Por Ignacio Castro Rey (*)

Lo que alguna gente llamaría esteticismo de alto nivel es el único y razonable modo que Sorrentino ha encontrado para adentrarnos en la amarga tragedia de vivir. Quizás es también la única vía que tenemos de soportar la hipotética clonación de la especie que él intenta retratar, precisamente en el punto justo de su condición mortal. Según recordaba en su momento Nietzsche: “Sólo como fenómeno estético se justifica el abismo del mundo”.


Como resulta más bien irritante -casi increíble- el nivel sostenido en esta película, conviene tomarse un tiempo antes de emitir un juicio. En medio de una perfección casi aplastante, Youth se encara con una desolación moderna que a veces recuerda a la que Edward Hopper retrató de otro modo. El de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970) es un talento desbordante, y esto sin duda puede ser hoy un problema. Es tal la profundidad estética y trágica de Lagiovinezza que esa virtud puede generar una de las franjas de duda, sobre todo en medio del actual recorte cerebral. Youth no sólo no deja respiro -tal vez no lo merecemos-, sino que funciona aparentemente por acumulación, sin que cada una de las cien frases para pensar, cada una de las múltiples imágenes memorables tengan tiempo de insertarse en nuestra memoria óptica y reposar en una historia. La catarata de ingenio, de saber hacer y de buen gusto es tal que, igual que ante algunas obras de Iñárritu, parece que tendríamos derecho a preguntarnos: realmente, ¿había algo que contar?

Pues sí, lo hay, pero es necesario asimilarlo en sesiones distintas, quizás un poco separadas. La vida y la muerte, la amistad, la juventud y la vejez, el éxito y la desgracia, la enfermedad, la decadencia, el recuerdo y el olvido son el hilo de un tema, pero necesitamos tiempo para paladearlo. La juventud es una lenta corriente de belleza, tan vasta como los días, pero con un argumento que tiende a borrarse en el horizonte. Con un público cautivo de la actualidad y enredada de manera interactiva, entre el EI y las series televisivas, es normal que el efecto de este denso largometraje sea bastante difícil.

Quizás conociendo esta mutación de la especie, la metafísica sonora y visual de Sorrentino dosifica magistralmente los registros, sirviéndonos esta densidad -que no veremos en ninguna pequeña pantalla- con una variación repartida, como en una partitura. Diseminada en incesantes cambios de plano y muy distintas frecuencias sonoras, el film puede funcionar incluso en el plano estético y meramente cultural.

Es innegable que esta obra, más aún en el estado actual de la cartelera, hay que verla. Más aún, probablemente es necesario verla dos veces. Y en las dos ocasiones lejos de casa, libres de la servidumbre del habitual narcisismo doméstico que desactiva la atención, hacia todo lo difícil, con un sinfín de interrupciones idiotas. A pesar de las críticas comprensibles a su supuesto ensimismamiento pomposo, que no es tal, a La Juventud le lloverán los premios. Y no solamente por la presencia de esos tres actores excelsos que son Caine, Fonda y Keitel. Es que Sorrentino logra de manera bastante insólita una especie de grandilocuencia minimalista, fundida en una catarata de planos, inteligencia y efectos sonoros que tocan directamente nuestro sistema perceptivo. No es casual que la sala esté una y otra vez llena. Y lo que es más asombroso, en estos tiempos donde todo el mundo tiene algo que decir, llena de un público religiosamente callado.

El único problema -pero esa es su mayor virtud- es que entre el espanto y el milagro, entre lo grotesco y lo sublime, en La giovinezza apenas hay tregua ni transición. Hasta los paseos por el campo de Fred Ballinger (M. Caine) con sus acompañantes Mick (H. Keitel) y Jimmy (P. Dano) están cargados con una profundidad en las palabras, en los gestos y en el grandioso paisaje alpino, que resulta un poco excesiva para esta época de efectos virales en 140 caracteres.

¿Es posible que esta ausencia de mediación entre lo más feo y lo más sublime nos permita olvidar que en la tierra una de las maldiciones actuales es que existe demasiada gente normal, demasiadas situaciones anodinas y demasiados momentos donde no puede pasar absolutamente nada? No, tampoco, pues lo cierto es que ese mediano despotismo diario aparece en Youth, incluso como uno de los mejores efectos medicinales del film. A medias entre la gloria y la decadencia -esa cantante sentimental que de pronto aparece devorando un trozo de carne-, entre la más hortera música disco y los más sutiles sonidos de vanguardia, Sorrentino logra una fluidez a la que apenas puede responder nuestro estupor. Y todo ello mientras dibuja el apocalipsis silencioso, un poco marciano, de una humanidad que flota en el limbo del confort.

