luis Aguirre
El pensamiento de Enrique Dussel concita análisis y perplejidades permanentes sobre temas fundamentales que conciernen a lo que él asume como una filosofía política de la liberación (*).

Una de ellas tiene que ver con sus especulaciones críticas, con profundo anclaje en la realidad del continente, relativas a categorías tales como el Estado, la política, la ética, el pueblo, la religión y la liberación.

Respecto de cada una de sas reflexiones, el filósofo argentino/mexicano se aparta de los postulados del denominado pensamiento crítico, cuya expresión primera y trascendental tuvo epicentro en Europa en los años 30 del siglo pasado, como así también de una izquierda tradicional a la que advierte como carente de teoría desde el colapso de los socialismos reales.

Contrariando algunas lecturas estancas del marxismo ortodoxo, Dussel interpela las afirmaciones del leninismo en cuanto postulan la vigencia  utópica de la sociedad sin Estado y la necesidad de destruirlo para crear una sociedad sin clases y sin institución estatal, basada en la concepción supuestamente represiva – de inexorable ontología coercitiva- de los aparatos del Estado. Con esa visión de las inexorables democracias delegativas, lisa y llanamente no se puede gobernar, explica el filósofo.

Por el contrario, el autor concluye que el Estado es una institución fundamental, un conjunto de medios que, puesto que sea en manos del pueblo, puede jugar un rol preponderante en materia de liberación de las mayorías oprimidas. Para Dussel, las instituciones políticas y económicas son necesarias, aunque ambiguas. Esa necesariedad del Estado en modo alguno supone admitir que el único Estado es el que proclama el pensamiento liberal eurocéntrico. En todo caso, habrá que crear otro. Pero aún contabilizando las experiencias latinoamericanas de liberación de nuevo cuño (Bolivia, el zapatismo, la experiencia ecuatoriana), concluye en la inviabilidad de la expectativas de democracias directas en las sociedades complejas y las megalópolis que jalonan el continente.

Y allí es cuando afirma que, en realidad, el gobierno y el Estado no son sino meros representantes de la voluntad popular,  que conserva siempre el derecho a destituir a aquellos representantes que burlan la voluntad mayoritaria (a lo que denomina “derecho de rebelión” y que otros filósofos designan derecho de resistencia a la opresión).

Esa concepción política se imbrica con una línea de análisis de absoluta actualidad en América Latina, en países como Ecuador, Bolivia, especialmente, y también Venezuela: la idea de gobiernos obedienciales. Aquellos que son capaces de construir una gestión del poder, no como mero dominio respecto del otro, como lo expresan los pensadores europeos clásicos, sino rindiendo cuentas, en un escrutinio permanente, justamente al pueblo. Solamente eso dará a los gobernantes legitimidad. Lo que a su vez entraña una forma de profundización de la democracia, que, además, contrariamente a lo que se nos enseña, es una voz egipcia y no griega.

Una categoría totalizante del pensamiento semita, que rechaza, desde lo religioso, la fetichización. Lo que confiere una vuelta de tuerca a la postura histórica que en materia filosófica la izquierda tradicional ha tenido para con la religión.

Y que, además, fija claramente desde el punto de vista ético los límites que un proceso de liberación (a los que diferencia de las gestas emancipatorias) no puede transgredir.

Sobre todo, en lo que hace a evitar la burocratización y la tendencia –incluso de la izquierda- de asumirse, desde el poder, con un criterio de autoridad cristalizada y, por ende, regresiva. Para Dussel, el Estado recibe el poder como mera delegación del pueblo y la corrupción comienza con la burocratización, cuando los gobernantes comienzan a percibirse a sí mismos y a actuar como si fueran ellos sujetos del poder.

(*) Filosofía  de la liberación, p. 256.