Por Eduardo Luis Aguirre

"Tenemos que adentrarnos un poco en el lado oscuro, por decirlo así (...), tendremos que hacerlo en silencio, sin discusión, usando fuentes y métodos al alcance de nuestros organismos de Inteligencia, si queremos tener éxito. Éste es el mundo en el que esa gente actúa, así que va a ser vital emplear cualquier medio a nuestra disposición para, básicamente, conseguir los objetivos" (Dick Cheney, ex Vicepresidente de los Estados Unidos, 15 de septiembre de 2001).



Como ocurrió siempre, y se hizo más visible desde el 11 de septiembre de 2001, los atentados terroristas terminaron contribuyendo a una profundización de la fascistización de las relaciones internacionales. A la consolidación de un estado de excepción en todo el mundo. A una construcción desvalorada, arbitraria, estereotipada, prejuiciosa y criminal de la otredad.

Los brutales crímenes producidos el año pasado en Niza, justo el día en que Francia conmemoraba un nuevo 14 de julio, hicieron volar definitivamente por los aires los ideales de libertad, igualdad y fraternidad.

Lo mismo ocurrirá, seguramente, luego de los embates terroristas en Londres, Manchester y Melbourne.

Los propios criminales se encargaron de dar un mensaje simbólico categórico: ellos habitan el interior de una sociedad contra la que lanzan sus ataques utilizando medios de destrucción convencional, pero también otros que ni siquiera son considerados, técnicamente, armamentos. Son capaces de utilizar, contra una masa indeterminada de seres humanos, instrumentos diseñados para el tráfico de personas o mercancías propio de todo sistema capitalista. Medios civiles contra una población civil indefensa. Por ende, esa amenaza será respondida, seguramente, con una restricción feroz de las libertades civiles y políticas. Con una aceleración de la construcción de un enemigo que será tratado como tal. Como un homo sacer. Una nuda vida, una vida “desnuda”, que nada vale, como dice Giorgio Agamben, susceptible de ser aniquilada entonces por cualquier medio.

Por si esa pulsión de muerte fuera insuficiente, el defensismo social producirá una onda expansiva tal que, con seguridad, embrutecerá aún más las retóricas xenófobas, fortalecerá a las derechas autoritarias e impactará sobre sectores sociales vulnerables, especialmente inmigrantes y refugiados. Está claro que esos enemigos ya no serán iguales a la matriz de la sociedad que los identificaba como formando parte de un grupo racial, nacional, religioso o político diverso. Tampoco habrá, entonces, igualdad de trato para con ellos en la Europa guantanamizada.

 Las relaciones futuras serán cada vez más hostiles, se privilegiarán las prácticas preventivas y punitivas más estigmatizantes y violentas. Siempre ha ocurrido de esa forma. Los estados  no resistirán la tentación o las presiones -para el caso, da lo mismo- de privilegiar la seguridad a expensas, también, de la fraternidad y la libertad.

La primera ministra británica, luego de los recientes atentados en su país, prometió tomar medidas más represivas, promover penas más duras y un aumento en la restricción de las libertades democráticas para evitar la radicalización a través de internet. Theresa May estableció como una prioridad "apartar esta violencia de las mentes de las personas y hacerles entender nuestros valores". Al mismo tiempo, advirtió que es necesario revisar la estrategia antiterrorista en el Reino Unido para asegurarse de que la policía y los servicios de seguridad cuentan con los "poderes" que requieren para actuar de forma efectiva.

El primer ministro francés, Manuel Valls ya avisó, en su momento, que en la guerra  contra el terrorismo que librará Francia "habrá sin duda más víctimas inocentes", aunque se mostró convencido de que finalmente los radicales serán derrotados. El binarismo del lenguaje bélico queda, en estos casos, absolutamente invisibilizado detrás del terror y la congoja por las decenas de muertos, entre los que se cuentan niños, mujeres y adultos. En ese contexto, se pierden de vista los esfuerzos dialécticos de los líderes para identificar inmediatamente al enemigo despiadado que -se asegura sin demasiadas precisiones -"de un modo u otro" está vinculado a círculos radicales (islámicos). Los gobiernos presumen que la declamación de una pronta certidumbre acotará el objetivo de la suma de todos los miedos ciudadanos y formará una idea demonizada de los culpables. A quienes de aquí en más, será difícil concebir como hermanos, atentolas nuevas formas que asume el terrorismo global y estratégico. Estas últimas expresiones violentas, que siempre sirvieron -y sirven- para mantener a los pueblos del mundo en un permanente "estado de excepción", absolutamente funcional a la lógica del amo, hoy plantean otras preocupaciones a Occidente. Por primera vez una experiencia terrorista logra ocupar un espacio territorial tan extenso como el Reino Unido y generar un miedo colectivo sin precedentes, al punto de obligar a países como Bélgica a medidas de prevención nunca antes vistas, tales como el suministro de pastillas de yodo a su población, ante la sospecha de posibles ataques con armamento no convencional (¿los cada vez más conocidos explosivos NRBQ? ¿las armas químicas de países como Siria que se habrían "extraviado" una vez que el propio país lo entregara a los estados centrales como prueba de su vocación pacífica?). Huelga decir, en consecuencia, que se esperan más ataques terroristas y que no se descarta que los mismos impliquen nuevas modalidades de asesinatos masivos. Habría que preguntarse qué potencias influyeron decididamente en crear estos monstruos que ahora no pueden controlar. También, si los países occidentales han evaluado correctamente las réplicas que sobrevendrían a las distintas formas de intervención imperial, concebidas  como consecuencia de la implementación del nuevo sistema de control global punitivo. 
Las guerras asimétricas pasaron de ser una garantía de la vigencia de ese control sistémico a convertirse en un verdadero galimatías respecto del  cual el imperialismo no parece haber alcanzado formas de conjuración holísticas capaces de poner fin a un estado masivo de terror global. 

El miedo, como sabemos, constituye una de las formas históricas más eficientes de control social. Y allí también, las principales cadenas comunicacionales juegan inexorablemente el rol propagandístico y cultural que se les ha asignado en estas nuevas conflagraciones. O sea, reproducir el terror y el caos en las poblaciones afectadas,  exacerbando seguramente las propuestas autoritarias y las prácticas racistas y anti inmigratorias del estado de emergencia. Pero, a su vez, las noticias inocultables de los crímenes terroristas provocan que el resto del mundo comience a cuestionar, ante la evidencia insuperable de las imágenes, las políticas públicas que a nivel global ponen en práctica los gobiernos de los países centrales. Esto supone una nueva batalla cultural, no querida ni prevista, donde se superponen y contraponen hegemonías contingentes cuyo resultado no se ha saldado todavía.