Esta originalidad fílmica y metafísica tuvo en La gran belleza una expresión difícil de superar, no sólo por el factor sorpresa. Ahora asistimos a una segunda entrega que podría estar cerca del manierismo. Pero no, Sorrentino mantiene una especie de equilibrio difícil y sigue logrando portentos. No sólo los personajes de Fred, Mick y Jimmy tejen una sabiduría poco menos que exiliada de nuestro planeta técnico. No sólo veremos una dolorosa estatua de cera en una mujer ahora convertida al horror de la demencia. Tardaremos también en olvidar a una joven desconocida -apenas aparece en los créditos- que interpreta a la masajista que intenta mantener en forma el flácido cuerpo de Fred. Sin mirar hacia ninguna parte, ella baila a solas mientras  rehace una armonía clandestina del mundo.

Desgarbada, con un llamativo aparato bucal y orejas desproporcionadas, ella afirma no tener  “nada que decir”. Prefiere por eso tocar, acariciar los cuerpos. Palpa también el aire sombrío, como si fuera un cuerpo, cuando baila en su habitación ante una pantalla que imita sus pasos.

Todo en La juventud es de alta definición, hasta la duda, la tristeza, el secreto o la fealdad. También la mutación extraterrestre de algunas vidas, sean jóvenes o mayores. También la dicotomía entre el horror y el deseo, que obsesiona a Jimmy. En medio de la apatía lujosa de los cuerpos, Fred sólo representa una punta estadística. Él y su asomo de conciencia son el reverso del lujo en el que viven estos personajes varados en la opulencia. También en esto Sorrentino es buen aprendiz de sus maestros italianos, un Fellini o un Antonioni que sabían colocar la desolación en escenarios de alto nivel de muerte. Muy alto, en medio de cumbres alpinas sólo aptas para la clase Vip o, tal vez, pastores suizos que en este caso brillan por su ausencia. Nada de pastores, en realidad, sólo ganado cuyas campanas son tan musicales como elegante es su lustrosa piel.

Es también de herencia barroca e italiana una cierta imaginación surrealista que quizás no sea lo más logrado de esta cinta. Ese monje budista que levita, esas vacas que interpretan un tema musical en pleno prado de verano, esa legión de mujeres que se le aparecen al acabado director de cine que es Mick. También la decadencia es de alta definición. Sorrentino logra en Youth que hasta Jane Fonda parezca una harpía disecada. Consigue que Miss Universo sea no sólo carnalmente espectacular, sino una mente armada de tal manera que su cuerpo de Cariátide apenas parece seguirle. Que dos ancianos copulen frenéticamente en un bosque, que una niña haga reflexiones inesperadas, que un alpinista padezca una especie de perplejidad mítica, se hacen también posibles en Lagiovinezza.

Con una efigie de Marx grabada en la espalda, el simulacro de un Maradona genial y patético es otra silueta más en esta galería de monstruos entrañables. “¿En qué piensas, cariño?”, le pregunta su compañera mientras suena una preciosa tristeza de vanguardia. Con una expresión de indescriptible tristeza, el antiguo ídolo deportivo responde: “En el futuro”. Es cierto que Sorrentino trabaja también el esperpento, pero incrustado en una épica wagneriana tan adelgazada que consigue pegarse a nuestra piel tardía. Es casi normal que no pueda faltar tampoco una caricatura de la figura de Hitler, de viejos arrugados y de algunas bellezas juveniles. La música de David Lang y las escenas de agua ponen quizás el pigmento en esta coreografía de fragmentos radiantes, una tristeza a cámara lenta -esa joven prostituta del hotel, siempre acompañada por su madre- de cuerpos aislados.

En medio de la desolación, el calor misterioso de la amistad. Mick y Fred componen una pareja difícil de olvidar. “A diferencia de ti, yo no he conseguido amar la vida” -Un gran esfuerzo con escasos resultados- le dice en cierto momento Fred Ballinger a su amigo. Fred reconoce que ama precisamente la música porque su magia existe aparte, sin palabras y sin experiencia.

Como somos extras en un guión gigantesco que ruedan otros, reconoce en cierto momento Mick, los dos amigos reboten continuamente entre la ironía y la derrota, entre los problemas de próstata y las conversaciones geniales . No me va la rutina, susurra Mick poco antes de tomar una decisión última: “Las emociones es lo único que nos queda”.

No sólo ellos dos y Jimmy se convierten gradualmente -y nos convierten- a una última humanidad. La hija única de Fred, Lena (R. Weisz), es de los personajes más sencillamente humanos en medio de tanta sensación expandida. Duerme con su padre, se hace preguntas y sonríe. Es capaz de llorar recordando humillaciones antiguas, reconoce que es buena en la cama y sufre cuando la abandonan.

Sólo resta decir que incluso la escena musical del final, a mil años luz de nuestro gusto, con una de las “Simple songs” de Ballinger sonando en el Buckingham Palace -mientras la inolvidable masajista evoluciona a distancia-, es de una emoción tal, de una sencillez tal, precisamente cantando la relación de Fred con su antigua mujer, que otra vez tenemos que pensar si le concedemos crédito. El timbre de algunos momentos nos extravía. Hasta el escepticismo elegante de Jimmy, habituado a navegar entre el horror y el deseo, parece hacer esfuerzos para no sucumbir a la tentación de soltar una lágrima.
(*) Filósofo y crítico de arte.