Por Ignacio Castro Rey (*)

Uno escribió hace poco algo así: “Solamente dura lo que se atreve a romper con la cárcel de la fama” (Lluvia oblicua). De maneras tan distintas, Pasolini, Lennon y Lispector estaban en esto, sin abandonar nunca la humilde ley de la gravedad y una comunidad elemental de la supervivencia que nos permite seguir, como creadores y como humanos. Es más una decisión ética (casi animal) que estética, dicho sea de paso. La creación artística no es un resultado de la alta cultura, sino de la más baja necesidad. Uno escribe, decía hace poco una escritora, “porque de otro modo me vería obligada a matar”. A su vez, Rilke sugiere: No pregunte a nadie por la calidad de sus versos, pregúntese si podría vivir sin ellos.

Es una maldita suerte que enseguida tengamos confirmación de esta fatalidad, la que opone tenazmente los focos del éxito a la clandestinidad de la creación, a través de nuestro otrora admirado Sam Mendes. Su último trabajo, 1917, que le hará todavía más millonario (recordemos que, entre otras, tanto American Beauty como Revolutionary road fueron un éxito rotundo de taquilla), es simplemente un inteligente paquete de consumo destinado de antemano a arrasar, con una inversión millonaria y unos beneficios, ya a la vista, más que multimillonarios.

La película de Mendes, tan rodeado por el éxito que ya no puede tocar el suelo (aunque ahora pretenda recrearse en el lodo), no tiene nada que contar, absolutamente nada distinto a lo que vemos todos los días en las pantallas: lo malos que son los malos y lo buenos que son las víctimas. Pero esta nulidad del contenido, sumada al ingenio narrativo, será la condición masiva de su éxito. Estamos otra vez ante la redundancia onanista de la información, aunque esta vez adornada con una fina sentimentalidad y una policromía escénica lograda.



1917 posee todos los ingredientes que la harán millonaria, como de otro modo muy distinto era visible desde el comienzo de Roma. Posee, primero, la elección de un tema mediático como la espectacularidad de la guerra, aunque es cierto que Mendes se recrea más bien en su lado oscuro, sórdido, mugriento. Da también en el clavo de otra necesidad perentoria: la que tiene el universo angloamericano de elevar una autoestima herida, en estos tiempos de feroz competencia china y rusa, y con un Brexit a las puertas de introducir a los británicos en caminos inciertos. Nada mejor entonces que volver a recordar las gestas europeas de Inglaterra y cómo ella, la autoproclamada nodriza de Europa, ha dado su sangre por el mundo y por el Continente. Esta necesidad de elevarse por encima de un presente dudoso explica la avalancha reciente de cintas que recuerdan la gloria inglesa en el pasado siglo.

Pero este encargo, y no puede llamarse de otro modo, Mendes lo cumple con una filigrana extremadamente inteligente. Recurre para ello a dos humildes cabos, delicados y humanistas, que han de realizar una gesta para la que sin duda no están preparados. En medio de escenarios apocalípticos, toda la película gira en torno al heroísmo anónimo de dos soldados, Schofield y Blake (sobre todo Schofield, el encantador Bodevan -G. MacKay- de Captain Fantastic: un héroe más que alternativo) que han de atravesar un mundo bélico que no comprenden para salvar a un regimiento británico y, de paso, al hermano de Blake. Tenemos pues todos los ingredientes para que público y críticos lleguen al orgasmo: una llana sentimentalidad que puede incluso con el poder de la guerra y el nepotismo de los oficiales; la desolación de la guerra y su falta de humanidad; lo malos que son los alemanes, lo buenos (y víctimas) que son los franceses, el generoso heroísmo de los ingleses, etcétera. Todo esto además muy bien iluminado, con escenarios fantasmagóricos que podían gustarle incluso al público de Tim Burton.

El ingenio llega al paroxismo en algunos detalles pintorescos. Por ejemplo, con algún negrito suelto entre las tropas: ¿cuándo Inglaterra concedió el honor, a hombres de color, de compartir con ellos la gloria de la Primera Guerra? Sobre todo, con ese enternecedor encuentro entre el cabo Schofield y una joven francesa en una casa ruinada que, casualmente, tiene también un bebé que puede ser alimentado por la leche y la gracia que porta Schofield en su mochila. Poco faltó para una pequeña ración guerrera de amor y sexo.

En fin, Mendes no se ahorra nada en este inmenso catálogo de trucos, tampoco la alianza de una impresionante maquinaria de matanzas con la intimidad de la interpretación: no hay ni un solo soldado británico que no tenga una pizca de humanidad. De manera que no es tan extraño el derroche de elogios de la crítica especializada. Es casi enternecedor escuchar al tantas veces despectivo Carlos Boyero hablar ahora de una conmovedora “historia de miedo, barro y mugre… de una película angustiosa y sorprendente”. Ver para creer. Efectivamente, los otros, los que para nada entramos en este hechizo de masas, no pudimos ni bostezar. ¿Por qué? Porque la inteligencia del director mantiene una tensión audiovisual sobre este “nada que contar” que todos mantuvimos hasta el final la atención, a la espera de que ocurriese verdaderamente algo. Cuando te das cuenta, la larga película ya ha terminado y su vacío espectacular te ha pasado por encima.

Que conste que todo esto, 1917 y esta impotente crítica,  no tiene ninguna importancia. Dos días después de esa tarde de entretenimiento, unos y otros habremos olvidado la película. El propio Mendes, mientras sigue subiendo hacia el estrellato, también la habrá olvidado. Así transcurren nuestras vidas, en un remedo de las más rancias religiones, esperando la siguiente entrega que nos entretenga. Y mate lo que todos tememos, un tiempo donde aún podría ocurrir algo.

(*) Filósofo y crítico de arte.