Por Nora Merlin

“No acepten lo habitual como cosa natural pues en tiempos de Desorden sangriento, de confusión organizada, de arbitrariedad Conciente, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer Imposible de cambiar”.
Bertolt Brecht

La ciudadanía, los medios de comunicación, los políticos e intelectuales manifestan su repudio a la violencia social, la inseguridad y los denominados “linchamientos”. Estos actores sociales plantean un debate estéril e improductivo, que se pregunta si es peor matar a robar, si está bien o no linchar a un semejante en defensa propia, si en estos casos es válida la llamada “justicia por mano propia”. Las perspectivas teóricas presentan algunas similitudes y análisis que no avanzan más allá de los límites planteados por las categorías morales, que suponen exclusivamente la actividad del juicio sobre el bien y el mal. Casi todos estamos de acuerdo y diagnosticamos lo que se presenta como obvio, que en los linchamientos y en la cuestión de la inseguridad, que tanto nos concierne y nos hace hablar, no se cumple el pacto o contrato social que, según Hobbes, es aquello que permitiría salir del estado de naturaleza fundando el Estado. Verificando su fracaso, cabe preguntarnos cómo hay que proceder sabiendo que en aquellos países en los que se aumentó el castigo a la violencia y a los hechos delictivos, la problemática de la inseguridad no mejoró. ¿Deberíamos cambiar la “naturaleza del hombre”, como denominaba Hobbes a las pasiones, para que la gente obedezca dicho contrato, o más bien es necesario empezar a pensar lo social con otras categorías diferentes a las propuestas por los teóricos contractualistas (Hobbes y Rousseau, digamos) cuatro siglos atrás? 


Recordemos rápidamente los planteos de Hobbes en el Leviatán. Allí argumenta que todo hombre es por naturaleza un enemigo que deja de serlo por un pacto determinante de la relación política. Esa relación se configura como un vínculo entre alguien que manda y otro que obedece; quien no revista la condición de súbdito será un enemigo. La teoría de Hobbes plantea lo social organizado a partir de la renuncia de todos a las pasiones, los deseos, etc., la transferencia del poder a un representante y el principio de obediencia a un imperativo moral. Con el propósito de pacificar las relaciones sociales, Hobbes busca conjurar la irrupción de pasiones en la vida en común, conseguir una paz entendida como despotenciación del cuerpo colectivo, limitando y suprimiendo tanto lo singular como el derecho natural. Objetivo que obviamente no se consiguió.

Más allá de la denuncia del mal y de las manifestaciones de horror que nos producen estos hechos de violencia, ¿por qué no avanzamos en nuestros análisis cuando nos referimos a sus causas? ¿Cuál es el motivo de que nuestras respuestas sean tan estereotipadas? ¿Por qué no nos decidimos a aceptar que fallan las estrategias propuestas para enfrentar estos problemas que podemos considerar como fracasos de la civilización? Ni la mano dura, la exclusión, el aumento de las penas, ni demás ensayos ya probados socialmente en nuestro país y en otros, se presentaron como solución para la disminución del fenómeno de la inseguridad. En relación con los análisis realizados frente a la coyuntura actual de los linchamientos y, en general, con respecto a la problemática de la inseguridad, asistimos a lo que Gastón Bachelard denominaba obstáculos epistemológicos. Ellos no se refieren a los elementos externos que intervienen en el proceso del conocimiento científico como podrían ser la complejidad o dificultad para captar el fenómeno, o la imposibilidad de acceder al conocimiento por ausencia de tecnología para captar la realidad. En este caso, lo que no nos permite avanzar no son esos impedimentos, sino las condiciones psicológicas o los prejuicios de los investigadores, aquí los de aquellos que se proponen pensar el problema. La utilización de la categoría moral para el análisis del tema se presenta como un obstáculo epistemológico, en los términos de Bachelard, que se constituye inercialmente en una fuerza conservadora, que impide transformar de raíz, y no mediante paliativos, el serio problema “del hombre como lobo del hombre”. Si no trascendemos el planteo moralista y no establecemos un diagnóstico profundo sobre las causas, las soluciones serán banales. 

Tanto Spinoza como Freud postularon el fracaso de la cultura determinada desde la moral, basada en una ley imperativa y el principio de obediencia. Observa Freud que la cultura constituida por el imperativo categórico, que el psicoanálisis denomina “superyó”, fracasa en los objetivos de conseguir felicidad, placer y de pacificar las relaciones sociales. El “No matarás” y el “Ama al prójimo como a ti mismo” son imperativos culturales que demuestran tal fracaso. Desde la perspectiva freudiana, la moral produce inevitablemente necesidad de castigo y padecimiento. Por su parte, Spinoza, oponiéndose a Hobbes y a los pensadores contractualistas, considera que la razón está habitada por afectos y que el entendimiento también es un problema del cuerpo, por lo que el devenir racional y libre de un Estado es un ámbito de pasiones y afectos. El Estado político no puede ser el resultado de un pacto consensuado en el que se cancela el poder natural, no se pueden reprimir absolutamente las pasiones ni anularlas por ley. Por el contrario, afirma Spinoza, quien eso pretende terminará por exasperarlas. Asegura que el derecho natural de cada uno no se puede transferir y no cesa en el Estado político; esa promesa sólo se efectúa por miedo, pues nadie renuncia sinceramente al derecho natural individual, el cual se encuentra determinado por el deseo (cupiditas) y la potencia –ambos inalienables–. En su Tratado político, Spinoza plantea que la organización social basada en una moral universal genera esclavos y tiranos, es decir, pasiones tristes e impotentes, una moral sacrificial e inútil que no puede metabolizar las pasiones en afectos activos. Considera que la paz no es soledad ni pacto y que el sacrificio de la libertad natural no es condición de la seguridad. Aquella sociedad cuya paz dependa de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado porque sólo saben actuar como esclavos, merece más el nombre de soledad que el de sociedad. La concordia, que Spinoza identifica con la paz, no significa pasividad ni miedo, sino vida y afectos activos. La vida en comunidad no supone la tolerancia sino el reconocimiento del otro y las nociones comunes. En otras palabras, para Spinoza la paz no se construye contra el derecho natural –como postulan los contractualistas– sino con él y como su resultado, sin intentar cancelarlo. Para Spinoza no se trata de suprimir o limitar esta naturaleza, sino por el contrario, la posibilidad de su propio desvío, sublimación, invención y la posibilidad de hacer con ella. En su Ética, Spinoza anota que nadie sabe lo que puede un cuerpo, lo que hace referencia a una ontología de la sustancia infinita; la libertad de lo múltiple y la preservación de las diferencias que la constituyen dan como resultado imprevistas formas de irrupciones históricas y sociales. Propone recuperar la confianza en la potencia democrática, singular y colectiva a la vez, que no admite ser reducida a la unidad sino que, por el contrario, se resiste a la uniformidad. Spinoza considera completamente opuestas las nociones de potencia y poder, éste último entendido como fuerza o dominación. Los señores del poder, de un poder que se funda en la tristeza colectiva, condenan la desobediencia, denuncian, juzgan. Tienen necesidad de introducir en los hombres el remordimiento y la exigencia de obediencia bajo el terror. A la esclavitud, que concibe como el régimen de disminución de la potencia, Spinoza le contrapone la libertad, que no se opone ni contradice al orden. En resumen, Spinoza recupera la singularidad como un modo que incluye pasiones, afectos, razones, potencias que se relacionan y que al hacerlo producen comunidad, pues todo individuo se inscribe continuamente en una composición mayor. Se establece así una reapropiación de la potencia por vía colectiva y singular a la vez, una orientación ética de la vida que no es conservación biológica, sino capacidad y poder en acto de afectar otros cuerpos y ser afectado por ellos, produciendo así comunidad en enigmáticas composiciones. 

En otros términos, Freud y Lacan también plantearon la existencia de una modalidad de satisfacción singular, el síntoma. En oposición a la cultura de masas, el síntoma se define como la única autonomía que le queda al sujeto frente a la civilización, la técnica y la pretensión de legislar un goce para todos. Esta verdad sintomática, imprevisible e incalculable, no puede ser domesticada por el placer ni por ningún pacto, saber o ley; representa la posibilidad de concebir al sujeto como diferente, soberano, no sometido a procesos de obediencia, igualdad, purificación u homogenización.

Nos parece pertinente recuperar, para la teoría política, la noción de derecho natural, aquello que podemos llamar los infinitos modos de potencia de la sustancia infinita de Spinoza, la cual, desde el surgimiento de la Modernidad hasta el presente, ha sido olvidada y descalificada por las teorizaciones moralistas. Objetamos la perspectiva moral como categoría fundamental para organizar y pacificar las relaciones sociales, porque consideramos que ella no resuelve sino que más bien incrementa la hostilidad. Creemos que la “solución” moral universal conforma una sutura inadecuada frente a los problemas que plantea la vida en común. En ella, uno de los “remedios” para coartar la sexualidad y la agresividad termina por ser uno de los males más peligrosos tanto para el sujeto como para la cultura, es decir, un veneno. La cuestión a ser pensada es cómo producir efectos de libertad y potencia común desde una ética, entendida como infinitos modos de vida de la potencia infinita. La práctica ininterrumpida de una potencia democrática, colectiva e instituyente, no transfiere su virtud política ni la depone ante instituciones meramente procedimentales; por el contrario, genera y anima continuamente esas instituciones que son expresiones de la potencia democrática. El conocimiento y la política, reconociendo la capacidad de pensar y actuar de todos, son las dos grandes vías que conducen hacia la vida buena, dice Spinoza. Si dejáramos de objetivar y silenciar al sujeto trazándole destinos, si evitáramos considerarlo como cognoscible, calculable y manipulable como a una marioneta, sólo allí surgiría la posibilidad de realización de la potencia democrática esbozada por Spinoza; una potencia singular y colectiva a la vez es la única garantía contra el racismo.
Una construcción política supone una invención común en la que hay lugar para lo singular y lo colectivo a la vez –no exenta de desacuerdos ni de antagonismos simbólicos– haciendo comparecer a lo imposible, que no se confunde con la impotencia.

Bibliografía
Freud, S. (2007) “Malestar en la cultura”. En Obras completas Vol. XXI. Buenos Aires: Amorrortu Editores. 1930.
Hobbes, T. (2001) Leviatán. Madrid: Alianza.
Rousseau, J. (1984). Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. El contrato social. Buenos Aires: Orbis.
Spinoza, B. (2010) Tratado político. Buenos Aires: Alianza.
Spinoza, B. (2012) Tratado teológico político. Buenos Aires: Libertador.